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Callijuelas

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Irenea M. Fernández

Cada cierto tiempo, alguna pequeña chispa alteraba la paz en el patio de vecinos y este pasaba de ser territorio neutral a convertirse en el escenario de una batalla campal. Daba la casualidad de que tal fenómeno solía producirse los sábados por la mañana, cuando la mayoría de los niños de las callijuelas nos encontrábamos ociosos en mayor o menor medida.

Mis hermanos se colocaban a un lado del pozo y los retoños de María la Porcachona, con sus rodillas llenas de rasponazos y las caras ribeteadas por churretes oscuros, en el contrario. Cada bando cerquita de la puerta de sus respectivas casas, por si había algún herido o por si doña Concha, que ocupaba la tercera de las viviendas, salía con su bastón a darnos para el pelo.

Así nos las gastábamos en nuestra pequeña islita del sur. «La tierra de los dos mares», como la solía llamar mi padre, sobre todo cuando la gorra le salía volando calle abajo entre remolinos de arena salobre de las salinas y pétalos secos de buganvillas que aleteaban desesperados valiéndose de la nueva vida que se les había insuflado: «La mare que parió al levante y la mare que parió al poniente».

—Tú mantente al margen, Antoñita —dijo mi hermano Rafael mientras me apartaba con el brazo—. Esto es cosa de hombres.

Fruncí el ceño con desagrado. ¿Hombres? ¡Si él ni siquiera había cumplido los once y yo le superaba en edad y envergadura!

—He venido a luchar —le espeté— y traigo munición de la buena. —Le mostré el interior del pequeño saquito de arpillera en el que solían venir los garbanzos. Estaba lleno hasta arriba de conchas de cañaíllas.

—Está bien, pero si maíta nos pilla, le voy a decir que fuiste tú la que no me hicistes caso.

La batalla apenas duró unos minutos, pero cuando Rafael, Diego y Juanín la rememoraran el lunes en clase sería tan épica como la de Waterloo. Yo ya no iba al colegio, así que no podría vanagloriarme de mi papel en la lucha. Siendo la mayor de nueve hermanos y con otro en camino, mamá me necesitaba en casa más que en la escuela. Al menos me había dado tiempo a aprender a leer y sumaba y restaba de cabeza mucho mejor que mi madre.

Todos terminamos con algún rasguño, sobre todo los del bando contrario, porque las picudas aristas de las cañaíllas nunca fallaban. Yo, como de costumbre, había salido la mejor parada, más que nada porque era la única que no temía parapetarse pegadita al pozo, donde dormía el Hombre Morado. La mayoría de los niños del patio le tenían miedo, pero yo había acabado por acostumbrarme a su presencia; de hecho, durante las noches calurosas en las que me quedaba afuera hasta bien entrada la madrugada, mientras zurcía los calcetines que llevarían puestos al día siguiente mis hermanos, ponía la silla de enea cerquita y me ponía a cantarle coplillas:

Tiriti-tiriti-titero, que su madre lo ha parío en cueros, y le ha hecho una camisita que no le tapaba ni la barriguita.

No tenía ni idea de si le gustaban, pero nunca me hizo entender lo contrario.

A menudo, los niños del patio nos retábamos para ver quién era capaz de llegar hasta el pozo y asomarse con más de medio cuerpo. Yo había resultado ganadora varias veces. Pero la verdad era que me mostraba tan valiente porque el Hombre Morado no siempre se dejaba ver, y había querido la suerte que solo llegara a vislumbrar aquel cuerpecillo negruzco agazapado entre las sombras apenas una vez en toda mi vida.

—¡Antoñita, hija! —me gritó mamá desde la puerta de la cocina—. Vente pá’dentro o te arreo tal zapatillazo que se te van a quitar las ganas de jugar a las batallas. —Obedecí a regañadientes, lo que me costó un tirón de trenzas por parte de mi progenitora, que a esas alturas ya volvía a lucir la figura de una ballena varada—. Ayuda a tus hermanas a pelar las habas, que a este ritmo no termino yo el guiso de chocos para que le lleves la olla a doña Compasión.

Doña Compasión era una viuda que vivía en una casa enorme de la calle Real. Mamá le llevaba la comida cada día porque a la vieja ya no le sobraban los dineros para tener cocinera, y solo tenía como servicio a mi tía Luisi, la hermana chica de mi madre, que de cocinar sabía entre poco y nada. Así que mi madre le llevaba una ollita con el guiso que tocara ese día y así se ganaba un buen sueldo.

Mis hermanas estaban desperdigadas por la cocina. Manolita y Teresa pegadas al fogón y a las faldas de mi madre, con un puñado de vainas vacías en el regazo; Carmen junto a la mesa, comiéndose las habas crudas, y Estrella, que solo tenía dos añitos, molestando al bebé Paquito, que descansaba en su cuna de madera.

—Hemos ganado —le susurré a Manolita al sentarme junto a ella. Mi hermana me sonrió, mostrando sus enormes paletas separadas, y manifestó su entusiasmo abriendo mucho los ojos, también separados y cubiertos por unas gruesas gafas. Para poder pagarlas, papá había tenido que aceptar un tercer trabajo, y por lo tanto eran las culpables de que ahora le viéramos todavía menos el pelo por casa.

De todos mis hermanos, Manolita era sin lugar a dudas mi preferida. Ella veía las cosas de un modo diferente; más simple, pero al mismo tiempo más rico en detalles. A veces se quedaba pasmada en mitad de sus tareas y, pese a que los demás pensaban que estaba cazando moscas, yo sabía que lo que hacía era darle vueltas a esa cabecita suya. ¡Anda que no era lista, la joía!

Además, siempre sabía cómo hacerme reír y me colmaba de besos y abrazos cuando más los necesitaba. La pobre mía había estado muy malita de pequeña y a veces pasaba los días en cama porque amanecía debilucha. Mamá contaba que, la noche que Manolita nació, la tuvo que esconder bajo la cama porque la Dama Buitre quiso venir a llevársela. Afortunadamente se quedó con nosotros y no nos la cambiaron por un cochino ni un gallo, como suelen hacer algunos padres que no quieren a sus bebés y se los ofrecen a la carroñera como intercambio. La Dama Buitre era una segadora de almas, pero siempre solía dejar algo a cambio.

—Antoñita, por favor, dile a la tata Juana que se deje ya de tanto suspiro. Que no la veo, pero no paro de escucharla y me desconcentra —soltó mamá, exasperada.

Me asomé a la otra habitación de la casa, en la que dormíamos todos, y vi a la tata de mi madre sentada en la butaquita de la esquina, con las manos entrelazadas y los pies muy juntos; exactamente en la misma postura en la que se ponía cuando estaba viva. La tata no había tenido hijos y, cada vez que mi madre estaba en estado de buena esperanza, que venía a ser casi siempre durante los últimos trece años, ella se sentaba en su rinconcito y se dedicaba a suspirar contrariada. Dicen que las viejas costumbres nunca mueren y debe ser verdad, porque la tata siguió haciéndolo incluso después de que la enterráramos hace ya tres inviernos.

—¡Chist! —exclamé enfatizando mi petición con un dedo sobre mis labios— ¡Tata, para ya! Que mamá no atina con los chícharos y los chocos.

Una vez que los suspiros cesaron y gracias al apoyo de mis ágiles manos, el guiso estuvo listo en una media hora, así que cogí la cazuela y me encaminé calle arriba para llevárselo sin demora a la vieja, que de compasiva solo tenía el nombre.

—Ya era hora —dijo Luisi al abrirme el portón—. Lleva veinte minutos rezongando que tiene hambre.

—Aquí tienes. —Le pasé con cuidado la olla, que tenía agarrada con un paño—. Si te apuras se lo sirves calentito.

—¡Madre del amor hermoso! ¡Qué bien huele! Aquí hay suficiente para comerme un buen plato, incluso aunque doña Compasión repita.

—¿Y repite plato con lo seca que está?

—No te puedes imaginar cómo jama —susurró—. Y después se come un pero o una naranja de las gordas.

—¡La Virgen!

—¡Niña! No blasfemes —me regañó mi tía.

—¡Pero si no he dicho ná! —Estaba empezando a ser consciente de que había entrado en una edad en la que ya no te hacen las concesiones que se le hacen a los niños, pero los adultos tampoco te permiten tratarles como a iguales, así que opté por callarme mis reproches—. Bueno, ¿tienes lo mío?

—Toma —contestó mientras sacaba un bulto de debajo del delantal y me lo entregaba tras mirar sobre su hombro que no hubiera nadie espiando—, pero cuidaíto con doblar ninguna página.

—¡Qué no, tita! Que yo siempre los trato con mucho cuidao.

—Eso espero. Venga tira, que ya la tengo sentada a la mesa.

Luisi me cerró la puerta en las narices, y yo me dispuse a desandar el camino hasta mi casa, pero antes eché un vistazo al tesoro encuadernado en piel que tenía entre las manos. La Regenta, leí en el lomo y, frunciendo el ceño, empecé a imaginar de qué podía tratar. Ya estaba llegando a la esquina de la Iglesia del Carmen cuando adiviné a lo lejos la figura del mayor de los Chamorro. Alto, delgado como un junco y guapo a rabiar el muy condenado.

—Muy buenas, Antoñita —saludó situándose a mi lado mientras doblábamos la misma esquina desde direcciones opuestas—, ¿qué traes ahí?

—Pues un libro, ¿no lo ves?

—Bueno, no soy tan cazurro. Lo que quería saber es de qué libro se trata. —Me lo arrebató de las manos con una velocidad pasmosa—. ¡Vaya! Creo que eres demasiado niña para este.

—¡Devuélvemelo! —Se lo quité con malos modos—. Que me lo han prestado y lo vas a estropear. Y para que lo sepas, ya tengo doce años. Entraré a servir en cuanto mis hermanas sean capaces de ayudar a mi madre en casa.

—Oye, no te lo tomes a malas. Yo solo lo digo porque no creo que te vaya a gustar. —Ambos guardamos silencio durante un rato, mientras bajábamos la calle empedrada. Le eché una mirada con disimulo. Llevaba las manos dentro de los bolsillos y la mirada azul pegada al suelo.

—¿Y tú de dónde vienes a estas horas?

—Vengo de ayudar a mi tío en las salinas y me voy ahora para la huerta. —Yo sabía que su padre había muerto hacía poco y que él también había dejado la escuela, así que sentí un pellizquito en el estómago por la pena, a pesar de que él parecía tomarse los avatares de su vida con buen humor. Se llamaba Antonio y, como yo, era el hijo mayor de su casa; así que inevitablemente achacaba lo que me hacía sentir, aunque solo fueran los primeros anhelos de una niña, a un designio del destino.

—Pues este no es el camino…

—Ya lo sé, pero te he visto y no quería que bajaras sola. A ver si va a salir el Carmelo y te va a dar un susto. —Carmelo era un vecino de la calle que andaba corto de luces, pero sobrado de mala leche. Los niños solían burlarse de él, hasta que un día se cargó a uno de una pedrada. Desde entonces, si lo veíamos salir, corríamos todos escopeteados para nuestras casas.

—Pues gracias. —Me sonrojé.

—Por cierto, yo tengo algunos libros. Pocos y casi todos de aventuras, pero te los prestaría encantado. Y así no tienes que coger de extranjis los de doña Compasión, que como se entere os la va a armar a ti y a tu tía Luisi.

—¿Cómo lo has sabido?

—Porque esa encuadernación cuesta mucho más de dos perras, y nadie de por aquí se gastaría tanto en un libro.

—Pues… gracias —repetí con cara de boba.

—Bueno, ya hemos llegado a tu casa. Me voy corriendo que no quiero ganarme una bronca. ¡Nos vemos, Antoñita! —Saludó con la mano mientras corría calle abajo. Yo me giré para entrar y vi la cara de mi padre, que me observaba muy serio desde la ventada de la cocina.

—No quiero que se convierta en costumbre el tener rondando por aquí al chavea ese —me espetó papá como saludo, sin moverse del quicio de la ventana.

—Me lo he encontrado por casualidad mientras volvía de llevarle la comida a doña Compasión.

—Eso espero, que todavía eres mu chica. —Pegó una larga calada al cigarro que sujetaba entre los dedos que aún permanecían intactos.

Papá era, entre los otros muchos trabajos que aceptaba para dar de comer a un cada vez mayor número de bocas, carpintero y algunas de sus falanges se habían quedado tiradas sobre el suelo cubierto de serrín tras toparse con la implacable dentellada de la aserradora.

—Venga, Antoñita, vete a avisar a tus hermanos, que ya vamos a comer —cortó mamá, metiendo el cucharón en la olla.

Juanín estaba sentado a la mesa, esperando su ración. Teresa, Carmen y Estrella jugaban en el suelo de la sala con Paquito, al que cogí en brazos mientras las mandaba al comedor. Ya afuera, les pegué un grito a Rafael y Diego, que bailaban una peonza junto a las macetas de planta del dinero que mamá había colocado por allí con esperanza y pocos resultados.

—¿Dónde está Manolita? —pregunté a mis hermanos cuando pasaron por mi lado.

—Está ahí detrás, en el huerto, dándole de comer a los gatos —contestó el mayor.

—Pues toma. —Le pasé a Paquito como si fuera un fardo—. Lavaos las manos en el barreño antes de sentaros a comer.

En la parte de atrás de la casa teníamos gallinas y tomateras, pimientos que crecían por encima de sus posibilidades hasta alimentar a todos los habitantes del patio y algunos árboles frutales. Manolita, que estaba arrodillada de espaldas al caminito, acariciaba al gato que sujetaba entre las manos.

—Venga, gordita, que ya está mamá sirviendo las papas —le dije mientras me agachaba junto a ella y le plantaba un sonoro beso justo en la línea de piel que quedaba al descubierto entre las trenzas y que estaba caliente por el sol, pero ella ni se inmutó—. ¿Qué miras ahí pasmada?

—Lo miro a él —susurró.

—¿A quién? —La garganta se me había quedado tan seca que incluso a las palabras les costó salir. Esperé temerosa la respuesta durante unos segundos que parecieron horas.

—Al Hombre Morado. —Manolita señaló con el dedo y yo seguí la dirección con la vista muy lentamente—. Se ha salido del pozo y está agachado debajo de la higuera.

Y tenía razón. Allí estaba, acuclillado de una manera poco natural sobre las extremidades oscuras y purulentas, con los ojos de color amarillo brillante fijos en nosotras.

—Manolita —dije poniéndome de pie de un salto e interponiéndome entre mi hermana y la trayectoria de aquella mirada hambrienta—, tira corriendo para la casa.

—Me ha dicho que tengamos cuidado, que la Dama Buitre viene en camino.

—Ese no te ha podido decir nada. Se le cayó la lengua hace mucho.

—Lo ha dicho sin voz… pero yo lo he oído.

—Manolita, no te lo repito más, ¡tira para la casa!

La niña encauzó el camino con toda la velocidad que le permitieron sus piernecitas canijas y patizambas. Yo aproveché para lanzar una última mirada al vecino más antiguo del patio, aquel que moraba en las pesadillas de los niños.

—¡A mis hermanos ni mirarlos! —grité enfurecida—. O se te acabaron las coplillas a medianoche… ¡que a mí no me das ningún miedo! Y traigo al padre Gonzalo a bendecir el agua del pozo y te vas a tener que ir a molestar a otros.

Con las manos temblorosas y sintiéndome mucho menos valiente de lo que había querido parecer, salí pitando de allí en busca de la seguridad del hogar y de mi familia.

***

Todavía era bastante temprano cuando el penetrante olor a barniz me despertó, haciendo que me picara la nariz y se me hiciera trabajoso el respirar.

—¿Qué estás haciendo? —le solté de malos modos a mi madre mientras me desperezaba. Una pregunta bastante estúpida, teniendo en cuenta que esta tenía una brocha en la mano y una cuna de madera de pino natural frente a ella.

—La ha hecho tu padre —contestó con una amplia sonrisa en el rostro—. Dice que la de Paquito está ya muy vieja porque habéis pasado todos por ella. Pero la ha traído en bruto y he pensado darle una capita de barniz antes de que este granujilla decida salir. —Se acarició la barriga, que parecía tensa hasta el punto de poder reventar en cualquier momento.

—¿Y por qué no lo has hecho afuera? Apesta.

—Pues porque no me apetecía estar sola en el patio tan temprano.

—¿A ti también te da miedo?

—¿Quién?

—El Hombre Morado.

—¡Anda ya, Antonia! ¿Cómo me va a dar miedo si lleva allí desde antes de que yo naciera y nunca le ha hecho daño a nadie? —Pero la cara se le había puesto blanca encalada. A veces pensamos que nuestros padres, por ser adultos, no sienten miedos y anhelos como los nuestros; pero lo cierto era que mamá apenas tenía treinta años y, aunque era capaz de llevar adelante una familia con nueve hijos y un décimo en camino, se cagaba de miedo cada vez que le mencionábamos a la criatura que vivía en el pozo, y por eso me dejaba remendando agujeros allí sola cada noche.

—Pues sácala que yo te ayudo a terminar —le dije haciéndome la tonta—. No vaya a ser que los envenenes a todos con esta peste.

Era domingo, y por lo tanto tocaba la peliaguda tarea de darle el baño semanal a los niños, ya que el resto de días nos lavábamos por provincias. Para ello los metíamos de dos en dos, tres si eran de los más pequeños, en el barreño grande, y yo acarreaba como una mula cubos de agua desde el pozo a la cocina para volcarla en el puchero grande y calentarla en el fogón.

Mis hermanos y yo nos engalanamos para ir con papá a misa en el Carmen, pero mamá prefirió quedarse en casa con Paquito. El embarazo le pesaba y se sentía fatigada demasiado a menudo. Desde el butacón de la esquina, la tata nos hacía partícipes a todos de su disgusto con sonoros suspiros, y mi madre ponía los ojos en blanco, resignada.

Tras la eucaristía, nos quedamos jugando durante un buen rato en la plazoleta, hasta que papá nos mandó de regreso calle abajo y se quedó con sus compadres en la tasquita, chateando.

—Haz el favor, Antoñita, y llévatelos de vuelta sin perder a ninguno —me dijo al tiempo que colocaba una moneda en mi mano como premio y me guiñaba el ojo con ese cariño especial que yo, como primogénita, sabía que me pertenecía.

Al llegar a casa les hice quitarse a todos sus abriguitos de domingo y los zapatos, que brillaban mucho menos que cuando salieron, antes de cruzar el umbral de la cocina. Y justo entonces, al ver el perol de papas en alcauciles sofriendo sin ningún control, supe que algo no iba bien. Mamá estaba tirada en el suelo de la sala, con la falda teñida de carmesí y el pelo empapado en sudor.

—Antoñita, ayúdame a llegar a la cama. —Me alargaba una mano temblorosa y yo corrí a agarrársela, pero necesité de la colaboración de mi hermano Rafael para poder levantarla y dejarla en el colchón—. Que este viene complicado.

No era la primera vez que ayudaba a parir a mamá, pero esta vez se sentía diferente, como cuando miras a través de una lente sucia o se te cuela una nube en el ojo. Ella estaba más aletargada y blanquecina que otras veces, y podía sentir la intranquilidad en el paladar; un regusto amargo imposible de tragar.

—Rafael, llévate a los niños a casa de la tita Angustias —le ordené— y luego te vuelves corriendo.

—¿Me llevo al Paquito?

—No, déjalo que está muy tranquilo en su cuna. Manolita, tú te quedas aquí con mamá mientras yo aviso a papá y a la partera. Si ves que la cosa se pone fea, avisas a la Porcachona.

Apagué el fuego, que empezaba a oler a cebolla quemada, y salí corriendo calle arriba. Los zapatos de charol me apretaban y resbalaban contra los cantos pelúos de la calle, pero aun así no aminoré el paso ni un poquito.

Al verme entrar en la tasca sudando y sin resuello, papá supo enseguida que algo raro pasaba.

—¿Es por tu madre? —me preguntó. Yo asentí, muda por el susto y la carrera—. Julián, hazme el favor de dejar a mi Antoñita usar el teléfono. —Sacó un papel arrugado y con números garabateados del monedero y me lo pasó—. Dale las señas de casa, aunque ella ya sabe dónde es y además vive cerquita. Me voy corriendo con tu madre.

Atravesé la barra pasando agachada por el portillo, sujeté el auricular, que estaba tan pringoso que se me quedaba adherido a la mano, y marqué los números deseando que la rueda del teléfono no tardara tanto en girar y en regresar de nuevo al cero.

—No te preocupes, chiquilla —me dijo Julián tras darle las gracias y colgar el teléfono cuando me vio la cara desencajada—. Que tu madre es ya veterana en estas lides.

Salí de allí un poco mareada a causa de la espesa nube de humo y del desagradable aroma a cerveza rancia. Intenté correr, pero cojeaba a causa de las rozaduras que aquellos zapatos de muñeca me habían hecho; ya notaba las bojas hinchándose de líquido. Así que no me quedó más remedio que desandar el camino a paso cada vez más lento y renqueante.

Ya había enfilado mi calle cuando un fuerte ruido quebró la tranquilidad imperante, dejándome helada en el sitio. Un viejo ciclomotor salió de repente de una cochera y se abalanzó sobre mí. El conductor intentó esquivarme con desagradables resultados, ya que acabó pegando un jardazo contra el suelo, motillo incluida. Yo atiné a dar un salto hacia atrás a pesar del susto, con tan mala suerte que resbalé y caí de espaldas, golpeándome la cabeza con el empedrado.

Creo que cerré los ojos en algún momento a causa del dolor y que me olvidé de abrirlos. Permanecí allí tirada, ajena a cuanto pasaba a mi alrededor, presa de una modorra placentera que ni siquiera sé si duró veinte segundos o veinte minutos, hasta que unos brazos fuertes me agarraron de la chaqueta de lana, poniéndome en pie y zarandeándome de forma poco amistosa. Me vi obligada a salir a trompicones de mi sopor, volviendo a sentir de nuevo, y con renovadas fuerzas, el dolor punzante en la parte trasera de la cabeza que me había dejado inconsciente en un primer momento.

—¡Mira lo que le has hecho a mi moto, estúpida! —El Carmelo acompañaba cada palabra de una sacudida. Aquel gigantón, el terror de las callijuelas, estaba haciendo gala de su fama de pendenciero y yo no era capaz de imaginarme qué habría hecho en mi corta vida para tener la mala suerte de cruzarme en su camino de aquella manera. Justo en ese momento. Justo aquel día.

—Ha sido… ha sido sin querer —confesé con el poco aliento que era capaz de generar.

Me soltó tan de sopetón que casi caí de culo. Aproveché para resoplar y palparme el bulto de la mollera, que tenía el tamaño de un huevo, pero que no parecía sangrar. Me lo estaba tomando con calma, pues era tan ingenua que me creía a salvo tras mi escueta defensa. Fue entonces cuando lo vi ir directo hacia el garaje y volver hacia mí con una palanca de hierro en la mano.

No quise quedarme a comprobar si el cometido de aquella barra era el de levantar el ciclomotor del suelo, así que salí escopeteada calle abajo como alma que lleva el diablo, a pesar de los pies doloridos y la cabeza que aún seguía en su propia órbita.

Por el ruido a mi espalda, supe con seguridad que Carmelo me seguía, pero no quise girarme para comprobarlo. Gracias a la ventaja que había conseguido tomar a pesar de mis achaques, llegué al amplio portalón del patio de vecinos, que se encontraba abierto de par en par. Una vez dentro me dispuse a pegarle una voz a mi padre, pero una manaza enorme y apestosa me cubrió la cara, mientras me intentaba agarrar con el brazo que aún portaba la palanca. Pataleé y mordí hasta que ambos caímos al suelo y pude escabullirme, gateando por el cemento como cuando hacía carreras de caracoles con mis hermanos.

Carmelo necesitó apoyarse en el reborde del pozo para ponerse en pie. Me giré para mirarlo desde el suelo y casi me oriné encima del miedo que tenía. Su cara estaba negra de colorá y era capaz de sentir cómo llegaban hasta mí las punzadas del fuego de su ira. Me había resignado a morir allí, a tan solo unos pasos de mi casa, con aquella palanca quebrándome la cabeza, tal y como hacíamos en ese mismo lugar con las cáscaras de las nueces cuando se acercaba la Romería del Cerro. De repente, una extremidad morada y húmeda surgió de la oscuridad del pozo, asiendo con fuerza el brazo de Carmelo. Después surgieron otras dos nuevas garras, que ahogaron sus gritos y lo agarraron del pecho hasta hacerle perder el equilibrio; una nueva extremidad putrefacta le rodeó el cuello y, tras unos segundos de forcejeo, se oyó un desagradable crujido y ambas figuras acabaron precipitándose sin remedio por aquel orificio oscuro.

Se oyó un fuerte chapoteo. Y luego nada. Silencio.

Entonces respiré aliviada.

Tuve que esperar unos segundos hasta ser capaz de ponerme en pie. Mi corazón había estado latiendo a tal velocidad que tenía el pecho dolorido y, ahora que se había calmado, el cuerpo se me había vuelto pesado y torpe. Cuando lo conseguí, avancé a trompicones hasta la boca del pozo y me armé de valor para mirar al interior. Había un cuerpo flotando bocabajo, y pude reconocer las prendas de Carmelo. Junto a él, unos ojillos ambarinos brillaban desde la oscuridad.

—Gracias —susurré.

«No gracias», respondió una voz en mi cabeza. «La Dama Buitre está aquí».

En ese momento escuché un llanto. Un llanto de bebé.

Corrí hacia el interior de la casa y, al llegar, me encontré con una sala abarrotada. Mi hermano Rafael estaba sentado en el suelo, con la cara escondida entre las manos; papá de pie junto a la puerta, con Paquito esmorecido de llanto en sus brazos. Había sido mi hermano pequeño el que había proferido aquel alarido. María la Porcachona iba y venía de la cocina cargada de trapos y la comadrona estaba junto a la cama en la que mi madre se encontraba sentada, con un bebé enorme y gordo en los brazos.

—Antoñita —dijo mamá sorprendida al verme llegar—, ven a conocer a tu hermana.

Miré una a una las caras que me rodeaban. Todos parecían aliviados y contentos, así que yo por fin pude soltar el aliento que ni siquiera me había dado cuenta de que estaba conteniendo. Me acerqué a ellas y examiné a la pequeña. Parecía sana en exceso, como si no acabara de pasar por el trance del nacimiento: regordeta, rosada y con los ojos de color claro muy abiertos.

—¿Tú estás bien? —le pregunté a mi madre con la voz temblando de miedo.

—Cansada y dolorida. A esta ha costado sacarla.

—Estaba equivocado entonces…

—¿Quién estaba equivocado?

—No importa. —Me sentía feliz. Un indescriptible calorcillo me corría por las venas, borrando de un plumazo la angustia de los últimos minutos. Rocé con el dedo el bracito rechoncho de mi nueva hermana y se me saltaron las lágrimas. Papá se me acercó por detrás y me puso la mano libre sobre el hombro; me giré para mirarle y vi que a él también se le había escapado alguna lagrimilla. Un hombre peculiar mi padre. Nadie diría que se trataba de su décimo vástago—. ¿Dónde está Manolita? —pregunté mirando por la habitación.

—Salió a avisar a María antes de que llegara tu padre —respondió mamá—. ¡Pobrecita mía! Estaba bastante asustada.

—Yo no la he visto —dijo papá—, debe de andar por el patio.

—No. En el patio no está —les informé muy seria.

—Pues entonces debe de estar en el huerto. Vete a buscarla y deja descansar a tu madre, anda.

Una extraña sensación fue tomando forma, enraizándose en la boca de mi estómago y estrujándome desde dentro con tentáculos y espinas. Me deshice de los zapatos y corrí hacia la parte posterior de la casa, con el corazón de nuevo a punto de escapárseme del pecho.

Primero vi al gato, limpiándose las patitas al sol. Después las gruesas gafas, con los cristales resquebrajados contra el suelo. Y finalmente a mi hermana. Un cuerpecito exánime enredado en las tomateras.

Me dejé caer de rodillas y desgañité el grito que se había cuajado en mis entrañas. Lloré durante horas, durante semanas… desde aquel aciago día en el que perdí a mi Manolita, se instaló en mí una tristeza imborrable, a la que no hicieron desaparecer ni los años ni la llegada de mis propios hijos.

La Dama Buitre había hecho su intercambio. Una hermana por otra.

De tenebris

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