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1.

Ignacio nunca falta a la cita.

El punto de reunión es el mismo de todos los años: el cementerio.

Muchos chicos prefieren ni acercarse al lugar, en especial en la noche de brujas, la noche de todos los muertos, la noche de esa fiesta extranjera que les gusta festejar para disfrazarse y comer caramelos.

Para él es la más esperada, porque cuando el reloj del pueblo da las veinticuatro campanadas puede escuchar las historias más horrorosas narradas por sus protagonistas.

El lugar es aterrador.

Ignacio ingresa por entre unas rejas rotas que dan a las tumbas. Trata de contener la respiración para no aspirar ni un poquito de esa atmósfera con olor a encierro y a flores podridas. Por eso avanza rápido.

Tiene que cruzar todo el cementerio para llegar al punto de encuentro.

Camina por el pasillo derecho, y avanza cauteloso pasando por delante del enorme panteón donde reposan los restos de una familia cuyo apellido ya no se lee bien porque las decoraciones de la puerta se han gastado con el transcurso del tiempo.

Cuatro tumbas más allá, dobla a la izquierda y corre. En ese sector están las estatuas rotas, desgastadas por la lluvia y el viento. Sus sombras se proyectan inconclusas a sus espaldas. Esa parte no le gusta para nada. Tiene la sensación de que lo persiguen y apura el paso.

En algunas partes hay montoncitos de tierra y ataúdes desenterrados. Ignacio aprieta los puños y avanza. Falta poco para llegar al paredón del fondo.

Junta fuerzas, respira profundo y sigue caminando entre las tumbas. Frena cuando ve a los chicos sentados sobre unas tumbas.

Como no quiere interrumpir, se esconde detrás de una lápida. Ellos no lo conocen porque él nunca se presentó ante ellos. Descubrió al grupo de casualidad, hace varios años atrás. Aquella vez, como ahora, deambulaba por la ciudad buscando historias de terror.

—Shhhhhh, me parece que oí algo –uno de los chicos hace callar al grupo que se está reunido esperando las campanadas. Mira para todos lados. Es Nicolás, el más alto de todos; lo reconoce enseguida, por sus piernas largas y huesudas.

Ignacio contiene la respiración. No quiere que lo descubran.

—Que empiece alguien, la espera me parece eterna –el grupo se ríe y Nicolás se aplaude a sí mismo sintiéndose orgulloso de su chiste.

Ignacio quiere reírse, la palabra eternidad a él también le causa gracia, pero como eso podría delatarlo se aguanta las ganas.

Ignacio conoce el ritual. Cada uno de los participantes tiene que contar una historia aterradora subiéndose al pedestal de una vieja estatua de un niño.

—Yo, porfa, esta vez tengo una terrible. Espero que no se hagan pis del miedo. ¿Están preparados? –Impaciente, otro de los chicos se trepa a la base de una estatua que ya no está. Es Ramiro, el más pequeño.

—¡Sí! Dale, Ramiro, empezá –gritan todos a la vez y lo aplauden y le silban alentándolo.

—¿Están seguros?

—¡Segurísimos!

—Encontré estas cartas hace mucho tiempo –Ramiro comienza captando la atención de sus compañeros cuando desdobla dos viejos papeles que tenía apretados entre las manos.

—¿Qué hacés con eso? ¡Es mío! –Nicolás, enojado, intenta arrebatarlas de sus manos. Pero se calma cuando el campanario comienza a sonar.

Llegó la hora.


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