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La voz de tus manos

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No te puedes acobardar, Cristina, te lo digo yo que he estado aquí contigo mirando cómo el desencanto se te embarra y te va haciendo costras. Él no vale todos los dolores que te has tragado. ¿Qué no percibes cómo se te llena la panza de laceraciones; cómo se repite la historia?

Acuérdate cuando tu padre llegaba a sentarse al lado de tu cama. Te miraba un buen rato mientras tus manos sudaban apretadas y escondidas entre tus piernas. Te tapabas la cabeza con la sábana, pero él gozaba con el dibujo de tu cuerpo cubierto y tembloroso. Eras una niña de diez años que al igual que un avestruz dejabas el culo de fuera, y ahí topaba el deseo de tu padre, el ritmo de su corazón, su respiración agitada, jadeante, el gemido final y largo parecido al que hace una bestia lastimada. Después te arrullaban sus pasos alejándose, el cuidado con el que cerraba la puerta para no despertar a Frida tu hermana. Exhausta te quedabas dormida y atrapada entre la pesadilla de la vigilia y la del sueño. La felicidad te quemaba el pecho e intentabas ignorar los ardores entre las costillas. Preferías seguir siendo la consentida de tu padre, aunque tu sonrisa fuera una mueca maltrecha. Te levantabas al día siguiente y te acercabas a Frida: Mi papá me quiere más a mí porque viene a arrullarme cuando tú ya te dormiste, le presumías mirándola fijamente, con tus ojos circundados por unas manchas oscuras estampadas por el desvelo.

Nadie te dijo que aquel dolor no debía hacerte feliz y entonces se repitió tu propia historia y te casaste con este hombre que continuó mordiendo sobre la primera dentellada que dio tu padre. No te asustes, Cristina, tus dientes y tus labios todavía sirven: eres tú que no recuerdas cómo usarlos. Conmigo estás a salvo. Sigue mi voz. No te acobardes. No podemos dejar que siga creciendo el demonio que se le mete a la cabeza. Antes fue su puño el que te reventó la nariz, y ahora, apenas ayer, puso el cuchillo sobre el borde de tu panza. Hasta yo pude sentir cómo se te erizaron los pelos del ombligo. ¡No es cierto!, no estoy embarazada, es broma, le dijiste. Es broma, es broma…, pendeja, te espetó a la cara y aventó el cuchillo a la mesa. El miedo, con su vibración, se paseó alrededor de tu cabeza durante toda la noche y en medio de la oscuridad, como un zancudo, estrelló su zumbido contra tus orejas.

No hay nada que pensar ni tiene caso darle más vueltas. Es el momento de quitárnoslo de encima y descansar de él y del recuerdo de tu padre que aún arrastras. Con un solo muerto es suficiente para sanar el pasado. Cuando muera, él también descansará del mal que lo tiene enfurecido, porque la muerte es el primer descanso, y así él dejará por fin sus pies quietos, ya no andará en círculos, angustiado, buscando un gramo, ni recorrerá las calles arrancando espejos para cambiarlos por una grapa. Ya sus estornudos y la sangre de su nariz no infectarán más el aire que devoras cuando, detrás de la puerta del baño, escondes tu respiración asustada.

Necesitas que alguien te cuide como yo lo hago. Mira nada más qué bonita eres. No dejaremos que termines siendo su desperdicio. ¿Estás lista? Sí.

Camina hacia la zotehuela. Abre la puerta despacio sin hacer mucho ruido. Jala la caja de herramientas. Agarra la llave más grande. Si no puedes, entonces la otra, la de al lado, la que parece un gancho. Debe de pesar más que eso, debe ser más dura. El martillo, mira, toma el martillo, levántalo, déjalo caer, eso es. Mira cómo se atraviesa la luna. Ella es testigo y resplandece porque vamos por buen camino. Nos deberíamos de ir a vivir para allá, de seguro todo sería más fácil, y tú y yo permaneceríamos lejos del mundo en un lugar donde no hay aire que maltrate las cosas. ¿No te gustaría vivir a solas conmigo en la luna?

¿Y si despierta antes?

No va a despertar. Deja que mi voz te guíe. Piensa en la luna: a poco no sientes cómo te adormece y te va dejando tendida en una hipnosis profunda. Ahora escúchame. Atiéndeme. Respira.

Vamos al cuarto. Límpiate el sudor de la mano y empuña bien el martillo. Abre sin hacer ruido. Gira la perilla con calma. Acuérdate que esta puerta rechina, ábrela de un solo empujón. Bien. Camina despacio. No tienes prisa. Levanta un pie, bájalo lentamente, plántalo bien en el suelo y luego alza el otro. Detente. Espera que tus ojos se acostumbren a la oscuridad; ábrelos bien. No parpadees. Ahora escudriña su silueta. ¿Ya lo viste?: sus pies están sobre la almohada. Ya lo tienes. Te está dando la espalda. Observa su cabeza. Aprieta el martillo. Calcula cuánta fuerza necesitas para levantarlo y dejarlo caer lo más rápido posible. Tensa tus músculos. Prepáralos. Concéntrate. No pienses en nada que no sea el movimiento exacto: un solo golpe como si le tronara un rayo en la cabeza. Avanza. Un paso a la vez. Estira tu brazo izquierdo para tocar el borde de la cama y medir tu distancia. Acomódate. Alza el martillo muy alto, más alto. No tiembles. Apoya bien las plantas de los pies. Estira las rodillas. Deja de temblar. Aprieta los dientes. No pienses en otra cosa. Se mueve. Te ha sentido. Golpea en la sien; vuelve a golpear, rápido; golpea, golpea, golpea. Dale fuerte otra vez. Escucha cómo cruje el hueso del cráneo. Siente cómo el martillo se hunde en el espesor de la carne. Dale una vez más. Que no te importe la sangre. Que no te importe cómo te salpica la cara y el vestido y las manos y las piernas…

No ves nada, lo sé. Pero no te espantes, Cristina, no son tus ojos, es la muerte que apaga más la oscuridad. El aire negro que te toca y te escalofría, son los roces de la muerte. Acostúmbrate. Disfruta eso que en tu pecho reventó las amarras. Escucha tu corazón: está más cerca de tus manos, ha zarpado y por eso sientes como si fuera a escapar saltando de tu pecho. Deja el martillo en el suelo. El mareo y el extrañamiento son normales; es natural que creas que si tocas las cosas se van a desvanecer entre tus manos. Pisa firme. Ahí está la tierra del mundo. Písala. Sal del cuarto. Deja de mirarlo. Ya está muerto. No se mueve: es tu propia respiración agitada lo que te confunde y te hace creer que él aún respira.

Alza la cara. Enorgullécete. ¿Alcanzas a escuchar esa palabra? Viene de lejos, no soy yo quien la dice. Escúchala, no la evites. Ahora repítela muchas veces para que pierda sentido:

Asesina, asesina, asesina.

Las palabras están llenas de aire y con sólo repetirlas las desinflas. Ahora ya puedes desterrar esa palabra de tu lengua. La escucharás en otras voces, venida de otras consciencias pero cada vez que suene se deshará antes de llegar a tus oídos.

Ponte los zapatos. Ve hacia el teléfono. No olvides que lo hiciste para salvarte, porque estabas desesperada: sí, tendrás que decirlo con esas palabras. Son las cosas que a la gente le gusta escuchar: la conmiseración es el móvil de las personas de bien. Todos quieren ser buenos y todos los buenos dirán pobrecita: entonces tú serás el espejo de su bondad. Su mundo es predecible y estúpido, ya verás, Cristina. Tú deja que ellos te tengan la lástima que creen que mereces.

Ya es hora. Toma el teléfono. Marca. Solloza fuerte. Desespérate.

Señorita…, algo horrible… Una patrulla…, es que mi marido…

Bien hecho, Cristina, vamos tan bien que puedo sentir cómo toco las cosas con mi voz. Palpo el disco frío del teléfono cuando pronuncio teléfono; percibo lo pegajoso de la sangre entre los dedos de cada palabra que digo. ¿Qué haces?, no te laves, me gusta el sabor de nuestras manos, me gusta paladear cada dedo tuyo que es una sílaba mía. Sube las palmas hasta tu boca, júntalas, haz un hueco, pega tus labios y grita. Más fuerte, grita más fuerte y siente cómo vibra la voz de tus manos. Disfruta el eco de tu grito que testimonia el olvido y presagia la calma.

Tocan la puerta. Debe ser la policía. Levántate. Abre. No te angusties. Por un momento sentirás ganas de escapar, de gritar que te arrepientes de lo que hicimos. Son sus caras, los modos inquisitivos con los que te esposarán nuestras manos, es eso lo que te hará sentir asustada. Pero no te equivoques. Yo sigo dentro de tu oreja y desde aquí marcaré tus pasos. Agacha la cabeza. Muéstrate perturbada, arrepentida. Estos perros saben olfatear las mentiras. Cualquier movimiento mal hecho puede delatarnos. Diles dónde está el cuerpo.

Está en el cuarto.

Déjate poner las esposas. Ya habrá tiempo para dar razones. Ahora te toca sufrir un poco. Primero viene el escarnio. No te resistas. Permite que te lleven al pasillo. Mira las caras de tus vecinos. Están aterrados y a la vez contentos: eso es el morbo: la felicidad disimulada producida por la desgracia del otro. Nadie se salva, Cristina. Aguanta las miradas. Tu cuerpo será castigado con el encierro y el maltrato, pero sólo por un tiempo. Cuando todo acabe serás más fuerte. Es el último sacrificio y después estarás libre. Tú guarda silencio. No digas nada de todo lo que hemos hablado; que ellos desconozcan los motivos de nuestros actos, que se esfuercen por entenderte. Nada digas de mí, Cristina, que yo no tengo un cuerpo como el tuyo, y eso sólo limita mi existencia e influye en sus decisiones. Niégame para que nos salvemos.

No agaches la cara, levántala. Súbete a la patrulla. No contestes a lo que te preguntan. Cuando estemos allá procura dormir mucho. Las primeras horas de encierro son desesperantes. Sentirás que cada segundo repta sobre tu cuerpo, que cada minuto te roe y querrás huir para quitarte de encima el hormiguero del ocio. Tendrás ganas de correr y frente a ti sólo habrá un muro gris e impenetrable. El encierro carga de energía, electrifica, y toda esa electricidad se va hacia adentro, se convierte en angustia y, si te dejas, te quemará los nervios.

¿Adónde vamos?

Te dije que te callaras. No hables sin mi permiso. No preguntes. Tienes que tragarte la incertidumbre.

Entra a la delegación al ritmo con el que te conduce el policía. No forcejees. No te adelantes. Que él te lleve como si fueras una muñeca. Siéntate. Afloja tu cuerpo. Que todo tu ánimo caiga desparramado sobre el asiento. Ya te llaman. Permite que el policía te levante, que le cueste trabajo. Entra a la oficina. Es una mujer. Será más fácil. Mírala a los ojos y luego agacha la cara como si estuvieras arrepentida. Por el momento sólo contesta sí, señora o no, señora. Tratará de indagar. Ella está puesta ahí para convencerte de una culpa que no debes sentir. No te dejes envolver. Aguanta. Siéntate. Ten precaución. Intentará mirarte a los ojos. No le devuelvas la mirada hasta que yo te diga.

¿Mataste a tu esposo?

Sí, señora.

¿Por qué lo hiciste?

Ni se te ocurra, Cristina, decirle que tu hermana y tu marido se veían a tus espaldas; que la niña que viene en camino es de él y no de Javier. No lo digas porque te acusarán de hacerlo por venganza, por celos. Ellos sólo saben de víctimas y victimarios. Su justicia vive cegada por la tediosa batalla de buenos contra malos. No te humilles. No permitas que se repita la historia que inició tu padre; la historia donde siempre pierdes y corres a contar tu derrota con una sonrisa. Que nadie nos diga qué hacer ni cómo hacerlo. Sólo deja que yo te guíe, que yo te cuide.

¿No me vas a decir por qué lo hiciste?

Alza la cara, Cristina. Pon una mano debajo de la otra, ambas déjalas caer lánguidas sobre tus piernas. No frunzas el ceño. Mira a la mujer a los ojos. Contesta.

Lo maté porque ya no soportaba que siguiera vivo.


Muerte derramada

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