Читать книгу El amor vive al lado - Marion Lennox - Страница 5
Capítulo 1
ОглавлениеLA DOCTORA Annie Burrows se pasaba la vida evitando a las mujeres y a los perros de Tom McIver, que parecían una maldición.
El bebé debió de llegar justo antes de la medianoche. Pero ni Annie ni Tom lo oyeron llegar.
Annie había estado levantada hasta las doce, escribiendo cartas médicas. Pero tenía que dormir en algún momento. Y eso pasaba por llamar a la puerta de Tom McIver y pedirle encarecidamente que se callara de una vez.
Había aislamiento contra ruidos entre el apartamento de Tom y el hospital, pero no en el tabique que separaba su casa de la de Annie. Así es que se oía a los perros ladrar y la mujer de turno reírse como una endemoniada.
–¡Callaos todos de una maldita vez! –murmuró Annie, mientras abría la puerta y salía al pasillo que comunicaba las dos puertas.
De pronto, tropezó con algo y, antes de que pudiera darse cuenta, estaba en el suelo.
No se hizo daño, pero se puso aún más furiosa de lo que ya estaba.
Durante diez segundos se quedó allí y juró con todas las expresiones prohibidas que existían.
–¡Voy a asesinarlo! –decía–. ¡Voy a terminar por ponerme violenta!
¿Tendría que terminar por marcharse de Bannockburn? No podía soportarlo.
Pero la idea le hacía ponerse aún más nerviosa. ¿Por qué tendría que sacrificar su vida? Le gustaba aquella pequeña ciudad del Sur de Australia.
El modesto hospital de sólo doce camas necesitaba dos médicos para atenderlo: Annie y Tom.
Tom McIver era cirujano, gran médico y tremendamente responsable en lo que a su trabajo se refería. Pero inmensamente irresponsable en su vida. Le gustaba jugar. Mucho. Le gustaba jugar con sus dos perros y sus múltiples mujeres.
No había ni una sola cara bonita en todo el distrito que no hubiera pasado por su cama. Tom se aprovechaba de lo guapo que era.
¿Y Annie?
Tenía veinticinco años y era siete más joven que Tom. Llevaba ocho meses en Bannockburn. Era estudiosa y tranquila.
Tom y ella hacían un buen tándem profesional. Pero en lo personal a Annie la desquiciaba aquella vida mujeriega de su colega.
Así que Annie tendida en mitad del corredor se sentía como una auténtica necia.
De pronto, el bulto con el que se había tropezado comenzó a moverse. Anna se apartó como si quemara. ¡Estaba vivo!
Agarró el paquete entre los brazos. Estaba calentito y mullido. Apartó ligeramente las ropas. De la profunda cavidad que formaban las mantas surgió un lloro.
¡Era un niño!
Los perros de Tom habían oído el ruido así es que se pusieron a ladrar como endemoniados al otro lado de la puerta. Ésta se abrió.
Allí estaba Tom, de pie, observando a una Annie patética, caída en el suelo con un bulto en los brazos.
Una voz femenina irrumpió.
–¿Quién es Tom? ¿Qué es eso que hay en el suelo?
–Es Annie –dijo Tom desconcertado–. ¿Qué haces ahí?
Annie no respondió. Con una mano trataba de defender al bebé de las babas de los perros y con la otra intentaba apartar las ropas para ver si estaba bien. Se había tropezado con él y podía estar herido.
–¿Te has hecho daño? Annie, ¿qué es eso? –de pronto reparó en lo que llevaba en los brazos–. ¿Qué demonios…?
–¡Aparta a los perros! –exigió Annie–. Ahora.
Casi no había acabado de decirlo cuando los perros y la mujer que lo acompañaban ya estaban detrás de la puerta cerrada.
–¿Qué ocurre, Annie? ¿Qué está pasando aquí?
–No lo sé –murmuró Annie, mientras abría sucesivas capas de mantas y sábanas.
El bebé llevaba un pijamita. Estaba congestionado y empezó a llorar. Movía las piernas y los pies a toda velocidad. Pero estaba perfectamente, nada le había sucedido. La ropa lo había protegido del impacto.
–Annie… –Tom se había sentado en los talones y miraba anonadado.
–¿Sí? –Annie levantó la mirada un segundo y luego volvió a centrarse en el bebé–. Está bien. Voy a llevarlo a algún sitio caliente para desvestirlo…
Tom estaba realmente desconcertado. Llevaba unos vaqueros y una camisa abierta hasta la cintura, lo que dejaba ver su impresionante torso.
Había incluso alguna huella de carmín sobre su piel. La visión de aquel cuerpo escultural dejó sin respiración a la pobre Annie. La verdad era que siempre había tenido la capacidad de sacudirla de los pies a la cabeza. Pero su mejor defensa era concentrarse en su trabajo y aquella no iba a ser una excepción.
–Annie, ¿te importaría explicarme qué significa todo esto?
–No tengo ni idea –dijo Annie. Le desabrochó la parte de abajo del pijama–. Es una niña. Doctor McIver, esta niña estaba a su puerta. ¿Será de la amiga que tiene dentro?
–¡Estás loca! Si dejamos los perros dentro, ¡cómo vamos a dejar un bebé fuera! –la sonrisa de Tom era, sencillamente, magnética. De pronto se dio cuenta de lo que Annie acababa de decir–. ¿Dónde has dicho que estaba?
–Delante de tu puerta.
La sonrisa desapareció.
–¿Te tropezaste con…?
–Si no pertenece a tu amiga, ¿de quién demonios es? Es demasiado pequeña para haber venido gateando. Esta niña no tiene más de dos meses.
Miró al pequeño paquete, que lloraba desconsolado.
Levantó la vista. Ambos estaban desconcertados.
Annie se levantó. Y, de pronto, un papel cayó de entre las mantas.
Tom lo agarró y lo abrió. Comenzó a leer. El color de sus mejillas se desvaneció.
–¿Tom?
No respondía. Miraba al papel como si se tratara de una pesadilla.
–¿Qué ocurre? –insistió Annie.
Sólo entonces Tom levantó la cabeza. Pero no estaba viendo a Annie.
No era nada nuevo para ella. Annie era diminuta, llevaba siempre su espesa mata de rizos castaños recogida en una coleta. Escondía sus ojos gris claro tras el denso cristal de unas gafas y su gesto era más determinado y honesto que seductor.
Comparada con las bellezas con las que se codeaba Tom McIver, Annie era, simplemente, vulgar.
Annie se decía a sí misma unas diez veces al día que le daba exactamente igual ser como fuera.
Después de todo, siempre había sido así y a aquellas alturas ya debería haberse acostumbrado.
–¿Qué dice la nota? –le preguntó ella curiosa.
Tom se recompuso y cerró el papel.
–Ya te la enseñaré –Tom respiró profundamente y se estiró, para recobrar la compostura que por breve espacio de tiempo había perdido.
–¿Estás segura de que no es de Sarah? –preguntó Annie.
Tom la miró anonadado.
–No… Melissa… –Tom levantó una mano y se pasó la otra por el pelo–. No, no es de Sara… Quédate con la niña y hazle un chequeo, Annie, por favor. Iré para allá en cuanto pueda…
El hospital de Bannockburn estaba muy tranquilo aquella noche, con cuatro de sus doce camas vacías.
No había ningún niño hospitalizado aquella noche, pero Helen Bannockburn, la enfermera de noche, llegó casi al mismo tiempo que Annie.
Se quedó a ayudarla y pronto comprobaron que la niña estaba muy sana y tenía dos pulmones muy potentes. A eso se añadía esa incipiente sonrisa que los bebés de seis semanas comienzan a esbozar. Helen le preparó un biberón de leche maternizada.
–¿Quién es? –preguntó la mujer.
Annie no quería dar explicaciones. Necesitaba hablar con Tom antes de decir públicamente que la niña había sido abandonada.
–Tom me pidió que la chequeara –respondió Annie ambiguamente.
Agarró el biberón y comenzó a dárselo.
Las ganas y el vigor con que la pequeña succionaba demostraban que estaba muy sana. Annie sonrió. Helen la miraba con curiosidad. Pero estaba claro que sabía lo que estaba pensando.
Desde que Annie había llegado, la enfermera parecía haberla puesto bajo su protección y siempre cuidaba de ella.
–¿Sabemos su nombre? –preguntó Helen.
–No.
–Pero… –Helen se quedó pensativa–. Si no lo he interpretado mal, el doctor McIver le pidió que se ocupara de ella… y el doctor no está de servicio esta noche.
–Yo creo… –Annie dudó unos segundos–. Me parece que será mejor que no diga lo que pienso.
–Ya –Helen miró a Annie de arriba a abajo–. Doctora Burrows, ¿cuándo va a hacer algo con esa ropa? Vestida así parece que tiene catorce años. Podría ser muy atractiva si se arreglara un poco más.
–¿Usted cree? –Annie sonrió. Estaba sentada en el mostrador de la consulta y balanceaba las piernas como una colegiala. Después de todo, la mujer podía tener razón. Los vaqueros y las camisas gigantes que solía llevar no eran el tipo de ropa que resaltara mucho el físico. Tampoco era el atuendo adecuado de un doctor.
Pero, ¿cómo solucionar aquello? Se imaginó a sí misma con el tipo de ropa que llevaba Sarah y sonrió por dentro. ¡Se vería ridícula! Y las faldas no eran precisamente de su agrado. Se sentía incómoda con ellas.
Helen la miraba interrogante.
Annie continuaba pensativa, pero su cabeza ya había saltado de un lugar a otro.
–Helen, ¿conoces a alguna Melissa? –le preguntó.
–Bueno, está Melissa Fotheringay. Tiene cinco años.
–No es la edad adecuada.
–¿Qué edad estamos buscando?
–Alguien que pudiera ser la madre de esta criatura.
Helen se quedó en silencio.
–¿Quieres decir… –frunció el ceño–. ¿Realmente no sabes quién es la madre de esta criatura? ¿Y el doctor McIver tampoco lo sabe?
–No sé lo que el doctor sabe o no sabe. Pero, por favor, no diga nada, sobre todo por el bien de la niña. Piense en todas las Melissa que pueda haber.
–No hay ninguna otra Melissa en la ciudad. La única que se me ocurre es Melissa Carnem. Fue enfermera aquí. Vino de Melbourne y se marchó antes de que usted llegara. Pero…
–¿Pero?
–Era muy rubia, con los ojos claros y esta niña es completamente morena.
–Sí… Pero podría parecerse al padre.
Las miradas de las dos mujeres se encontraron. El mensaje tácito que se pasaron era inconfundible.
Helen miró incrédula al bebé y vio exactamente lo que Annie estaba viendo.
–No pensará… –los ojos de Helen estaban abiertos de par en par–. No puede…
–¿Eran amigos el doctor y la enfermera?
Helen casi se atraganta.
–¡Dios santo! –Helen no podía apartar los ojos del bebé–. Melissa salió con el doctor, pero…
–¿Por qué se marchó Melissa?
–Se fue a Israel. Vivía en una burbuja y era muy inquieta. Decía que quería encontrarse a sí misma y decidió irse a vivir a kibbutz. Vino aquí porque pensaba que la vida del campo era lo que buscaba. Pero se aburrió a los dos meses. Y hace unos diez meses que se marchó…
Hubo un silencio.
Diez meses. Todo cuadraba.
La campana interrumpió la amena conversación.
–Debe de ser Robert Whykes. Querrá un analgésico y que le asegure que pronto estará bien.
–Coméntale que mañana viene el fisioterapeuta y que eso lo aliviará.
–Ya se lo he dicho. Pero él no quiere nada que lo alivie. Él quiere estar bien ya. No entiende que una vértebra dañada en el cuello tarda cierto tiempo en corregirse –Helen se volvió hacia la puerta–. Creo que el doctor viene hacia aquí. Estoy impaciente por saber qué es todo esto.
–¡No eres la única!
Tom entró en la sala y la conversación se vio interrumpida.
Helen lo miró mientras salía. Trató de sonreír, pero no pudo.
El paso largo y decidido del doctor se trocó en parada brusca al ver a Annie con la niña en brazos. La pequeña estaba terminándose el biberón y miraba a Annie con los ojos muy abiertos.
¡El parecido era increíble!
–Te ha costado librarte de Sarah, según veo –comentó Annie.
Como siempre, Tom la ignoró por completo. Estaba claro que desde su punto de vista, Annie era como una hermana pequeña.
Tom se aproximó a ella, sin apartar la vista del bebé.
Ciertamente, era delicioso, uno de esos bebés que uno quiere llevarse a casa sin pensárselo dos veces.
Tom continuaba atónito, mirando al bebé. El único sonido que se oía era el succionar de la niña.
Sin pensárselo dos veces, Annie decidió romper el silencio.
–Tom, ¿es tu hija?
Al oír la pregunta, Tom retrocedió, pero sus ojos permanecieron fijos en el rostro de la pequeña. Era como si estuviera viendo un milagro.
–¡No!… bueno…
–¿Puedo leer la nota?
Tom se metió la mano en el bolsillo de la camisa, pero no llegó a sacar el papel.
Annie se levantó, se acercó a él y le puso la niña en los brazos.
El parecido era increíble.
Tom miró durante unos segundos la carita sonriente de la criatura. El bebé sonreía y sonreía, sin importarle la cara de susto del doctor. Finalmente una mueca se esbozó en su rostro. ¿Cómo podía resistirse?
El parecido fue aún mayor.
Annie metió la mano en el bolsillo de Tom. Él estaba demasiado perplejo para protestar por nada.
Tenía una amiga que tenía un bebé y se marchó a vivir a un kibbutz y me sonó tan bien que decidí hacer lo mismo. Por eso me quedé embarazada de ti. Pero luego me di cuenta de que era una estupidez, porque los niños te atan y acabo de conocer a un tipo estupendo que no quiere un bebé. Así es que si tú no la quieres, dala en adopción. Si quieres que firme los papeles, mi madre me los mandará. Envíaselos a ella.
No le he puesto nombre. Me parecía una tontería si no quería quedármela.
Sé que te engañé para quedarme embarazada y seguramente tú tampoco la querrás. Pero mi madre me dijo que debía darte la oportunidad de tomar esa decisión.
Annie leyó y releyó la nota una y otra vez. Luego miró a Tom.
Estaba realmente sorprendido, en estado de shock.
A pesar de la grave situación en que se encontraba la pobre pequeña, la imagen que tenía delante le arrancó una sonrisa.
Tom lo vio.
–Doctora Burrows –dijo con una voz profunda, peligrosa–. Doctora Burrows, si sigue sonriendo de ese modo, acabaré por estrangularla.
–¿Quién está sonriendo? –dijo ella sin modificar un ápice su gesto. Al ver el ceño gravemente fruncido de su jefe, decidió cambiar la sonrisa por un intento de seriedad–. No creo que la situación de esta pequeña sea para tomársela a risa.
Desde luego, Tom McIver no tenía ningún motivo para reírse. La niña, sin embargo, parecía feliz.
–Annie…
–Lo siento, Tom –Annie trató de mantener la compostura.
En realidad, tenía razón. No era, en absoluto, una situación divertida.
Pero había algo de novedoso y agradable para ella: por primera vez se habían invertido los papeles.
Tom siempre había estado al control de todo.
Llevaba seis años a cargo de aquel hospital. Desde el primer momento, a Annie le había quedado claro que lo que el doctor buscaba era alguien que hiciera lo que a él no le gustaba y que le permitiese tener tiempo para divertirse.
Y así lo había hecho durante los seis meses que ella llevaba allí. Eso sí, nunca se divertía con Annie.
En una ocasión, poco después de llegar, había escuchado un comentario que Tom le hacía a otra persona.
–Es competente y ordinaria. Si tenemos un poco de suerte, se convertirá en una agradable médico solterona, dedicada en cuerpo y alma a su trabajo. La ciudad obtendrá un beneficio de su dinero.
Annie había estado a punto de dejar el hospital después de aquello. Pero le gustaba el trabajo y el lugar.
Bueno, había otra razón.
Desde el instante mismo que había visto a Tom McIver se había enamorado de él.
¡Estúpida, estúpida, estúpida!
No debería haber ido nunca a aquella maldita ciudad.
Pero lo había hecho y ya no quería marcharse.
Durante las noches, mientras ella estudiaba, él se dedicaba a divertirse con sus múltiples amigas.
Y, precisamente, aquella noche, había salido de casa decidida a decirle que no lo aguantaba más y que dejaba su trabajo.
Pero aquel inesperado bulto con el que se topó, cambió completamente su ánimo.
–Asumo que no tenías ni idea de la existencia de esta pequeña.
–¡No! –respondió él con una mezcla de rabia e indignación.
–Ya veo… –Annie apretó los labios y miró a padre e hija–. ¿Qué vas a hacer con ella?
Eso era, exactamente, lo que él se preguntaba insistentemente. Tom miraba con ansiedad a la pequeña.
–No tengo ni la más remota idea de qué hacer –Tom continuó mirándola–. ¿La has examinado? ¿Está bien?
–Perfectamente bien –dijo Annie–. El cuerpo está en perfectas condiciones, las fosas nasales limpias. No tiene rozaduras de pañal y está muy bien alimentada. La han cuidado bien.
–Seguro que la ha cuidado la madre de Melissa –dijo Tom y abrazó al bebé con fuerza–. La hija es una irresponsable a la que no le importa nadie.
–¿No te gusta Melissa?
–¡No!
–¡Perdón por preguntar! –dijo Annie–. Pero, ¿por qué la dejaste embarazada si no te gustaba?
La ira y la rabia se reflejaron claramente en su rostro.
–¡De acuerdo! No es asunto mío –dijo ella comprensivamente–. Me voy a la cama. Buenas noches.
–¡Annie!
Fue un grito desesperado y el bebé se sobresaltó. Tom se dio cuenta y acarició a la pequeña. Ésta sonrió de nuevo.
Annie levantó una ceja.
–¿Sí?
–No puedes irte así.
De pronto la rabia se había convertido en pánico
–¿Por qué? ¿Tienes algún problema?
–¡Claro que tengo un problema! Yo no puedo cuidar a un bebé.
–¿No puedes cuidar a tu propia hija?
Silencio.
–Mi hija –Tom dijo las palabras despacio, como si fueran mágicas. El pánico desapareció, pero fue reemplazado por el desconcierto.
–Es tu hija –repitió Annie–. Me di cuenta mucho antes de ver la nota. A veces el parecido entre padre e hijo habla por sí solo. A menos que tuvieras la certeza absoluta de que no puedes ser el padre, yo no perdería el tiempo en hacerme una prueba de ADN.
–Pero fue sólo una noche –Tom agitó la cabeza como si tratara de despertarse–. Debió de ser después de aquella maldita fiesta… No había salido desde hacía mucho. Bebí demasiado. Melissa no hacía más que servirme aquel maldito licor. Me llevó a casa y allí… ¡Maldita enfermera! Fue ella la que me obligó a que la embarazara.
–Puedes estar todo lo furioso que quieras con Melissa –dijo Annie–. Pero la niña que tienes en brazos no es culpable de nada y es tu hija. Necesitas tomar una decisión.
Tom la miró horrorizado.
–¡Yo no sé qué hacer! ¡No puedo cuidarla!
–¿Por qué no?
–Porque…
–Todo lo que necesita es que le den de comer y que le cambien el pañal. Soy yo la que está de guardia esta noche, así que nadie te va a molestar. Te puedes dedicar en cuerpo y alma a ella.
–¡Admitidla en el hospital!
Annie se negó.
–La niña no está enferma. El hospital está muy tranquilo. No hay ningún otro niño, tú lo sabes, y con el dinero que recibe el hospital no podemos permitirnos gastos innecesarios. ¿Esperas que llame a Helen, que despierte a alguien en mitad de la noche para que cuide a tu bebé?
–¡No es mi bebé!
–¿Y entonces de quién es? –le preguntó indignada–. Eres la única familia que esta personita tiene en el mundo.
–Annie… tienes que ocuparte de ella.
¡Aquello ya era demasiado!
–Tom, yo me voy a la cama –le dijo–. Helen te dará leche y pañales para toda la noche. Sé algo de procedimientos de adopción. Si quieres, mañana te lo cuento.
–Annie, detente ahora mismo –exigió Tom sin conseguir nada–. No eres un maldito doctor de guardia, eres mi amiga.
Ella se volvió.
–Y como amiga quieres que me responsabilice de tu hija hasta que decidas qué hacer con ella.
–Sí –dijo Tom–. Eso es exactamente lo que quiero que hagas. Tú sabes de niños… Yo no he hecho nada.
Annie estuvo tentada a aceptar la oferta. Pero, por una vez, el sentido común prevaleció. Ya estaba bien.
–Sí, si lo has hecho, Tom. Eres el padre de esta criatura. Ella necesitaba un papá y te tiene a ti. Bienvenido a la paternidad, doctor McIver. Por primera vez tiene usted responsabilidades, suyas, no mías.
–Pero Annie…
–Buenas noches, Tom. Cuida de tu hija. Yo me voy a la cama.