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Capítulo 1

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SI ALGUIEN le hubiera dicho a Tom que al terminar el día habría asistido al parto de nueve criaturas, se habría dado la vuelta y se habría encaminado a Darwin.

Pero no podía volver. Estaba en medio de un diluvio y lo más prudente era esperar a que escampara. Pero estaba de vacaciones y tenía que tomar aquel vuelo para marcharse cuanto antes.

De pronto, un perro apareció delante del coche y tuvo que dar un volantazo para esquivarlo. Entonces, el deportivo comenzó a patinar sobre el asfalto mojado y fue a chocarse contra una camioneta que marchaba en dirección contraria.

Rose ya casi había llegado y quería irse a la cama cuanto antes. Sabía que lo más prudente era esperar a que dejara de llover. Su vieja camioneta no era nada segura con el asfalto tan mojado, pero solo el cielo sabía cuándo escamparía, y a ella le dolía mucho la espalda.

De pronto, un coche apareció de la nada.

Vio que un perro se cruzaba y que el coche derrapaba e iba directo hacia ella, resbalando sobre el asfalto mojado.

No pudo hacer nada para evitar el golpe, así que cerró los ojos, pisó a fondo el freno, y esperó el inevitable golpe.

–¿Está usted bien?

Era una voz de mujer. Tom abrió un ojo y se encogió. Luego abrió el otro ojo y volvió a encogerse.

La lluvia seguía golpeando contra el parabrisas de su coche y pudo ver a través del cristal el rostro de una mujer. ¡Y menuda mujer!

Aquella mujer era maravillosa. Sus enormes ojos eran de color gris perla y su rostro estaba ligeramente cubierto por pequeñas pecas que lo hacían aún más atractivo. Tenía el cabello de color castaño y estaba empapado por la lluvia.

Él no había visto demasiadas mujeres así de empapadas que le parecieran tan atractivas como aquella.

Intentó sonreírle para tranquilizarla.

¿Qué le había preguntado? ¿Que si estaba bien? Decidió contestarla.

–Umm… creo que sí.

–¿Está usted seguro?

Tenía la visión borrosa, pero fue aclarándose poco a poco. La lluvia, que seguía cayendo copiosamente, lo ayudó a despejarse y consiguió enfocarla. La mujer parecía muy preocupada, pero también parecía exhausta.

–Su coche se chocó contra mi camioneta –dijo con voz preocupada. Una voz tan bonita como su rostro.

Tom trató de pensar qué decir, pero el golpe debía de haberlo vuelto estúpido, porque lo único que podía hacer era sonreír. Y no era normal sonreír cuando su coche acababa de estrellarse.

Tom había alquilado aquel Alfa Romeo para su estancia allí y en aquel momento estaba empotrado contra… Tom se fijó en que se había chocado contra una camioneta Dodge.

¡Santo Dios!

¿Seguro que se encontraba bien? Movió los pies para ver si notaba algún dolor. Y al ver que no le dolían, pensó que quizá fuera porque los había perdido con el choque.

–El coche está echando humo –le advirtió ella–. Quizá sería mejor que saliera usted.

Sí, efectivamente. De pronto, Tom se dio cuenta de la gravedad del asunto. Si él entendía de algo, era de incendios. Tenía que salir de allí cuanto antes. Pero…

–No creo que pueda salir por su puerta. Su coche está empotrado en la camioneta. Creo que tendrá que intentar salir por el otro lado.

Él trató de mover las piernas y vio que estaban ilesas. Luego, vio que el rostro de la mujer aparecía detrás del cristal del copiloto.

–¿Puede usted llegar hasta aquí?

–Creo que sí.

Pero le fue más fácil decirlo que hacerlo. Porque, con su más de uno ochenta de altura y su fuerte complexión, era demasiado grande para deslizarse entre aquellos pequeños asientos.

–¿Puedo ayudarlo?

Ella se inclinó para ayudarlo, pero entonces su rostro se contrajo por el dolor.

–Lo siento, creo que no puedo inclinarme así. Será mejor que vaya por un extintor a la camioneta.

Oyó un gemido de la mujer y trató de darse prisa en salir, preocupado por ella.

Dos minutos más tarde, y después de toda clase de contorsiones, consiguió salir del coche.

No había ni rastro de ella. Quizá lo hubiera soñado todo. Pero no era posible. Tenía un chichón enorme en la cabeza, y a aquella mujer estaba seguro de haberla visto. Así que trató de pensar dónde podía haberse metido.

Aparte de los dos vehículos, no había nada más alrededor. Aquella era una carretera desierta y solo se veía un cercado cerca de allí con unas pocas cabezas de ganado.

–¿Dónde está usted? –llamó a voces, caminando unos pocos pasos.

Entonces, su pie tropezó con algo, pero no era la mujer, sino un perro. Para ser exactos, una perra, y preñada. Y aquella había sido la causa del accidente, recordó.

La perra no se movía. ¿La habría golpeado? Parecía que no, ya que no tenía ninguna herida. La perra estaba muy delgada, salvo por su barriga hinchada por el embarazo.

Tom se arrodilló y la acarició.

–Tranquila, chica, no quiero hacerte daño. Pronto te sacaremos de aquí, pero antes tengo que encontrar a esa mujer.

La perra lo miró con tristeza, pero no se movió lo más mínimo.

Tom no podía perder más tiempo, así que se incorporó. Tenía que encontrar a aquella mujer.

Tenía que estar en alguna parte.

–¿Hay alguien ahí?

Se sintió estúpido hablando en alto a la nada.

–¿Dónde diablos se ha metido usted?

–Estoy… estoy aquí.

La mujer salió en ese momento de la camioneta, llevando en las manos un extintor casi tan grande como ella. Dio dos pasos en su dirección y luego pareció que se iba a caer, pero él llegó a tiempo de sujetarla.

Por su trabajo, Tom Bradley estaba acostumbrado a reaccionar rápidamente en las emergencias. Así que la sujetó y luego la levantó en brazos, llevándose la sorpresa de que aquella mujer estaba tan embarazada como la perra que acababa de ver.

Más aún. Al tomarla entre sus brazos, la mujer volvió a gemir de dolor.

–Lo… lo siento. Por favor, déjeme en el suelo. Estoy bien.

–Se volverá a caer.

–No, ya estoy bien. Ha debido de ser el extintor, que pesa demasiado.

–¿Seguro que está bien?

–De verdad que sí.

Tom sintió que la barriga de ella se movía.

Ay… Él se dedicaba a atender emergencias, pero las mujeres embarazadas no eran su especialidad.

–¿Está usted segura de encontrarse bien? –preguntó de nuevo sin quitar ojo al vientre de ella, que parecía estar palpitando.

–Estoy bien –ella lo miró con determinación–. De verdad. Me subí a la camioneta yo sola, así que deje de mirar a mis gemelos y póngame en el suelo.

Gemelos… ¡Por el amor de Dios!

–No, señora, no la dejaré en el suelo, a menos que encuentre un sitio seco.

–Entonces, lléveme a la camioneta.

–¿A la camioneta?

–Por si no se ha dado cuenta, apenas ha sufrido daños –dijo ella con tono áspero. Estaba empezando a impacientarse–. Aunque no gracias a usted. ¿Es que siempre conduce como un loco con este tiempo?

–Fue por la perra.

–¿Qué perra?

–La que había en medio de la carretera. No quería atropellarla.

–Y en vez de a la perra, decidió atropellarme a mí.

–Lo siento, pero…

–Pues en la autoescuela, a mí me dijeron que nunca diera un volantazo para evitar un animal –dijo ella con severidad, y sus enormes ojos comenzaron a brillar–. Me dijeron que si te desviabas era más probable que los atropellaras, ya que ellos no sabían hacia dónde girarías. Pero claro… –la mujer soltó un suspiro– eso me lo dijo una mujer. Es decir, una persona sensata –comentó ella con una sonrisa maliciosa.

–No me diga –replicó Tom sin poder evitar sonreír mientras observaba fascinado el rostro de aquella mujer.

–Pues sí –pero entonces la sonrisa desapareció y el rostro volvió a contraerse por el dolor.

–Sin duda, está usted herida.

–No. Es solo… que me duele la espalda. Y ya me dolía antes del accidente. Creo que es por los gemelos.

–¿Los gemelos?

–Usted ya los estuvo observando. ¿O es que no se ha dado cuenta de que estoy embarazada?

–Sí que me di cuenta. Por cierto, ¿no estará usted ya de parto, verdad?

–No, todavía faltan tres semanas para que salga de cuentas y mi médico me dijo que el parto no se iba a adelantar.

–¿Seguro? –Tom decidió llevarla al asiento del copiloto de la camioneta–. Porque por el tamaño de su barriga parece que va a dar a luz en cualquier momento.

–¿Es usted médico?

–No, señora.

–Pues entonces no contradiga al mío. Si él dice que no nacerán hasta dentro de tres semanas, es porque no nacerán hasta esa fecha.

–¿Y cree que sus hijos estarán de acuerdo?

–Seguro que sí. Por cierto, ¿qué está haciendo?

–La estoy llevando a la camioneta.

–Pero… –él la dejó en el asiento del copiloto, el parabrisas estaba milagrosamente intacto–. Bueno, no sé si esto va a servir de algo.

–¿Qué quiere decir?

–Que aquí no me mojo, pero no creo que podamos ir muy lejos. Alguien ha aparcado su coche justo delante de mi camioneta.

Él sonrió.

–Sí, deberían hacer algo para controlar dónde aparca la gente sus coches. Además, con todo el sitio que hay para aparcar en esta zona…

–Pues sí. Además, yo llegué primero.

–Lo siento, señora. Intentaré hacerlo mejor la próxima vez. Es evidente que mi profesor de la autoescuela tampoco me enseñó a aparcar.

–Sea como sea, creo que vamos a necesitar una grúa.

–Sí, pero lo que más prisa corre es solucionar lo del humo –parecía que la mente ya se le había despejado y que podía pensar correctamente–. Usted quédese aquí y cuide de esos gemelos. Dígales que está lloviendo y que lo mejor es que no salgan todavía.

–Pero…

–No hay nada que discutir –Tom agarró el extintor y corrió hacia el coche–. Usted quédese aquí.

Tenía que apagar el fuego cuanto antes. Si su Alfa Romeo se quemaba, también se quemaría la camioneta.

Gracias al extintor no le fue difícil apagar el posible incendio. Aunque con lo que estaba lloviendo, casi no le habría hecho falta.

Tom pensó en qué era lo siguiente que debía hacerse.

Decidió que, antes que una grúa, necesitaban una ambulancia, porque por mucho que aquella mujer insistiera en que aún faltaban tres semanas para el parto, él no estaba tan seguro.

¿Pero cómo avisar a una ambulancia? Él había decidido no llevar su teléfono móvil durante las vacaciones para asegurarse de que iba a pasar un mes tranquilo.

Sin embargo, en ese momento, se arrepentía de no tenerlo encima. No se veía ninguna casa por los alrededores. De hecho, no recordaba cuánto hacía que no veía ninguna granja al lado de la carretera.

¿Y a qué distancia estaría el pueblo más cercano?

Se metió en el coche y sacó el mapa de carreteras. Según este, Kingston estaba a una hora de Weatheby, y habían pasado por Kingston haría una media hora. Por otra parte, aquellas eran las únicas ciudades donde habría un hospital con maternidad.

Oyó un quejido a sus pies y entonces se acordó de que también la perra necesitaba ayuda.

–Vaya, lo siento, chica. Casi me había olvidado de ti –se acercó a la perra y la levantó en brazos, sin que esta ofreciera ninguna resistencia.

Tom se dirigió a la camioneta y dejó a la perra sobre el asiento del conductor.

–Aquí le traigo algo de compañía –le dijo a la mujer–. Parece que a esta dama también le duele la espalda.

–¡Santo Dios! –exclamó la mujer–. ¿Es esta… ?

–Sí, esta es la culpable del accidente y está también preñada. Así que no sé cómo salir de este lío. ¿No tendrá usted un teléfono móvil?

–No. Además, aquí no habría cobertura de todos modos. Pero podemos llamar desde mi casa –luego la chica se acercó al animal–. Oh, no… Parece exhausta…

–¿A qué distancia está su casa?

–Como a un kilómetro y medio de aquí –dijo en voz baja mientras acariciaba las orejas de la perra y esta apoyaba la cabeza sobre la rodilla de la mujer.

–¿Kilómetro y medio?

–Más o menos. En cuanto escampe un poco, podremos ir dando un paseo.

–Pero usted no puede ir andando en su estado.

Ella se quedó pensando unos instantes y, finalmente, pareció admitir que llevaba razón.

–¿Y qué propone entonces?

Ambas, la mujer y la perra, se volvieron hacia Tom y lo miraron con sus ojos muy abiertos. Las dos parecían confiar en él.

–Está bien, ya se me ocurrirá algo –dijo él, cerrando la puerta de la camioneta.

Pero no era tan sencillo encontrar una solución. Con aquella lluvia, apenas si podía ver lo que había a su alrededor.

Se quitó el agua de los ojos. Maldita sea, tenía que haberse cortado el pelo en Rockford. Los mechones de pelo oscuro que le caían sobre la frente ya le molestaban cuando tenía el cabello seco, así que con el pelo húmedo apenas podía ver.

Se dirigió a la parte delantera de la camioneta y vio que su coche estaba empotrado contra el morro del vehículo.

El Alfa Romeo estaba destrozado, pero a la camioneta no parecía haberle ocurrido nada grave. Se agachó para comprobar que las ruedas estuvieran bien. Luego, comenzó a apartar los pedazos del coche que habían quedado sobre el capó de la camioneta, mientras la perra y la mujer lo observaban a través del parabrisas.

Diez minutos después, pudo comprobar que el motor de la Dodge estaba intacto y que al radiador tampoco le había sucedido nada. Así que posiblemente la camioneta podría andar, a pesar de que se había pinchado uno de los neumáticos.

El eje de la rueda también estaba dañado, de manera que no podría cambiarla. Pero como la casa de esa chica estaba solo a un kilómetro y medio, Tom confió en poder llegar.

Al fin y al cabo, ¿qué podía pasar? ¿Que la camioneta se estropeara aún más? Había que actuar rápidamente. Si no, tendría que ser él quien asistiera los partos personalmente…

Así que cinco minutos después, con una perra preñada sobre las piernas y una mujer embarazada a su lado, puso en marcha el motor y rezó para que pudieran llegar.

Ella vivía en una granja muy bonita. El paisaje, al atardecer, debía de ser precioso. Había dos hileras de sauces a ambos lados del camino que conducía a la casa, y en el jardín había plantados varios rosales, de manera que olía maravillosamente.

–Esta es mi casa –dijo la mujer cuando aparcaron frente a ella.

Tom se fijó en que estaba muy pálida y tenía el rostro contraído por el dolor.

–¿Quiere usted entrar? –le propuso, y Tom se dio cuenta de que había cierto temor en sus palabras.

–Oiga, no tenga miedo, no soy ningún maleante. Por cierto, ¿hay alguien en la casa? ¿Está su marido?

–No creo que sea usted ningún maleante –respondió ella–. Además, tampoco hay mucho que robar ahí dentro y no creo que le apetezca a nadie violarme en este estado –la mujer trató de sonreír y Tom se fijó en que aquella mujer era verdaderamente encantadora.

El rostro se le contrajo de nuevo por el dolor.

–Y no –añadió la mujer cuando pudo hablar de nuevo–, no hay nadie en la casa –hizo una pausa y luego le tendió la mano–. Por cierto, creo que ya es hora de que nos presentemos. Me llamo Rose. Rose Allen.

Tom le dio la mano, descubriendo que la de ella era fuerte y cálida.

–Yo soy Tom Bradley.

–Ella parece que no se puede presentar –dijo Rose, señalando a la perra, que estaba medio inconsciente.

El animal seguía tumbado sobre las rodillas de Tom y llevaba un collar de cuero alrededor del cuello. De él colgaba un trozo de plástico, sorprendentemente en muy buen estado. Tom lo levantó.

–Aquí dice que se llama Yoghurt.

–¡Yoghurt! ¡Menudo nombre para una perra! No creo que ese sea su nombre ¿No será que es lo que come?

–Si es así, no creo que lo haya comido desde hace mucho, porque parece hambrienta.

–Bueno… –Rose consiguió sonreír mientras abría la puerta de la camioneta– vamos a ver si podemos encontrar algo de comida para ella. Y para nosotros también. Bienvenido a mi casa.

La granja era enorme. Tom entró a la casa con la perra en brazos, siguiendo a la mujer. Había sugerido dejar al animal fuera, pero la respuesta fue muy clara.

–Es una casa de campo –le dijo ella–, estamos acostumbrados a los perros.

El hombre se quedó pensando en el plural empleado. No tenía sentido. No sabía por qué decía «estamos». Allí no había nadie, ni siquiera perros.

Rose lo condujo hacia el pasillo al tiempo que se tocaba la espalda, mostrando así que seguía dolorida. El lugar olía a cerrado. Había habitaciones a cada lado. Quizá diez habitaciones o más antes de llegar a la otra parte, pero parecían cerradas hacía tiempo.

–Lo siento. Normalmente entro por la entrada principal, pero he pensado que la camioneta no iba a llegar, y por aquí tenemos que atravesar toda la casa –explicó, abriendo una puerta y haciéndose a un lado para que entraran Tom y el animal.

Allí era, pues, donde vivía ella. Era un amplio salón con cocina, cuyo suelo de piedra estaba cubierto por alfombras antiguas. Uno de los fogones estaba encendido, calentando así la habitación. Había una mesa de pino báltico y grandes sillas alrededor, además de un sofá de aspecto cómodo, también muy grande.

Era una habitación fabulosa, pensó Tom, observando las brillantes macetas que colgaban del techo y los anchos ventanales que daban a un porche cubierto por una parra. Más allá, se extendían millas y millas de campo abierto. En esa habitación, uno sentía la tentación de olvidarse del resto de la casa y vivir allí.

Tom miró a Rose, que en ese momento tiraba un par de cojines del sofá al suelo, frente a la cocina antigua.

–Tráela aquí –dijo con voz suave–, que se caliente un poco la pobrecita.

La perra miró, desde los brazos de Tom, a Rose con tristeza y total sumisión. Tom la dejó sobre los cojines.

–¿Crees que tendrá los perritos pronto?

La muchacha agarró un paño que colgaba de la cocina y fue a cubrir a la perra. Pero Tom fue más rápido y se lo quitó de las manos. Luego, frotó al animal con trapo para que entrara en calor.

–Si no vienen pronto, explotará –contestó, frotando a la perra por los flancos.

Si consiguiera un teléfono, llamaría a un veterinario ¡Y en lugar de eso, tenía que frotar a la perra!

–De acuerdo, lo primero es lo primero –anunció él, poniéndose en pie.

–Sí. Secar la ropa, dar de comer algo a la perra y preparar una taza de té para nosotros. A no ser que te apetezca más una cerveza.

Le apetecía una cerveza, pero algo le decía que no era lo más apropiado en ese momento. Necesitaba aclarar la mente, ya estaba suficientemente aturdido. Y también necesitaba un teléfono.

–Antes trataremos de conseguir ayuda. Tu espalda… El dolor…

–Me duele menos –replicó ella, no muy convencida.

–Tú ponte cómoda en el sofá y dime dónde está el teléfono. También dime dónde puedo encontrar otra toalla y ropa seca para que te cambies.

–Yo puedo ir por ella.

–Ya has oído lo que he dicho –la voz del hombre sonó como un gruñido–. Siéntate y pon los pies en alto. Y dime dónde está el teléfono.

–No hace falta que…

La muchacha se levantó y agarró la tetera, pero Tom se acercó rápidamente, se la quitó y la llevó al fregadero.

–Si no te tumbas en el sofá, te llevaré yo. Vamos a hacer esto bien. No somos niños. Por lo menos, debemos ser prudentes hasta que venga alguien a verte. ¡Así que siéntate!

Ella lo miró con gesto dubitativo y Tom la miró, a su vez, con el ceño fruncido. Entonces, ella se fijó por primera vez en él con atención. El rostro del hombre era oscuro, robusto, de líneas duras y decididas, y confirmaba que hablaba en serio. Ese hombre estaba acostumbrado a dar órdenes y no habría muchas personas que se atrevieran a replicarle.

Una mujer sabía cuándo había sido derrotada, decidió Rose, y en realidad se alegraba de haber fracasado en ese momento. Le dolían las piernas y la espalda…

–Sí, señor.

–¿El teléfono?

Ella señaló al fondo de la habitación y Tom corrió hacia allá.

–¿A quién vas a llamar?

–A una ambulancia.

–No quiero una ambulancia.

–Recuérdame la próxima vez que te pregunte lo que necesitas. Yo necesito una ambulancia, aunque tú no la necesites, y la razón es que estoy preocupado. Tú, señorita, has sufrido un buen golpe, y tus mellizos también. No lo creo, pero… quiero decir, he oído decir que los cinturones de seguridad de los coches pueden dañar a las mujeres embarazadas…

–Si mis hijos están en peligro, tienen una manera curiosa de demostrarlo. Pero gracias por asustarlos. Parece que su manera de enfadarse es dar patadas a la madre. ¿Quieres sentirlos?

Tom la miró y dio un paso atrás, como si se hubieran quemado.

–¡No!

–Eres un cobarde.

–Sí. Absolutamente –contestó, dándose la vuelta para llamar por teléfono.

–No vas a llamar a una ambulancia.

–Te tienen que examinar.

–No quiero…

Pero no dijo nada más al ver la expresión de sus ojos. Había levantado el auricular y estaba escuchando… Luego colgó y volvió a escuchar.

Lo intentó de nuevo.

Nada. Se notaba por su cara que no oía nada.

–No hay línea –dijo, mirando el teléfono como si este lo hubiera traicionado.

–Cobarde –exclamó ella, fingiendo alegría.

En realidad, un examen médico no le habría venido tan mal.

–Habrá sido la tormenta. Ya no puedes llamar a la ambulancia.

–No, y tampoco puedo llamar a un mecánico para que arregle el coche. Ni a un veterinario. ¿Te das cuenta de que estamos aislados? Esa camioneta nunca podrá llevarnos a la ciudad más cercana.

–No, pero… –la sonrisa de Rose se apagó. Se tocó de nuevo la espalda–. No importa… seguramente… Quiero decir que se pasará pronto. Arreglarán la línea.

–¿Dónde está tu familia? ¿Y tu marido?

–No tengo… familia.

¡Nadie! ¡No podía ser que ella viviera en aquel lugar completamente sola!

Tom sintió ganas de preguntar algo más acerca de su marido, pero no lo hizo.

–¿A qué distancia está tu vecino más cercano?

–Lo más cercano es una granja abandonada. Su dueño está desaparecido. No hay teléfono y lleva años abandonada. Hacia el norte está el Parque Nacional, y no hay nadie. La granja habitada más cercana está a diez kilómetros y, aunque llegáramos hasta allí, tienen la misma línea telefónica que yo. Si en este teléfono no hay línea, tampoco la habrá en el de ellos.

¡Debía de estar de broma!

–¿No has pensado que podía ser un poco insensato vivir a diez kilómetros del vecino más próximo cuando estás esperando mellizos?

–No soy estúpida –replicó–. Voy a alquilar una habitación en la ciudad. Voy a irme la semana que viene, hasta que dé a luz.

–Bueno, eso es de gran ayuda ahora.

–No voy a dar a luz todavía.

–Ya –el hombre tomó aire y trató de calmarse.

Bueno, quizá no fuera a dar a luz en ese momento. ¡Ojalá! Pero…

–¿No tienes un manual o algo así? ¿Un libro de primeros auxilios ¿Algo así como Cirugía para principiantes?

–Sí, tengo un libro –admitió–. Aunque insisto en que no creo que sea necesario. Ya te he dicho que no voy a dar a luz todavía.

–Yo no estoy tan seguro –insistió él mientras llenaba el cazo de agua y lo ponía sobre el fuego. Luego, fue hacia la perra–. Y por la forma del vientre de Yoghurt, diría que ella también va a dar a luz en seguida.

–¿Ahora?

–Los perros se ponen nerviosos cuando notan que van a dar a luz y tratan de buscar un lugar adecuado. Por los espasmos que está teniendo, ese momento ha pasado. Por eso quizá es por lo que se quedó en medio de la carretera sin moverse, incluso cuando yo le ordenaba que se moviera. Estaba nerviosa y no encontraba ningún lugar tranquilo y seco. Hasta ahora, me imagino. Yo diría que va a ser su primera camada. Parece que le están pasando cosas que no entiende.

Como confirmándolo, en ese instante un espasmo recorrió el cuerpo de la perra. Tom le tomó la cabeza entre las manos y la miró a los ojos.

–Oye, muchacha, no te preocupes. Tranquila.

–¿Cómo sabes todo eso? –preguntó Rose desde el sofá.

–Tuve una perra cuando era niño –lo dijo con un tono de voz seco y Rose supo que era mejor no preguntar nada más–. Creo que en este momento llega uno –añadió.

El rostro de Tom se suavizó de repente.

–¿Es un perrito?

–Espero que sea un perrito. Si es un gato, tendremos problemas. ¿Dónde tienes el libro?

–Mi libro es de consejos sobre respiración y métodos para tranquilizar –afirmó Rose–. No dice lo que hay que hacer si el perrito se convierte en un gatito. Luego lo leeremos. Por ahora, me apetece mirar.

Tom frunció el ceño al ver que la chica se levantaba y se arrodillaba a su lado.

–Te he dicho que te quedaras en el sofá.

–¿Y que me pierda el parto? Eso no puede ser.

–Tú vas a tener tus propios hijos muy pronto. Y será inmediatamente, si no haces lo que te digo.

–Ya te he dicho que faltan tres semanas.

–Rose…

–Mira, llega un cachorro.

Yoghurt hizo un gesto de dolor y luego dio un suspiro profundo. Luego, hizo otro gesto de dolor y el primero de los cachorros se deslizó y cayó sobre el cojín de Rose.

–Está estropeando los cojines –dijo Tom con suavidad.

Aunque a Tom no parecía importarle, sino que estaba totalmente concentrado en el cachorro y en quitarle la membrana que cubría su pequeño hocico. En teoría, eso tenía que hacerlo la madre, pero Yoghurt estaba muy cansada y faltaban más cachorros por llegar.

–Mi cojín habrá muerto haciendo un buen servicio –exclamó Rose, que, como Tom, no dejaba de mirar el pequeño hocico humedecido del recién nacido–. ¿No es precioso? No puedo imaginar un honor mayor para mi cojín…

La muchacha se detuvo. Otro cachorro salía en ese momento.

Durante diez segundos, Tom solo se preocupó por ayudar a que saliera el otro cachorro. Luego, miró de nuevo a Rose.

Esta se había sentado y tenía las manos colocadas en el suelo. Tenía gotitas de sudor en la frente y los ojos llenos de miedo.

–Oh, no… –susurró.

–No –dijo Tom–. ¡No!

–Me… me temo… –dijo con voz débil.

Y todo su valor desapareció. Extendió las manos en un gesto de ruego y Tom las agarró.

Ella las apretó como si se estuviera ahogando.

–Ya vienen. Mis hijos también están en camino.

Amor por accidente

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