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Violencia basada en género contra las mujeres. La necesidad de reconfigurar su abordaje desde la violencia simbólica y estructural

Mayra Sánchez Hinojosa Rita del Pilar Zafra Ramos

Introducción

La violencia contra las mujeres ha logrado posicionarse como un tema importante de la agenda internacional y nacional de varios países. No en vano, la meta 2 del Objetivo de Desarrollo Sostenible 5 de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible de la Organización de las Naciones Unidas establece que los países deben «[e]liminar todas las formas de violencia contra todas las mujeres y las niñas en los ámbitos público y privado, incluidas la trata y la explotación sexual y otros tipos de explotación». Sin embargo, las políticas públicas y las acciones adoptadas para erradicar la violencia basada en género contra las mujeres no han logrado su objetivo: ¿por qué las estrategias de género, por ejemplo, las de prestigiosos programas de cooperación internacional, han fracasado? (véase Segato, 2016, pp. 119 y 120). ¿Existen categorías de análisis que han sido inobservadas en la construcción de políticas públicas y acciones que buscan erradicar este tipo de violencia?

Sostenemos que la violencia estructural y la violencia simbólica, tal como fueron conceptualizadas por Johan Galtung y Pierre Bourdieu, respectivamente, son categorías teóricas que resultan imprescindibles para comprender el fenómeno de la violencia basada en género hacia las mujeres. Asimismo, aseveramos que, con tal fin, la victimología requiere un análisis profundo de sus características e implicancias sobre la violencia por razones de género. La incorporación de dichas categorías en el estudio victimológico de este tipo de violencia permitirá: (1) analizar la violencia masculina ejercida contra las mujeres por razones de género, (2) explicar y entender los patrones de victimización y (3) repensar las teorías criminológicas que tratan de explicar la violencia ejercida contra las mujeres.

La violencia por razones de género contra las mujeres ha tenido múltiples acepciones. Por ejemplo, ha sido entendida de este modo: «las agresiones que sufre la población femenina emanan de una sociedad patriarcal que las discrimina y subordina, [lo] que ha hecho que el factor de riesgo sea ser mujer» (Camacho, 2014, p. 21). Para los fines de este artículo, por violencia basada en género entenderemos:

Cualquier acción o conducta, basada en el género y agravada por la discriminación proveniente de la coexistencia de diversas identidades (raza, clase, identidad sexual, edad, pertenencia étnica, entre otras), que cause muerte, daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico a una persona, tanto en el ámbito público como en el privado. Se trata de aquella violencia que ocurre en un contexto de [dominación]1 contra la mujer y contra aquellos que confrontan el sistema de género, sea al interior de las familias o fuera de ellas, al margen de su sexo, que no se refiere a casos aislados, esporádicos o episódicos de violencia, sino que están referidos al sistema de género imperante, que remite a una situación estructural y a un fenómeno social y cultural enraizado en las costumbres y mentalidades de todas las sociedades y que se apoya en concepciones referentes a la inferioridad y subordinación de las mujeres y la supremacía y poder de los varones2 (MIMP, 2016a, p. 25).

Esta definición evidencia que la violencia por razones de género ejercida contra las mujeres exige un análisis estructural del contexto que trascienda el acto concreto de violencia en cuestión. Sobre la base de esta definición, desarrollaremos el presente artículo a través de las siguientes secciones: a) la violencia simbólica y la violencia estructural: nociones sociológicas para el estudio de la violencia por razones de género contra las mujeres, b) violencia por razones de género y victimología: una aproximación incompleta, c) aportes de los conceptos de violencia simbólica y violencia estructural para una comprensión integral de la violencia basada en género y d) conclusiones.

La violencia simbólica y la violencia estructural: nociones sociológicas para el estudio de la violencia por razones de género contra las mujeres

Los conceptos de violencia simbólica y violencia estructural provienen de las ciencias sociales y han servido para explicar distintos fenómenos y el funcionamiento de las sociedades, incluyendo a la violencia. No obstante, tradicionalmente la sociología no se ha dedicado al estudio de los fenómenos de violencia de género contra las mujeres. Autores como Durkheim, Merton y Weber, e incluso Benjamin y Foucault, aunque abocados al estudio de la violencia, se enfocaron en temas como la violencia estatal o pública (Hearn, 2013, pp.153-155; Walby, 2012, pp. 95-101).

La violencia basada en género contra las mujeres es esencial para el funcionamiento de las distintas estructuras sociales tal y como se configuran actualmente. Por ello, no debe ser ignorada por los estudios sobre la violencia. Tomando en cuenta esta necesidad, en el presente apartado analizaremos la forma en que los conceptos sociológicos de violencia simbólica y violencia estructural aportan en la comprensión de este tipo de violencia.

Violencia simbólica de género

La noción de violencia simbólica es una categoría desarrollada por el sociólogo Pierre Bourdieu (1997, 2000, 2012, 2013; Bourdieu & Passeron, 2008) que resulta central para el análisis y la comprensión de su teoría sobre la dominación. Bourdieu entiende a la violencia simbólica como la acción de «imponer significaciones e imponerlas como legítimas, disimulando las relaciones de fuerza en que se funda su propia fuerza, es decir, propiamente simbólica, a esas relaciones de fuerza» (Bourdieu & Passeron 2008, p. 18). La existencia de la violencia simbólica implica necesariamente la existencia de relaciones de fuerza en las que esta se entrelaza. En la práctica, la imposición debe distanciarse o desligarse de las relaciones de fuerza existentes en la sociedad para identificarlas como fenómenos independientes. Así, la teoría de Bourdieu «identifica la fuente de ese poder en la relación de los sistemas simbólicos con la estructura social más que dentro de los mismos sistemas simbólicos» (Fernández, 2005, p. 12).

Este tipo de violencia no limita su accionar en el ámbito simbólico, del significado, sino que tiene efectos tangibles en la realidad y; por tanto, en las sociedades (Bourdieu, 2013, p. 50)3. De esta manera, llega a impregnarse en toda la sociedad en la que existe «y en especial en la estructura de un mercado de los bienes simbólicos cuya ley fundamental es que las mujeres son tratadas allí como unos objetos que circulan de abajo hacia arriba» (Bourdieu, 2013, pp. 58 y 59). La noción que usa Bourdieu va más allá de una separación de lo material y lo no material. Por el contrario, esta se encuentra en el vínculo entre estos ámbitos:

[L]a noción de violencia simbólica busca trascender una separación simplista entre lo material y lo simbólico en la cual este último carecería de efectos «reales». La teoría materialista de los intercambios simbólicos que propone Bourdieu pretende, al contrario, explicar la objetividad y la experiencia subjetiva y de las relaciones simbólicas de dominación, y su efecto duradero sobre la producción y reproducción de las estructuras sociales (Arango, 2002, p. 104).

La configuración de la violencia simbólica depende directamente de las formas de ejercicio y distribución del poder en cada sociedad. Esta forma de violencia permite legitimar, a través de la fuerza de la estructura social instaurada, la propia violencia simbólica, de modo tal que se normaliza a sí misma y a la estructura social en la que existe. Por ello, «[e]n una formación social determinada, la cultura legítima, o sea, la cultura dotada de la legitimidad dominante, no es más que la arbitrariedad cultural dominante, en la medida en que se desconoce su verdad objetiva de arbitrariedad cultural y de arbitrariedad cultural dominante» (Bourdieu & Passeron, 2008, p. 39) o, como diría Moi, «la violencia simbólica es legítima y, por lo tanto, literalmente irreconocible como violencia» (nuestra traducción) (1991, p. 1023).

El poder de la violencia simbólica —usualmente dejado de lado como menos importante frente a la violencia física, sexual o psicológica— permite entender la forma en que una sociedad mantiene el statu quo, al legitimar su estructura. Asimismo, evidencia cómo dicha estructura no abarca únicamente a las relaciones sociales, sino también a los propios cuerpos de las personas que habitan la sociedad:

[...] la trenza simbólica encuentra sus condiciones de realización, y su contrapartida económica (en el sentido amplio de la palabra), en el inmenso trabajo previo que es necesario para operar una transformación duradera de los cuerpos y producir las disposiciones permanentes que desencadena y despierta; acción transformadora tanto más poderosa en la medida que se ejerce, en lo esencial, de manera invisible insidiosa, a través de la familiarización insensible con un mundo físico simbólicamente estructurado y de la experiencia precoz y prolongada de interacciones penetradas por estructuras de dominación (Bourdieu, 2013, pp. 54 y 55).

Esto tiene efectos muy concretos en lo que se refiere a la subordinación de las mujeres en la sociedad. Los actos de violencia basada en género contra las mujeres son también actos de violencia «espontánea e impetuosa [que] solo se entiende[n] si se verifican unos efectos duraderos que el orden social ejerce sobre las mujeres (y los hombres), es decir, unas inclinaciones espontáneamente adaptadas al orden que ellas les impone» (Bourdieu, 2013, p. 54). En este contexto, la violencia simbólica ejercida sobre las mujeres naturaliza y legitima su posición subordinada. En efecto, uno de los mecanismos que utiliza la violencia simbólica para permear y transformar una sociedad es la naturalización de la relación de dominación que existe entre las personas dominantes y las personas dominadas (2013, p. 51).

El concepto de violencia simbólica es útil para explicar determinados aspectos de la violencia basada en género contra las mujeres que trascienden los actos de violencia física o sexual concretos. Se ha afirmado que

[en] la teorización de la acción social como siempre corpórea (de lo social como incorporado en el cuerpo), del poder como sutilmente inculcado en el cuerpo, de la acción social como generativa, y en su énfasis en las políticas de la autorización cultural, reconocimiento y posicionamiento social, la teoría social de Bourdieu ofrece numerosos puntos de conexión para la teoría feminista contemporánea (nuestra traducción) (Adkins, 2004, p. 5).

Otro aspecto relevante de la teoría de Bourdieu para los estudios feministas es la importancia brindada al análisis de aquellas cosas que pueden parecer mundanas (Moi, 1991, p. 1019). Gran parte de los actos de violencia de género son normalizados y, en consecuencia, pueden llegar a parecer irrelevantes, o ser solo considerados como microagresiones. Esto genera que el derecho no las considere lo suficientemente relevantes como para regularlas jurídicamente. Por ello, la postura de Bourdieu se condice con la premisa feminista de que «lo personal es político» (Acosta, 2013, pp. 29 y 411).

La dominación masculina sirve mejor que cualquier otro ejemplo para mostrar una de las características principales de la violencia simbólica: que se ejerce al margen de los controles de la conciencia y de la voluntad, en las tinieblas de los esquemas del habitus, que son a la vez sexuados y sexuantes, mediante una coerción paradójicamente consentida, una presión sutil sobre los cuerpos y las mentes, no percibida como tal sino como el orden natural de las cosas (Fernández, 2005, p. 24).

El concepto de violencia simbólica permite entender a la violencia basada en género contra las mujeres como una forma de violencia legítima y que, en consecuencia, se encuentra en la base del sistema de dominación masculina (Moi, 1991, p. 1030). Esta violencia se inscribe de manera especial en el cuerpo de las mujeres «a través de nuestros movimientos, gestos, expresiones faciales, manerismos, formas de caminar» (nuestra traducción) (Moi 1991, pp. 1030 y 1031)4.

Nosotras observamos y somos prueba de esto todos los días: (1) la forma en la que nos expresamos para evitar ser percibidas como confrontacionales y evitar ser agredidas, (2) la forma en la que debemos vestirnos para ser «dignas de respeto», (3) el espacio que ocupamos en el transporte público, (4) la forma en la que esquivamos a las personas cuando caminamos en las calles, (5) entre otras (Acosta, 2013, p. 301; y Marion Young citada en Acosta, 2013, p. 309). Bourdieu reconoció ciertas características de la dominación masculina que han sido somatizadas por los cuerpos de grupos dominados y afirmó que «la complicidad oculta que un cuerpo que se sustrae a las directrices de la conciencia y la voluntad mantiene con la violencia de las censuras inherentes a las estructuras sociales»5 (Bourdieu citado en Acosta, 2013, p. 19).

El derecho tiene un papel especial dentro del capital simbólico y de la violencia simbólica, dado que

la existencia de un universo social relativamente independiente de las demandas externas al interior del cual se produce y se ejerce la autoridad jurídica, forma parte por excelencia de la violencia simbólica legítima, cuyo monopolio corresponde al Estado, que puede recurrir también al ejercicio de la fuerza física (Bourdieu, 2000, pp. 158 y 159).

En ese sentido, el derecho depende y trabaja con la normalización de la violencia estructural de una manera especial debido a que «[e]s solo a condición de reconocer esto que se puede ser consciente de la autonomía relativa del derecho y del efecto propiamente simbólico de desconocimiento que resulta de la ilusión de su autonomía absoluta en relación con las presiones externas» (Bourdieu, 2000, p. 160). Por ello, Bourdieu llama al «capital jurídico», la «forma objetivada y codificada del capital simbólico» (1997, p. 108). En específico, es necesario advertir que la ley penal expresa, genera y reproduce en su discurso sujetos generizados, lo cual legitima una ideología de género (Núñez, 2018, p. 31). El aparato penal opera como una tecnología de género (De Lauretis, 1997, p. 12) que se constituye sobre el sistema de opresión de las mujeres que tiene a su cargo la regulación punitiva de las relaciones de género (Núñez, 2018, p. 31)

La violencia simbólica se encontraría dentro de lo que Nancy Fraser denomina «injusticia simbólica», la cual está «arraigada en los patrones sociales de representación, interpretación y comunicación» (2012, p. 22). En concreto, se manifiesta a través de la «dominación cultural» que es definida como el «estar sujeto a patrones de interpretación y comunicación asociados con otra cultura y ser extraños u hostiles a los propios» (2012, p. 22).

Esta clasificación de Fraser describe la forma como está estructurada la sociedad. No obstante, no se aboca a temas como: 1) la forma en que dicha estructura se inscribe en el cuerpo de las mujeres o 2) en su labor de reproducción, como lo hace Bourdieu. Asimismo, Fraser distingue la dominación cultural del irrespeto y del no reconocimiento (Fraser, 2012, p. 22), aspectos que, según la teoría de Bourdieu, se encontrarían dentro de la violencia simbólica.

Violencia estructural

La violencia estructural es concebida dentro del triángulo de la violencia elaborada por Galtung, cuyas otras dos aristas son la violencia cultural y la violencia directa. A las primeras dos, dicho autor las denomina «invisibles» y, a la tercera, «visible» (2004, p. 3). Cabe resaltar, además, que Galtung asimila la violencia estructural a la injusticia social (1969, p. 171), lo que resalta su carácter social6.


Fuente: Galtung, 2004, p. 3.

Los actos individuales de violencia directa no deben ser entendidos como eventos aislados7. Por el contrario, debe tomarse en cuenta que nacen de una cultura de violencia y de una estructura violenta; asimismo, debe afirmarse que las tres formas de violencia antes mencionadas se interrelacionan de la siguiente manera: «la violencia cultural y estructural causan violencia directa» (Galtung, 2004, p. 3). Asimismo, Galtung afirma que «[g]eneralmente, puede ser identificada la existencia de un flujo causal de la violencia cultural, a través de la violencia estructural, hacia la violencia directa» (nuestra traducción) (1990, p. 295).

Así como Bourdieu reconoce que la violencia simbólica tiene efectos en la realidad, Galtung reconoce que «la violencia directa refuerza la violencia estructural y cultural» (2004, p. 4).

La violencia cultural es identificable en cierta medida con la violencia simbólica de Bourdieu, debido a que define a la primera como

aquellos aspectos de la cultura, la esfera simbólica de nuestra existencia —ejemplificada por la religión y la ideología, el lenguaje y el arte, la ciencia empírica y la ciencia formal (lógica, matemáticas)— que pueden ser usadas para justificar o legitimar la violencia directa o estructural» (nuestra traducción) (Galtung ,1990, p. 291).

La violencia cultural también tiene una función legitimadora al «hace[r] que la violencia directa y estructural se vean, incluso se sientan, como correctas —o al menos como no incorrectas—» (nuestra traducción) (Galtung, 1990, p. 291). No obstante, no es posible identificarla plenamente con la noción de violencia simbólica de Bourdieu, ya que esta última, para ser entendida, debe leerse al interior de las teorías del habitus y del capital simbólico de Bourdieu. Asimismo, Bourdieu distingue el capital cultural del capital simbólico8.

Galtung afirma que se habla más de violencia directa que de la violencia estructural (1969, p. 173). Esto responde a las propias características de la violencia directa y de la violencia estructural, lo que genera que una sea normalizada y, la otra, no:

La violencia personal, que a una mayor extensión es vista como los deseos de individuales, debería mostrar menor estabilidad. Por lo tanto, la violencia personal puede ser notada de una manera más fácil, aun cuando las «aguas tranquilas» de la violencia estructural puedan contener mucha más violencia (nuestra traducción) (Galtung, 1969, pp. 173 y 174).

Lo anterior evidencia que la violencia estructural también se normaliza en la sociedad a tal nivel que es entendida como el sistema en sí mismo:

El objeto de la violencia personal percibe la violencia, usualmente, e incluso puede quejarse —el objeto de la violencia estructural puede ser persuadido de no percibirla de ninguna forma—. La violencia personal representa el cambio y dinamismo —no solo perturbaciones en olas, pero olas en aguas por lo demás tranquilas—. La violencia estructural es silenciosa, no se muestra —es esencialmente estática, es las aguas tranquilas— (nuestra traducción) (Galtung, 1969, p. 173)

El «ser» las aguas tranquilas significa que «[p]uede que no haya ninguna persona que directamente haga daño a otra persona en la estructura. La violencia está entrelazada en la estructura social y se manifiesta como inequidad de poder y, en consecuencia, como opciones de vida inequitativas» (nuestra traducción) (Galtung, 1969, p. 171). La violencia por razones de género, en efecto, se encuentra tan enraizada en el sistema que resulta difícil comprender a la misma sociedad sin la existencia de este tipo de violencia. ¿Cómo entender a la sociedad actual sin tomar en cuenta que el sistema político excluye a las mujeres y que las pocas que participan se ven expuestas a actos de violencia (política)? ¿Cómo entender la vida de una mujer sin tomar en cuenta el constante miedo a ser victimizada por razones de género y todas las decisiones de vida que se toman (o no) sobre la base de este temor?

No cabe duda de que en el sistema actual, la masculinidad hegemónica9 se encuentra en una posición, tanto simbólica como socialmente, superior a la de las mujeres, al ser beneficiarios directos del sistema de dominación y opresión por razones de género. Asimismo, los sujetos hegemónicos se benefician del sistema de opresión de raza y provienen de una clase económica privilegiada. De esta manera, variables como el género, la raza y la clase fungen como sistemas de estratificación y configuración social (véase Lynch, 1996).

Respecto al patrón de interacción acíclica, elemento de la violencia estructural (Galtung, 1969, p. 176), la «vía correcta» es el binomio dominación/subordinación. En relación con el rango y la centralidad, pero también respecto a la congruencia entre los sistemas y la concordancia entre los rangos, casi todas las posiciones de poder han estado tradicionalmente ocupadas por varones (blancos, occidentales, cisgénero y heterosexuales), siendo estos los sujetos hegemónicos. Por todas estas razones podemos sostener, al menos teóricamente, que:

Esta violencia estructural de género, materializada mediante distintas clases de agresión, articula la estructura de poder para mantener la dominación masculina, con el objetivo de reprimir la potencialidad de las mujeres o de reconducir dicha potencialidad hacia determinados ámbitos (la familia, el hogar, la naturaleza), de tal forma que no interfiera en la hegemonía masculina (Pérez Beltrán citada en Munévar Munévar & Mena Ortiz, 2009, p. 362).

Estas nociones sociológicas (violencia simbólica y violencia estructural), al ser abordadas desde una lectura del género, nos permiten entender los mecanismos de dominación y opresión que atraviesan los cuerpos de las mujeres y, por ende, los tipos de violencia a las que se encuentran expuestas al ser esta necesaria para legitimar y (re)afirmar la estructura social.

Violencia por razones de género y victimología: una aproximación incompleta

La violencia basada en género es un problema endémico que afecta a las mujeres y a otros sujetos minorizados10 por el género o la sexualidad. La violencia que experimentan las mujeres durante sus vidas y en los distintos espacios en los que participan (Rodríguez-Menés, Puig & Sobrino, 2014) se inscribe en un «contínuum de la violencia» (Kelly, 1988; Boesten, 2008; Bensley, Van Eenwyk & Wynkoop, 2003; McKinney y otros, 2009; Fríes & Hurtado, 2010).

La evidencia empírica muestra que la violencia contra las mujeres no se manifiesta como episodios aislados en los que existen desvíos de una normalidad no violenta (Kelly, 1988). Por el contrario, hay una normalización de la violencia por razones de género que es ejercida contra las mujeres (Scheper-Hughes & Bourgois, 2004; Sigríður, 2015). Sin embargo, esta se agrava, varía y cobra un matiz particular cuando se interseca con variables como el origen étnico, la clase, la orientación sexual, la identidad de género, entre otras (Crenshaw, 1991; Thiara & Gill, 2010; Balfour, 2013; Dell & Kilty, 2013; Pollack, 2013).

Los patrones de victimización en la violencia de género contra las mujeres

Las investigaciones existentes sobre violencia de género contra las mujeres han evidenciado la prevalencia y la extensión del fenómeno (Russo & Pirlott, 2006; Fríes & Hurtado, 2010; Walby, Tower & Francis, 2014; 2016). Por ello, ha sido catalogada incluso como un problema de salud pública (Krug y otros, 2002; OPS, 2005; ONU Mujeres, 2012, p. 1).

Los estudios victimológicos realizados en torno a esta problemática han sido contundentes al evidenciar que la victimización por razones de género experimentada por las mujeres durante su vida se muestra como un patrón de constante presencia más que como episodios aleatorios (Kelly, 1988; Bensley, Van Eenwyk & Wynkoop, 2003; Finkelhor, Ormrod & Turner, 2007; McKinney y otros, 2009; Boesten, 2008). Estos eventos se inscriben y reproducen al interior de un «contínuum de la violencia» (Kelly, 1988). Las experiencias de violencia se presentan en todos los espacios en los que las mujeres nos movilizamos e interactuamos (Kelly, 1988; Bensley, Van Eenwyk & Wynkoop, 2003; Finkelhor, Ormrod & Turner, 2007; McKinney y otros, 2009; Boesten, 2016) y se entrelazan en patrones de victimización que se presentan de manera más o menos frecuente o grave (Lenton y otros, 1999; Tjaden & Thoennes, 2001; Rodríguez-Menés, Puig & Sobrino, 2014).

Al respecto, se han propuesto dos teorías para explicar este fenómeno: la polivictimización y la victimización distintiva (Rodríguez-Menés, Puig & Sobrino, 2014). La primera teoría pone énfasis en la existencia de una conexidad y dependencia entre los eventos de violencia. Las mujeres victimizadas por hechos de violencia basada en género tienen una alta probabilidad de experimentar nuevas situaciones de violencia debido al cambio en su estado socioemocional ocasionado por una o una serie de victimizaciones traumáticas11 (Finkelhor, Ormrod & Turner, 2007; Rodríguez-Menés, Puig & Sobrino, 2014, p. 850). Estas experiencias de violencia generan que pierdan el control sobre ciertos aspectos centrales de sus vidas (Rodríguez-Menés, Puig & Sobrino, 2014, p. 857).

La segunda teoría se centra en la «heterogeneidad de las mujeres», determinada en función de un conjunto de rasgos estables o condiciones socioeconómicas que aumentan el riesgo de victimización de algunas mujeres en largos periodos de sus vidas12 (Rodríguez-Menés, Puig & Sobrino, 2014, p. 850; Walby, Tower & Francis, 2016, p. 192). Para esta teoría, las variables de género, raza y clase —entre otras— son fundamentales para la comprensión de los procesos de victimización13.

Estos patrones de victimización son identificables por: a) la frecuencia y la variedad de las agresiones experimentadas por las mujeres, b) la identidad del agresor y c) el impacto que genera la agresión en la vida de las mujeres (Hernández, 2019, p. 5; Rodríguez- Menés, Puig & Sobrino, 2014, p. 858). La incorporación de estas variables en el análisis dota a las definiciones de polivictimización y victimización distintiva de un significado empírico más extenso que permite considerar las diferencias entre estas dos formas de victimización en una amplia gama de contextos (Rodríguez- Menés, Puig & Sobrino, 2014, p. 858).

Asimismo, estos patrones y la tipología de agresores se encuentran estrechamente vinculados por rasgos individuales y estructurales de dominación y opresión de los cuerpos de las mujeres (Hernández, 2019, p. 6). Como resultado, cada tipo de violencia genera consecuencias disímiles en relación con las características individuales y contextuales de la víctima y del agresor (Lynch, 1996; Rodríguez-Menés, Puig & Sobrino, 2014).

En ese sentido, es fundamental reconocer que los contextos y los espacios en los que se produce y reproduce la violencia nunca son neutrales, ya que están atravesados por sistemas de opresión que no solo moldean o estructuran el curso de vida de las personas (Lynch, 1996) y la sociedad, sino que son determinantes para comprender el tipo de violencia basada en género, así como los patrones de victimización que las mujeres experimentamos.

Las interseccionalidades de la violencia basada en género. La necesidad de su abordaje desde la teoría victimológica

La introducción de la teoría crítica feminista en los estudios y discusión al interior de la criminología radical en la década de 1970 (Lynch, 1996, pp. 4 y 5; Burgess-Proctor, 2006, p. 27) supuso un cambio en la comprensión de las experiencias de las mujeres al integrar en sus estudios las variables raza y género, además de la de clase (Lynch, 1996, p. 5). El mayor aporte de este nuevo enfoque teórico fue encontrar y explicar la conexión existente entre la violencia contra las mujeres ejercida por varones y las experiencias de abuso durante la niñez, así como las estrategias de sobrevivencia utilizadas por las mujeres que son generalmente criminalizadas (Pollack, 2013, p. 104).

Es indiscutible que el desarrollo y el avance de la criminología se beneficien de la integración de diferentes teorías criminológicas (Barak, 1998). Si bien es cierto que anteriormente los estudios criminológicos y victimológicos han estudiado la relación existente entre la criminalidad y variables como el origen étnico, clase o género, no se habían realizado estudios cuyo objetivo fuera entender la interacción y la conexión entre dos o más de estas variables con el crimen (Barak, 1998, p. 251) o la victimización.

La teoría crítica feminista multirracial (Zinn & Dill, 1996) ha evidenciado y explicado de manera extensa cómo las variables raza, clase y género se intersecan e interactúan como «fuerzas estructuradoras» de la sociedad. Estas impactan en: a) la forma como las personas actúan, b) las oportunidades que se encuentran disponibles o se muestran como alcanzables para ellas y c) la manera en que su comportamiento es socialmente definido (Lynch, 1996, p. 4) por los sujetos hegemónicos. Es decir, «cada una de estas variables, ya sea de manera independiente o conjunta, modela o estructura el curso de vida de una persona» [...] configurándose como un mecanismo de estratificación» (nuestra traducción) (1996, p. 8).

La presencia de estas variables (género, raza y clase) en la realidad de una persona genera efectos negativos contextuales (Anderson & Hills, 1995, pp. XI-XIII). Las consecuencias para las personas que se encuentran intersecadas por estas variables no deben ser analizadas como una ecuación matemática, sino en función del efecto contextual que originan (Lynch, 1996, p. 9; Collins, 2000 citada en Viveros, 2016, p. 6). En ese sentido, la experiencia situada de las mujeres víctimas de violencia influirá no solo en cómo la violencia se expresa o cómo es ejercida en contra de ellas, sino en cómo el sistema y, en específico, el sistema de justicia responde ante estos hechos de violencia14.

Algunos estudios han sugerido que cuando

el género se interseca con la desigualdad económica las probabilidades de experimentar crímenes violentos aumenta [...]. [L]a reducción de los ingresos de las mujeres, los hogares y los servicios especializados puede reducir la capacidad de las mujeres para salir de hogares violentos, lo que genera consecuencias [negativas] en la tasa de delitos violentos domésticos (nuestra traducción) (Walby, Tower & Francis, 2016, p. 1207).

La incorporación del enfoque interseccional a la discusión criminológica y victimológica ha significado un avance teórico —puesto que evidencia y nos ayuda a comprender que existe un sistema complejo de estructuras de opresión que se manifiestan de manera simultánea y múltiple (Crenshaw, 1991; Viveros, 2016)— y metodológico. Este enfoque exige a las y los investigadores que se aproximen al estudio de estas dinámicas desde métodos empíricos que permitan explorar qué es lo que significa e implica ser y vivir como una mujer victimizada en determinado lugar del entramado social (Burgess-Proctor, 2006, p. 40).

El uso de metodologías cualitativas nos permitirá entender cómo los patrones de victimización están racializados y generizados15, así como cuál es su forma de (re)producción. La introducción de este enfoque y estas metodologías a los estudios de victimización femenina por violencia de género permitirá comprender las dinámicas de violencia e invisibilización de la violencia. Lo anterior facilitará la construcción de mejores herramientas de prevención e intervención.

Aportes de los conceptos de violencia simbólica y violencia estructural para una comprensión integral de la violencia basada en género

En los acápites anteriores hemos analizado las nociones sociológicas de violencia estructural y violencia simbólica a la luz de una lectura de género; asimismo, hemos realizado un análisis victimológico de la violencia de género con especial énfasis en aquella ejercida contra las mujeres. Sostenemos que estas herramientas son útiles para esclarecer y evidenciar facetas particulares de la violencia por razones de género. Sin embargo, hasta la fecha, no necesariamente se ha esbozado una teoría comprehensiva que haga dialogar a la victimología con estos conceptos sociológicos de violencia.

Este diálogo permitirá que el análisis de los actos de victimización concretos no se sustente únicamente en sus características como hechos aislados, sino que también considere el contexto; es decir, el lugar que dicho acto ocupa en el orden de género en el que la violencia simbólica y la violencia estructural se (re)producen.

Una lectura conjunta de estas nociones aumenta nuestro espectro de análisis de lo que entendemos y comprendemos por violencia basada en género. Las historias de vida de las mujeres victimizadas por este tipo de violencia se inscriben en patrones de polivictimización o victimización distintiva. Por ello, es importante:

Entender a la violencia simbólica junto con otros discursos sobre la violencia tradicional, pues proveen una visión más rica de los «mecanismos» de la violencia y nuevas herramientas para conceptualizar la violencia a través de varios campos sociales y de nuevas estrategias para la intervención (nuestra traducción) (Thapar-Björkert, Samelius & Sanghera, 2016, p. 144).

La incorporación de las categorías de violencia simbólica y violencia estructural en el estudio de la violencia basada en género contra las mujeres resalta la centralidad de: a) la experiencia de la mujer victimizada, c) el contexto específico que hizo posible la (re)producción de la violencia, c) el impacto generado por el hecho de violencia en la vida de las mujeres y d) la actuación o respuesta del entramado social y el aparato estatal.

El concepto de violencia estructural explica que los patrones de victimización estudiados se encuentran circunscritos en mecanismos estructurales de violencia y discriminación en una sociedad cisheteropatriarcal y binaria. En otras palabras, la violencia de género es parte constitutiva y constituyente de la sociedad en la que vivimos y no una característica incidental de ella. Por tanto, la estructura social ha sido configurada de tal forma que es casi imposible que una mujer no experimente —por lo menos— una de las distintas formas de violencia por razones de género.

A partir de un análisis interseccional, podemos identificar que los contextos y los espacios en los que se produce la violencia no son neutrales. Los sistemas de dominación (género, clase, raza, discapacidad, condición migratoria, entre otros) determinan las características y el tipo de violencia que las mujeres experimentaremos. Por ejemplo, la violencia estructural por razones de género y por origen étnico a las que se ve expuesta una mujer afrodescendiente o indígena se configura de una manera particular a través de determinados actos de violencia que reflejan y reafirman la estructura de opresión que atraviesa sus cuerpos racializados y generizados.

Los casos de victimización distintiva pueden ser explicados a la luz de lo planteado por Galtung, dado que estos se producen de manera acíclica y varían en su intensidad. Es decir, no todos los eventos de violencia guardan una conexión directa entre sí. En ese sentido, se evidencia que la victimización, aun cuando está ligada a la experiencia de vida de la víctima, no tiene su origen en un escenario neutral. Al desarrollarse su historia de vida en un contexto de violencia estructural y violencia simbólica, las variables como raza, género y clase son relevantes para la estratificación social y la violencia —así como los tipos de violencia— ejercida sobre sus vidas y sus cuerpos.

La inscripción de la violencia simbólica y la violencia estructural en los cuerpos de las mujeres genera que estas muchas veces no la reconozcan como tal y que, cuando lo hacen, las estrategias que utilizan para evitar futuras experiencias de victimización (por ejemplo, actitudes no confrontacionales, entre otras) legitiman y consolidan las dinámicas de la violencia estructural y simbólica que originaron la violencia en su contra. En consecuencia, la violencia simbólica no solo atraviesa y configura el tejido social, sino que se encuentra presente y atraviesa nuestros cuerpos, construyendo subjetividades.

El análisis no sería completo si no entendemos que las distintas manifestaciones de la violencia basada en género se producen en un contexto en el que la violencia simbólica y la violencia estructural legitiman y favorecen las relaciones y las formas de interacción violenta entre varones y mujeres. De esta manera, normalizan su producción y reproducción como un acto de (re)afirmación de la masculinidad hegemónica y, por tanto, de la dominación masculina. Como consecuencia, los actos de violencia de género contra las mujeres de tipo no criminal son normalizados con mayor facilidad, lo que origina una invisibilización de otros patrones de victimización —y, por tanto, del «contínuum de la violencia»— e imposibilita una oportuna intervención que evite historias de vida con patrones de violencia sistemática.

La estructura social en donde se produce y reproduce la violencia estructural y simbólica genera que las mujeres victimizadas se encuentren en una situación de mayor vulnerabilidad y sean entendidas como «más disponibles» tanto para los agresores, como para la sociedad que las ve como vidas y cuerpos prescindibles que permiten legitimar su propia estructura. Los imaginarios tradicionales que se generan, por ejemplo, en torno a los elementos que colocan a las mujeres en una situación de mayor vulnerabilidad (forma de vestir, ausencia de compañía, tránsito en horarios nocturnos, entre otros) provocan que la discusión sobre la atención y la aproximación al fenómeno de la violencia prescinda del análisis a partir de los mecanismos generados por la violencia estructural y la violencia simbólica. Esto a la vez determina cómo las propias instituciones abordan la violencia, para prevenir e intervenirla, lo cual genera respuestas ineficaces e inefectivas.

Este diálogo teórico nos permite evidenciar y entender otros tipos de violencia por razones de género en contra de las mujeres que han sido histórica e institucionalmente invisibilizados (como la violencia patrimonial, la violencia obstétrica, los micromachismos, la violencia cotidiana, entre otras); metodológicamente, ello es posible a partir de estudios cualitativos que aborden las dinámicas de dominación, legitimación, producción y reproducción social en las que se inscribe la violencia de género en contra de las mujeres. Por ello, es fundamental no perder de vista la forma en la que las variables de género, raza y clase —entre otras— se contextualizan no solo como patrones de dominación y opresión, sino también de victimización. Esto hará posible que generemos modelos de prevención, intervención y atención más efectivos.

Ambos conceptos teóricos permiten analizar y reconocer la importancia de entender la violencia por razones de género como un contínuum y no centrar el foco de atención en un tipo particular de violencia (Kelly, 1988). Asimismo, posibilitan entender que en determinados contextos la violencia simbólica y la violencia física coexisten, sin que ello implique que deban ser entendidas como una dicotomía (Thapar-Björkert, Samelius & Sanghera, 2014, p. 149). Como ha señalado Krais (1993) los modos de dominación elementales (violencia física) deben ser entendidos de manera conjunta con los modos de dominación complementaria (violencia simbólica).

Finalmente, es importante recordar que los mecanismos generados por la violencia simbólica y estructural hacen posible la (re)producción y la legitimación de las relaciones de poder y, por ende, el ejercicio y la normalización de la violencia por razones de género. A pesar de que la violencia simbólica y estructural no tiene una naturaleza física, hace posible la presencia de otro tipo de violencia que sí es tangible.

Conclusiones

Este artículo ha demostrado la necesidad de que las teorías criminológicas y victimológicas integren las nociones sociológicas de violencia simbólica y violencia estructural en su análisis sobre la violencia basada en género contra las mujeres. Esto permitirá tener una amplia comprensión de: a) los mecanismos y estructuras de la violencia basada en género y b) los actos que constituyen violencia por razones de género.

El análisis de estas nociones sociológicas a partir del enfoque de género evidencia que los actos de violencia de género se (re)producen y legitiman en un contexto de dominación estructural contra las mujeres. A través del concepto de violencia simbólica y de la teoría desarrollada por Bourdieu, se explican los mecanismos de producción y reproducción de la violencia que legitiman la estructura de dominación.

Estas violencias (simbólica y estructural) se incrustan en el tejido de la sociedad, pero también en el cuerpo de las mujeres, desde donde reproducen y legitiman patrones de opresión y, por tanto, de violencia. La naturaleza estructural de la violencia contra las mujeres evidencia que esta es parte fundante del tejido social, no solo una característica incidental. En otras palabras, la existencia de determinada sociedad no se puede concebir ni justificar sin la presencia y el despliegue de determinados actos de violencia.

La data sobre violencia de género contra las mujeres ha evidenciado la prevalencia y la extensión de este fenómeno a niveles epidémicos y ha revelado la existencia de una normalización de los actos violentos (Kelly, 1988) que se inscriben en la vida de las mujeres como un «contínuum de la violencia». Los patrones de victimización femenina por razones de género han sido explicados por dos teorías: polivictimización y victimización distintiva. Estos patrones de victimización se producen en un contexto definido por la violencia simbólica y violencia estructural, lo que implica que las variables como el género, la raza y la clase son estructuradoras de la sociedad y moldean la experiencia de las personas. Como consecuencia, las distintas manifestaciones de la violencia basada en género contra las mujeres se configuran y varían —tanto en tipo como en gravedad— en función de la intersección de estos sistemas de dominación y opresión en sus cuerpos.

Estos enfoques permiten que no perdamos de vista e incidamos, sobre todo, en el análisis de los patrones de victimización no criminal que son los que menos atención han recibido por parte de los estudios victimológicos. La violencia simbólica y la violencia estructural evidencian que aquellos actos de violencia que pueden parecer menos importantes o lesivos (por ejemplo, la microagresiones) se vinculan con actos de violencia directa como la violencia física, dentro una sociedad que es estructuralmente violenta.

Asimismo, los efectos de la violencia de género en contra de las mujeres van más allá del acto de violencia concreto, lo cual también genera violencia simbólica. Al ser la violencia basada en género contra una mujer un mecanismo de legitimación y (re)producción del sistema de dominación, los efectos desplegados por estos actos violentos no serán direccionados únicamente a la víctima directa, sino que las mujeres en su conjunto serán víctimas —aunque indirectas— al reafirmarse la estructura social y, por tanto, las dinámicas de opresión. Como resultado, serán colocadas en una situación de especial vulnerabilidad aquellas mujeres que se ven intersecadas por las mismas variables (ya sean de raza, género o clase) que la víctima de violencia directa.

Todo esto permite una reconfiguración de la forma en que se estudia la violencia, a partir de una reteorización de las teorías criminológicas y victimológicas, así como de las metodologías tradicionales para analizar la violencia. Este cambio configura una herramienta importante para diseñar e implementar medidas de intervención y prevención frente a casos de violencia contra las mujeres de una forma más efectiva y eficiente.

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1 La definición del MIMP usa «discriminación sistemática» pero nosotras consideramos que en realidad se trata de un contexto de dominación en el que se produce la construcción de otras y (otros) inferiores, de modo que se recurre a esta inferioridad para justificar el contexto de opresión en el que viven (Gruen, 1993).

2 Siguiendo a Viveros, cuando nos referimos a «las mujeres» o a «los varones» no asumimos la lectura hegemónica que los universaliza y, por tanto, los entiende como un conjunto compuesto por sujetos homogéneos. Por el contrario, partimos de un enfoque interseccional que reconoce cómo los vectores jerárquicos de género, raza y clase determinan el espacio que las personas ocuparemos en la estructura social (Viveros, 2016). Como resultado, el «patriarcado blanco» no impacta de la misma forma las experiencias de vida de todas las mujeres y no todos los varones se benefician de este (2016, p. 10).

3 «Al tomar ‘simbólico’ en uno de los sentidos más comunes, se supone a veces que hacer hincapié en la violencia simbólica es minimizar el papel de la violencia física y (hacer) olvidar que existen mujeres golpeadas, violadas, explotadas, o, peor aún, querer disculpar a los hombres de tal forma de violencia. Cosa que, evidentemente, no es cierta. Al entender ‘simbólico’ como opuesto a real y a efectivo, supones que la violencia simbólica sería una violencia puramente ‘espiritual’ y, en definitiva, sin efectos reales. Esta distinción ingenua, típica de un materialismo primario, es lo que la teoría materialista de la economía de los bienes simbólicos, que intento elaborar desde hace muchos años, tiende a destruir, dejando que ocupe su espacio teórico la objetiva de la experiencia subjetiva de las relaciones de dominación. […] No voy a afirmar que las estructuras de dominación sean ahistóricas, sino que intentaré establecer que son el producto de un trabajo continuado (histórico por tanto) de reproducción al que contribuyen unos agentes singulares (entre los que están los hombres con unas armadas como la violencia física y la violencia simbólica) y unas instituciones: familia, Iglesia, escuela, Estado» (Bourdieu 2013, p. 50).

4 Al respecto, Butler afirma que: «En la medida en que Bourdieu reconoce que este habitus se forma con el tiempo, y que su formación da lugar a una creencia reforzada en la “realidad” del campo social en el que opera, entiende las convenciones sociales como animadoras de los cuerpos que, a su vez, reproducen y ritualizan esas convenciones como prácticas. En este sentido, el habitus está formado, pero también es formativo. El habitus no es solo un lugar para la reproducción de la creencia en la realidad de un campo social dado —una creencia en la que se sustenta ese campo— sino que también genera tendencias a las que se les atribuye la “inclinación” del sujeto social a actuar con una relativa conformidad respecto a las demandas ostensiblemente objetivas del campo» (nuestra traducción) (1999, p. 116).

5 Véase Acosta, 2013, pp. 213, 222 y 314.

6 «Lo que hace de la violencia una cara de la opresión es menos el conjunto de actos particulares en sí, a pesar de que estos son a menudo absolutamente horribles, que el contexto social que los rodea y que los hace posibles y hasta aceptables. Lo que hace de la violencia un fenómeno de injusticia social es su carácter sistemático, su existencia en tanto práctica social» (Marion Young citada en Acosta, 2013, p. 340).

7 «[L]a relación temporal de los tres conceptos de violencia. La violencia directa es un evento; la violencia estructural es un proceso con altibajos; la violencia cultural es una invariante, una “permanencia”» (nuestra traducción) (Galtung, 1990, p. 294).

8 Bourdieu define estos dos tipos de capital de la siguiente manera:

Capital simbólico: «cualquier propiedad (cualquier tipo de capital, físico, económico, cultural, social) cuando es percibida por agentes sociales cuyas categorías de percepción son de tal naturaleza que les permiten conocerla (distinguirla) y reconocerla, conferirle algún valor» (1997, p. 108).

Capital cultural: «instrumentos para la apropiación de la riqueza simbólica socialmente designada como digna de ser buscada y poseída» (nuestra traducción) (Bourdieu citado en Wallace, 2018, p. 467).

9 La masculinidad hegemónica es «el patrón de prácticas (por ejemplo, cosas que se hacen, no solo expectativas sobre un rol o una identidad) que permitía que continúe la dominación de los hombres sobre las mujeres». (nuestra traducción), la cual no respondía a una hegemonía por la cantidad de hombres que la practicaba, sino por su carácter normativo (Connell & Messerschmidt, 2005, p. 832) Posteriormente se ha repensado este concepto para «incorporar un entendimiento más holístico de la jerarquía de género, reconociendo la agencia de los grupos subordinados tanto como el poder de los grupos dominantes y el condicionamiento mutuo de las dinámicas de género y otras dinámicas sociales» (nuestra traducción) (Connell & Messerschmidt, 2005, p. 848).

10 Minorizar alude a tratar a la mujer —o a personas de la diversidad sexual o étnica— como menor. Así, se circunscriben sus temas al ámbito de lo privado, «en especial, de lo particular, como “tema de minorías” y, en consecuencia, como tema “minoritario”» (Segato, 2016, p. 91).

11 Véase Wittebrood y Nieuwbeerta, 2000; Tseloni y Pease, 2003, y Classen, Gronskaya y Aggarwal, 2005.

12 Véase Lauritsen y Quinet, 1995 y Breitenbecher, 2001.

13 Estas teorías no son necesariamente contrapuestas. «[L]a existencia de condiciones económicas estables puede aumentar las probabilidades de experimentar victimizaciones traumáticas y el trauma ocasionado puede llevar a condiciones de vida conducentes a (re)experimentar situaciones de violencia» (nuestra traducción) (Rodríguez-Menés, Puig & Sobrino, 2014, p. 850), ya sea en el mismo tipo de violencia experimentado anteriormente o en uno nuevo (2014, p. 850).

14 Para el caso mexicano, Rosalva Aída Hernández (2013) ha estudiado cómo el endurecimiento del sistema penal afecta principalmente a varones y mujeres indígenas pobres. Asimismo, reflexiona sobre la necesidad de aportar en la transformación del sistema de justicia —sexista y racista— que no solo impacta en la vida de las mujeres presas, sino que se constituye en una amenaza para todas las mujeres que nos encontramos fuera del sistema penitenciario.

15 Daly y Stephen (1995, p. 207) propusieron la incorporación de las metodologías cualitativas (por ejemplo, etnografía y estudios de vecindarios) para poder entender que los procesos de conformidad y los de desviación se encuentran racializados y generizados.

Violencia de género contra mujeres

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