Читать книгу Claudio Arrau - Marisol García - Страница 13

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«Es un Mozart en ciernes que honrará a la República —defiende uno de los fir- mantes—, de modo que es necesario que hagamos lo posible porque no se pierda un talento tan precoz».

La indicación fue aprobada con la unanimidad de los veintiséis votos requeridos. Se acordó unos días después aumentar la pensión requerida a 1.500 pesos. El monto les permitió a Arrau y a su madre continuar unos meses más en Santiago y pagar las clases particulares del italiano Bindo Paoli.

La idea de viajar al extranjero no vino sino hasta unos meses más tarde; primero en noviembre, gracias a una nueva indicación presentada por el Senado, y luego con un ítem discutido en la Cámara de Diputados «para que el joven Claudio Arrau León perfeccione sus estudios musicales en Europa».

Aunque no de modo unánime esta vez, la ayuda fue aprobada en ambas cámaras y formalizada por un decreto del Ministerio de Instrucción Pública del 29 de marzo de 1911. Un mes antes el niño había celebrado su octavo cumpleaños.

«Chico limpísimo, elegante (niño de casa rica, al parecer), trepa gravemente, mirándolo todo», lo describe una nota del semanario Sucesos que recibió ese año la visita del niño, su hermana y su madre a su redacción en Valparaíso.

La disposición espontánea de un menor de edad no tendría por qué ser motivo de asombro, pero al «niño genio» se le aplaudía su naturalidad como la excepción de quien ya parecía destinado al aplauso internacional. Quienes lo conocieron en su adultez aseguran que a Arrau nunca lo abandonó un espíritu infantil. Había sencillez y transparencia en su trato, contenido siempre por una evidente timidez pero a la vez impulsado por una firme autonomía y cautivadora frescura. Era como si, más que una etapa formativa, esa condición de prodigio hubiese sido esencia de su personalidad.

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Antes de la partida de Claudio Arrau, sus dos hermanos y su madre a Europa —a mediados de 1911, en el carguero Titania, de la compañía alemana Kosmos—, hubo un recital de despedida en su ciudad natal, con piezas de Chopin, Schumann, Mozart, Beethoven y otros compositores.

Si este niño (lo que el destino jamás permita) no se atrasa en su carrera y no lo abandona el numen que ilumina su cabecita, tendrá que abismar al mundo con sus audiciones, y traerá a Chillán un nuevo timbre de lustre que deberá ­agregarse a lo que ya tiene como cuna de héroes y grandes patriotas (El Comercio, Chillán, 1910).

Por las exigencias familiares que supuso, la salida de Arrau al extranjero fue como entrar a un corredor sin retorno. Doña Lucrecia tenía para entonces 52 años, nunca había viajado fuera de Chile, y la formación profesional de su hijo pasaba desde entonces a ser para ella una ocupación a tiempo completo. Debía, sin embargo, sumar a esa ambición a sus otros dos hijos, Carlos y Quecha. Los cuatro a Berlín sin saber hablar alemán ni inglés, aún sin maestro escogido para las lecciones de Claudio, y con una pensión calculada solo para dos personas.

Mucho a favor, pero no todo. El arribo a Hamburgo y la llegada a la capital alemana —tras una parada en Buenos Aires, donde el niño volvió a deslumbrar con un recital en la Embajada de Chile— era una pisada en la incertidumbre. Una amiga suya en la ciudad le ayudó a Lucrecia a ubicar una casa para arriendo y a un posible profesor de piano. La opción primera por Waldemar Lütschg fue por completo equivocada. Arrau lo recordaría en su adultez como «el profesor más aburrido que se pudiera imaginar; incluso se dormía durante las lecciones». Lo visitó no más de un año.

Fue reemplazado por Paul Schramm, «un hombre amable, muy inteligente y lleno de ideas, pero algo loco», cuyo influjo resultó todavía más nefasto. Junto a él, el niño fue perdiendo motivación, e incluso llegó a comentarle a su madre sus deseos de renunciar a la beca y regresar a Chillán.

Claudio Arrau

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