Читать книгу #Metoo - Marisol Navarro - Страница 7

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1. Adolescencia truncada

Creencia errónea: «Eso no me ocurrirá a mí».

Cualquier persona puede ser víctima de una agresión sexual. Les ocurre a personas de todas las edades, razas, grupos sociales, religiones…

Yo era una adolescente de quince años que vivía con mis padres y mis dos hermanas. Mi vida hasta entonces era la de una chica que va al instituto; estaba empezando a descubrir el mundo. Mi vida transcurría con cierta tranquilidad entre los libros, las amigas y mi familia, con las discusiones con mis padres propias de esa edad.

Me gustaba quedar con las amigas, flirtear con los chicos, divertirme. Empezaba a arreglarme para sentirme más guapa, más segura de mí misma. Mi madre, a quien le gusta maquillarse y arreglarse, siempre me apoyaba, así que podía usar tranquilamente ropa más atrevida: faldas cortas, ropa más ceñida, maquillaje… Por otro lado, era una chica muy responsable, especialmente con los estudios (quería ir a la universidad para estudiar alguna ingeniería).

Ese año había cambiado a un instituto mixto e iba a una clase donde solo éramos cuatro chicas en todo el grupo. Empezaba a descubrir la sensación de cruzarme con la mirada del chico que me gustaba, que me hacía ruborizar y sentirme insegura, pero también ese cosquilleo en el estómago que hacía que deseara volver a verlo. Para mí era un descubrimiento, toda una experiencia ya que hasta entonces había ido a un colegio de chicas.

Llevaba unas semanas viéndome con Juan, íbamos al mismo instituto. Era un año mayor que yo e iba a otra clase. Era la primera vez que tenía este tipo de relación con alguien del sexo opuesto, por lo que aparecían en mí sentimientos totalmente nuevos. Por las mañanas me levantaba con la ilusión de verlo, así que pasaba largos minutos pensando en qué ponerme, qué quería contarle o qué me contaría él. Nos veíamos en los descansos del instituto y a la salida íbamos un rato a un parque cercano, donde juntos compartíamos sueños sobre nuestro futuro, luego me acompañaba a casa.

Yo vivía en una parte nueva de la ciudad; estaba repleta de parques, jardines y viviendas. Era una zona tranquila a la vez que concurrida: institutos, colegios, bares, pubs, restaurantes. Durante la semana era una zona bastante bulliciosa, llena de estudiantes, mientras que durante el fin de semana transcurría algo más tranquila, con gente que paseaba o simplemente iba a cenar por allí.

La ciudad donde vivía era pequeña lo que me permitía ir caminando prácticamente a cualquier punto. Además, a mí me encantaba pasear, así que casi siempre iba andando adonde fuera que tuviera que ir.

Ingenuidad perdida

Era el día de mi santo, que coincide con el viernes de Semana Santa, día de procesiones, con las calles repletas de gente rebosante de alegría. Habíamos ido a mi restaurante preferido y habíamos comido en la terraza, ya que hacía un día primaveral maravilloso. Era uno de mis días preferidos del año, en el que se unía el calor al olor del azahar de los limoneros. Venía también mi abuela materna, como era tradición, lo que hacía que me sintiera feliz porque era de las pocas veces al año que nos juntábamos toda la familia. Además, ese año parecía que estábamos todos de buen humor, lo cual lo hacía aún más especial. Había estrenado un vestido azul y verde, regalo de mi madre, junto con unas gafas de sol que me habían comprado mis hermanas, hacía tiempo que soñaba con ellas.

La comida se alargó más de lo previsto, así que regresamos a casa cerca de las cinco. Yo había quedado con unas amigas para ir a dar una vuelta por la tarde; quería cambiarme de ropa para ir más cómoda pero no tuve tiempo, pues había quedado en recoger a Lucía a las cinco. Llegué a casa, dejé la chaqueta que llevaba y me fui hacia la casa de Lucía. Ella vivía a unos quince minutos caminando, luego las dos nos dirigimos hacia el parque donde nos encontraríamos con el resto de amigas. Para mi sorpresa, cuando llegamos estaban hablando con un grupo de chicos bastante más mayores que nosotras. Siempre me ponía algo nerviosa cuando tenía que conversar con un chico que no conocía, no sabía bien de qué hablar, así que al principio me quedé apartada del grupo con Lucía, hablando; pero al rato se acercó uno de ellos y empezó a charlar con nosotras. Llevaba una cerveza en la mano y nos ofreció beber, yo le dije que no tomaba cerveza lo cual hizo que se mofara de mí. Me sentí estúpida a la vez que enojada con él por reírse de mí; además, sin permiso me cogió las gafas de sol y me enfadé aún más. Pasados unos minutos me contó que estudiaba industriales, así que poco a poco me fue cayendo mejor hasta que al final pasamos toda la tarde charlando sobre su carrera y lo que yo quería estudiar.

Cuando se hizo la hora de volver a casa, le pregunté a Lucía si volvía conmigo, me dijo que ese día sus padres la dejaban regresar después de las diez, así que lo haría más tarde. Yo comencé el recorrido de vuelta, el mismo que solía tomar cuando estaba en esa parte de la ciudad. Crucé el centro de la ciudad encontrándome con mucha gente por la calle. Tuve que hacer un pequeño cambio en mi ruta porque me crucé con la procesión de la tarde del Viernes Santo. Decidí ir por la zona de la universidad que hay en el centro de la ciudad, donde había muchísimos estudiantes en los bares de alrededor. Pensé que quizá era hora de proponer a mis padres que me retrasaran la hora de vuelta: ya tenía quince años.

Me iba acercando a la zona del río, pero seguía encontrándome mucha gente por la calle; había mucha algarabía. Conforme me acercaba al puente que tomaba para cruzar me llegó nuevamente el olor a azahar. Me agaché para coger unas cuantas flores que había en el suelo; se las llevaría a mi madre, le gustaba ponerlas en agua, el olor duraba toda la noche y dejaba un aroma muy agradable.

Acababa de cruzar el río, me quedaban quince minutos para llegar. Tenía que pasar por una zona donde había varios pubs. Conforme me iba acercando podía oír el ruido de la música en el interior de los locales, se oía el alboroto de la gente en algunos de ellos. Me di cuenta de que, en ese momento, no había muchas personas por la calle, aunque podía distinguir bajo la luz amarilla de las farolas una pareja a bastantes metros de mí que se alejaba y el ruido de un coche que acababa de pasar. Sabía que en unos minutos estaría en casa, además era un recorrido que había hecho cientos de veces.

De pronto escuché vagamente la voz de un hombre y pude ver de reojo su figura al salir de uno de los pubs, justo cuando yo acababa de pasar por delante. Aceleré el paso. Sentí cómo mi corazón empezaba a latir más rápido, mi respiración se aceleró. Presté un poco más de atención a lo que decía, aunque no podía oír con claridad sus palabras sí distinguí algunas sueltas:

—…Mujeres… iguales… merecen… —Pude escuchar a duras penas.

Noté que mi corazón se aceleró aún más. Empecé a andar más rápido y me di cuenta de que casi no podía ver ya a la pareja que iba delante de mí. Oí pasar por la carretera otro coche que iba rápido. Apreté con fuerza mi bolso contra mi cuerpo. Aceleré el paso. De nuevo escuché su voz que seguía diciendo algo, aunque seguía sin distinguir claramente sus palabras. El tono de su voz era de desprecio y me pareció que, por sus movimientos torpes, estaba bebido. Aunque había unos metros de distancia entre los dos, pensé que si él aceleraba el paso me podría alcanzar, por lo que me puse más nerviosa. Por un momento pensé en ponerme a correr, pero como vi que se había detenido mientras buscaba algo en sus bolsillos, decidí cambiar mi ruta. Retrocedí unos metros para ir por una calle en la que sabía bien que habría gente, pues había varios bares. Esto suponía que tenía que andar unos metros más para llegar a casa, pero no me importaba. Caminé unos minutos, enseguida pude escuchar voces. Me crucé con una pareja con sus tres hijos, lo cual me tranquilizó. Escuchar sus voces y sus risas hizo que me relajara todavía más. Empecé a caminar más despacio, mi respiración se ralentizó, volviendo a una cierta normalidad. Un chico de mi edad chocó contra mí con su bicicleta, le sonreí. Creo que nunca me he sentido tan contenta cuando alguien me ha atropellado con su bici..

Para llegar a casa tenía que dejar atrás la zona de terrazas y alcanzar una parte del barrio menos concurrida por ser Semana Santa, donde se encuentran los institutos y viviendas. Debía cruzar un jardín que estaba justo enfrente de mi instituto, a unos metros de mi casa. Conforme avanzaba me cruzaba con menos gente por la calle, las risas y voces iban disminuyendo. La luz de la calzada era nuevamente la amarillenta de las farolas. Sentí que otra vez el corazón volvía a palpitarme algo más rápido, así que apresuré el paso, apreté mi bolso contra mí de nuevo; pensé que en unos minutos llegaría a casa. Sabía que mis padres estaban allí; eso hizo que me sintiera algo más tranquila.

Estaba llegando al jardín donde la luz de la noche siempre es muy tenue a la vez que escasa; apenas podía distinguir los troncos de los árboles de los bancos. Avivé un poco más el paso. Había unas farolas cuya luz a duras penas podía atravesar las ramas de los árboles. Había pasado por ahí muchas veces, incluso de noche.

Escuché un ruido y me asusté. Me volví… Vi una sombra que se abalanzaba sobre mí… El sonido del golpe al caerme al suelo… La sensación pesada del cuerpo encima de mí… El olor a alcohol…

No sé cuánto tiempo estuve en el suelo ni qué más sucedió. Lo siguiente que recuerdo fue levantarme y salir corriendo en dirección a la zona de los bares. Sabía perfectamente que cerca había gente. Llegué corriendo a un restaurante al que solía ir con mi familia. Entré. Supongo que estaba muy agitada porque uno de los camareros me preguntó si estaba bien. Solo le pregunté dónde estaba el teléfono público. Quería llamar a casa. Me señaló que estaba junto a una pared lateral. Me di cuenta de que no tenía mi bolsito así que no tenía dinero para la llamada. No quería salir de ahí sola, me armé de valor para pedir unas monedas a una pareja que estaba cenando en una mesa cerca del teléfono y que, muy amables, me las dieron. Descolgué el teléfono, marqué el número de casa y escuché la voz de mi padre:

—¿Quién es? —dijo mi padre.

Sentí un nudo en mi garganta que no me dejaba hablar. Pensé que me pondría a llorar, así que tragué saliva. Le dije a mi padre dónde estaba, y que por favor me recogiera en coche. Al cabo de unos minutos, que se me hicieron eternos, llegó. Me monté en el coche y empecé a temblar. Llegamos a casa y, como pude, conté a mis padres lo sucedido. Recuerdo que quería que mi padre fuera a buscarlo para matarlo.

Después de ese día nunca más se volvió a hablar de este suceso.

Comienza el cambio

Juan llamó a casa al día siguiente, mi madre le dijo que no estaba. Pasaron dos días más cuando volvió a llamar, mi madre le dijo que no me encontraba bien. Terminaron las vacaciones. Era el momento de volver a clase.

Los días siguientes a aquella noche, hasta el comienzo de las clases, los pasé en casa. Sin salir.

El primer día me levanté muy nerviosa. Por el camino al instituto dudé si llegar o no. Al final decidí hacerlo. Conforme subía las escaleras que llevaban a mi clase tenía la sensación de que todos me miraban. Por fin llegué, entré y me senté en un pupitre mientras buscaba con la mirada a mi amiga Carmen. Hablamos un poco de las vacaciones; por supuesto no le comenté nada de lo ocurrido en el parque. Llegó la hora del descanso, que era el momento en el que me encontraba con Juan, pero no me sentía nada bien. Conforme iba bajando las escaleras, cada vez más despacio, oía a los chicos y a las chicas bajar hablando en voz alta, rápidamente, deseosos de salir. Yo no tenía ganas de llegar abajo, comenzaron a temblarme las piernas, noté mi estómago revuelto. Me detuve a mitad de las escaleras, me di la vuelta y comencé a subir de nuevo. A la salida de clase me fui a casa rápidamente.

Al día siguiente tampoco fui a encontrarme con Juan durante el descanso; había decido que no quería saber nada de él. Al terminar las clases, estaba esperándome en la puerta principal, se acercó a mí cogiéndome del brazo:

—¿Se puede saber qué te pasa? —gritó enojado.

Noté como mi cuerpo se ponía rígido, me solté. Me fui a casa corriendo. Me metí en mi cuarto y empecé a llorar. No podía dejar de llorar. A partir de aquel día no volví a tener contacto con él. Nunca le conté lo que me había pasado.

En la actualidad

Me pregunto cómo se sintieron mis padres y cuán difícil debió de ser para ellos saber que a su hija le había ocurrido algo así. Lo cierto es que no volvieron a hablar sobre el tema. No me preguntaron cómo estaba ni si necesitaba algún tipo de ayuda, pero estoy segura de que estaban preocupados y que les afectó enormemente. Y aunque durante mucho tiempo estuve enfadada con mi padre por no salir a defenderme, ahora entiendo que lo hizo lo mejor que supo entonces.

El silencio era su forma de afrontar este tipo de situaciones. Pero hizo que, de una manera sutil, yo entendiera que era mejor no contarlo, no hablar sobre ello. Vivir como si no hubiera ocurrido.

Con el tiempo descubrí que esta opción no fue la mejor para mí.

Sabías que…

… entre un diez y un veinte por ciento de la población ha sido víctima de abusos sexuales en la infancia.

(Save the Children)

#Metoo

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