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Оглавление1. Crisis socioecológica, léxico crítico y debates sobre las transiciones
Maristella Svampa
Vivimos una era de incertidumbres y carente de parámetros que sirvan para comparar nuestro mundo con otros períodos históricos. En estas condiciones, las posibles respuestas de la naturaleza implican un salto abismal, un umbral de peligro hasta ahora desconocido. Como planeta, hace tiempo que hemos abandonado el Holoceno, caracterizado por la estabilidad climática, que duró aproximadamente entre diez mil y doce mil años y permitió la expansión y el dominio del ser humano. Hoy en día, ya convertidos en una fuerza de transformación con un alcance incluso geológico, transitamos el Antropoceno, una nueva era cuyos impactos destructivos a muy corto plazo ponen en peligro la vida y la reproducción de la vida en la Tierra.
La pandemia de covid-19 colocó en el centro de la escena problemáticas que antes estaban relegadas, minimizadas o invisibilizadas. En primer lugar, puso al desnudo las desigualdades sociales, económicas, étnicas y regionales y los altos niveles de concentración de la riqueza. Hoy, más que nunca, somos conscientes de que vivimos en un mundo de superricos, en un contexto de concentración profundizada bajo la globalización neoliberal durante los últimos treinta años al calor de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Tal como se viera durante la pandemia, tras varias décadas de neoliberalismo, es notorio el retroceso de los servicios básicos, no solo en la salud sino también en la educación (la brecha digital), en el acceso a la vivienda y la degradación del hábitat.
En consecuencia, la diseminación del virus puso en evidencia el fracaso del modelo de globalización neoliberal, lo cual no quiere decir que el neoliberalismo esté muerto ni agonizando. Lejos de ello: la crisis desatada por la pandemia exacerbó esas mismas desigualdades extremas en todos los niveles.
En segundo lugar, la pandemia mostró el vínculo estrecho entre crisis socioecológica, modelos de maldesarrollo y salud humana. Hasta marzo de 2020, el término “zoonosis” no formaba parte de nuestro lenguaje –ni trascendía la especialización en estudios veterinarios–. Quizá para algunos todavía sea un concepto algo técnico o lejano, pero en él reside la clave para entender el “detrás de escena” de la pandemia. En esa nada teatral trastienda del covid-19 se halla la problemática de la deforestación, esto es, la destrucción de ecosistemas que expulsa a los animales silvestres de sus entornos naturales. El contacto con otros animales y con humanos en ámbitos más urbanos posibilita una escalada en la transmisión de virus (precisamente, los zoonóticos, pasibles de saltar de una a otra especie e infectar a seres humanos) que estuvieron confinados durante milenios.Claro que el covid-19 no es el primer virus zoonótico que conocemos; ya hubo otros, incluso más letales (el ébola, el SARS, la gripe porcina y aviar, el vih/sida) (Quammen, 2020; Wallace, 2016; Ribeiro, 2020). Sin embargo, la interconexión e intensidad de los intercambios y la circulación de personas y bienes en el marco de la globalización abrieron la posibilidad de una diseminación más acelerada por todo el planeta.
El elemento revelador es que el avance del capitalismo sobre los territorios tiene la capacidad de liberar una gran cantidad de virus zoonóticos, altamente contagiosos, que mutan con rapidez, y para los cuales no tenemos cura. En suma, la pandemia mostró hasta qué punto hablar de Antropoceno no es solo una cuestión de crisis climática y calentamiento global, sino también de globalización y modelos productivos y alimentarios de maldesarrollo. Esto resaltó otros aspectos de la emergencia climática, no vinculados exclusivamente con el incremento en el uso de combustibles fósiles, sino también con los cambios en el uso de la tierra, la deforestación y la expansión de la ganadería intensiva, todos ellos fuentes de potenciales pandemias.
Nuestros tiempos de Antropoceno
Los indicadores del Antropoceno remiten a múltiples factores, precisamente, de carácter antropogénico. Entre ellos la inestabilidad climática resultante del calentamiento global; la extinción masiva de especies y la consiguiente pérdida de biodiversidad; los cambios en los ciclos biogeoquímicos, fundamentales para mantener el equilibrio de los ecosistemas; el aumento de la población mundial y la concentración urbana; la expansión de un modelo de consumo insustentable y un régimen alimentario global tóxico, controlado por grandes corporaciones.[3]
Uno de los factores más preocupantes alude al calentamiento global, producto del aumento de las emisiones de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero (GEI). En relación con 1750, la atmósfera actual contiene un 150% más de gas metano y un 45% más de CO2. Desde mediados del siglo XX, la temperatura aumentó 0,8 ºC, y los escenarios previstos por el Panel Intergubernamental para el Cambio Climático (IPCC) anticipan, de acá a finales del siglo XXI, un aumento de entre 1,2 y 6 ºC. Los expertos consideran que un incremento de 2 ºC establece un umbral de peligro, aunque la temperatura del planeta bien podría dispararse si todo continúa como hasta ahora (business as usual). Ciertamente, los enfoques sistémicos y los avances científicos acentúan la no linealidad de los efectos, la retroalimentación vertiginosa y veloz de los cambios, los cuales podrían producir incluso un salto de escala, totalmente imprevisible e irreversible; una acumulación que termine por obrar cambios que tornen insostenible la vida tal como la conocemos hasta hora. Como afirma el Programa de la ONU para el Medio Ambiente (2021), incluso con el cumplimiento de los compromisos adquiridos en el Acuerdo de París (2015), las temperaturas globales podrían aumentar 3,4 ºC, lo cual dificultaría enormemente la adaptación humana debido a los nuevos patrones climáticos extremos.
En la actualidad, las emisiones de CO2 y otros GEI como el gas metano se deben a tres factores centrales: en primer lugar, la quema de combustibles fósiles, que representa el 65% del total. Esto no tiene una expresión uniforme, pues a lo largo de la última década, respecto de los combustibles fósiles, los cuatro emisores principales (China, los Estados Unidos, los veintisiete integrantes de la Unión Europea y la India) contribuyeron con el 55% de las emisiones totales de GEI (ONU-Pnuma, 2021).
En segundo lugar, la agricultura, la silvicultura y otros usos de la tierra representan casi una cuarta parte de las emisiones de GEI de origen humano. La deforestación y la degradación de los bosques alcanzan el 11%, según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus iniciales en inglés).[4] Esto sucede sobre todo en los países llamados en desarrollo, en el Sur Global; se debe no solo al incremento de las actividades extractivas clásicas, sino también al notorio giro hacia un modelo alimentario a gran escala, enfocado en la alta productividad y en la maximización del beneficio económico, e implementado por las grandes firmas agroalimentarias del planeta. La expansión de la frontera agraria conlleva una degradación de todos los ecosistemas, debido a varios fenómenos: la extensión de monocultivos –como la soja, el maíz, la hoja de palma– y, por tanto, la aniquilación de la biodiversidad, la tendencia a la sobrepesca, la contaminación por fertilizantes y pesticidas, el desmonte y la deforestación, el acaparamiento de tierras, entre tantos otros asociados.
En tercer lugar, la ganadería es responsable de un tercio de la emisión de gas metano. El tema no es menor, pues otra de las rutas de la zoonosis es la cría intensiva de animales a gran escala, un modelo de explotación cruel y altamente insustentable desde el punto de vista socioambiental y sanitario, el cual se ha incrementado en las últimas décadas. Asimismo, el sector de la ganadería es, según la FAO, la mayor fuente de contaminación del agua.[5] Según el informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), a causa del covid-19, las emisiones de CO2 podían descender un 7% en 2020, en comparación con los índices de 2019. Sin embargo, la mayoría de los cambios observados en 2020 fueron temporarios ya que no respondieron a transformaciones estructurales en los sistemas económico, de transporte o energético, de manera que el efecto directo de la pandemia sobre la temperatura global es insignificante (Camilloni, 2020). Así como aquellos animales que salieron de sus nichos y se atrevieron a recorrer las ciudades en época de confinamiento humano, el fenómeno se reveló sencillamente pasajero; apenas un efecto colateral de corto alcance. En realidad, en 2020 la concentración de dióxido de carbono (CO2), se situó en el 149% de los niveles preindustriales. En cuanto al gas metano (CH4) y al óxido nitroso (N2O), sus concentraciones equivalieron, respectivamente, al 262 y al 123% de los niveles de 1750, el año elegido para representar el momento en que la actividad humana empezó a alterar el equilibrio natural de la Tierra (Infobae, 2021).
Por otro lado, durante la pandemia la activación del freno de emergencia fue relativa. En América Latina, pese a la gravedad cada vez mayor de los conflictos socioambientales y la amplitud de las problemáticas que estos acarrean, las políticas públicas de los diferentes gobiernos no apuntaron a fortalecer las demandas ambientales. Todo lo contrario. No pocas de las actividades extractivas (como la minería) fueron declaradas esenciales, el desmonte y la deforestación avanzaron, y con ello también los incendios forestales, como pudo constatarse en el Pantanal brasileño (el mayor humedal continental del planeta) o en diferentes regiones de la Argentina, tanto sobre humedales como en zonas de producción de soja, y también en la Patagonia. La urgencia no cuestionada de pagar la deuda externa hace que la presión sobre los territorios sea cada vez mayor (megafactorías de cerdos, explotación de combustibles offshore, ofensiva de la minería a gran escala), confirmando que “el mandato exportador” no solo desborda la división entre economistas ortodoxos y neodesarrollistas, sino que se basa sobre una serie de omisiones asociadas a la deuda ecológica y su relación con la deuda externa, a la explotación de la fuerza de trabajo y a conflictos sociales y ambientales existentes de la región (Cantamutto y Schoor, 2021).
El giro antropocénico tiene también hondas repercusiones filosóficas, éticas y políticas; obliga a repensar los modelos de desarrollo dominantes, pero también, de modo central, nos lleva a replantear el vínculo entre sociedad y naturaleza, entre humanos y no humanos. Tal como lo entendemos aquí, esto plantea un cuestionamiento al paradigma cultural de la modernidad que se basa en una visión dualista e instrumental de la naturaleza, funcional a la lógica de expansión del capital. En esta línea, la antropología y la filosofía crítica de las últimas décadas nos recuerdan la existencia de otras modalidades de construcción del vínculo con la naturaleza, entre lo humano y lo no humano (desde la visión relacional de los pueblos originarios y la de los feminismos ecoterritoriales o ecofeminismos del Sur (Svampa, 2021b).
El Antropoceno señala la inminencia de un punto de no retorno y, sobre todo, nos advierte que el colapso ecosistémico ya ha comenzado. Las alertas climáticas son tantas y de tal envergadura que cuesta hacer un relevamiento que luego no sea alcanzado por nuevas tragedias, superando cada vez nuestra capacidad de asombro. No hay que esperar que el permafrost libere el metano que escondió durante milenios bajo las capas de hielo o la extinción acelerada de más especies: esas escenas anunciadas ya son un hecho. Por ejemplo, los incendios forestales en la Amazonia y en Australia entre 2019 y 2020 mostraron nuevos fenómenos catalogados como “tormentas de fuego”: liberan tal cantidad de energía que modifican la meteorología de su entorno.[6]
En julio de 2021 los diarios del mundo informaron que la Amazonia (específicamente, la región sureste) dejó de ser un sumidero de carbono, vale decir, de sistema vegetal que capturaba dióxido de carbono y evitaba así el calentamiento de la tierra, pasó a ser un emisor de ese gas. Esta preocupante inversión se dio por obra de la deforestación, la sequía, los incendios, el avance de la frontera agraria, entre otros factores… El hecho en sí no es el único ni tampoco está aislado. Como advierten desde la climatología, para cada subsistema existen puntos críticos o de inflexión (tipping point), valores a partir de los cuales comienza una oleada sucesiva de acontecimientos desestabilizadores de cada uno de los distintos subsistemas que conlleva un cambio de fase, la reorganización del conjunto (Puig Vilar, 2021a y b), bucles de retroalimentación positiva –en el sentido de que incrementan el proceso– que se propagan en cascada, acelerando los procesos y amplificando los cambios de escala, con lo cual nos instalan en lo desconocido. En esta coyuntura, la tierra podría convertirse por sí misma en una emisora de GEI.
Ese mismo mes de julio de 2021, el Paraná, el segundo río más largo de América del Sur después del Amazonas, llegó a su bajante histórica. En ciertos puntos –por ejemplo, frente a la ciudad de Paraná–, las imágenes mostraron el lecho del río seco y barroso, un arenal desolador ahí donde antes fluían el agua y vida. Cierto es que en 1944 hubo una bajante, pero esta no estuvo acompañada por la destrucción de los ecosistemas de la cuenca entera. Así, no se trata solo de una tragedia, sino de un colapso que golpea la resiliencia del sistema, y responde a un combo fatídico de factores: cambios en el uso del suelo, expansión de la soja, crisis climática, megarrepresas, sobredragado de la hidrovía Paraná-Paraguay, deforestación masiva en la Amazonia, contaminación industrial.
De hecho, a más de un año de declarada la pandemia por el covid-19, lo que se vislumbra bajo el nombre de “nueva normalidad” delata un empeoramiento y una exacerbación de las condiciones –sociales y ecológicas– existentes. En lo cotidiano vemos proliferar imágenes catastrofistas sobre la sociedad, muchas de ellas desprovistas de un anclaje político (o abiertamente antipolíticas), interpretadas en un lenguaje que alude a la distopía y al caos. Sin embargo, hay que entender el fenómeno en un sentido más complejo. Como reflejan los numerosos estudios que analizan cómo y por qué se han extinguido diferentes sociedades a lo largo de la historia, el colapso no es solo ecológico sino sistémico, nunca es de un día para otro, sino un proceso gradual, variable y distinto. Su tránsito involucra empero diferentes niveles (ecológico, económico, social, político) así como distintos grados (no tiene por qué ser total) y diferencias geopolíticas, regionales, sociales y étnicas (no todos lo sufren de la misma manera). El colapso implica también una reducción de la complejidad social, así como una pérdida de valores democráticos, lo cual genera conductas sociales reactivas más ligadas al miedo y la insolidaridad: un caldo de cultivo por excelencia para la expansión de expresiones de ultraderecha (Diamond, 2006; Fernández Durán y González Reyes, 2018; Taibo, 2017; Servigne y Stevens, 2015).
Sin embargo, transitar el colapso no significa abandonarse, sin más, de brazos abiertos a la distopía (el mal lugar, el lugar indeseable), caer en la inacción y en la parálisis o decretar la clausura cognitiva, renunciando así a la imaginación de otro futuro posible. Antes bien, constituye un llamado urgente a redoblar la apuesta por la resiliencia y la sostenibilidad de la vida. La experiencia del colapso debería ser una oportunidad para replantearnos qué Antropoceno queremos transitar. No hay que olvidar que las crisis extraordinarias abren también procesos de liberación cognitiva, que suelen implicar una transformación de la conciencia de los potenciales participantes en la necesidad de una acción colectiva[7] y la ampliación del horizonte de expectativas. La historia no está escrita de antemano. Es posible reactivar la imaginación política, no desde una actitud ingenua o abstracta, sino desde la comprensión individual y colectiva de nuestros límites como humanidad, y de la urgencia por implementar una transición ecosocial justa.
Léxico crítico del Antropoceno. Miradas desde el Sur Global
Pensar el Antropoceno desde la noción de especie humana como fuerza telúrica es condición necesaria, aunque no suficiente. Debemos pensarlo también en clave de mercantilización y frontera, de desencastramiento de lo económico respecto de lo social, así como de la expansión incontrolada de los alcances del capital y del metabolismo social (concepto que retomaremos). El Antropoceno es también Capitaloceno (Moore, 2020), pero entendido como la fase interna de la mundialización capitalista (Altvater, 2014), una frontera que expresa el avance tanto de la mercantilización de todos los factores de “producción” como de los límites materiales y ecológicos del planeta. Algo que en el Sur Global se ve reflejado en la exacerbación de múltiples modelos de (mal)desarrollo, a gran escala, donde se conjugan rentabilidad extraordinaria, destrucción de territorios y desposesión de poblaciones.
Sería imposible desarrollar de modo exhaustivo los conceptos que componen nuestro léxico crítico del Antropoceno/Capitaloceno desde el Sur Global, por ello en este apartado intentaré hacer solo un resumen. Abordaré los conceptos de metabolismo social, geopolítica del Antropoceno y deuda ecológica; crítica al desarrollo y neoextractivismo; ambientalismo popular y movimientos socioterritoriales; colapso, diálogo de saberes y transición socioecológica.
Cuando hablamos de metabolismo social hacemos referencia al intercambio entre sociedad y naturaleza, a la forma en que las sociedades humanas organizan los crecientes flujos de energía y materiales del (y al) ambiente (Martínez Alier y Walter, 2015).[8] Dicho proceso va configurando un determinado perfil metabólico, que puede desglosarse en cinco fenómenos: la apropiación, la transformación, la circulación, el consumo y la excreción. En los últimos tiempos esa matriz analítica se ha vuelto más compleja en la medida en que se utiliza menos trabajo intensivo pero hay más empleo intensivo de energías (Toledo, 2013: 47-48).
En términos generales, el capitalismo ha profundizado un perfil metabólico insustentable. De la mano de la OMC y la nueva arquitectura de negocios, la globalización consolidó un modelo de consumo predatorio e insostenible, el que para su mantenimiento en los países más ricos exige mayor cantidad de materias primas y energías, lo cual trae aparejada una mayor presión sobre los bienes naturales y los territorios. Uno de los indicadores del perfil metabólico de las sociedades contemporáneas y los impactos sobre los recursos naturales es la huella ecológica,[9] la que en la actualidad excede la capacidad de regeneración de los ecosistemas: esto quiere decir que la humanidad está consumiendo una vez y media lo que el planeta puede proveer de manera sustentable; que la Tierra necesitará más de un año y medio para equilibrar lo que hemos utilizado y desechado en un año.
Otros enfoques sobre el metabolismo social subrayan la persistencia de la brecha colonial como elemento estructural, ya que existe un intercambio ecológico desigual entre los países del Norte o metrópolis, que requieren grandes cantidades de energía y materiales a precios bajos para mantener su perfil (Martínez Alier y Walter, 2015: 78-79), y aquellos otros que extraen y exportan a granel dichas commodities, al tiempo que enfrentan la degradación de sus territorios y un aumento exponencial de los conflictos socioambientales. Así, por ejemplo, la presión y demanda de recursos mineros a escala global hizo que las empresas busquen minerales dondequiera que se puedan encontrar. En consecuencia,
la minería no respeta zonas protegidas, sitios arqueológicos o sagrados, asentamientos humanos, glaciares, nacientes de agua, cabeceras de cuencas ni ecosistemas frágiles. Incluso se ha comenzado a explotar minería bajo el mar y las muestras obtenidas fuera de la tierra son analizadas con la esperanza de encontrar materiales explotables más allá de los límites terrestres (Padilla, 2012: 38).
Las enormes exenciones impositivas en provecho de las grandes compañías del sector explican el auge inédito de la minería en la región latinoamericana a partir de 2002, ante la escalada del precio internacional de los metales y la liberalización de los marcos regulatorios. Según datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), trece países de la región alcanzaron los quince primeros lugares mundiales como productores de minerales (Cepal, 2013; Ocmal, 2015).
El estudio del metabolismo social pone en evidencia una geopolítica propia del Antropoceno y la profundización de la deuda ecológica, con sus inequívocas raíces históricas. Los países centrales industrializados persisten como importadores de naturaleza, papel que también asumen ahora las grandes economías emergentes (como China). Estos países presentan mayores emisiones debido al consumo; desde luego, superiores a las producidas dentro de sus fronteras geográficas, pues importan más commodities o productos primarios y secundarios, y externalizan así los impactos, en nombre del cuidado del ambiente en sus territorios. Por su parte, el Sur Global carga con el peso de los costos de apropiación y extracción de esas commodities, así como de los pasivos socioambientales, y sus territorios terminan convertidos en zonas de sacrificio.
La deuda es ecológica y también climática, pues el uso del espacio ambiental ha sido monopolizado por los países más desarrollados y por las grandes corporaciones. Entre 1751 y 2010, solo noventa empresas fueron las responsables del 63% de las emisiones acumuladas de CO2. En 1900 el Reino Unido y los Estados Unidos representaban el 60% de ese acumulado; en 1950, el 55%, y casi el 50% treinta años después. Otros países fueron engrosando la lista, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX. Por ejemplo, Rusia llegó al 200% de su capacidad hacia 1973 y China, que alcanzó este índice en 1970, fue acelerando su aumento, hasta llegar al 256% en 2009. Si volvemos a considerar la huella ecológica global, el sesgo geopolítico es patente. En su cálculo anual, apenas para 2016, la Global Footprint Network calculaba que necesitaríamos 5,4 planetas si consumiéramos como Australia; 4,6 si lo hiciéramos como los Estados Unidos; 3,3 en caso de equipararnos a Suiza, Corea del Sur o Rusia; mientras que Alemania, Francia, Reino Unido, Japón e Italia, derrochan como si dispusieran de entre 3,1 y 2,9 planetas; en fin, necesitaríamos 2 planetas si consumiéramos como China y 0,7 si lo hiciéramos como la India. A excepción de Brasil, que consume 1,8 por habitante, los países de nuestra región se encuentran por debajo de 0,5 (Bonneuil y Fressoz, 2013).
Uno de los primeros economistas ecológicos que abordó el concepto de deuda ecológica fue Martínez Alier en 1997, cuando intentó describir mediante dos relaciones la deuda externa y deuda ecológica. En primer lugar, entendió que la deuda externa en términos crematísticos oculta la exportación mal pagada (dado que los precios no incluyen diversos costos sociales y ambientales, locales y globales) y los servicios ambientales proporcionados de manera gratuita (agua, energía, nutrientes). El segundo aspecto de las relaciones entre deuda externa y deuda ecológica es de qué manera la obligación de pagar la deuda externa y sus intereses lleva a una depredación de la naturaleza (y, por tanto, aumenta la deuda ecológica; véase Martínez Alier, 1997).
Sin embargo, el reconocimiento de la deuda ecológica y climática no puede utilizarse para absolver a los modelos de maldesarrollo que se despliegan en los territorios del Sur Global, porque esto obturaría cualquier crítica y discusión al respecto (Svampa y Viale, 2020). En realidad, no hay nada más colonial que aceptar pasivamente el rol de proveedor global de materias primas que se le asigna a nuestra región, como si fuese un destino en vez de una decisión geopolítica mundial. Por añadidura, lo que se denomina desarrollo, en tanto reedición de los estilos de vida de los países centrales, resulta irrepetible a escala global: como acabamos de ver, se necesitarían más de cuatro planetas y medio para que todos los habitantes del mundo alcancen el nivel de consumo de un estadounidense promedio.
Pese a las críticas y frente a la gravedad de la crisis climática, el imaginario desarrollista sigue en pie, muy especialmente en América Latina. La visión asociada al crecimiento indefinido, como si los recursos naturales fueran inagotables y su extracción no tuviera efecto en las condiciones de reproducción de la vida del planeta, continúa intrínsecamente asociada a una concepción instrumental y antropocéntrica de la naturaleza, por la cual el ser humano se concibe como alguien externo y no integrado a ella. Como tantas pensadoras ecofeministas han sostenido, esta perspectiva tiene raíces históricas y filosóficas. Fue hacia finales del Renacimiento europeo cuando se impuso una ontología dualista respecto de la relación sociedad y naturaleza, que dejaría de lado aquellas visiones holísticas y más relacionales para consolidar un paradigma mecanicista e instrumental. Este dualismo se expresa también en las relaciones de género y en el ámbito del conocimiento, así como en el vínculo de dominación hacia otras culturas consideradas no modernas, no occidentales. Esto ha dado origen a una narrativa modernizadora, desarrollista, a la vez que patriarcal y colonial. El paradigma del (supuesto) desarrollo sustentable expresa esta visión instrumental que, en nombre del progreso y de las soluciones tecnológicas subordina el ambiente al crecimiento y ve a la ecología solo como una ciencia remedial. Asimismo, el concepto de economía verde, más reciente, no abandona la relación entre crecimiento y desarrollo; antes bien, la enmascara y exacerba, al mercantilizar la naturaleza. Este modelo considera que las funciones de los ecosistemas pueden ser tratadas como mercancía y, por tanto, que esos servicios deben cobrarse. De este modo, ya que en los hechos los bienes comunes solo son ponderados por su precio, el mejor modo de proteger el ambiente es hacerlo formar parte del sistema de precios (Svampa y Viale, 2014).
En América Latina, hacia el año 2000 asistimos a un regreso del imaginario del desarrollo, en sentido fuerte. A medida que los precios de las materias primas aumentaban y el metabolismo social, con el sesgo impulsado por la OMC, se aceleraba, el neoextractivismo actualizó narrativas y prácticas sociales ligadas a la (histórica) abundancia de los recursos naturales en nuestra región, desdeñando las (también históricas) críticas a la profundización en el deterioro de los términos de intercambio y a la reprimarización de las economías. Así, en una nueva fase de expansión de las fronteras del capital, gracias a las oportunidades económicas (el alza de los precios de las materias primas y la creciente demanda, sobre todo desde China), ingresamos a la era del Consenso de las Commodities. Sea en el lenguaje crudo de la desposesión (perspectiva neoliberal) o bien en aquel que apuntaba al control del excedente por parte del Estado (perspectiva progresista), los modelos de desarrollo vigentes, basados en el paradigma extractivista, reactualizaron el imaginario eldoradista (Svampa, 2013).
En esa línea, el neoextractivismo contemporáneo implica un modo de apropiación de la naturaleza y un modelo de desarrollo basado en la sobreexplotación de bienes naturales, en gran parte no renovables. Se caracteriza por la gran escala y su orientación a la exportación, y además por la expansión vertiginosa de las fronteras de explotación hacia nuevos territorios, que antes el capital consideraba improductivos o no valorizaba. Por consiguiente, designa algo más que aquellas actividades que tradicionalmente se mencionaba como extractivas, pues abarca desde la megaminería a cielo abierto, la expansión de la frontera petrolera y energética (energías extremas, fracking mediante), la construcción de grandes represas hidroeléctricas y demás obras de infraestructura (hidrovías, puertos, corredores biocéanicos, entre otros), hasta la expansión de diferentes formas de monocultivos (incluidos los forestales) o monoproducción, con la generalización del modelo de los agronegocios (soja, hoja de palma, etc.) o la sobreexplotación pesquera. No podemos dejar de mencionar que, en el contexto de las disputas geopolíticas y geoeconómicas entre los Estados Unidos y China, la implementación de proyectos de infraestructura para estas actividades que impulsa el país asiático en el marco de la Iniciativa de la Franja y la Ruta, conocida como “nueva ruta de la seda”, exacerban estas tendencias del metabolismo social y profundizan una configuración extractiva en varios países del Sur Global.
En todos los países, independientemente del signo político-ideológico de los gobiernos, el boom de las commodities y de sus ventajas comparativas permitió la ampliación del gasto social –por la vía de políticas sociales o bonos– y una considerable reducción de la pobreza respecto del período neoliberal. Sin embargo, hoy en día sabemos que una parte importante del crecimiento económico experimentado en dicho período fue capturado por los sectores más ricos de la sociedad. Datos de la revista Forbes exponen que la riqueza de los multimillonarios latinoamericanos (con fortunas superiores a US$1.000.000.000) creció a un ritmo del 21% anual entre 2002 y 2015, incremento seis veces superior al del PBI de la región (que fue del 3,5% anual) (Benza y Kessler, 2020: 86). En el período 2013-2014, según Oxfam, el 10% de las personas más ricas de la región se quedaba con el 37% de los ingresos; pero si se toma en consideración la riqueza, estos datos ascendían de modo abrumador: ese mismo 10% de la población acumulaba el 71% de la riqueza; y, en especial, el 1% más privilegiado se quedaba con el 41% (2020: 85). Esto ocurre también en la Argentina, donde vimos que, pese a la reducción de la pobreza, hubo un aumento de la concentración de la riqueza y se expandió el neoextractivismo; algo que posteriormente, con la alternancia neoliberal (2015-2019) y los impactos económicos y sociales de la pandemia, escaló a niveles incalculables.
A partir de 2013, cuando finalizaba el llamado superciclo de las commodities, varios gobiernos realizaron un nuevo giro extractivista. La expansión de las energías extremas forma parte de este proceso, y caracteriza tanto a los hidrocarburos no convencionales que se explotan con la técnica del fracking, a los crudos bituminosos y los yacimientos offshore, como también a un contexto en el que la explotación del gas, el crudo y el carbón entraña cada vez mayores riesgos geológicos, ambientales, laborales y sociales. Además este tipo de energía se caracteriza por una alta recurrencia de accidentes laborales si se la compara con las explotaciones tradicionales o convencionales (Roa Avendaño y Scandizzo, 2017).
La pandemia de covid-19 amplificó aún más las brechas de la desigualdad en América Latina. Según un reciente informe de Oxfam, las élites económicas y los superricos ampliaron su patrimonio en US$48.200, un 17% más que antes de la aparición del covid-19, mientras que la recesión económica provocó que 52.000.000 personas caigan en la pobreza y otras 40.000.000 pierdan sus empleos, impulsando un retroceso de quince años para la región.[10] La antropóloga y pensadora feminista Rita Segato tiene razón cuando afirma que “este es un mundo marcado por la dueñidad o el señorío”,[11] y que la palabra “desigualdad” no alcanza para graficar tamaña obscenidad. Este es un mundo de dueños. En esa línea, neoextractivismo y dueñidad, globalización y superricos van de la mano.
Por último, nuestra reflexión sobre el Antropoceno viene acompañada por una valoración del diálogo de saberes. Dentro del amplio campo de las ciencias, hay que destacar el surgimiento de corrientes del pensamiento crítico y descolonizador que tomando en cuenta la complejidad de las nociones involucradas y la centralidad que adquiere la crisis socioecológica, buscan construir una visión más modesta y cooperativa, que apunta al diálogo no solo entre diferentes enfoques disciplinarios, sino también con los saberes locales y la visión de las comunidades afectadas. En efecto, en América Latina existe un espacio heterogéneo, donde confluyen la ecología política, la agroecología, las ciencias y la historia ambientales, la economía ecológica, la sociología crítica de los movimientos sociales, la geografía crítica, la antropología, los estudios del cambio climático, el posdesarrollo, el ecofeminismo, en fin, nuevas perspectivas del derecho y del constitucionalismo crítico, entre muchos otros, que proponen un intercambio de saberes que se inscribe, como sugiere Enrique Leff, “en una configuración teórica y en las estrategias de construcción de una racionalidad ambiental” (2014). Parte de estos nuevos enfoques críticos apuestan a construir un paradigma alternativo, sobre la base de una relación diferente entre sociedad y naturaleza, entre espacio y relaciones sociales, entre sujetos colectivos y democracia, al tiempo que proponen otra epistemología. Se trata de un campo inter- y transmultidisciplinario en construcción, con gran potencialidad que sin duda se articulará debatiendo con otras perspectivas dominantes.
El rol innovador de los movimientos socioambientales
La problemática ambiental ingresa a la agenda global hacia los años setenta del siglo pasado. Surgen diferentes organizaciones ecologistas, ligadas a las luchas antinucleares en Europa y los Estados Unidos, así como numerosas ONG, con tendencias y orígenes ideológicos muy contrastantes, desde los más conservadores hasta los más radicales, al tiempo que se llevan a cabo las primeras cumbres internacionales sobre el tema.
A lo largo de los años ochenta nacen las movilizaciones socioambientales de los países del Sur que Joan Martínez Alier (2005) bautizó “ecologismo popular”. Esa corriente crecía en importancia y ponía el acento sobre los conflictos causados por la reproducción globalizada del capital y la división internacional y territorial del trabajo, desplazando los costos ambientales desde los países del Norte a los países del Sur. Esta desigualdad geopolítica se traduciría también en desigualdad social y ambiental, pues en el seno de las sociedades del Sur perjudica sobre todo a las poblaciones pobres y más vulnerables, afectadas por la expansión de la frontera minera y petrolera, así como por otras industrias contaminantes. En la misma época, asistimos a una inflexión similar en los Estados Unidos, vinculada a las luchas de las comunidades afrodescendientes, cuyos barrios eran los más afectados por las actividades riesgosas para la salud humana, como los vertederos de residuos tóxicos y la instalación de otras industrias. Así, los ambientalismos populares o movimientos por la justicia ambiental nacen con una vocación por la participación y la democracia, cuestionando el racismo y la deuda ecológica. Se trata de comunidades que, en una lucha social asimétrica, van gestando nuevos lenguajes de valoración, contrapuestos a la visión productivista de los actores hegemónicos, resistiendo a la expropiación de sus territorios y condiciones de vida.
Ya hacia 1999, tras la batalla de Seattle –en ocasión de la contracumbre que cuestionaba a la OMC–, asomaron en la escena pública global los movimientos antiglobalización que impugnarían el rol de ese ente y de la globalización neoliberal, responsabilizando al capitalismo por la degradación social y ambiental. Los movimientos y las organizaciones ambientales interpelaban así a los principales actores que regulan el capitalismo en el mundo. Sería recién en 2009, tras el fracaso de la Conferencia de las Partes (COP) de Copenhague, cuando la apelación a la justicia climática encontraría una traducción en términos de movimiento global, de carácter más radical, con eje en la crítica al capitalismo y la transición energética como horizonte. El concepto de justicia climática fue introducido en 1999 por el grupo Corporate Watch (que nuclea a activos miembros del movimiento de justicia ambiental), con sede en San Francisco (Estados Unidos), y propone abordar las causas del calentamiento global, pedir cuentas a las corporaciones responsables de las emisiones (las compañías petroleras) y plantear la necesidad de la transición energética. Si bien los principios fueron establecidos en Bali (International Climate Justice Network, 2002), la nueva agenda ambiental fue presentada en sociedad en varias reuniones, entre ellas en la sede de Chevron Oil en San Francisco.
En América Latina, en los últimos veinte años, la expansión exponencial de los ambientalismos populares está muy asociada al auge del neoextractivismo del siglo XXI (Svampa, 2019b). Expresión de ello es el giro ecoterritorial que advertimos en la región, que se plasma en el cruce innovador de diferentes narrativas: principalmente, la indianista comunitaria con la autonómica ambientalista, a la cual se añadiría, al promediar el fin de ciclo, la de los feminismos ecoterritoriales. Se fueron configurando así marcos comunes de la acción colectiva, que funcionan no solo como esquemas de interpretación alternativos, sino como productores de subjetividades colectivas, que instalan nuevos temas, lenguajes de valoración y consignas: bienes comunes y soberanía alimentaria, justicia ambiental y buen vivir, cuidados y derechos de la naturaleza, postextractivismo y justicia climática son algunos de los tópicos que expresan este cruce. Aunque hay interpretaciones diversas, la justicia climática plantea una política no solo de equidad sino también de reconocimiento y participación política de los sectores afectados.
A escala global y regional, existe un campo amplio y heteróclito de acción que incluye desde organizaciones de base (corrientes socioambientales locales y culturales, ONG ambientalistas, organizaciones de pueblos originarios, entre otros), redes de nucleamientos y exponentes sociales que nacen como instancias de coordinación para realizar acciones de protesta puntuales y específicas, simultáneas en diferentes partes del mundo para interpelar a las élites políticas y económicas (ya sea en la OMC, la COP, el Foro de Davos, o recientemente en las Marchas Globales por el Clima); protestas de jóvenes bajo la forma de “huelgas climáticas”, hasta aquellas movilizaciones espontáneas o acciones de desobediencia civil que exigen cambios en las políticas climáticas o denuncian la inacción de los respectivos gobiernos ante determinados crímenes ambientales (incendios en la Amazonia y en Australia, por ejemplo). En la Argentina, a partir de 2018, a la acción de las asambleas territoriales que luchan contra las variadas formas del extractivismo hay que sumar los numerosos colectivos como Jóvenes por el Clima, Alianza por el Clima, Rebelión o Extinción, que, inspirados por la joven sueca Greta Thunberg, amplifican las voces y buscan dar visibilidad a la amplia cartografía nacional de las luchas socioambientales. En términos organizacionales, los movimientos por la justicia climática comparten el ethos propio de los movimientos alterglobalización: la acción directa y lo público, los repertorios o la performance en el cruce estético-político, la autonomía y la vocación nómade por el cruce social, la multipertenencia, las redes de solidaridad y los grupos de afinidad, en un proceso siempre fluido y constante de identidad en construcción.
No es casual entonces que nociones como las de transición socioecológica, justicia climática y transición justa, entre otras, ocupen un rol cada vez más relevante entre los ambientalismos populares. Frente al agravamiento de la crisis socioecológica, la lucha por la justicia climática se ha profundizado. En América Latina la transición desde los movimientos sociales conlleva el desafío de pensar alternativas al neoextractivismo dominante, elaborar estrategias que marquen el camino hacia una sociedad posextractivista, tanto en el campo energético, debido a la dependencia de los combustibles fósiles, como en el productivo, a raíz de la expansión de los agronegocios. Para ello, se plantea como necesario superar aquellas perspectivas hegemónicas que continúan percibiendo el Desarrollo (así, con mayúsculas) de modo instrumental y productivista (crecimiento indefinido). Para eso resulta clave adoptar un enfoque relacional que –como subrayan los pueblos originarios y los feminismos ecoterritoriales– sitúen en el centro la interdependencia, la ecodependencia y el cuidado de la vida. En consecuencia, la transición socioecológica exige la salida del patrón actual de desarrollo, lo que abarca no solamente el modo de apropiación de la naturaleza y el modelo de acumulación sino también los patrones de circulación y de consumo dominantes. Esto requiere de propuestas alternativas integrales y sistémicas.
Debatir la transición socioecológica
Una vez conocido su despliegue actual en la esfera pública, resulta interesante encarar más en detalle el concepto de transición, que ha sido utilizado de diversas maneras. En líneas generales, este designa un cambio de estado, de modo de ser o estar, como un proceso con una cierta extensión en el tiempo, que incluye etapas. Puede hacer referencia a un cambio de sistema social (como la transición del feudalismo al capitalismo) o de régimen político (como la transición de una dictadura a la democracia en América Latina, o la transición del comunismo al capitalismo, en los países del Este europeo). En los temas que nos ocupan aquí, debe ser entendido menos como lo hace la ciencia política (que prioriza las políticas públicas y sus estructuras), y más en términos de un cambio social integral y profundo, que abarque todas las esferas de la vida social (Brand, 2012: 146). Desde nuestra perspectiva, la transición implica una transformación radical, democrática y democratizadora, apunta a un cambio integral –en el plano energético, productivo y urbano–, buscando modelos que articulen justicia social con justicia ambiental; prácticas económicas y productivas basadas en la reciprocidad, la complementariedad y los buenos cuidados; un nuevo pacto con la naturaleza, cuya consigna no puede ser otra que la sostenibilidad de la vida digna. Ahora bien, cómo transformar, con qué actores, cuáles son las alternativas, qué escalas involucra, cuál es el rol del Estado: estas son algunas de las cuestiones que recorren los debates al respecto.
En la medida en que el covid-19 puso en el centro aquello que estaba relegado a la periferia, los debates sobre la urgencia de la transición ecosocial, muy particularmente, sobre la transición energética, ingresaron a la agenda pública. Propuestas integrales elaboradas en años anteriores fueron actualizadas al calor de la pandemia. Científicos, intelectuales y activistas de todo el mundo promovieron manifiestos y programas que incluían desde una agenda verde –especialmente enfocada en la descarbonización–, hasta un ingreso universal o renta básica y la condonación de la deuda de los países más pobres.
Sería imposible relevar las diferentes propuestas de transición ecosocial que se han difundido desde principios de 2020, por lo cual solo me concentraré en algunas. La primera, por su proyección, es aquella del Green New Deal promovido por el ala izquierda del Partido Demócrata de los Estados Unidos, que tiene como referentes a Bernie Sanders y a Alexandria Ocasio-Cortez, y es sostenida por intelectuales como Naomi Klein. La misma apunta a la descarbonización de la economía y la creación de empleos verdes, para lo cual propone un Estado planificador y democrático. Durante 2020, la propuesta se tradujo en un “Plan Estímulo Verde”, cuyo objetivo es recuperar la economía utilizando recursos públicos para la transición energética (energía, transporte público y viviendas verdes, salud y educación). En todo caso, como sostiene la politóloga Thea Riofrancos, una de las más activas en dicha plataforma, el triunfo del demócrata Joe Biden abre un escenario de disputa que permite anticipar que ha comenzado la década del Green New Deal (cit. en Svampa, 2021b).
En el plano internacional, bajo el lema “Internacionalismo o extinción”, se constituyó la Internacional Progresista que, lanzada entre otros por el célebre lingüista Noam Chomsky, tuvo su primera cumbre virtual en septiembre de 2020. En esa ocasión, el exministro griego de Finanzas Yanis Varoufakis (2020) sostuvo que “ya estamos entrando en una etapa poscapitalista”, y que el dilema era si su economía “será autoritaria y oligárquica o democrática y social”. Ante el desastre ambiental, planteó un “acuerdo ecológico internacional” que, con un presupuesto de US$8.000.000.000.000 anuales, podría llevar a cabo la transición de las energías fósiles hacia las energías renovables, disminuir el consumo de carne y apostar a los alimentos orgánicos. Sin embargo, más allá del llamado global contra el avance de las extremas derechas y de los despliegues retóricos, la Internacional Progresista es un conglomerado muy heterogéneo de figuras intelectuales y políticas: desde connotados ecologistas que promueven la transición ecosocial, hasta el núcleo duro del progresismo extractivista latinoamericano (Rafael Correa, Álvaro García Linera, entre otros), reconocidos por la persecución a sectores ambientalistas de sus respectivos países. En razón de ello, no hay una reflexión sobre cuál sería el rol de la transición misma o cómo podrían articularse la justicia social y la justicia ambiental.
Otras propuestas, provenientes de intelectuales y organizaciones ambientalistas –como Ecologistas en Acción, en España, o Attac France– abordan la temática del decrecimiento. Por ejemplo, Attac France (2020) publicó un manifiesto en el cual propone refundar los servicios públicos por y para el cuidado, repensar las necesidades e inventar un proceso democrático de planificación ecológica para hacer sostenible nuestro sistema de producción. Eso implica que algunos sectores decrezcan y otros crezcan. Antes que un ingreso básico, propone financiar uno de transición ecológica destinado a quienes sostengan actividades que involucren opciones como la agroecología, la eficiencia energética, la ecomovilidad, la low tech.
Son varias las propuestas de transición elaboradas desde América Latina. Entre ellas, querría destacar el Pacto Ecosocial e Intercultural del Sur, promovido por diferentes activistas, intelectuales y organizaciones sociales de países como la Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador, Colombia, Perú, Venezuela y Chile, abocados a las luchas ecoterritoriales del continente. El Pacto Ecosocial fue lanzado en junio de 2020, y tuvo diferentes inflexiones y agendas, según los países y articulaciones sociales logradas. Sus ejes son el paradigma de los cuidados, la articulación entre justicia social y justicia ecológica (ingreso básico, reforma tributaria integral y suspensión de la deuda externa); la transición socioecológica integral (energética, alimentaria y productiva), y la defensa de la democracia y la autonomía (en clave de justicia étnica y de género). Su invitación es a construir imaginarios sociales, acordar un rumbo compartido de la transformación y una base para plataformas de lucha en los más diversos ámbitos de nuestras sociedades.[12]
El Pacto Ecosocial dialoga con otras propuestas en danza, como el Green New Deal, el decrecimiento o los manifiestos de relocalización ecológica y solidaria. Pero su apuesta ecosocial, económica, intercultural rechaza que el Sur continúe siendo hablado y pensado solo desde el Norte, incluso cuando se trata de propuestas de transición, que por lo general no colocan en el centro la cuestión de la deuda ecológica y, en algunas ocasiones, tampoco van más allá de la descarbonización de las sociedades, sin cuestionar el modelo productivo. Desde el Pacto Ecosocial se afirma que los problemas de América Latina son diferentes a los del Norte, que existen fuertes asimetrías históricas y geopolíticas; que al calor de la crisis socioecológica y de la aceleración del metabolismo social, la deuda ecológica del Norte aumentó de modo exponencial en relación con la del Sur. En esa línea, nos advierte también sobre las falsas soluciones, sobre la imposibilidad de subirnos sin más al carro de cualquier transición si en definitiva esta promueve un modelo corporativo y concentrado en vez de uno democrático y popular que asegure una transición justa para el Sur. En suma, sostiene que es necesario debatir qué se entiende por transición, para qué y para quién. Por último, lejos de tratarse de una propuesta abstracta, el Pacto Ecosocial se entronca con las luchas, con los procesos de resistencia y de generación de espacios alternativos, así como con los conceptos-horizonte forjados en las últimas décadas en el Sur Global y en América Latina en particular. Entre esos conceptos, se destacan derechos de la naturaleza, buen vivir, justicia social y redistributiva, transición justa, paradigma del cuidado, agroecología, soberanía alimentaria, postextractivismos, autonomías.
Vale la pena agregar que una de las pocas instituciones regionales que estuvo presente en el debate fue la Cepal, para la cual no es posible desarrollar una política de austeridad, ya que la crisis dejó en claro que la política fiscal vuelve a ser la herramienta para enfrentar choques sociales y macroeconómicos. Para ello es necesario aumentar la recaudación tributaria, mediante la eliminación de espacios de evasión y elusión que alcanzan el 6,1% del PBI. Asimismo, hay que consolidar el impuesto a la renta a personas físicas y corporaciones, y extender el alcance de los impuestos sobre el patrimonio y la propiedad, así como gravar la economía digital. Además, propone correctivos, como impuestos ambientales y relacionados a la salud pública.[13] La iniciativa de la Cepal incluyó la recomendación a los gobiernos latinoamericanos de implementar de modo gradual un ingreso básico universal, pero que incluya primero a los sectores más afectados por la pandemia. La inflexión no es casual y, como señalan Rubén Lo Vuolo, Daniel Raventós y Pablo Yanes (2020), “hoy el debate sobre la renta básica ya no es en torno a ‘experimentos’ acotados a grupos seleccionados como ‘pilotos’, sino en relación con políticas y [con] intervenciones de escala nacional”.
La pandemia mostró la necesidad de transformar la relación entre sociedad y naturaleza, de superar el paradigma dualista y antropocéntrico que concibe a la humanidad como independiente y externa a la naturaleza, vínculo y concepción que residen en el origen de los modelos de maldesarrollo que hoy padecemos, e incluso de una visión instrumental y objetivista de la ciencia. No es casual, por ello, que nuestra mirada preste cada vez más atención a otros paradigmas o narrativas relacionales, que enfocan prioritariamente la interdependencia, el cuidado, la complementariedad y la reciprocidad. En esa línea, una de las grandes contribuciones de los ecofeminismos, los feminismos ecoterritoriales del Sur y de la economía feminista, junto con los pueblos originarios, es el reconocimiento de otros lenguajes de valoración, otros vínculos posibles entre sociedad y naturaleza, que sí colocan el cuidado y el sostenimiento de la vida en el centro.
Como ya vimos, la pandemia visibilizó la importancia de los cuidados, en sus múltiples dimensiones. Por un lado, el cuidado de los territorios, de los ciclos de la vida, de los ecosistemas. En tiempos del covid-19, asistimos a una verdadera explosión de foros y conversatorios en la región latinoamericana, protagonizados por diferentes lideresas, activistas y organizaciones de diferentes corrientes feministas y territoriales sobre el cuidado y la relación con los cuerpos y los territorios, las prácticas de cuidado, las semillas y la agroecología, el cuidado y la soberanía alimentaria, el cuidado y las tareas de la autogestión comunitaria.
La pandemia también puso en evidencia la insostenibilidad de la actual organización de los cuidados, que recaen sobre las mujeres, especialmente sobre las mujeres pobres. En América Latina y el Caribe, desde antes de la pandemia,
las mujeres dedicaban el triple de tiempo que los hombres al trabajo de cuidados no remunerado, situación agravada por la creciente demanda de cuidados y la reducción de la oferta de servicios causada por las medidas de confinamiento y distanciamiento social adoptadas para frenar la crisis sanitaria (ONU Mujeres-Cepal, 2020).
En efecto, durante 2020 y 2021 se multiplicaron las reflexiones acerca de los cuidados como un derecho, temática impulsada particularmente desde la economía feminista. Hace unos años, la abogada argentina Laura Pautassi (2016), impulsora de un enfoque de derechos con relación al tema, se refería al período 2010-2020 como “la década de los cuidados”. Hoy en día, esa cuestión está más presente que nunca. La necesidad de pensar políticas públicas activas, mediante sistemas integrales de cuidados que los conciban como un derecho y reduzcan la brecha de género resulta clave para pensar la recuperación pospandemia.
Por último, el paradigma de los cuidados, como base de una transición ecosocial, apunta a ser concebido desde una perspectiva multidimensional, que incluya la articulación con las diferentes esferas de la vida social: cuidado y salud, cuidado y educación, cuidado y trabajo, cuidado y acceso a la vivienda, cuidado y gestión comunitaria, entre otras. De esto se desprende que, lejos de ser una moda, el paradigma de los cuidados como piedra basal de la transición ecosocial, revela la potencia de los diferentes feminismos actualmente movilizados en la escena social y política, en su cuestionamiento radical al patriarcado, en su denuncia del capitalismo como una máquina de guerra contra la vida y en su apuesta por la sostenibilidad de la vida digna.
En suma, la experiencia del colapso, acelerada durante la pandemia del covid-19, nos instala en una disputa civilizatoria, configura nuevos dilemas de tipo político, ético, cultural, económico y, sobre todo, nos desafía a pensar las salidas por la vía socioecológica. A partir de ello, bien podría considerarse increíble que, en plena crisis climática y mientras prospera una pandemia de indudable raíz zoonótica, las élites políticas y económicas en nuestro país y en gran parte de América Latina continúen negando la importancia de la problemática socioambiental y la necesidad de discutir la transición ecosocial. Ciertamente, el mandato exportador en un contexto de crisis de la deuda externa, obtura la posibilidad de pensar una agenda de transición. Ni siquiera se discuten los modelos de desarrollo vigentes y las élites –políticas y económicas– continúan apegadas a una agenda del pasado. Así, pese a la expansión de movimientos socioambientales y la creciente conciencia que irrumpe desde abajo, la cuestión ambiental continúa siendo para muchos un punto ciego, no conceptualizable, que desborda las diferencias político-ideológicas, por encima de las polarizaciones vigentes. Más aún, en América Latina, a diferencia de lo que ocurre en otras latitudes –Europa y los Estados Unidos–, los llamados a la transición ecosocial –más allá del nombre que adopten– tienden a venir desde abajo, desde ciertos sectores de la sociedad civil, impulsados por organizaciones e intelectuales, sin vinculación con el Estado y los partidos en el gobierno.
Nadie sostiene aquí que la transición ecosocial sea algo simple o lineal, mucho menos en un contexto de potenciación de la dueñidad, de destrucción de los ecosistemas y de peligrosa expansión de las extremas derechas. Pero no nos queda otra alternativa que navegar estas aguas turbulentas. Los gobiernos latinoamericanos deben abrir cuanto antes la discusión sobre todos estos temas, pues el riesgo es que, en un contexto de aceleración del colapso, sigamos siendo hablados por y desde los gobiernos del Norte, por y desde una transición corporativa, en detrimento de nuestras poblaciones y territorios, cancelando así la posibilidad de una transición ecosocial justa.
[3] Acerca del Antropoceno, véanse Svampa (2018b), Svampa y Viale (2020).
[4] Material disponible en <www.fao.org/3/ca7126es/ca7126es.pdf>.
[5] Según la FAO, cit. en Red Universitaria de Ambiente y Salud, Las macrogranjas porcinas y su amenaza a la salud y el ambiente, 28/7/2020, disponible en <www.reduas.com.ar>
[6] Véase <www.elperiodico.com/es/sociedad/20171202/fuegos-sexta- generacion-apogeo-incendio-forestal-6432855>.
[7] En términos de Doug McAdam, la liberación cognitiva “se da en tres sentidos, que a su vez son acumulativos (es decir, se deben [presentar] de manera secuencial, en fases): primero, el sistema pierde legitimidad; a continuación, los afectados por un problema salen de su aletargamiento, superan el fatalismo o la resignación y exigen cambios [dejando atrás] su estado de inacción; finalmente, se genera un nuevo sentido de eficacia al percibir expectativas de éxito y logro de resultados a través de la acción colectiva” (cit. en García Montes, 2013).
[8] Si bien el concepto de metabolismo social aparece ya en Marx, quien señalaba la ruptura metabólica que implica la agricultura capitalista, en fecha más reciente fue retomado por economistas ecológicos y utilizado para realizar un análisis de flujos de materiales.
[9] Esta se corresponde “con el área de territorio ecológicamente productivo (cultivos, pastos, bosques o ecosistema acuático) necesaria para producir los recursos utilizados y para asimilar los residuos producidos por una población definida con un nivel de vida específico indefinidamente, donde sea que se encuentre esta área”. Véase material de la Asociación Española para la Calidad (AEC): <www.aec.es/web/guest/centro-conocimiento/huella-ecologica>.
[10] Datos de Oxfam, citados en Centenera (2020).
[11] Véase Universidad Internacional Menéndez Pelayo (2019).
[12] Véanse <www.pactoecosocialdelsur.com> y <www.pactoecosocialyeconomico.blogspot.com>.
[13] “No es posible tener austeridad, se requiere política fiscal expansiva: Cepal”, Milenio, 6/10/2020.