Читать книгу Las aventuras de Tom Sawyer (texto completo, con índice activo) - Mark Twain - Страница 11
¡Tomates, tomates, tomates y lechugas; agua de yesca, quítame las verrugas!
Оглавлениеy, en seguida dar once pasos deprisa, y después dar tres vueltas, y marcharse a casa sin hablar con nadie. Porque si uno habla, se rompe el hechizo.
—Bien; parece un buen remedio; pero no es como lo hizo Bob Tanner.
Ya lo creo que no. Como que es el más plagado de verrugas del pueblo, y no tendría ni una si supiera manejar lo del agua de yesca. Así me he quitado yo de las manos más de mil. Como juego tanto con ranas, me salen siempre a montones. Algunas veces me las quito con una judía.
—Sí, las judías son buenas. Ya lo he hecho yo.
—¿Sí? ¿Y cómo lo arreglas?
—Pues se coge la judía y se parte en dos, y se saca una miaja de sangre de la verruga, se moja con ella un pedazo de la judía, y se hace un agujero en una encrucijada hacia media noche, cuando no haya luna; y después se quema el otro pedazo. Pues oye: el pedazo que tiene la sangre se tira para juntarse al otro pedazo, y eso ayuda a la sangre a tirar de la verruga, y en seguida la arranca.
—Así es, Huck; es verdad. Pero si cuando lo estás enterrando dices: «¡Abajo la judía, fuera la verruga!», es mucho mejor. Así es como lo hace Joe Harper, que ha ido hasta cerca de Coonville, y casi a todas partes. Pero, dime: ¿cómo las curas tú con gatos muertos?
—Pues coges el gato y vas y subes al camposanto, cerca de medianoche, donde hayan enterrado a alguno que haya sido muy malo; y al llegar la medianoche vendrá un diablo a llevárselo o puede ser dos o tres; pero uno no los ve, no se hace más que oír algo, como si fuera el viento, o se les llega a oír hablar; y cuando se estén llevando al enterrado les tiras con el gato y dices: «¡Diablo, sigue al difunto; gato, sigue al diablo; verruga, sigue al gato, ya acabé contigo!» No queda ni una.
—Parece bien. ¿Lo has probado, Huck?
—No; pero me lo dijo la tía Hopkins, la vieja.
—Pues entonces verdad será, porque dicen que es bruja.
—¿Dicen? ¡Si yo sé que lo es! Fue la que embrujó a mi padre. Él mismo lo dice. Venía andando un día y vio que le estaba embrujando, así es que cogió un peñasco y, si no se desvía ella, allí la deja. Pues aquella misma noche rodó por un cobertizo, donde estaba durmiendo borracho, y se partió un brazo.
—¡Qué cosa más tremenda! ¿Cómo supo que le estaba embrujando?
—Mi padre lo conoce a escape. Dice que cuando le miran a uno fijo le están embrujando, y más si cuchichean. Porque si cuchichean es que están diciendo el «Padre nuestro» al revés.
—Y dime, Huck, ¿cuándo vas a probar con ese gato?
—Esta noche. Apuesto a que vienen a llevarse esta noche a Hoss Williams.
—Pero le enterraron el sábado. ¿No crees que se lo llevarían el mismo sábado por la noche?
—¡Vamos, hombre! ¡No ves que no tienes poder hasta medianoche, y para entonces ya es domingo! Los diablos no andan mucho por ahí los domingos, creo yo.
—No se me había ocurrido. Así tiene que ser. ¿Me dejas ir contigo?
—Ya lo creo..., si no tienes miedo.
—¡Miedo! Vaya una cosa... ¿Maullarás?
—Sí, y tú me contestas con otro maullido. La última vez me hiciste estar maullando hasta que el tío Hays empezó a tirarme piedras y a decir: «¡Maldito gato!» Así es que cogí un ladrillo y se lo metí por la ventana; pero no lo digas.
—No lo diré. Aquella noche no pude maullar porque mi tía me estaba acechando; pero esta vez maullaré. Di, Huck, ¿qué es eso que tienes?
—Nada; una garrapata.
—¿Dónde la has cogido?
—Allá en el bosque.
—¿Qué quieres por ella?
—No sé. No quiero cambiarla.
—Bueno. Es una garrapatilla que no vale nada.
—¡Bah! Cualquiera puede echar por el suelo una garrapata que no es suya. A mí me gusta. Para mí, buena es.
—Hay todas las que se quiera.
—Podía tener yo mil si me diera la gana.
—¿Y por qué no las tienes? Pues porque no puedes. Esta es una garrapata muy temprana. Es la primera que he visto este año.
—Oye, Huck: te doy mi diente por ella.
—Enséñalo.
Tom sacó un papelito y lo desdobló cuidadosamente. Huckleberry lo miró codicioso. La tentación era muy grande. Al fin dijo:
—¿Es de verdad?
Tom levantó el labio y le enseñó la mella.
—Bueno —dijo Huckleberry—, trato hecho.
Tom encerró a la garrapata en la caja de pistones que había sido la prisión del «pellizquero», y los dos muchachos se separaron, sintiéndose ambos más ricos que antes.
Cuando Tom llegó a la casita aislada de madera donde estaba la escuela, entró con apresuramiento, con el aire de uno que había llegado con diligente celo. Colgó el sombrero en una percha y se precipitó en su asiento con afanosa actividad. El maestro, entronizado en su gran butaca, desfondada, dormitaba arrullado por el rumor del estudio. La interrupción lo despabiló:
—¡Thomas Sawyer!
Tom sabía que cuando le llamaban por el nombre y apellido era signo de tormenta.
—¡Servidor!
—Ven aquí. ¿Por qué llega usted tarde, como de costumbre?
Tom estaba a punto de cobijarse en una mentira, cuando vio dos largas trenzas de pelo dorado colgando por una espalda que reconoció por amorosa simpatía magnética, y junto a aquel pupitre estaba el único lugar vacante, en el lado de la escuela destinado a las niñas.
Al instante dijo:
—He estado hablando con Huckleberry Finn.
Al maestro se le paralizó el pulso y se quedó mirándole atónito, sin pestañear. Cesó el zumbido del estudio. Los discípulos se preguntaban si aquel temerario rapaz había perdido el juicio. El maestro dijo:
—¿Has estado... haciendo... qué?
—Hablando con Huckleberry Finn.
La declaración era terminante.
—Thomas Sawyer, ésta es la más pasmosa confesión que jamás oí: no basta la palmeta para tal ofensa. Quítate la chaqueta.
El maestro solfeó hasta que se le cansó el brazo, y la provisión de varas disminuyó notablemente. Después siguió la orden:
—Y ahora se va usted a sentar con las niñas. Y que le sirva de escarmiento.
El jolgorio y las risas que corrían por toda la escuela parecían avergonzar al muchacho; pero en realidad su rubor más provenía de su tímido culto por el ídolo desconocido y del temeroso placer que le proporcionaba su buena suerte. Se sentó en la punta del banco de pino y la niña se apartó bruscamente de él, volviendo a otro lado la cabeza. Codazos y guiños y cuchicheos llenaban la escuela; pero Tom continuaba inmóvil, con los brazos apoyados en el largo pupitre que tenía delante, absorto, al parecer, en su libro. Poco a poco se fue apartando de él la atención general, y el acostumbrado zumbido de la escuela volvió a elevarse en el ambiente soporífero.
Después el muchacho empezó a dirigir furtivas miradas a la niña. Ella le vio, le hizo un «hocico» y le volvió el cogote por un largo rato. Cuando, cautelosamente, volvió la cara, había un melocotón ante ella. Lo apartó de un manotazo; Tom volvió a colocarlo, suavemente, en el mismo sitio; ella lo volvió a rechazar de nuevo, pero sin tanta hostilidad; Tom, pacientemente, lo puso donde estaba, y entonces ella lo dejó estar. Tom garrapateó en su pizarra: «Tómalo. Tengo más». La niña echó una mirada al letrero, pero siguió impasible. Entonces el muchacho empezó a dibujar, en la pizarra, ocultando con la mano izquierda lo que estaba haciendo. Durante un rato, la niña no quiso darse por enterada; pero la curiosidad empezó a manifestarse en ella con imperceptibles síntomas. El muchacho siguió dibujando, como si no se diese cuenta de lo que pasaba. La niña realizó un disimulado intento para ver, pero Tom hizo como que no lo advertía. Al fin ella se dio por vencida y murmuró:
—Déjame verlo.
Tom dejó ver en parte una lamentable caricatura de una casa, con un tejado escamoso y un sacacorchos de humo saliendo por la chimenea. Entonces la niña empezó a interesarse en la obra, y se olvidó de todo. Cuando estuvo acabada, la contempló y murmuró:
—Es muy bonita. Hay un hombre.
El artista erigió delante de la casa un hombre que parecía una grúa. Podía muy bien haber pasado por encima del edificio; pero la niña no era demasiado crítica, el monstruo la satisfizo, y murmuró:
—Es un hombre muy bonito... Ahora píntame a mí llegando.
Tom dibujó un reloj de arena con una luna llena encima y dos pajas por abajo, y armó los desparramados dedos con portentoso abanico. La niña dijo:
—¡Qué bien está! ¡Ojalá supiera yo pintar!
—Es muy fácil —murmuró Tom—. Yo te enseñaré.
—¿De veras? ¿Cuándo?
—A mediodía. ¿Vas a tu casa a almorzar?
—Si quieres, me quedaré.
—Muy bien, ¡al pelo! ¿Cómo te llamas?
—Becky Thatcher. ¿Y tú? ¡Ah, ya lo sé! Thomas Sawyer.
—Así es como me llaman cuando me zurran. Cuando soy bueno, me llamo Tom. Llámame Tom, ¿quieres?
—Sí.
Tom empezó a escribir algo en la pizarra, ocultándolo a la niña. Pero ella había ya abandonado el recato. Le pidió que se la dejase ver. Tom contestó:
—No es nada.
—Sí, algo es.
—No, no es nada; no necesitas verlo.
—Sí, de veras que sí. Déjame.
—Lo vas a contar.
—No. De veras y de veras y de veras que no lo cuento.
—¿No se lo vas a decir a nadie? ¿En toda tu vida lo has de decir?
—No; a nadie se lo he de decir. Déjame verlo.
—¡Ea! No necesitas verlo.
—Pues por ponerte así, lo he de ver, Tom —y cogió la mano del muchacho con la suya, y hubo una pequeña escaramuza. Tom fingía resistir de veras, pero dejaba correrse la mano poco a poco, hasta que quedaron al descubierto estas palabras: Te amo...
—¡Eres un malo! —y le dio un fuerte manotazo, pero se puso encendida y pareció satisfecha, a pesar de todo.
Y en aquel instante preciso sintió el muchacho que un torniquete lento, implacable, le apretaba la oreja y al propio tiempo lo levantaba en alto. Y en esa guisa fue llevado a través de la clase y depositado en su propio asiento, entre las risas y befa de toda la escuela. El maestro permaneció cerniéndose sobre él, amenazador, durante unos instantes trágicos, y al cabo regresó a su trono, sin añadir palabra. Pero aunque a Tom le escocía la oreja, el corazón le rebosaba de gozo.
Cuando sus compañeros se calmaron, Tom hizo un honrado intento de estudiar; pero el tumulto de su cerebro no se lo permitía. Ocupó después su sitio en la clase de lectura, y fue aquello un desastre; después en la clase de geografía, convirtió lagos en montañas, montañas en ríos y ríos en continentes, hasta rehacer el caos; después, en la de escritura, donde fue «rebajado» por sus infinitas faltas y colocado el último, y tuvo que entregar la medalla de peltre que había lucido con ostentación durante algunos meses.