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CAPÍTULO XXIX
ОглавлениеLo primero que llegó a oídos de Tom en la mañana del viernes fue una jubilante noticia: la familia del juez Thatcher había regresado al pueblo aquella noche. Tanto el Indio Joe como el tesoro pasaron en seguida a segundo término, y Becky ocupó el lugar preferente en el interés del muchacho. La vio y gozaron hasta hartarse jugando al escondite y a las cuatro esquinas con una bandada de condiscípulos. La felicidad del día tuvo digno remate y corona. Becky había importunado a su madre para que celebrase al siguiente día la merienda campestre, de tanto tiempo atrás prometida y siempre aplazada, y la mamá accedió. El gozo de la niña no tuvo límites, y el de Tom no fue menor. Las invitaciones se hicieron al caer la tarde a instantáneamente cundió una fiebre de preparativos y de anticipado júbilo entre la gente menuda. La nerviosidad de Tom le hizo permanecer despierto hasta muy tarde, y estaba muy esperanzado de oír el «¡miau!» de Huck y de poder asombrar con su tesoro al siguiente día a Becky y demás comensales de la merienda; pero se frustró su esperanza. No hubo señales aquella noche.
Llegó al fin la mañana, y para las diez o las once una alborotada y ruidosa compañía se hallaba reunida en casa del juez, y todo estaba presto para emprender la marcha. No era costumbre que las personas mayores aguasen estas fiestas con su presencia. Se consideraba a los niños seguros bajo las alas protectoras de unas cuantas señoritas de dieciocho años y unos cuantos caballeretes de veintitrés o cosa así. La vieja barcaza de vapor que servía para cruzar el río había sido alquilada para la fiesta, y a poco la jocunda comitiva, cargada de cestas con provisiones, llenó la calle principal. Sid estaba malo y se quedó sin fiesta; Mary se quedó en casa para hacerle compañía. La última advertencia que la señora de Thatcher hizo a Becky fue:
—No volveréis hasta muy tarde. Quizá sea mejor que te quedes a pasar la noche con alguna de las niñas que viven cerca del embarcadero.
—Entonces me quedaré con Susy Harper, mamá.
—Muy bien. Y ten cuidado, y sé buena, y no des molestias.
Poco después, ya en marcha, dijo Tom a Becky:
—Oye voy a decirte lo que hemos de hacer. En vez de ir a casa de Joe Harper subimos al monte y vamos a casa de la viuda de Douglas. Tendrá helados. Los toma casi todos los días..., carretadas de ellos. Y se ha de alegrar de que vayamos.
—¡Qué divertido será!
Después Becky reflexionó un momento y añadió:
—Pero ¿qué va a decir mamá?
—¿Cómo va a saberlo?
La niña rumió un rato la idea y dijo vacilante:
—Me parece que no está bien... pero...
—Pero... ¡nada! Tu madre no lo ha de saber, y así, ¿dónde está el mal? Lo que ella quiere es que estés en lugar seguro, y apuesto a que te hubiera dicho que fueses allí si se le llega a ocurrir. De seguro que sí.
La generosa hospitalidad de la viuda era un cebo tentador. Y ello y las persuasiones de Tom ganaron la batalla. Se decidió, pues, a no decir nada a nadie en cuanto al programa nocturno.
Después se le ocurrió a Tom que quizá Huck pudiera ir aquella noche y hacer la señal. Esta idea le quitó gran parte del entusiasmo por su proyecto. Pero, con todo, no se avenía a renunciar a los placeres de la mansión de la viuda. ¿Y por qué había de renunciar? —pensaba—. Si aquella noche no hubo señal, ¿era más probable que la hubiera la noche siguiente? El placer cierto que le aguardaba le atraía más que el incierto tesoro; y, como niño que era, decidió dejarse llevar por su inclinación y no volver a pensar en el cajón de dinero en todo el resto del día.
Tres millas más abajo de la población la barcaza se detuvo a la entrada de una frondosa ensenada y echó las amarras. La multitud saltó a tierra, y en un momento las lejanías del bosque y los altos peñascales resonaron por todas partes con gritos y risas. Todos los diversos procedimientos de llegar a la sofocación y al cansancio se pusieron en práctica, y después los expedicionarios fueron regresando poco a poco al punto de reunión, armados de fieros apetitos, y comenzó la destrucción y aniquilamiento de los gustosos alimentos. Después del banquete hubo un rato de charla y refrescante descanso bajo los corpulentos y desparramados robles. Al fin, alguien gritó:
—¿Quién quiere venir a la cueva?
Todos estaban dispuestos. Se buscaron paquetes de bujías y en seguida todo el mundo se puso en marcha monte arriba. La boca de la cueva estaba en la ladera, y era una abertura en forma de A. La recia puerta de roble estaba abierta. Dentro había una pequeña cavidad, fría como una cámara frigorífica, construida por la Naturaleza con sólidos muros de roca caliza que rezumaba humedad, como un sudor frío. Era romántico y misterioso estar allí en la profundidad sombría y ver allá fuera el verde valle resplandeciente de sol. Pero lo impresionante de la situación se disipó pronto y el alboroto se reanudó en seguida. En el momento en que cualquiera encendía una vela todos se lanzaban sobre él, se tramaba una viva escaramuza de ataque y defensa, hasta que la bujía rodaba por el suelo o quedaba apagada de un soplo, entre grandes risas y nuevas repeticiones de la escena. Pero todo acaba, y al fin la procesión empezó a subir la abrupta cuesta de la galería principal, y la vacilante hilera de luces permitía entrever los ingentes muros de roca casi hasta el punto en que se juntaban a veinte metros de altura. Esta galería principal no tenía más de tres o cuatro metros de ancho. A cada pocos pasos otras altas resquebrajaduras, aun más angostas, se abrían por ambos lados, pues la Cueva de MacDougal no era sino un vasto laberinto de retorcidas galerías que se separaban unas de otras, se volvían a encontrar y no conducían a parte alguna. Se decía que podía uno vagar días y noches por la intrincada red de grietas y fisuras sin llegar nunca al término de la cueva, y que se podía bajar y bajar a las profundidades de la tierra y por todas partes era lo mismo: un laberinto debajo del otro y todos ellos sin fin ni término. Nadie se sabía la caverna. Era cosa imposible. La mayor parte de los muchachos conocía sólo un trozo, y no acostumbraba a aventurarse mucho más allá de la parte conocida. Tom Sawyer sabía tanto como cualquier otro.
La comitiva avanzó por la galería principal como tres cuartos de milla, y después grupos y parejas fueron metiéndose por las cavernas laterales, correteando por las tétricas galerías para sorprenderse unos a otros en las encrucijadas donde aquéllas se unían. Unos grupos podían eludir la persecución de los otros durante más de media hora sin salir del terreno conocido.
Poco a poco, un grupo tras otro, fueron llegando a la boca de la cueva, sin aliento; cansados de reír, cubiertos de la cabeza a los pies de goterones de esperma, manchados de barro y encantados de lo que se habían divertido. Se quedaban todos sorprendidos de no haberse dado cuenta del transcurso del tiempo y de que ya la noche se viniera encima. Hacía media hora que la campana del barco los estaba llamando; pero, aquel final de las aventuras del día les parecía también novelesco y romántico y, por consiguiente, satisfactorio. Cuando el vapor, con su jovial y ruidoso cargamento, avanzó en la corriente, a nadie importaba un ardite por el tiempo perdido, a no ser al capitán de la embarcación.
Huck estaba ya en acecho cuando las luces del vapor se deslizaron, relampagueantes, frente al muelle. No oyó ruido alguno a bordo porque la gente joven estaba ya muy formal y apaciguada, como ocurre siempre a quien está medio muerto de cansancio. Se preguntaba qué barco sería aquél y por qué no atracaba en el muelle, y con esto no volvió a acordarse más de él y puso toda su atención en sus asuntos. La noche se estaba poniendo anubarrada y oscura. Dieron las diez, y cesó el ruido de vehículos; luces dispersas empezaron a hacer guiños en la oscuridad, los transeúntes rezagados desaparecieron, la población se entregó al sueño y dejó al pequeño vigilante a solas con el silencio y los fantasmas. Sonaron las once y se apagaron las luces de las tabernas, y entonces la oscuridad lo invadió todo. Huck esperó un largo rato, que le pareció interminable y tedioso, pero no ocurrió nada. Su fe se debilitaba. ¿Serviría de algo? ¿Sería realmente de alguna utilidad? ¿Por qué no desistir y marcharse a acostar?
Oyó un ruido. En un instante fue todo atención. La puerta de la calleja se abrió suavemente. Se puso de un salto en el rincón del almacén de ladrillos. Un momento después dos hombres pasaron ante él rozándole, y uno de ellos parecía llevar algo bajo el brazo. ¡Debía de ser aquella caja! Así, pues, se llevaban el tesoro. ¿Por qué llamar entonces a Tom? Sería insensato: los dos hombres desaparecerían con la caja para no volverlos a ver jamás. No; se iba a pegar a sus talones y seguirlos; confiaba en la oscuridad para no ser descubierto. Así arguyendo consigo mismo, Huck saltó de su escondrijo y se deslizó tras ellos como un gato, con los pies desnudos, dejándoles la delantera precisa para no perderlos de vista.
Siguieron un trecho subiendo por la calle frontera al río y torcieron a la izquierda por una calle transversal. Avanzaron por allí en línea recta, hasta llegar a la senda que conducía al monte Cardiff, y tomaron por ella. Pasaron por la antigua casa del galés, a mitad de la subida del monte, y sin vacilar siguieron cuesta arriba. «Bien está —pensó Huck—, van a enterrarla en la cantera abandonada». Continuaron hasta la cumbre; se metieron por el estrecho sendero entre los matorrales, y al punto se desvanecieron en las sombras. Huck se apresuró y acortó la distancia, pues ahora ya no podrían verle. Trotó durante un rato; después moderó el paso, temiendo que se iba acercando demasiado; siguió andando un trecho y se detuvo. Escuchó, no se oía ruido alguno, y sólo creía oír los latidos de su propio corazón. El graznido de una lechuza llegó hasta él desde el otro lado de la colina... ¡Mal agüero!...; pero no se oían pasos. ¡Cielos!, ¿estaría todo perdido? Estaba a punto de lanzarse a correr cuando oyó un carraspeo a dos pasos de él. El corazón se le subió a la garganta, pero se lo volvió a tragar, y se quedó allí, tiritando como si media docena de intermitentes le hubieran atacado a un tiempo, y tan débil, que creyó que se iba a desplomar en el suelo. Conocía bien el sitio: sabía que estaba a cinco pasos del portillo que conducía a la finca de la viuda de Douglas. «Muy bien —pensó—, que lo entierren aquí; no ha de ser difícil encontrarlo.»
Una voz le interrumpió, apenas audible: la de Joe el Indio.
—¡Maldita mujer! Quizás tenga visitas... Hay luces, tan tarde como es.
—Yo no las veo.
Esta segunda voz era la del desconocido, el forastero de la casa de los duendes. Un escalofrío corrió por todo el cuerpo de Huck. ¡Ésta era, pues, la empresa de venganza! Su primera idea fue huir; después se acordó de que la viuda había sido buena con él más de una vez, y acaso aquellos hombres iban a matarla. ¡Si se atreviera a prevenirla! Pero bien sabía que no habría de atreverse: podían venir y atraparlo. Todo ello y mucho más pasó por su pensamiento en el instante que medió entre las palabras del forastero y la respuesta de Joe el Indio.
—Porque tienes las matas delante. Ven por aquí y lo verás. ¿Ves?
—Sí. Parece que hay gente con ella. Más vale dejarlo.
—¡Dejarlo, y precisamente cuando me voy para siempre de esta tierra! ¡Dejarlo, y acaso no se presente nunca otra ocasión! Ya te he dicho, y lo repito, que no me importa su bolsa: puedes quedarte con ella. Pero me trató mal su marido, me trató mal muchas veces, y, sobre todo, él fue el juez de paz que me condenó por vagabundo. Y no es eso todo; no es ni siquiera la milésima parte. Me hizo azotar, ¡azotar delante de la cárcel como a un negro, con todo el pueblo mirándome! ¡Azotado!, ¿entiendes? Se fue sin pagármelo, porque se murió. Pero cobraré en ella.
—No, no la mates. No hagas eso.
—¡Matar! ¿Quién habla de matar? Le mataría a él si le tuviera a mano; pero no a ella. Cuando quiere uno vengarse de una mujer no se la mata, ¡bah!, se le estropea la cara. No hay más que desgarrarle las narices y cortarle las orejas como a una verraca!
—¡Por Dios! ¡Eso es...!
—Guárdate tu parecer. Es lo más seguro para ti. Pienso atarla a la cama. Si se desangra y se muere, eso no es cuenta mía: no he de llorar por ello. Amigo mío, me has de ayudar en esto, que es negocio mío, y para eso estás aquí: quizá no pudiera manejarme yo solo. Si te echas atrás, te mato, ¿lo entiendes? Y si tengo que matarte a ti, la mataré a ella también, y me figuro que entonces nadie ha de saber quién lo hizo.
—Bueno: si se ha de hacer, vamos a ello. Cuanto antes, mejor...; estoy todo temblando.
—¿Hacerlo ahora y habiendo gente allí? Anda con ojo que voy a sospechar de ti, ¿sabes? No; vamos a esperar a que se apaguen las luces. No hay prisa.
Huck comprendió que iba a seguir un silencio aun más medroso que cien criminales coloquios: así es que contuvo el aliento y dio un paso hacia atrás, plantando primero un pie cuidadosa y firmemente, y después manteniéndose en precario equilibrio sobre el otro y estando a punto de caer a la derecha o la izquierda. Retrocedió otro paso con el mismo minucioso cuidado y no menos riesgo; después, otro y otro, y... ¡una rama crujió bajo el pie! Se quedó sin respirar y escuchó. No se oía nada: la quietud era absoluta; su gratitud a la suerte, infinita. Después volvió sobre sus pasos entre los muros de matorrales: dio la vuelta con las mismas precauciones que si fuera una embarcación, y anduvo ya más ligero, aunque no con menos cuidado. No se sentía seguro hasta que llegó a la cantera, y allí apretó los talones y echó a correr. Fue volando cuesta abajo hasta la casa del galés. Aporreó la puerta, y a poco las cabezas del viejo y de sus dos muchachotes aparecieron en diferentes ventanas.
—¿Qué escándalo es ése? ¿Quién llama? ¿Qué quiere?
—¡Ábranme, de prisa! Ya lo diré todo.
—¿Quién es usted?
—Huckleberry Finn... ¡De prisa, ábranme!
—¡Huckleberry Finn! No es nombre que haga abrir muchas puertas, me parece. Pero abridle la puerta, muchachos, y veamos qué es lo que le pasa.
—¡Por Dios, no digan que lo he dicho yo! —fueron sus primeras palabras cuando se vio dentro—. No lo digan, por Dios, porque me matarán, de seguro; pero la viuda ha sido a veces buena conmigo y quiero decirlo; lo diré si me prometen que no dirán nunca que fui yo.
—Apuesto a que algo de peso tiene que decir, o no se pondría así. Fuera con ello, muchacho, que aquí nadie ha de decir nada.
Tres minutos después el viejo y sus dos hijos, bien armados, estaban en lo alto del monte, y penetraban en el sendero de los matorrales, con las armas preparadas. Huck los acompañó hasta allí, se agazapó tras un peñasco y se puso a escuchar. Hubo un postrado y anheloso silencio; después, de pronto, una detonación de arma de fuego y un grito. Huck no esperó a saber detalles. Pegó un salto y echó a correr monte abajo como una liebre.