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El fingimiento feliz (o la ficción afortunada)

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Hay muchísimas mujeres que piensan que con tal de no llegar hasta el fin con un amante, pueden al menos permitirse, sin ofender a su esposo, un cierto comercio de galantería; y, a menudo, esta forma de ver las cosas tiene consecuencias más peligrosas que si su caída hubiera sido completa. Lo que le ocurrió a la marquesa de Guissac, mujer de elevada posición de Nimes, en el Languedoc, es una prueba evidente de lo que aquí proponemos como máxima.

Alocada, aturdida, alegre, rebosante de ingenio y de simpatía, la señora de Guissac creyó que ciertas cartas galantes, escritas y recibidas por ella y por el barón Aumelach, no tendrían consecuencia alguna, siempre que no fueran conocidas y que si, por desgracia, llegaban a ser descubiertas, pudiendo probar su inocencia a su marido, no perdería en modo alguno su favor. Se equivocó. El señor de Guissac, desmedidamente celoso, sospechó el intercambio, interrogó a una doncella, se apoderó de una carta, al principio no encuentra en ella nada que justifique sus temores, pero sí mucho más de lo que necesita para alimentar sus sospechas, toma una pistola y un vaso de limonada e irrumpe como un poseído en la habitación de su mujer.

–Señora, he sido traicionado –le ruge enfurecido–; lea esta carta. Él me lo aclara, ya no hay tiempo para juzgar, le concedo la elección de su muerte.

La marquesa se defendió y juró a su marido que estaba equivocado, que puede ser, es verdad, culpable de una imprudencia, pero que no lo es, sin lugar a duda, de crimen alguno.

–¡Ya no me convencerás, pérfida! –le contestó el marido furibundo–, ¡ya no me convencerás! Elige rápidamente, o en este instante esta arma le privará de la luz del día.

La desdichada señora de Guissac, aterrorizada, se decidió por el veneno; toma la copa y lo bebe.

–¡Detente! –le dice su esposo cuando ya ha bebido buena parte–, no morirás sola. Odiado por ti, traicionado por ti, ¿qué querías que hiciera yo en el mundo? –y tras decir esto bebe lo que queda de el cáliz.

–¡Oh, señor! –exclama la señora de Guissac–. En terrible trance en que nos ha colocado a ambos, no me niegue un confesor ni tampoco el poder abrazar por última vez a mi padre y a mi madre.

Enviaron a buscar en seguida a las personas que esta desdichada mujer reclamaba; se arrojó a los brazos de los que le dieron la vida y de nuevo protestó que no es culpable de nada. Pero, ¿qué reproches se le pueden hacer a un marido que se cree traicionado y que castiga a su mujer de tal forma que él mismo se sacrifica? Sólo queda la desesperación y el llanto brota de todos por igual. Mientras tanto llega el confesor...

–En este atroz instante de mi vida –dice la marquesa– deseo, para consuelo de mis padres y para el honor de mi memoria, hacer una confesión pública –y empieza a acusarse en voz alta de todo aquello que su conciencia le reprocha desde que nació.

El marido, que está atento y que no oye citar al barón de Aumelach, convencido de que en semejante ocasión su mujer no se atrevería a fingir, se levanta rebosante de alegría.

–¡Oh, mis queridos padres! –exclama abrazando al mismo tiempo a su suegro y a su suegra–, consuélense y que su hija me perdone el miedo que la he hecho pasar; tantas preocupaciones me produjo que es lícito que le devuelva unas cuantas. No hubo nunca ningún veneno en lo que hemos tomado, que esté tranquila; calmémonos todos y que por lo menos aprenda que una mujer verdaderamente honrada no sólo no debe cometer el mal, sino que tampoco debe levantar sospechas de que lo comete.

La marquesa tuvo que hacer esfuerzos sobrehumanos para recobrarse de su estado; se había sentido envenenada hasta tal punto que el vuelo de su imaginación le había ya hecho padecer todas las angustias de muerte semejante. Se pone en pie temblorosa, abraza a su marido; la alegría reemplaza al dolor y la joven esposa, bien escarmentada por esta terrible escena, promete que en el futuro sabrá evitar hasta la más pequeña apariencia de infidelidad. Mantuvo su palabra y vivió más de treinta años con su marido sin que éste tuviera nunca que hacerle el más mínimo reproche.

La mojigata o el encuentro inesperado y otros cuentos

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