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ОглавлениеCapítulo 1
SALA DE ESPERA
Patóloga pediátrica argentina
Mi nombre es Marta C. Cohen, soy una patóloga pediátrica argentina residente en Sheffield, Reino Unido. Con esta carta de presentación doy inicio a mis reportes sobre la evolución de la pandemia por el coronavirus covid-19, los avances científicos y las medidas adoptadas por las autoridades para controlarla.
Desde el 11 de marzo de 2020, cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS)1 declaró que la propagación de un nuevo virus bautizado con el nombre de SARS-CoV-2 de la familia Coronavirus, surgido en la provincia chinade Wuhan, había ya alcanzado niveles de pandemia, la vida de cada uno de nosotros cambió en forma drástica y repentina. La mía también: casi sin quererlo me convertí al poco tiempo en un fenómeno mediático. Apenas se desató la emergencia sanitaria mundial, mi hermana Claudia, que es periodista y vive en la ciudad de La Plata, me empezó a transmitir inquietudes de sus colegas para que las respondiera. Al principio era algo informal, pero rápidamente las consultas se multiplicaron al ritmo de la alarma mundial generada por el crecimiento sin freno de los contagios.
El interés aumentó más aún a partir de los avances en la producción de la vacuna que se desarrollaba en Inglaterra. En ese contexto, Caly –como todos llaman a mi hermana– me preguntó si me animaba a hacer un video breve de dos minutos para difundir lo que le contaba. Al principio dudé, pero pronto me di cuenta de que mis posibilidades para acceder a información fidedigna y necesaria podían ser de gran ayuda para mucha gente sumida en la incertidumbre y el miedo. El 20 de julio de 2020, cuando, en medio de fuertes restricciones de circulación y aislamiento, se celebraba en Argentina el día del amigo, antes de retirarme de mi oficina vi que acababa de salir publicado en la prestigiosa revista científica The Lancet un artículo que informaba sobre los resultados prometedores de la Fase II del desarrollo de la vacuna de Oxford-AstraZeneca. Sin dudarlo, grabé un mensaje breve para dar la buena noticia y saludar a todos mis amigos. Pocas horas después, el video tenía miles de reproducciones. Solo ese día recibí cientos de pedidos de entrevistas. Así empezó todo.
Hago mías las palabras del sanitarista brasileño Jarbas Barbosa da Silva Jr., subdirector de la Organización Panamericana de la Salud: “La información oportuna y basada en evidencias es la mejor vacuna contra los rumores y la desinformación”. A las entrevistas periodísticas que me hicieron medios de comunicación argentinos se fueron sumando otras de distintos países del mundo, al mismo tiempo que la decisión de compartir ese material en redes sociales potenció mi comunicación y mis mensajes empezaron a llegar a miles de personas. Así, en este contexto convulsionado y dramático, pasé a tener una altísima exposición a la que aún no me acostumbro. Esto también me llevó a ser consultada sobre las medidas, a veces controversiales, que se fueron adoptando en diferentes instancias y niveles, en la Argentina y en el mundo.
Por cierto, siempre me preocupé por fundar mis comentarios en datos y argumentos científicos, manteniendo una mirada crítica pero sin inmiscuirme en disputas políticas.
De la llanura bonaerense a las colinas de Sheffield
Decir quién soy y qué hago al comienzo de cada mensaje que comparto es una forma de explicar desde dónde hablo. Mi especialidad, la patología (pathos: enfermedad; logos: estudio), consiste precisamente en observar las enfermedades, determinar su origen y analizar su comportamiento y sus manifestaciones clínicas. Por eso, la pandemia del denominado Síndrome Respiratorio Agudo Grave Coronavirus-2 (SARS-CoV-2, su sigla en inglés) alimentó mi curiosidad profesional por estudiar el nuevo brote de coronavirus y por seguir muy de cerca la evolución de esta afección respiratoria grave que hizo encerrar al mundo entero. Empecé a buscar, leer y contactar personalmente a prestigiosas fuentes científicas y repasé los antecedentes históricos de este tipo de afecciones.
El vértigo de los días iniciales de la crisis me hizo evocar, con nostalgia, mis primeros contactos con la medicina a través de mis padres, Ramón Alberto Cohen Souza y Elsa Victoria Bossié, ambos pioneros de la pediatría en medio de la pampa húmeda bonaerense. En 1961 se habían instalado en Trenque Lauquen, por entonces una pequeña ciudad a unos 450 kilómetros de Buenos Aires, donde nací el 27 de mayo de ese mismo año. Tengo siempre presente el empeño que ponían en generar un cambio de paradigma sanitario basado en la prevención y la atención primaria de la salud. Me parece verlos otra vez en sus recorridas por la zona rural y poblaciones vecinas procurando que la gente se protegiera de enfermedades clásicas como el sarampión, la tos convulsa o la varicela, apelando a las vacunas. Era común que en nuestra casa se abriera la puerta del zaguán en la madrugada para atender a algún niño enfermo en el consultorio que ambos compartían en el hogar familiar. Era la vocación de servicio, una condición esencial para ejercer la medicina.
De pequeña, estudié piano con una devoción que aún conservo cuando se trata de aprender. Debo confesar que en esos años pensaba que la música sería mi camino. Marisa Mestre, mi profesora, organizaba conciertos anuales con todos sus alumnos en la Biblioteca Pública Rivadavia de Trenque Lauquen. Recuerdo cómo vibraba mi alma al ejecutar piezas como la Fantasía Impromptu de Chopin o los Preludios de Debussy. Sin embargo, después de sortear algunas dudas y con el impulso de mi madre, me mudé a La Plata, la capital de la provincia, para estudiar Medicina en la Universidad. Tenía 17 años y el país estaba gobernado por una dictadura militar; la ciudad me intimidaba pero sentía que la Facultad de Medicina era mi refugio. Obtuve el título de médica en 1984 y me considero, con orgullo, hija de la educación pública y gratuita argentina.
En septiembre de 1988, mientras llevaba adelante mi segunda residencia en el Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez de la Ciudad de Buenos Aires, el país soportaba una grave crisis económica que ponía en jaque al gobierno democrático de Raúl Alfonsín. En esos días yo participaba del Congreso de la Sociedad Latinoamericana de Patología Pediátrica en La Plata. Mi madre había intentado convencerme de la importancia de concurrir a la cena de cierre del congreso, pero los diez dólares del valor de la tarjeta eran una cifra inalcanzable para los magros cuarenta dólares que constituían mi sueldo de ese momento, de modo que había desistido de concurrir como la mayoría de los médicos residentes. Pero ella insistió y me propuso enviarme el dinero con sus entrañables amigos Chela Corro y Andro Herrero, una pareja que era casi parte de la familia, y que esa misma noche viajaban desde Trenque Lauquen a la ciudad de las diagonales.
En aquel encuentro de camaradería conocí al profesor Ronald Otto Christian Kaschula, un sudafricano nacido en Rhodesia del Sur (hoy Zimbabue), responsable del área de patología pediátrica en el hospital de Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, que por entonces era uno de los dos únicos hospitales de niños que existían en el África subsahariana. “Roc”, como lo llamaban, era de origen Afrikáans, la élite blanca de la Sudáfrica del apartheid, y con el tiempo descubrí que tenía un corazón tan grande como su estatura. Pese a que mi inglés era muy rudimentario, sirvió para comunicarnos, y al día siguiente accedí a guiarlo en una recorrida por el centro platense y a comprar algunos souvenirs. De regreso, me agradeció y me dijo que tenía una vacante en su servicio para entrenar en patología pediátrica a médicos extranjeros. Su generosidad me dejó sin palabras. Cada vez que relato esta historia pienso en cómo aquellos diez dólares que me mandó mi madre para que fuera a la cena resultaron ser una de las mejores inversiones de mi vida.
Así fue que en 1990 obtuve una beca que me llevó a Sudáfrica para trabajar como residente en patología pediátrica en el Hospital Pediátrico Red Cross War Memorial de Ciudad del Cabo. Estaba recién casada después de un noviazgo de ocho meses con Ernesto Correa, un tucumano ex rugbier y cantante de ópera que aceptó dejar todo para acompañarme a hacer la experiencia. Allí tuvimos nuestro primer hijo, Emiliano, que nació el 6 de marzo de 1991, con un síndrome complejo –que estudios genéticos diagnosticaron como de Wolf-Hirschhorn– y que nos enfrentó a una situación muy difícil para la cual no estábamos preparados; así que en 1992 decidimos volver a la Argentina en busca de un entorno familiar y afectivo que nos ayudara a salir adelante. Después de un tiempo en Buenos Aires, donde trabajé en lo que pude conseguir –no siempre en mi profesión–, nos instalamos en La Plata y comencé a trabajar en el Hospital de Niños Sor María Ludovica. Entonces llegaron dos hijas mujeres: María Guillermina, que nació el 30 de diciembre de 1994, y Martina Isabel, casi tres años después, el 4 de septiembre de 1997.
Nuevamente en La Plata me involucré activamente en la temática de los derechos de los discapacitados y el acceso a la salud en la provincia. Esta actividad fue determinante para que el camino me condujera a ser auditora del Instituto de Obra Médico Asistencial (IOMA) primero, asesora de las comisiones de Discapacidad y de Salud de la Honorable Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires luego. Este último cargo, desempeñado en el período 1999-2003, fue acompañando a la diputada de la Unión Cívica Radical (UCR) por Trenque Lauquen Silvia Zubillaga, una defensora entusiasta del derecho a una salud accesible e integral. En ese lapso trabajé para la aprobación de la Ley N° 12.522 que permitió la incorporación a planta permanente del personal interino del Ministerio de Salud bonaerense.
En 2003 nuestra vida tomó un nuevo rumbo: fui seleccionada para sumarme al sistema de salud británico en el Hospital de Niños de Sheffield, en el Reino Unido, donde había una necesidad notoria de patólogos pediatras. Nos adaptamos rápidamente al nuevo contexto. Sheffield es una ciudad mediana, de tamaño similar al de La Plata, amable para vivir, con amplios espacios verdes y también con una fuerte impronta universitaria que le otorga un brío juvenil. Me encanta sobre todo la zona del Peak District, rodeada de ondulaciones leves en las que se erigen pequeñas poblaciones muy antiguas, anteriores incluso a la Edad Media.
En el Hospital de Niños me concentré en mi trabajo, y en 2004 fui promovida a jefe de Servicio. Al año siguiente tuve la posibilidad de poder crear el Servicio de Residentes en Patología Pediátrica y Perinatal. El interés que manifestaba en la formación, en la transmisión de conocimientos me ayudó a ser promocionada en 2015 a Directora del Programa de Fellowship en Patología Pediátrica y Perinatal de la Sociedad Europea de Patología, y en 2018 a Profesora Honoraria del Departamento de Oncología y Metabolismo de la Universidad de Sheffield. Un año después, en 2019, fui designada responsable académica del Comité de Patología Pediátrica y Perinatal del Colegio Real de Patólogos: fue la primera vez en la historia del Reino Unido que una mujer accedía al título de profesora en esa especialidad. También me interesé en la medicina legal, y entre 2009 y 2011 me convertí en residente part time en patología forense en el Servicio de Ciencias Forenses de Sheffield, hasta que luego de aprobar dos exámenes teórico-prácticos pude acceder al diploma en Jurisprudencia Médica (Patología) de la Worshipful Apothecary Society [Honorable Sociedad de Boticarios] de Londres. En septiembre de 2012 tuve el honor de ser electa en el Council de la Sociedad Europea de Patología, lo que me permitió continuar aportando en la educación de posgrado de mi especialidad.
Durante esos años me dediqué a la instrumentación de un protocolo nacional para la investigación de los casos de muerte súbita en la infancia, y hoy, casi dos décadas después de mi llegada, el hospital de Sheffield se ha convertido en un centro de referencia internacional en esa materia. Además, sigo abocada a mi especialidad, que es la patología: paso mis días estudiando enfermedades, tratando de descubrir dolencias desconocidas. Por mi dedicación y empeño en el estudio y la investigación, tanto en la biblioteca como en el laboratorio, me he ganado entre mis compañeros el apodo de “Sherlock Holmes”. A algunos les puede sonar a chanza risueña, pero para mí es un verdadero orgullo.
Enfrentar la pandemia
Las pandemias no son ninguna novedad en la historia de la humanidad, y los vestigios más antiguos de este tipo de tragedias sanitarias se remontan a más de 10 000 años. Las pes-tes o plagas –como se las llamaba siglos atrás– pueden ser provocadas por distintos agentes y se han repetido a través del tiempo, causando estragos en la población y desafiando la capacidad del hombre para contrarrestarlas.
Desde que el cristianismo se convirtió en la religión de la mayoría de los pueblos de Europa, los intentos por describir las pestes cayeron bajo el velo de la versión religiosa que postulaba la ira de Dios como causa de todos los males. Así, el llamado “castigo divino” suplantó a la influencia de los astros y las voluntades dispersas de diversas deidades de la Edad Antigua, hasta que la ciencia comenzó a imponerse a partir de la investigación, la experimentación y las evidencias. Fue un proceso que llevó siglos. Recién con la teoría microbiana, a fines del siglo xix, se comenzó a advertir que las epidemias no eran causadas por la contaminación en el aire sino por el contagio directo entre personas, en general por medio de partículas de saliva expelidas al respirar, toser, estornudar o incluso hablar. Ya en el siglo xx, debido a los avances tecnológicos y el desarrollo de la microbiología, fue posible obtener un conocimiento detallado sobre las formas de transmisión y los agentes patógenos.
Pero las generaciones actuales no habían vivido un hecho traumático como el provocado por este nuevo coronavirus de tan rápida evolución, potenciado por la interconexión de un mundo globalizado que, pese al establecimiento de barreras migratorias y medidas sanitarias, no pudo detener los contagios. Así y todo, la humanidad ha demostrado que se encuentra hoy más preparada que en otras épocas para controlar una pandemia. En tal sentido, quedó en claro que el distanciamiento social, las cuarentenas, el uso de barbijo y/o mascarillas y las medidas sanitarias fueron antes –y siguen siendo hoy– las claves para reducir las tasas de transmisión, junto, claro está, con el desarrollo de vacunas efectivas.
Deberá analizarse también en qué medida la profundización del proceso de globalización, que consiste en el intercambio constante de personas y mercaderías de un punto al otro del planeta, se ha convertido en un factor que acelera la frecuencia y extensión de ciertas enfermedades, y en tal caso cuáles serían las soluciones más eficaces para contrarrestar dicho efecto. Al mismo tiempo, es preciso estudiar la circulación planetaria de mensajes que, por un lado, permite una comunicación instantánea entre los lugares más distantes, útil a la hora de generar la advertencia y las reacciones necesarias para frenar los contagios, pero que, al mismo tiempo, conlleva el riesgo de transmitir consigo informaciones inciertas o falsas que generen temor, incertidumbre y descreimiento.
La rápida reacción de la ciencia permitió la identificación del virus, el desarrollo de pruebas diagnósticas y el diseño de vacunas que pudieron ser aprobadas en tiempo récord. Un hito en la investigación científica fue la secuenciación genómica del virus en febrero de 2020, que permitió categorizar al virus SARS-CoV-2, causal de la enfermedad a la que dio en llamarse covid-19. Mientras tanto, las características genómicas comenzaron a ser compartidas en forma abierta, lo que dio impulso al proceso de generación de pruebas diagnósticas y de vacunas. Si bien el desarrollo de estas suele llevar entre diez y quince años, se redujo a diez meses. Esta situación sin precedentes determinó que el Instituto Jenner de la Universidad de Oxford fuera el primero en comenzar a trabajar desde febrero de 2020 en el desarrollo de una vacuna eficaz.
La gente, en general, fue capaz de comprender que el mundo está expuesto a estas situaciones que, muy probablemente, volverán a repetirse en el futuro. También supo entender que durante el desarrollo de una pandemia es necesario reducir de un modo controlado el ritmo de vida mediante la implementación de comportamientos nuevos, creativos y adaptativos que, a la vez que impidan los contagios, permitan que las actividades no se paralicen completamente; es decir, que contemplen también los eventuales efectos sobre la salud mental de la población, como por ejemplo la depresión y el incremento de la violencia social, que podrían resultar igual de graves e incluso ser motivo de suicidios.
Por otra parte, la pandemia dejó al desnudo la necesidad de mejorar la inversión en la salud pública, la educación, la investigación innovadora y el desarrollo de nuevas tecnologías aplicadas a la medicina, así como la de optimizar y ampliar la cobertura de los servicios sociales. Asimismo, demostró la importancia estratégica de que las organizaciones internacionales pertinentes se mantengan alertas y preparadas como para poder desplegar una reacción oportuna y adecuada, acotando al máximo los márgenes de improvisación y efectos inesperados.
Es en este sentido que, con el presente trabajo, aspiro a realizar un aporte para esclarecer, fijar conceptos –algo que considero especialmente útil para la población general– y presentar la evolución y el contexto histórico y geopolítico en el que surgió el covid-19. También me propongo repasar los principales antecedentes pandémicos en la historia de la humanidad y adelantar algunas reflexiones respecto de lo que significa atravesar esta adversidad. Se trata, en definitiva, de una suerte de manual al que apelar para conocer y comprender lo que vivimos, rescatar lo aprendido y pensar en los desafíos que plantea el escenario de la pospandemia.
La emergencia global nos impuso cambios drásticos. Sus efectos alcanzaron a todos los planos de nuestra existencia y nos obligaron a adoptar nuevos hábitos y a seguir las disposiciones de los gobiernos para intentar contener la propagación del virus. Cada país implementó planes, medidas y estrategias que resultaron más o menos efectivos, y es necesario reflexionar críticamente sobre ello. Más allá de los aspectos estrictamente médicos, surgieron en el horizonte otras cuestiones igualmente acuciantes, como por ejemplo evitar el desplome de la economía debido a la imposibilidad de llevar a cabo numerosas actividades; atender a los sectores más carenciados; reorientar las prioridades de los sistemas sanitarios y los objetivos científicos; desentrañar el impacto en la educación; y, entre otras tantas cosas, tomar las medidas que permitan mitigar las devastadoras consecuencias del cambio climático.
Son las prioridades para una nueva etapa de la civilización.
Con expectativas dispares se vislumbra un futuro signado por una nueva “normalidad” diferente a la conocida hasta ahora y que, sin duda, requerirá de nuevos paradigmas. Tenemos la obligación de interpelarnos como humanidad y preparar a las próximas generaciones. Todos, sin distinciones, estamos llamados a trabajar para superar esta tragedia con inteligencia, fuerza y la capacidad de resiliencia suficientes como para concebir un mundo mejor y más seguro.
1 La OMS es la autoridad de coordinación en temas sanitarios del sistema internacional de Naciones Unidas. Comenzó a funcionar el 7 de abril de 1948 –instituido como el Día Mundial de la Salud– y posee oficinas en 150 países. Actúa ante enfermedades transmisibles y no transmisibles en tareas de preparación, vigilancia y respuesta a las crisis así como en planes de promoción y contribución al sostenimiento y diseño de sistemas de salud.