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Vivir sobre la tierra y contra el viento

Reflexiones en torno a Surazo1 y otros cuentos


Beatriz García-Huidobro


Las cruces se han borrado por efecto del viento.

Aunque partieron su amor en dos y se fueron

aunque las rebanadas se llenaron de moho,

ellos fueron los primeros.

En cada familia hay un hueco en la fotografía

una silla detrás de la puerta

los nudillos blancos de tanto apretar.

Rosabetty Muñoz 2


Siendo niña fui a un taller de arte. El maestro se ponía de pie ante los aspirantes a artistas —que estábamos ansiosos por blandir los pinceles, atacar las paletas aún limpias con sus avaros montoncitos de óleo y el recipiente oloroso de la trementina— y ponía una fruta ante nosotros para que la observáramos mientras repetía el que, asumimos, era su discurso inaugural acerca de las luces y las sombras: “No pinten solamente el objeto, este no existe sin la luz que lo rodea y que recibe desde cada ángulo, ni tampoco sin la sombra que proyecta sobre su apoyo, sin la penumbra ni la contraluz, y sobre todo, sin que se funda contra el fondo y se envuelvan en un solo volumen… que la densidad de la oscuridad sea como el silencio en la música”. Estaba convencido de que si aprendíamos a ver de ese modo, todo y partes, partes y atmósfera, nuestras pinturas atraparían el aire y serían vendavales sobre la tela.

Asimismo se siente la escritura de Marta Jara: figuras como parte del paisaje y paisaje como determinante de mujeres y hombres, y estos mismos como actuantes de hechos que cortan el aire y mueven los momentos y también las vidas completas. Las palabras transitan de un extremo al otro y van dejando una estela entre ellas, de modo que ya no sabemos cuáles se han destinado a un fin u otro, pues el efecto es solo uno y es este imbricado y denso, lectura de capas y trenzas.

Son cuatro los relatos que componen este libro. Si bien todos ellos poseen ecos criollistas, cualquier clasificación es reduccionista en una lectura cuya fuerza está en la sensibilidad y empatía hacia las personas desvalidas, derrotadas, oprimidas. Así como en los cuentos de Marta Brunet los personajes de ambientes campesinos se cargan de densidad por las sutilezas de sus caracteres, de igual modo sucede con aquellos que Marta Jara delinea con suaves trazos, tan tenues que a veces parecen imperceptibles.

“El hombrecito” y “El vestido” se hermanan en el personaje del “falte”, quien recorre los lugares más apartados ofreciendo sus ropas de segunda mano. Es la presencia de este hombre —luego también su pareja— ese soplo de novedad y engañosa esperanza que llevan los afuerinos a las zonas retiradas. En los paisajes de Marta Jara la lejanía es insular, marítima, ventosa y desde luego monótona. Entonces sus trapos representan la ilusión de cambio, su falsamente atribuida capacidad de dar un vuelco a existencias predecibles y cíclicas.

El “falte”, en “El hombrecito”, está asando un cordero cuando desembarcan la mujer y su niño y le piden ver la mercancía. Es ella tímida, de aspecto tosco pero personalidad tenue, contraste entre el cuerpo y el espíritu. En sus manos anchas y oscuras se adivina el trabajo duro y es todo su aspecto el de un cuerpo sin otro destino que el de las labores, y aún así, palpitan en ella las ansias por un vestido, pulsión no explícita que se ve derrotada: los trajes son pequeños para su talle y más caros de lo que puede pagar. El vendedor no está interesado ni en ella ni en la venta, que ve poco probable, sino en su comida que o se enfriará o se pasará si ella no se decide pronto. Esta indiferencia del macho hacia la hembra que se desviste pudorosamente tras las ramas, es un recurso para revelarnos sin describir explícitamente, a una mujer ya sin encantos, con la juventud malgastada en un mar de exigencias.

Y es entonces cuando emerge el niño, un preadolescente, quien toma las riendas de la negociación y revela hacia su madre una ternura y firmeza de hombre empoderado. Valida con sus acciones al ser femenino que contiene la madre, a la vez que traza y sostiene los órdenes patriarcales. Hay además una insinuante sexualización de la madre desde la mirada del niño en contraposición con aquella del vendedor, un breve brochazo que perturba sin hacerse evidente. La autora consigna sin pronunciarse, pues claramente la mirada está dirigida a la figura más débil, a la que no protagoniza y sin embargo es el eje y es en torno a ella que se mueven los demás.

Esto se observa en el registro opuesto, en “El vestido”, donde la jerarquía está encabezada por la madre. La pareja del “falte” se adentra hacia la casa donde vive una mujer grande, fuerte, masculinizada por sus labores campesinas. Tiene más de cuarenta años y no ha conocido hombre, como solía decirse. La virginidad le pesa como un hierro del que debe deshacerse y su anhelo es que alguien la considere y la posea. Y esta no es una posesión explícita ni sexualizada en su matriz, sino que es simbólica, ancestral, carencia desconocida mientras más sufrida. Es el sentido de la existencia determinado de manera imprecisa por un hombre, por la validación a la existencia de una mujer cuando tiene un compañero “aunque sea chilote”.

(…) esta vez sí compraré un vestido. Aunque se oponga lo compraré… Para ir los domingos a la iglesia, a Chonchi. Iré bien lavada y peinada, y con vestido nuevo. Me verán. Alguno, alguien tiene que verme. No me importa que sea un chilote… Es un hombre… Aunque ella se oponga…

La madre se burla de ella y regatea de manera cruel, para que no pueda tener el innecesario vestido y menos la seducción que le atribuye. Se adivina entonces la dureza de su crianza, el desprecio hacia la hija, aquello que Alice Miller describe como “en la base de todo desprecio, de cualquier discriminación, se encuentra el ejercicio del poder —más o menos consciente, incontrolado, oculto y tolerado por la sociedad (…)— del adulto sobre el niño. Lo que el adulto haga con el alma de su hijo es asunto de exclusiva competencia, la trata como si fuera propiedad suya” (…)3.

Imaginamos entonces los cuarenta y tantos años de sometimiento y humillación, del poder de la madre no solo por la investidura de poder adjudicada, sino también por el hecho de que ella sí tuvo un hombre. Que lo haya perdido, que haya vivido una existencia a solas con su hija, no exime el hecho de haber podido yacer entre los brazos de alguien. Tener y perder, dolor posible. No haber tenido, un dolor inenarrable, un vacío.

“Ella se morirá algún día, pero no tan pronto como para brindarme la ocasión. Yo también estaré vieja y me quedaré sola, sin más compañía que el perro, el gato y las aves, siempre sembrando y aporcando papas. ¿Para qué? ¿Para quién?”. De improviso, comprendió: “Ella tuvo todo lo que a mí me niega”.

En este relato, la reiteración de la mujer, su retahíla en torno a la necesidad de un vestido para revertir su presente, no su destino, no su vida, solo tener la experiencia, es un recurso que la autora no usa para enfatizar lo que ya sabemos, sino para demostrar la obsesión, la necesidad, la simpleza del postulado y a la vez la hondura de su opresión. Si como explica Bataille, el erotismo humano difiere de la sexualidad animal precisamente en que moviliza la vida interior, la mujer de este relato se mueve por acciones y pensamientos básicos pero no por ello menos enérgicos, desde una libido que habiéndose oprimido, finalmente ha de resurgir. Y la crueldad de la madre está en que intuye, sabe lo que la hija desea y usa su poder, sus años de sometimiento, sus códigos de opresión, para evitar que satisfaga esta pulsión y escape a su dominio.

Es la hija una mujer hombruna, grande, de cutis muy claro: “Resultaba extraña a las islas la blancura lechosa de la piel”. Y ha sido este prejuicio de clase y raza el argumento de la madre para prohibirle pretendientes. Ellas descienden de españoles y no se mezclan con chilotes. Así es como rechaza los vestidos, desde su clasismo y contención moral:

—No son honestos —latigueaba la voz seca y breve, sistemática, de la anciana. “No habrá ocasión”. Sonreía saboreando el triunfo—. ¿Es qué no tienes vergüenza? ¿Cómo te vas a exhibir así? No es honesto —repetía.

Hay en la solución final de este relato una sororidad entre la mujer del “falte” y la campesina, empatía de la vendedora hacia los desgarros del alma de esa otra, manifestación de la sabiduría adquirida en el contacto con otros seres humanos, apartados pero no por eso menos complejos.

Si aparentemente lo simple es el eje de la escritura de Marta Jara, son finalmente los temas trascendentes encarnados en personas sencillas. Se devela en su escritura cuán iguales son todos los seres humanos, asemejados en los grandes tópicos humanos: la muerte, la pérdida, el amor, las relaciones familiares, el envejecimiento. Y de qué manera es la naturaleza determinante en las existencias, cómo su grandiosidad es más que escenario y se despliega ancha e inasible a la vez que intervenida por pequeños fragmentos que generan la identidad de mujeres y hombres con la tierra, el mar y el viento.

La atemporalidad y universalidad de la escritura de Marta Jara, fue retratada por Ángel Rama cuando escribió:

Se diría que hay aquí una regresión: voluntariamente la autora ha podado todo vestigio de vida social para recuperar las esencias que ella recubre y modifica. Así ha conseguido una sensación directa de carne viva, lacerada, lo que otorga fuerte verdad a sus relatos. Pero el tipo de personajes que utiliza, por una parte, y por otra la autenticidad del sentimiento que maneja, justifican esta aparente regresión. Porque si es cierto que el hombre se inflexiona para dominar la naturaleza, es también cierto que él es naturaleza, y dentro de ella, muchas veces, un fragmento débil4.

En “El yugo”, único relato que no transcurre en lugares apartados y marginales, está una familia acomodada, en un fundo, con invitados y un ambiente festivo. Una mujer entabla conversación con un anciano al que la familia desprecia. Por viejo y latoso, aunque es más bien porque ya ha perdido lo que tenía y no sigue el ritmo de los nuevos tiempos. La casa y las tierras son de un nieto, mientras que las suyas fueron vendidas y en ella quedaron sus recuerdos y su existencia, sus irrecuperables afectos.

La mujer, que es una invitada ocasional, aparentemente más por gentileza y compasión que por interés en el hombre, escucha con atención lo que le cuenta sobre el cortaplumas con que juega en las manos. Es moderno, de marca. Pero él añora su cuchilla que perdió hace años.

—Antes tuve otra —repitió—. No tenía tantos adminículos, pero de todas maneras era una buena cuchilla. Únicamente una hoja larga y firme, dura. Flexible… ¿sabe? Con esa cuchilla se podía hacer cualquier cosa: descuerar, carnear, raspar tiento, calar una sandía, cortar y tallar madera.

A partir de ese pequeño elemento, el hombre revisa los hitos más importantes de su vida, rememoranza simple y lineal de una existencia aceptada en su aparente desabrimiento pero en cuyos detalles estaba contenido el sentido más profundo de ella. La naturaleza envolvente era protagonista de los momentos tristes y de los calmos: la tierra, los árboles, el río fecundo y traicionero. Y la cuchilla siempre en su costado, tallando con ella en el coigüe los momentos trascendentes, las fechas de nacimientos y las muertes: “El fundo lo vendieron. A veces pienso que el coigüe ya ni existe (…). Ni tampoco la cuchilla”.

La mujer empatiza con el hombre y lo escucha. Nada más puede hacer por él que dejarlo hablar y caminar junto a él y a sus palabras.

Al leer este cuento, no solo se siente la soledad del hombre, sino también se percibe que quizás esta sea la última alegría de su vida, el momento en que nuevamente se hizo presente el significado de su existencia. Y esto queda en manifiesto cuando ella se va y él le regala el yugo, hecho en madera de ese coigüe y con la cuchilla. Un trozo de su pasado a quien puede apreciarlo antes de que todo se extinga.

El cuento más extenso y que da el título a la obra, “Surazo”, probablemente sea el más logrado por lo insinuante y los contrapuntos que ofrece de manera delicada y poética. En la casa, a orillas del mar, un anciano está muriendo. La hija, más que cuidarlo y acompañarlo, simplemente está ahí en lo cotidiano, en las obligaciones, y a la espera del desenlace. Ella está anclada a la fuerza de la vida, a la crianza de sus hijas, a la pesca, a la tierra.

Descalza y todavía amodorrada, entró a la cocina. La ventana filtraba el claror opaco de la madrugada. Llovía. Rápida y diestra astilló un palo y una lengua larga, viva, leonada, lamió la tetera ya puesta (…). Miró el canal brumoso y cubierto. La isla de enfrente era apenas visible. Entre las junturas del tablado que avanzaba sobre el canal apoyándose en pilotes, el gallo se limpiaba el pico y cacareaba. “Ya la playa ha de estar quedando en seco. De aquí a una hora la mar entrará en plena baja”, dedujo y gritó áspera: —¡Apúrense, que es tarde!

Si como señala John Berger, “la vida campesina es una vida dedicada por entero a la supervivencia”5, también lo es aquella insular, la mujer no puede detener el ritmo de la sobrevivencia de ella y de sus hijos, en la tierra y en el mar.

La muerte ocurre a ritmo de la naturaleza y sin ritos, posee al cuerpo de cada quien y lo devora del modo que ha de ser para ese organismo y ningún otro. La muerte no existe y sin embargo es una presencia palpable para el hombre. Tiene miedo y el hecho de que no le quede nada hace aún más valiosos esos jirones de vida. No parece ser un hombre religioso, pero la cercanía de su fin despierta en él las súplicas supersticiosas hacia un dios impreciso sin posibilidades de hacer nada por él: ‘“¡Dios Todopoderoso —balbuceó aterrado—, misericordia!’. Y comenzó a golpearse el pecho mientras rezaba con urgencia: ‘Dios mío Jesucristo, Dios y Hombre…”’. No son rezos sino expresiones de desasosiego. De deseos imprecisos, cuando se sabe que todo está perdido.

Aunque Schopenahuer, no sin razón, sostenga que “la individualidad de la mayoría de los hombres es tan miserable y tan insignificante, que nada pierden con su muerte. Lo que en ellos puede aún tener algún valor, es decir, los rasgos generales de la humanidad, eso subsiste en los demás hombres”6, la conciencia de la propia extinción es siempre dolorosa para la persona individual que la padece, esa certeza del propio fin diferencia a los seres humanos de otros seres vivos. Y no hay conformidad filosófica ni religiosa ante el ancho final de la única vida que se nos ha dado. Es la paradoja de la muerte necesaria y angustiosa entre la especie y la individualidad.

(…) te pareces a la hoja del árbol cuando marchitándose en otoño pensando en que se ha de caer, se lamenta de su caída, y no queriendo consolarse a la vista del fresco verdor con que se engalanará el árbol en la primavera, dice gimiendo: “No seré yo, serán otras hojas”. ¿A dónde quieres ir pues, y de dónde vendrían las otras hojas? ¿Dónde está esa nada cuyo abismo temes? Reconoce tu mismo ser en esa fuerza íntima, oculta, siempre activa del árbol, que a través de todas sus generaciones de hojas no es afectada ni por el nacimiento ni por la muerte. ¿No sucede con las generaciones humanas como con las de las hojas?7.

La mujer y las hijas y el niño menor regresan tras haberse hecho a la mar y empiezan a hilar y a tejer. La rutina del día es larga y no deja tiempo para el hombre que yace. Como dice Norbert Elias, “cuando una persona a punto de morir tiene la sensación de que, aunque todavía está viva, apenas significa ya nada para los que la rodean, esa persona se siente verdaderamente sola”8.

Aun el laborar absorto y distante, hermético de las mujeres, admite una intención velada y conciliatoria de tácita colaboración. Es un sentimiento impalpable pero preciso y adverso que aísla al viejo, que lo excluye e incomunica.

Hay viento y lluvia, viene el surazo. Y ese viento empuja la barca de unos conocidos hacia la isla donde atraca. No pueden seguir viaje y la mujer los acomoda dentro de la casa. Como no hay más lugar, le dicen al joven recién llegado que duerma con el viejo. Él está en una mezcla de sopor, vigilia y sueño, murmura acerca de su mujer, de cómo la conoció, de cómo la protegió de un lejano día en el mar soliviantado por el surazo. Y en vez de tenerla a ella esa noche, se acomoda en su lecho un desconocido. El joven piensa: “No pasará de esta noche. Morirá ahora, sin duda…, mientras yo esté aquí, durmiendo con él… Como si el surazo para eso, preconcebidamente, con el solo y determinado objeto de ponerme por testigo, hubiera venido sirgando nuestra barca…”.

Pero la jornada ha sido larga y extenuante, se duerme, todos duermen excepto las ratas correteando por el piso. Y la muerte incansable acecha.

Es dramática y hermosa la alegoría a la muerta solitaria/acompañada. Si toda persona, aunque esté rodeada de otras, ha de vivir a solas su muerte, abandonar el mundo con un extraño en la cama es un doloroso acierto de la autora para realzar aún más la soledad del moribundo. El surazo, viento fuerte del sur que alguna vez lo arrimó a su mujer, ahora lo acerca a vivir su muerte junto a este desconocido que debiera haber sido su hijo; viento frío e implacable que remece la campana de iglesia “como si doblara a muerto”, que arrasa y se lleva todo a su paso.


Notas:

1 Jara, Marta. Surazo. Santiago: Zig-Zag, 1962.

2 Muñoz, Rosabetty. Misión circular – Antología. Santiago: Lumen, 2020.

3 Miller, Alice. El drama del niño dotado y la búsqueda del verdadero yo. Barcelona: Fábula Tusquets, 2009.

4 Rama, Ángel. “Marta Jara: Surazo”. Revista Marcha 1149, 1963.

5 Berger, John. Puerca tierra. Buenos Aires: Alfaguara, 2006.

6 Schopenahuer, Arthur. El amor, las mujeres y la muerte. Santiago: Ediciones Ercilla, 1960.

7 Ibíd.

8 Elias, Norbert. La soledad de los moribundos. México: FCE, 2010.

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