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Capítulo 2

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JAKE se dio cuenta de que, posiblemente, estaría encerrado durante horas con una loca. Una encantadora lunática que quería un empleo. Todo el mundo quería algo de él. Últimamente, se sentía acechado por una bandada de buitres.

Apoyó las manos en el suelo para levantarse, pero la mujer estaba sentada sobre él.

—Oh, perdón… —ella se puso de pie de un salto.

Él se incorporó, se alisó un poco la ropa y buscó el teléfono de emergencia del ascensor.

—No puedo creer que me haya puesto así con usted —comenzó a decir ella en voz baja—. Nunca había perdido el control de esa manera, salvo con mis hermanos. Es que he tenido un día realmente horroroso y… —se interrumpió—. Pero a usted no le interesan mis problemas. Solo puedo decir que lo siento.

—Acepto sus disculpas —dijo él, sorprendido, mientras abría un pequeño panel debajo de los botones del ascensor y sacaba el teléfono. Le respondió una voz femenina. Después de contestar a unas preguntas, Jake lanzó una maldición y colgó el aparato.

—¿El transformador? —preguntó aquella joven mujer, cuyo nombre era Claire.

—Sí. Han llamado al servicio de reparaciones. Podría tardar una hora, o cuatro o cinco. Hay apagones en toda la ciudad.

—Claro, ¿por qué no? El final perfecto para un día perfecto.

—¿Perdón?

—Nada.

De pronto, Jake sintió curiosidad por aquella frágil figura, vapuleada y desvalida. Era más alta que la mayoría de las mujeres, solo unos pocos centímetros más baja que él, que medía un metro ochenta y tres. En la penumbra del ascensor, no podía distinguir el color exacto de su pelo, pero era oscuro y liso y los mechones que se le habían escapado de la trenza le llegaban a los hombros. Su piel parecía pálida, casi traslúcida. Sus pómulos altos enmarcaban una boca de labios carnosos. No era la cara de una modelo, pero sus facciones regulares poseían una dulce belleza.

Jake sintió la repentina necesidad de preguntarle por aquel día «perfecto». Hacía mucho tiempo que no sentía la elemental preocupación de un ser humano por otro. Pero, ¿por qué debía preocuparse por una mujer que le había gritado sin razón? Sin embargo, ella se había disculpado. ¿Y cuánta gente se atrevía a gritarle a él?

—Mirar fijamente es una grosería —lo acusó ella, de pronto.

Él tardó un poco en reaccionar.

—¿Y qué esperaba de…? ¿Cómo era? ¿Un tipo grosero y arrogante como yo?

Ella dio un respingo al recordarlo.

—Siento haberle dicho eso. Es que usted me recuerda a mis hermanos. Lo siento.

—No se preocupe.

—No, de veras. No suelo perder así el control. No sé qué…

—Alan Townsend ha muerto.

Claire se quedó pasmada.

—¡No!

Él asintió.

—¿Cuándo? ¿Cómo? Tenía la misma edad que usted.

—Sabe muchas cosas de nosotros, ¿no? —preguntó él, entornando los ojos.

—Alguien llevó una revista a… No importa. Por favor, señor Anderson, no lo sabía. Debe creerme. He estado haciendo una auditoría fuera de la ciudad los tres últimos días. No he leído los periódicos de Denver desde el lunes.

Su expresión compungida convenció a Jake de que decía la verdad.

—Murió en Aspen antes de ayer. Sufrió un aneurisma. Se levantó de madrugada para ir al cuarto de baño y cayó muerto.

Ella se puso pálida.

—Y yo gritándole a usted… Y usted… —cerró los ojos—. Oh, lo siento mucho.

Jake había oído aquellas palabras una y otra vez en los últimos dos días. Pero, por primera vez, se las creyó. La preocupación de aquella mujer tocó alguna fibra sensible en su interior. Se sintió reconfortado y sintió deseos de reconfortarla también a ella.

¡Diablos! Ella lo había conmovido otra vez. Tenía que salir de allí inmediatamente, antes de hacer una tontería. Pero no podía. Estarían encerrados durante Dios sabía cuánto tiempo. Al menos, debía desviar la conversación de la muerte de Alan. Ese tema era demasiado doloroso.

—Escuche —dijo, intentando ocultar su angustia—. Puede que estemos un buen rato encerrados aquí. Vamos a sentarnos y usted me contará sus ideas sobre Inversiones Pawnee.

—¿Bromea?

—No, se lo aseguro.

—¿Después de lo que he hecho? No puedo… —ella sacudió la cabeza con vehemencia—. Debería usted darme una patada y hacerme retroceder varios peldaños en la escala evolutiva.

—Complázcame, y ya me pensaré si le doy esa patada —sonrió él, divertido.

—He metido la pata hasta el fondo y, ¿usted quiere empeorarlo hablando de negocios?

—Hablar de negocios me distrae y, después de su metedura de pata, es su obligación distraerme, ¿no cree? Además, ¿por qué no aprovechar el tiempo? Como Alan ha muerto, tendré que ocuparme de la contabilidad. Quiero asegurarme de que mis contables saben lo que hacen.

Si hubiera podido, Claire habría salido corriendo despavorida del ascensor.

—Yo… no tengo suficiente información sobre su empresa para hablar con fundamento ahora mismo…

—Tenga —él dobló con cuidado su chaqueta y se la tendió—. Siéntese.

Claire miró confusa la chaqueta.

—No va a morderla —dijo él con impaciencia.

—No puedo sentarme encima de su chaqueta —balbució ella.

—¿Por qué no?

—Probablemente, vale más que yo.

—Ya lo veremos —dijo él ásperamente—. Vamos. Siéntese.

Ella se quedó atónita por su cambio repentino: de tierno a dominante en una fracción de segundo. Si no hubiera sabido quién era, lo habría tomado por un vaquero.

—¿Y si prefiero quedarme de pie?

—No sea ridícula. Puede que estemos aquí toda la noche.

Ella alzó la barbilla.

—¿Toda la noche? No será tanto tiempo.

—Seguramente, no. Pero nunca se sabe.

Claire frunció el ceño.

—De acuerdo. Me sentaré.

Cuando se sentó sobre la chaqueta, un cálido aroma masculino inundó sus sentidos. Él se sentó en el suelo frente a ella. De pronto, el pequeño espacio en penumbra pareció insoportablemente íntimo. Él lo llenaba todo con su presencia. Claire cerró los ojos y se estrujó el cerebro para decir algo brillante, pero incluso entonces siguió percibiendo su cercanía.

—¿Siempre es tan testaruda? —preguntó él suavemente.

—No me gusta que me digan qué puedo o no puedo hacer —respondió ella, encogiendo las piernas.

—Entonces no debe de ser usted una buena empleada, ¿no?

—Soy una empleada excelente —replicó ella, alzando la barbilla.

—Bien —sonrió él—. ¿Qué estaba diciendo?

Claire se sintió como si le fueran a hacer un examen. Respiró hondo y comenzó a hablar.

Él la escuchó con interés, haciéndole de vez en cuando preguntas comprometidas sobre algún detalle que ella había pasado por alto. Con la conversación, Claire pronto se olvidó de ss ropa chafada, de la reparación de su coche y del hijo que quería tener.

Reclinado contra la pared del ascensor, Jake la miraba fascinado. Recordaba una época en la que él también podía hablar durante horas con entusiasmo sobre los resquicios de las leyes fiscales. Pero eso había sido hacía años. Antes de perder la cuenta del dinero que poseía. Antes de tener que defenderse de la gente que quería arrebatarle parte de su dinero y parte de él también. Antes de la muerte de Alan.

No había podido concentrarse en nada desde que la amiguita de Alan lo había llamado para decirle que su mejor amigo iba a ser trasladado en avión a Denver. Jake corrió al hospital, pero Alan llegó muerto. La impresión de ver su rostro frío y exangüe lo había dejado paralizado durante una semana. También él había comenzado a sentirse medio muerto. Pero no se había dado cuenta hasta ese momento.

Heredar el Rocking T le había hecho pensar en cómo se había descarriado su vida. Cinco generaciones de Townsend habían vivido en ese rancho, al igual que cinco generaciones de Anderson habían vivido en el Bar Hanging Seven. Jake quería dejarle su hogar a sus hijos. El problema era que no tenía hijos.

La muerte de Alan había sido como un mazazo. ¿Qué pasaría si él muriera? La dinastía Anderson de Pawnee, Colorado, se extinguiría, como se había extinguido la dinastía Townsend. Jake no podía consentirlo. Pero no sabía qué demonios hacer al respecto.

Por el momento, dejó que la suave voz de Claire lo distrajera de sus mórbidos pensamientos. Al principio, solo escuchó a medias lo que ella decía, mientras miraba sus ojos brillantes y sus manos expresivas. En el rato que llevaban encerrados en el ascensor, la había visto asustada, sonriente, enfadada, arrepentida, insegura y triste. Todos aquellos cambios lo fascinaban. Parecía tan llena de vida… No como las mujeres que solía conocer: sofisticadas, frías y sin sentido del humor.

Sonrió al recordar cómo le había gritado ella. El único que lo había hecho en los últimos diez años había sido Alan. Todos los demás lo trataban con un falso respeto, debido a su dinero.

De pronto, recordó lo que había dicho Claire. «Necesito miles de dólares para quedarme embarazada o nunca tendré hijos». ¿Qué demonios había querido decir con eso?

Antes de que pudiera reflexionar sobre ello, algo que Claire estaba diciendo sobre un aumento de liquidez captó su atención. Hizo una pregunta que ella respondió con facilidad. Luego, Claire continuó impresionándolo con sus conocimientos sobre cambio de divisas e inversiones.

Por fin, volvió la luz y la conversación que estaban manteniendo se interrumpió.

—Ha vuelto la luz —dijo ella.

Jake percibió un tono de disgusto en su voz y se dio cuenta de que a él también le molestaba.

—Son las diez y veinte —dijo, mirando el reloj—. Hemos estado encerrados más de dos horas y media.

—¿Tanto? No me he dado cuenta… Oh, nos movemos.

Ella se levantó y recogió la chaqueta. La sacudió suavemente y se la tendió a Jake. Él se incorporó y la agarró lentamente. No deseaba perder el halo de intimidad que se había creado entre los dos. Le parecía que conocía a Claire Eden mejor que a nadie… incluyendo a Alan. La idea le sorprendió.

—Me está mirando fijamente otra vez —dijo ella suavemente.

Bajo el resplandor de los fluorescentes, Jake descubrió que era tan bonita como se había imaginado en la penumbra. Tenía el pelo castaño, los ojos de un azul celeste y la piel tersa y blanca.

—¿Y eso la molesta?

—No es muy cortés de su parte mirarme así —dijo ella, estremeciéndose—. ¿A qué nivel del parking iba?

—Al uno.

Cuando ella apretó el botón, sonó el teléfono de emergencia. Claire lo sacó de detrás del panel.

—¿Hola?… Sí, estamos bien… De acuerdo —colgó el teléfono—. Alguien nos espera en el vestíbulo.

—Quieren asegurarse de que no les vamos a demandar. Bueno, ¿cuándo continuamos nuestra conversación?

Ella lo miró sorprendida.

—¿Quiere oír más?

—Todavía no hemos hablado de los impuestos —sonrió él—. ¿Qué le parece si cenamos juntos mañana?

—Yo…

El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. Un hombre trajeado y con expresión preocupada los saludó e insistió en que lo acompañaran a la oficina para rellenar unos formularios. Jake le dio su tarjeta a aquel hombre.

—Mande esos formularios a mi oficina mañana. Le diré a mi abogado se ocupe de ellos. Nosotros nos vamos a casa ahora mismo.

El hombre miró la tarjeta, se puso pálido y, por fin, se marchó.

—La acompaño hasta su coche —dijo Jake, poniéndose la chaqueta—. ¿Dónde lo tiene aparcado?

—Vine en taxi. Mi coche decidió que la tormenta de hoy era una buena ocasión para dejarme tirada.

—Entonces, la llevaré a casa —dijo él, mientras pulsaba el botón de llamada del ascensor.

—No se preocupe. Tomaré otro taxi.

—No. Yo la llevaré.

Ella alzó barbilla. Jake había notado que eso significaba que iba a ponerse a discutir. Para evitarlo, señaló hacia las ventanas.

—Todavía llueve. Un caballero no permitiría que una mujer esperara un taxi bajo la lluvia.

—No necesito que ningún caballero cuide de mí. Tengo dos brazos, dos piernas y un cerebro, igual que usted.

Él sonrió. Nadie lo había tratado así, como si fuese un hombre cualquiera, en mucho tiempo. Hasta ese momento, no se había dado cuenta de cuánto lo echaba de menos.

—La voy a llevar a casa porque tengo coche y usted no. ¿De acuerdo?

—¿Cree que va a protegerme del hombre del saco? Vivo sola desde hace casi siete años y nadie me ha raptado todavía.

Las puertas del ascensor se abrieron.

—No debe ir sola de noche por el centro de Denver. Por favor…

Ella lo miró con los ojos entornados, haciendo un visible esfuerzo por relajarse.

—De acuerdo. Lo siento. Parece que usted hace salir lo peor de mí… igual que mis hermanos —entró en el ascensor y se giró hacia la hilera de botones—. Nivel uno, ¿no?

Él asintió y entró en el ascensor. No hablaron durante el corto descenso. Cuando salieron, Jake le puso la mano en la espalda para guiarla hacia su coche, pero ella se apartó, dando un respingo.

—¿Este es su coche? —preguntó Claire mientras él le abría la puerta de un todoterreno verde oscuro.

—Sí. ¿Pasa algo?

—No, solo que pensaba que tendría una limusina, o un Mercedes, por lo menos.

—Pues no.

Jake cerró la puerta y dio la vuelta para sentarse al volante. Encendió el motor y salieron a las calles mojadas. La dirección de Claire fueron las únicas palabras que pronunciaron hasta que él detuvo el coche frente a un edificio de apartamentos.

—Ha estado muy callada.

—No quería distraerlo —dijo ella, buscando el cierre de la puerta del coche—. Gracias por traerme.

—La recogeré mañana a las siete y media.

Ella se quedó parada.

—Eso parece una cita.

—Tengo que asistir a una fiesta benéfica y debo ir acompañado. ¿Por qué no combinar el placer y los negocios?

—Por muchas razones.

—Dígame tres.

—Si tenemos una cita, usted pensará en mí como mujer.

—Es difícil no hacerlo —sonrió él—, teniendo en cuenta que es usted una mujer. ¿Segunda razón?

Ella frunció el ceño.

—Si piensa en mí como mujer, no me tomará en serio como contable.

—No es cierto. Ya ha visto que la he tomado en serio esta noche. Dos razones descartadas. Queda una.

Ella desvió la mirada.

—A mí… nunca se me han dado bien las citas. Alex, mi cuñada, dice que asusto a los hombres a propósito… Verá, si tenemos una cita, muy pronto yo no le gustaré, o usted no me gustará, y eso hará muy difícil que trabajemos juntos. Suponiendo que me contrate, claro.

—¿Lo hace? —preguntó él tranquilamente—. ¿Asusta a los hombres a propósito?

—Mire, no quisiera…

—Responda a la pregunta.

—Probablemente —suspiró ella—. Al menos, lo hacía en el instituto y en la universidad, porque allí solo había vaqueros con la cabeza llena de heno. Y, desde que vivo Denver, no he conocido a ningún hombre que me guste.

Jake apreció su sinceridad.

—Quedo advertido. Pero, le diré algo… Yo no me asusto fácilmente.

—No. No creo que lo haga —dijo ella, apartando la mirada. Volvió a buscar el cierre de la puerta, pero él la agarró del brazo.

—Una pregunta más. ¿Qué quería decir con eso de que necesita dinero o no podrá tener hijos?

Una boda precipitada

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