Читать книгу Cuando el anarquismo causaba sensación - Martín Albornoz - Страница 6
ОглавлениеIntroducción
El anarquismo como una flor extraña
El 9 de septiembre de 1897, en la casa donde trabajaba como mucamo, José María Acha recogió el ejemplar de La Prensa que, al igual que todas las mañanas, un diariero había depositado en el zaguán. Aprovechando que sus patrones dormían, Acha se acomodó en un sillón del lujoso vestíbulo, hizo a un costado el plumero y la escoba que llevaba en sus manos, y se dejó llevar por la lectura. Pasó las páginas de los avisos clasificados que concentraban ofrecimientos y demandas de trabajo, ventas y alquileres de viviendas. No es posible saberlo, pero era difícil que tuviera tiempo para entretenerse con los extensos editoriales y folletines de la página 3. Lo que seguro capturó su atención estaba en el Boletín Telegráfico de la página 4. Allí, un gran titular daba cuenta de un atentado contra el ministro español Cánovas del Castillo perpetrado por el anarquista italiano Miguel (esto es, Michele) Angiolillo. La “sensacional información” lo puso al tanto de algo de lo que nunca había oído hablar: “No sabía entonces lo que eran esos señores anarquistas, ni lo que tal nombre significaba”.[1]
Con el tiempo, el joven mucamo colmó de significados la palabra “anarquista”, cuando se transformó en fiel representante del movimiento libertario rioplatense en su momento de esplendor.[2] Cincuenta y cuatro años después del asesinato de Cánovas, Acha decidió que había llegado el momento de dejar por escrito algunos trazos de su biografía, como muchos de sus compañeros de ideas. Pero su punto de partida era distinto al de las memorias militantes que, por regla general, subrayaron el impacto directo que tuvo la propaganda en favor de un mundo sin explotación y sin estados en los contactos iniciales con el anarquismo. No era eso lo que le había pasado a Acha: en su caso, la irrupción fue mediada por lo que sus camaradas del futuro despreciaban como “prensa burguesa”.
Este libro se propone elucidar esa escena íntima para conectarla con las experiencias de una infinidad de lectores y lectoras que también se enteraron por los diarios e impresos de Buenos Aires de la existencia de una flor extraña llamada anarquismo, cuya aparición enigmática excitó la imaginación mundial hacia finales del siglo XIX y comienzos del XX. En ese contexto, una de las ideas que aquí se defienden es que cuando los porteños y porteñas tomaron contacto con “los señores anarquistas” no lo hicieron desde la realidad local de un movimiento en ciernes, sino por influjo de una geografía y de acciones internacionales. La prensa fue clave en ese proceso que puso en contacto la realidad de Buenos Aires con las ciudades de París y Barcelona, donde en la última década del siglo XIX se desató una verdadera fiebre de atentados que involucraron a anarquistas.[3] Siguiendo el hilo de la crónica internacional publicada en los grandes diarios de la capital argentina, el presente libro sostiene que el nacimiento del anarquismo en la ciudad no obedeció principalmente a la dinámica del conflicto social ni al desarrollo del propio movimiento libertario. Fue, en primer lugar, la expresión de un imaginario social tramado en íntima relación con la modernización periodística. Al señalar la importancia de este fenómeno –el anarquismo como representación–, el libro toma distancia de las interpretaciones más habituales sobre los orígenes y las características de su expresión porteña.
La historiografía sobre el anarquismo en Buenos Aires es abundante y diversa. Sin embargo, puede dividirse en dos grandes líneas de indagación. La primera, ofrecida por la historia social de fines de la década de 1970, tuvo como principal preocupación desentrañar cuánto incidió la presencia anarquista en la conformación del movimiento obrero argentino. De este modo, el devenir del anarquismo fue estudiado considerando la forma paulatina en que sus militantes –a fuerza de huelgas, protestas y confrontaciones– ganaron peso en el mundo gremial. Según esta lectura, su realización más importante fue imponerse primero en la Federación Obrera Argentina (FOA) y luego en la Federación Obrera Regional Argentina (FORA), en cuyo congreso de 1905 se consolidaron “los principios económicos y filosóficos del comunismo anárquico” como horizonte de expectativas.[4] Correlativamente, este enfoque interpretó el ocaso del anarquismo como resultado de la pérdida de esa hegemonía gremial en manos del sindicalismo revolucionario y del comunismo.
Una segunda línea de investigación, más reciente, señaló que no era posible reducir la existencia histórica del anarquismo a la puja entre obreros y patrones, sino que su incidencia se debía a sus intervenciones culturales, que involucraban a otros actores de origen no proletario. Sin desentenderse de los tiempos del conflicto social, esta aproximación colocó en primer plano un sinfín de iniciativas políticas y culturales como la edición de folletos y periódicos, la organización de actos y conferencias, la construcción de un denso tejido asociativo, la ocupación del espacio público y las propuestas pedagógicas anarquistas. Con los trabajos de Dora Barrancos y Juan Suriano, se abrió un camino más fértil y complejo para comprender sentidos inexplorados y novedosos que resituó la presencia del anarquismo en el panorama social y cultural porteño del cambio de siglo.[5] Sin embargo, esa apertura interpretativa, con el paso del tiempo, declinó en una agenda de investigación fragmentaria atravesada por la idea de que el anarquismo –por su propia predisposición doctrinaria– debía tener algo para decir sobre cualquier asunto y que sus opiniones fueron contrarias a los valores de su tiempo. Así, por ejemplo, con resultados muy desiguales, los anarquistas fueron emplazados a pronunciarse sobre la sexualidad, el amor, el arte, la lectura, la familia, la educación, la niñez, la violencia, el militarismo, la ciencia, la sexología, la salud, la muerte o la ley.[6] En definitiva, se los vio como protagonistas de una cultura contestataria, situada al margen y en oposición a la cultura “burguesa” dominante.
Ya fuera una expresión del movimiento obrero o de una cultura propia, tomados en conjunto, los estudios sobre el anarquismo de Buenos Aires compartieron ciertos trazos en común. El primero es haber exagerado su endogamia: con pocas excepciones, antes que analizar contactos, cruces y contaminaciones con otras corrientes ideológicas o culturales, las dos perspectivas terminaron por coincidir en que el desenvolvimiento del movimiento libertario implicó una suerte de proyección de adentro afuera, como si se tratara de una entidad autónoma. Este efecto se vio potenciado por el tipo de fuentes utilizadas, mayormente elaboradas por los propios anarquistas en su prolífica cultura impresa. El segundo elemento compartido ha sido un recorte geográfico que, más allá del evidente origen migratorio de muchos de los prosélitos de la anarquía, pocas veces se refirió a la conexión que ligó la realidad de Buenos Aires con la de otras ciudades del mundo. En los últimos años, esta inflexión fue subsanada por otra historiografía académica –principalmente producida en el exterior– que destacó que el anarquismo en realidad fue un movimiento transnacional de proliferación simultánea por fuera de los grandes centros europeos, en puntos tan distantes entre sí como Egipto, Perú, Sudáfrica, China, Brasil o la Argentina.[7] La clave de esa dispersión habría estado en la capacidad de los anarquistas de generar redes de intercambio y en el nomadismo de sus propagandistas.[8] Sin embargo, esta sugerente perspectiva no tuvo en cuenta que esa diseminación no se debió solo a la perseverancia y el internacionalismo de su militancia, sino que en gran medida fue resultado de la circulación de noticias y discursos que, como atinadamente observó Lila Caimari, hizo del anarquismo “el primer grupo disidente cuya descripción transcurre a escala global”.[9]
Prestando atención a ese complejo caleidoscopio cultural y social conformado por matutinos como La Nación y La Prensa, vespertinos como El Diario o revistas ilustradas como Caras y Caretas, se puede oír el eco de las explosiones de París o Barcelona y comprender el estupor que el asesinato de un presidente francés o de un monarca europeo causó en los porteños. La evidencia es tan abrumadora que invita a pensar que en la ciudad, así como en casi todo el planeta, un ingrediente fundamental de la constitución del anarquismo fue su condición mediática, mucho más poderosa que la de su contemporáneo, el llamado socialismo científico. De este modo, también en Buenos Aires, con sus peculiaridades, se confirma una idea de Uri Eisenzweig: gracias al periodismo, en la época de los grandes atentados parisinos, el anarquismo se “transformaría de un fenómeno más o menos ignorado por el gran público en un factor, si no mayor, al menos siempre presente […] en el debate, o, para ser más precisos, en el imaginario político occidental”.[10] Siguiendo esa propuesta, el punto de partida del libro, entonces, está dado por la lectura sistemática de la prensa diaria de Buenos Aires en un momento muy particular de su historia.
Espejos gráficos maravillosos
Cuando José María Acha recogió La Prensa una mañana de septiembre de 1897, ese diario, fundado por José C. Paz en 1869, imprimía alrededor de 80.000 ejemplares. La magnitud de su tirada (y el consiguiente abaratamiento de su costo) era un dato más de un proceso de modernización visible en la diagramación, la inclusión de grabados y fotografías, la publicidad, la diversificación noticiosa y la importancia otorgada a la primicia.[11] Que la información internacional haya sido punta de lanza de ese proceso fue algo de lo que se jactaron los propios editores. En enero de 1903, en un número especial ilustrado, La Prensa celebraba su condición de diario moderno guiando a los lectores por una suerte de trastienda de su redacción, su lujoso edificio y sus innumerables servicios, entre ellos y en un primerísimo plano sus servicios telegráficos y corresponsalías en el extranjero. A la vez que exaltaba esos avances, la oportunidad era propicia para caracterizar a su lector ideal como aquel “que busca ávidamente la nota que pique su curiosidad, excite su interés o deseo de las últimas novedades literarias, científicas o artísticas en alas de electricidad de allende los mares”.[12] Ese impulso modernizante también fue característico del otro gran matutino de la ciudad, La Nación, que para la misma fecha hacía circular unos 58.000 ejemplares. Según el exhaustivo estudio de Navarro Viola de 1897, uno de sus atributos era la “perfección alcanzada por su servicio telegráfico”, que en el año del asesinato de Cánovas había permitido seguir en sus columnas “paso a paso” todos los acontecimientos mundiales.[13] Por vía de diarios que, según apuntó otro lúcido observador, se habían vuelto “espejos gráficos maravillosos, que nos hacen ver casi instantáneamente cuanta novedad o hechos de interés se producen en cualquier punto de la tierra”, las ideas, las vidas, los actos y los retratos de los anarquistas ingresaron en la cotidianidad de Buenos Aires.[14]
Publicaciones como La Prensa y La Nación eran la cara más visible de una prensa en veloz expansión, que amplificaba todo lo referido al mundo ácrata. El éxito mediático del anarquismo generó una corriente de opinión internacional según la cual quien ponía una bomba o mataba a un rey o a un presidente lo hacía con un ojo puesto en su objetivo y otro en los periódicos que, indefectiblemente, transformarían el hecho en noticia. Por eso, el anarquista era visto como una encarnación moderna del mito de Eróstrato, el pastor de la Grecia antigua que incendió el gran templo de Artemisa en Éfeso con el único propósito de que su nombre fuera recordado eternamente. Esa sed de notoriedad a cualquier precio recibió en la época el nombre de erostratismo y fue esgrimida por la criminología como una explicación posible a los desconcertantes delitos anárquicos. Así, personas que de otro modo no habrían dejado rastros de su existencia estaban logrando vencer su intrascendencia inmediata gracias a atentados realizados al grito de “¡Viva la anarquía!”.
Esta explicación no se limitó a escarnecer al “ingenuo” anarquista. También lanzó sus dardos al aliado de la era de los atentados: la gran prensa. En Lyon, ciudad que en 1894 fue escenario de uno de los magnicidios más resonantes, el criminólogo Pierre Valette defendió su tesis destinada a desentrañar los misterios del erostratismo; criticaba el lujo de detalles con que los principales matutinos parisinos informaban sobre todos los atentados anarquistas. En sus palabras, la modernización del crimen era indisociable del perfeccionamiento de la prensa comercial, a lo que se sumaría la curiosidad escabrosa de un público ávido de emociones fuertes.[15] Al poco tiempo, pero en Buenos Aires, uno de los protagonistas de este libro, José Ingenieros, hacía suya la teoría de Valette cuando la glosaba en un escrito titulado “La vanidad criminal”.[16] En tono de burla, Ingenieros traía a colación la manía de los ácratas por acaparar las primeras planas de los diarios, apoyándose en los periodistas. Su argumento puede resumirse del siguiente modo: los anarquistas más famosos de su tiempo, uno más audaz que el otro, antes que un reino de igualdad y libertad, buscaban alcanzar un fin más narcisista, ver su nombre impreso en letras de molde. Más allá de la explicación de fondo, las intervenciones de Valette e Ingenieros permiten recuperar el estrecho vínculo entre prensa moderna y anarquismo que, como señaló Benedict Anderson, involucró a un “público global”, gracias a la expansión informativa.[17]
Esto hizo que el anarquismo tuviera intérpretes en geografías muy diversas. El propio Anderson analizó la forma en la que el líder nacionalista filipino José Rizal se nutrió del poder expresivo de la dinamita para dar forma a su literatura y a su anticolonialismo. Para la misma época, en el otro extremo del planeta, el periodista y político cubano Manuel Márquez Sterling evocaba la fascinación que generaba en los lectores del periódico La Justicia la figura de François Claudius Koeningstein, más conocido como Ravachol, famoso por haber combinado el robo, la falsificación de dinero, la dinamita, la profanación de tumbas una apasionada defensa del anarquismo con el asesinato de un ermitaño, motivo por el cual fue guillotinado. Vázquez Sterling con resignación dejó apuntado: “Nada… Ravachol se impone. Los pacíficos habitantes de la región camagüeyana se preocupan demasiado con las gracias anarquistas y todo lo demás lo juzgan vulgar y falto de interés”.[18] Por su parte, desde París, el escritor portugués Eça de Queirós, habitual colaborador de la Gazeta de Notícias de Río de Janeiro, entabló una suerte de diálogo continuo con sus lectores cariocas al ritmo de las explosiones. Con escepticismo e ironía, consciente de que el telégrafo allanaba su camino, Eça de Queirós avanzó en una línea de reflexión reposada para tornar inteligible lo que se presentaba como un fenómeno opaco. Cuando en febrero de 1894 Auguste Vaillant dejó caer su bomba en plena sesión del Parlamento francés, el célebre novelista remarcó una triple condición en ese acto:
En un crimen como el de Vaillant caben, en suma, tres impulsos determinantes. En primer lugar hay un deseo de venganza, completamente personal, por las miserias padecidas durante mucho tiempo en el anonimato y la indigencia. Luego un apetito morboso de celebridad, como lo prueba el hecho de que Vaillant, la víspera del lanzamiento de la bomba, se hiciera fotografiar en una actitud arrogante mirando a la posteridad. Y por último, está el propio propósito de aplicar la doctrina de la secta que, habiendo condenado a la sociedad burguesa y capitalista como único impedimento para la definitiva felicidad de los proletarios, ha decretado la destrucción de esa sociedad. Solo este lado sectario del crimen nos interesa especialmente respecto a su inutilidad, porque por los otros dos lados, el acto no fue inútil, ya que Vaillant cumplió su venganza y alcanzó la celebridad.[19]
A la vista de estos ejemplos, llama poderosamente la atención la sincronía global del intento por aventurar hipótesis explicativas sobre la conducta anarquista. Al mismo tiempo que Eça de Queirós escribía desde París para su público de Río de Janeiro, en Buenos Aires, el poeta nicaragüense Rubén Darío publicó un artículo en La Tribuna con el elocuente título “Dinamita”, lo que dio rienda suelta a una afectación abrumada al considerar al anarquismo, dentro del torrente principal del socialismo, como una expresión de igualitarismo morboso que amenazaba a la sociedad por renegar de la sensibilidad religiosa.[20] Darío, que no se privaba de considerar a Ravachol un “artista exquisito”, veía en el anarquismo “una savia dañina”. Con relación a los anarquistas, la metáfora botánica fue recurrente y sirvió para expresar temor pero también curiosidad frente a la posibilidad de que en el rico suelo agropecuario argentino llegaran a germinar esas flores exóticas.
El anarquismo a través del espejo
A finales del siglo XIX, el caudal de información sobre los atentados anarquistas en otras latitudes generó inquietud sobre cómo podía impactar en Buenos Aires un fenómeno que se consideraba impropio de la realidad local. En esa línea, el vespertino católico La Voz de la Iglesia publicó en 1898 un suelto en el que señalaba que el peligro no eran los anarquistas, sino las noticias sobre ellos, ya que en ciudades donde no los había el riesgo era crearlos. Así, en ocasión de otro resonante crimen, esta vez el de la emperatriz de Austria en Ginebra, un malhumorado redactor se quejaba de que se exaltara al criminal más de lo que se demostraba congoja y condena ante su atentado:
Los dos diarios grandes de esta capital, La Nación y La Prensa ostentan en sus columnas de ayer, no solamente la biografía del asesino de la emperatriz de Austria, sino también su retrato; es decir, todos los elementos para elevar al sujeto a la más alta popularidad, como si se tratara de un benefactor de la humanidad.
No escapará el buen sentido del lector que esta clase de publicaciones no debe hacerse, porque, lo mismo que en el caso de los suicidios, en el presente, la fabricación de la celebridad constituye una especie de aliciente para los asesinos.[21]
La alarma se encendía, una vez más, ante la posibilidad de que alguien en Buenos Aires intentara imitar al asesino de la emperatriz. Sin embargo, la emulación del atentado no fue una consecuencia inmediata, lo que no quiere decir que no haya habido otros efectos. Separados por una década entre sí, dos famosos caballos bautizados Ravachol –por ejemplo– descollaron en el hipódromo porteño.[22] También se supo que un pendenciero de barrio gustaba hacerse llamar como el insigne dinamitero.[23] Estos casos muestran que las esquirlas de las explosiones habían llegado a la ciudad, aunque no de un modo siniestro. Pero la aprensión católica ilumina un aspecto fundamental: la prensa estaba alimentando un frondoso imaginario social que se entreveró y nutrió experiencias e interacciones locales. Es importante tener en cuenta que cuando en este libro se habla de “imaginario” la expresión no alude a algo falso o instrumental, ni a una distorsión u oscurecimiento de una realidad más real, en la cual sería posible encontrar un anarquista esencial.[24] Por el contrario, fue cultural y socialmente productivo para quienes tuvieron que interactuar con los diferentes tipos de anarquistas disponibles para el abanico de consumos del público lector.
De este modo, el libro busca demostrar que a los anarquistas les cupo una extraña suerte: que en su historia resulta tan importante el modo en el que fueron representados por lectores de diarios y revistas, parlamentarios, policías, criminólogos, socialistas, periodistas, escritores e inmigrantes (preocupados por lo que sucedía en sus países de origen), como lo que ellos mismos hicieron y dijeron.
Interesarse por las representaciones del anarquismo implica ingresar en un territorio histórico que ha sido balizado en sus inicios por aquellos cuyo propósito primordial fue denunciar el carácter distorsivo de esas representaciones, ya que, según se desprende de esta lectura, allí donde hubo un anarquista, algún poder al servicio del estado o la burguesía se habría mostrado dispuesto a estigmatizarlo con el único fin de justificar su represión. Como un imperativo moral, entonces, aquel que estudiase el anarquismo debía tener muy clara esa funcionalidad de la cultura para no dejarse engañar ni perpetuar el engaño. En la Argentina, la operación histórica que mejor condensó esa tendencia, replicada en muchos estudios posteriores, fue la del periodista y escritor Osvaldo Bayer. Estaba tan obsesionado Bayer por el efecto deformante de las representaciones sociales que, al escribir en los años sesenta la biografía de Severino Di Giovanni –el anarquista pistolero que en la década de 1920 tuvo en vilo a la sociedad porteña–, su interpretación consistió en refutar cuanto se había escrito al respecto por entonces.[25] Desde el anónimo redactor de crónicas policiales, contemporáneo a los sucesos que narraba, hasta los intelectuales consagrados de la posteridad, todos habrían sido responsables de un mal incalculable al repetir “la historia oficial”. Este afán por combatir la demonización del anarquista provocó en Bayer un efecto distorsivo simétrico: la exaltación de sus inflexiones más agresivas, no solo frente a sus enemigos naturales, sino frente a los propios correligionarios de Di Giovanni que no vieron con buenos ojos que, en nombre del anarquismo, recurriera a una suerte de violencia sin forma. El resultado, como un juego de espejos, no es tan sorprendente. Tanto Bayer como aquellos a quienes hacía comparecer en su juicio histórico coincidían en subrayar la importancia de las bombas y los atentados como elementos distintivos del movimiento libertario en su conjunto.
Bayer no fue el único que transitó esa senda argumental que exaltó la violencia anarquista. En 1971, David Viñas publicó el primer tomo de un proyecto más amplio e inconcluso sobre las rebeliones populares argentinas, titulado De los montoneros a los anarquistas. Aunque no desconoció otros aspectos del complejo movimiento anarquista, su significación última solo se revelaba en una fecha bien concreta: el 14 de noviembre de 1909, cuando el anarquista ruso Simón Radowitzky asesinó al jefe de policía Ramón Falcón (y de paso a su secretario Alberto Lartigau) como respuesta a la represión durante la manifestación del 1º de Mayo de ese mismo año. Así, ese momento quedó fijado como representativo de una época: “Cuando Radowitzky elimina al jefe de policía, no solo elige a quien condensa al máximo la violencia del sistema, sino que se convierte en el emergente de inmigración frustrada. Su acto otorga sentido a todo un fracaso sin voz”. Para fortalecer la generalización de un aspecto marginal, Viñas remata: “La acción aparentemente individual de Radowitzky prefigura, en su secreto, la muerte de un sistema”.[26] Estas aproximaciones dan mucha más cuenta sobre el momento en el cual Bayer y Viñas escribieron que sobre la propia historia del anarquismo. Si Bayer vio en Severino Di Giovanni al Che Guevara y en Radowitzky Viñas vio el fin del mundo burgués, es muy probable que en esa celebración de los atentados fueran sus propias expectativas revolucionarias las que se asociaron con aquello que en el pasado parecía anticiparlas. Viñas explicitó esa remisión –que bien podría constituir la invención de una tradición en su versión más instrumental– al describir su aproximación al anarquismo como la búsqueda de “un rescate del pasado utilizable” para los combates del presente.[27]
La historiografía académica fue bastante más discreta en su acercamiento a las representaciones del anarquismo. Sin embargo, la mirada más sofisticada no borró el sesgo: los discursos e imágenes que tomaron al anarquismo tuvieron el propósito de brindar herramientas para su criminalización. Cuando Eduardo Zimmermann estudió el surgimiento de una fracción de la élite sensible a la cuestión social, en su análisis ese espíritu reformista estuvo condicionado porque le era necesaria la “exclusión del anarquismo”.[28] De manera similar, en su trabajo sobre las tensiones del estado oligárquico en materia social, Juan Suriano no dejó de señalar que combatir al anarquismo era un objetivo tan claro como los primeros intentos de intervenir frente al aumento de la conflictividad social.[29] En ambos casos, los intentos de las autoridades estatales se habrían valido de las teorías criminológicas obsesionadas por la defensa social y de la policía reducida a una simple herramienta. Quien dio un paso más en esa dirección fue Pablo Ansolabehere, al ponderar la diversidad de registros literarios y ensayísticos que incorporaron en su temática a los anarquistas. Pese a la variedad de obras y tonos analizados, Ansolabehere concluye que esa heterogénea literatura estuvo sostenida por el interés de las autoridades en criminalizar a todos los anarquistas sin más y, recuperando el concepto de “ficciones estatales” de Ricardo Piglia, sostiene: “La historia del anarquista delincuente es un caso paradigmático de ficción estatal, ya que en su elaboración participan una serie de instancias ligadas con el Estado o delineadas por el poder ejecutivo”. De este modo, a los ojos de sus contemporáneos, el anarquista era sinónimo de “delincuente” y el anarquismo, espejo del “mal”, sin matices.[30]
La perspectiva de este libro es diferente y, podría decirse, inversa. No busca recomponer los mecanismos de exclusión del anarquismo, sino, por el contrario, sus formas de inclusión en la realidad social y cultural de Buenos Aires desde 1890 hasta los primeros años del siglo XX. No niega en absoluto que los libertarios hayan sido objeto de políticas y prácticas represivas, pero tampoco presupone que estas hayan sido las únicas reacciones que tuvieron lugar en la arena cultural. A diferencia de los trabajos mencionados, no pone el acento en los momentos de mayor tensión dramática, sino que recupera la historicidad de las interacciones en las cuales, con un ritmo menos sincopado y hasta a veces más armónico, el anarquismo, aun con su brutal fama internacional, logró entreverarse con la historia de la ciudad. En este recorte, la prensa, cuyo desvelo por el anarquismo difícilmente pueda ser asimilado a lo que sea que se entienda por estado, ha sido una fuente principal, ya que gracias a ella es posible vislumbrar múltiples encarnaciones.
Si algún elemento distintivo tuvo el anarquismo fue el de haber sido vivido como un fenómeno radicalmente novedoso. En este punto, el libro demuestra que fue un elemento clave de la modernidad de la ciudad de Buenos Aires, que lejos de ser temido, fue esperado y deseado. Antes que reprimido, narrado. Cuando a comienzos del siglo XX la presencia del movimiento se volvió más evidente, ya hacía por lo menos una década que muchas personas creían tener una idea formada sobre lo que podía ser o llegar a ser. Esta constatación de que los anarquistas de Buenos Aires no eran como los de París o Barcelona trajo cierto alivio. Es el caso de Manuel Bilbao, quien en 1902 escribió un fresco histórico sobre la ciudad y allí dedicó un apartado especial al anarquismo porteño, adjudicándole un rasgo alentador. Sus 5000 adeptos, cantidad usualmente invocada en los albores del siglo XX, eran más teóricos que prácticos (en el sentido de “violentos”). Esto le permitía afirmar con serenidad:
Esta planta exótica de la vieja Europa no puede prosperar en un país joven como el nuestro, en el que las clases obreras y menesterosas no sufren las necesidades y miserias que allá pasan. Los anarquistas gozan de entera libertad, y entre ellos ha habido algunos que se reputaban peligrosos, pero que felizmente hasta ahora, no han producido ningún atentado.[31]
El optimismo de Bilbao sería puesto en cuestión muy poco después, con las huelgas y atentados que se sucedieron. Pero eso no implicó necesariamente un cambio de actitud general, ni una condena en bloque, sino que el nuevo escenario puso de relieve una mayor diversidad de reacciones, que deben ser comprendidas en su especificidad. En efecto, cuanto más se adentra en los universos en los que la figura del anarquista caló, más difícil se hace sostener que hubo una sola manera de representarlo. Recuperando las huellas de la heterogeneidad y la potencia creadora de la alteridad, siempre en diálogo con lo que propagaban los grandes diarios de la ciudad, este libro busca destellos del anarquismo en una frondosa cultura impresa, característica distintiva de la ciudad.
Siguiendo estas coordenadas, el libro está organizado en cinco capítulos, cuyos ejes son específicos, pero interconectados. Si bien no siguen necesariamente un orden cronológico, el libro demuestra que durante la última década del siglo XIX se desplegó una suerte de preparación cultural en la forma de interpretar y representar al anarquismo, anterior a cualquier otra forma de existencia.
El capítulo 1 se propone reconstruir el formidable impacto que tuvo en Buenos Aires la miríada de explosiones de bombas y regicidios ocurridos en Europa y los Estados Unidos entre 1890 y 1905. Registros tan disímiles como telegramas, corresponsalías, fotografías, colaboraciones provenientes del exterior y crónicas locales son leídos con especial atención al modo en que se inscribieron en la ciudad. En este sentido, se presta particular atención a las significaciones locales de los atentados anarquistas, a las interpretaciones que circularon y a las reacciones populares que en forma de manifestaciones dolientes tomaron las calles de Buenos Aires.
El capítulo 2 se interesa por la vida porteña del anarquismo a partir de las noticias locales. Gracias a las crónicas policiales (tan atentas a lo escabroso y a los rumores), las exploraciones periodísticas que en vano buscaron a Ravachol en la ciudad y los relatos de huelgas en las cuales se percibía la insólita pero razonable presencia de anarquistas, se reconstruye un ecosistema diverso y complejo que permite afirmar que la germinación del anarquismo no reconoció una sola dimensión. A la vez, el capítulo hace foco en lo que fue presentado como un anarquismo cordial gracias a la presencia fulgurante del médico, criminólogo y agitador libertario Pietro Gori, quien entre 1898 y 1902 gozó de un abrumador prestigio y admiración públicas. Su éxito dice tanto sobre los propios encantos de Gori como de una ciudad que identifica en él a una celebridad moderna y refrescante, antes que un peligro para la sociedad.
El capítulo 3 cambia de escala y perspectiva: incursiona en las representaciones y figuras que sobre el anarquismo desplegó el también incipiente socialismo en Buenos Aires. Su punto de partida surge de la lectura de periódicos como El Obrero y La Vanguardia y las evocaciones de sus militantes; de allí en más, reconstruye los diferentes espacios de sociabilidad capturando el clima de fervor y el tenor polémico que unió a socialistas y anarquistas. Más que sostener que ese combate fue una deriva necesaria de un desencuentro político y doctrinario, el capítulo muestra un prolífico repertorio de imágenes y giros retóricos que estuvieron fuertemente atravesados por lo que las noticias internacionales propagaban como rasgos propios del anarquismo. También se revela que fueron los socialistas quienes sí tomaron nota, y con más vehemencia, sobre la peligrosidad del anarquismo. Este recorte muestra cómo ciertas asociaciones del anarquismo con las bombas, la provocación y la irracionalidad no fueron en verdad monopolio de las élites políticas.
El capítulo 4 recompone la sinuosa trayectoria de la criminología en Buenos Aires y sus primeras aproximaciones al fenómeno anarquista. No se consideran aquí las perspectivas de los criminólogos como parte de un campo homogéneo; lo que salta a la luz es un posicionamiento diverso y cambiante que no es fácil de reducir a una dimensión instrumental. Aquello que médicos como José Ingenieros y Francisco de Veyga observaron e intuyeron estuvo tamizado por múltiples lecturas y experiencias, muchas de ellas construidas al margen de la grilla pergeñada por el célebre Cesare Lombroso. Otras referencias teóricas formaron parte del esfuerzo por dilucidar un fenómeno que, antes que nada, fue representado como irreductible a la aplicación de modelos de interpretación preestablecidos. Solo de este modo es posible comprender por qué, luego de que en 1905 fracasara un intento de asesinar al presidente argentino Manuel Quintana, fue el criminólogo Francisco de Veyga quien ensayó una conmovedora defensa del anarquista que le disparó con su revólver.
Por último, el capítulo 5 aborda la cuestión de la atención prestada por la institución policial al anarquismo desde fines del siglo XIX. Es sabido que la policía desplegó una temprana labor de vigilancia sobre el movimiento libertario en sus múltiples formas. Sin embargo, es muy poco lo que sabemos acerca de la sensibilidad específica de los miembros de la fuerza frente a uno de los principales asuntos que reclamó su atención en el cambio de siglo. El capítulo realza la mirada policial y acompaña a los agentes de investigaciones en sus derivas por el universo anarquista de la ciudad, bajo un imperativo que la propia fuerza condensó en la fórmula “conocerlos a todos y conocerlos bien”. Además, por la propia naturaleza de su objeto, el capítulo rescata la dimensión interactiva, las zonas grises y el vínculo que unió a los anarquistas con los agentes policiales en diferentes momentos y situaciones. En diversos escenarios, se recuperan las percepciones y actitudes de los anarquistas, sus sospechas y temores frente a la intrusiva actividad policial. De esta manera, se intenta demostrar el carácter culturalmente creativo de la lucha, como una zona de conocimiento mutuo y disputa donde la afectividad –sobre todo, el odio y la burla, el recelo y el rencor, emociones válidas tanto para los anarquistas como para los policías– no fueron meros ornamentos, sino parte de la materia con que se forjó el vínculo entre ambos polos.
A diferencia de la mayoría de las obras que trataron el tema, este libro no se ciñe a lo que los anarquistas hicieron o dijeron sobre sí mismos. Si bien sus voces y refunfuños afloran una y otra vez, atacando o defendiéndose, el horizonte de interpretación es más amplio. Así, estas páginas recuperan el consejo de Marc Bloch: para comprender verdaderamente un fenómeno histórico no es posible limitarse a un tipo único de documento. Según sus palabras, “cuanto más se empeña el historiador en llegar a los hechos profundos, menos se le permite esperar la luz sino por rayos convergentes de testimonios de naturaleza muy diversa”.[32] De ahí que en este libro se apueste siempre por invocar la condición múltiple y coral del fenómeno anarquista, ya que no es posible narrar las peripecias libertarias del pasado sin atender a los modos en los que fueron figurados e imaginados. Dicho sea de paso, del análisis se desprende que esos modos fueron tan poderosos que muchas veces los anarquistas los hicieron propios.
* * *
El origen de este libro fue una tesis doctoral en historia defendida en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires a comienzos de 2015 y elaborada con el apoyo de dos becas del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas que me permitieron dedicarme exclusivamente a la investigación. Sin embargo, nada habría sido posible sin el acompañamiento y la guía de mi director Juan Suriano, de quien aprendí, entre otras cosas, que el anarquismo era históricamente relevante a pesar del anarquismo en sí. Su fallecimiento en 2018 me dejó un vacío imposible de llenar.
Siempre me sentí acompañado por muchas personas, a quienes deseo agradecerles muy especialmente:
En primer lugar, a Mirta Lobato por su cariño, paciencia y confianza.
A Christian Ferrer solo puedo agradecerle por todo. Menos que eso sería nada.
Igualmente agradecido estoy a Sandra Gayol, Ricardo Martínez Mazzola, Agustina Prieto, Sylvia Saítta, Pablo Ansolabehere y Lila Caimari, juradas y jurados de mis tesis de maestría y de doctorado, por sus observaciones críticas, que resultaron fundamentales.
Las páginas que siguen fueron leídas, releídas y discutidas por colegas a quienes les debo el entusiasmo y el cariño tanto como la sinceridad y el acompañamiento. Las reuniones campestres con Diego Galeano, Lila Caimari y Cristiana Schettini terminaron por darle forma a este libro. Tengo la suerte de que, además, son el historiador y las historiadoras con más creatividad e imaginación que conozco.
Roy Hora leyó con generosidad y rigurosidad. Todas sus recomendaciones fueron tenidas especialmente en cuenta porque siempre contribuyeron a mejorar el manuscrito.
Si no hubiera sido por Claudia Román, la reescritura habría sido mucho más árida. Su precisión y sentido del humor resultaron fundamentales.
Este libro, a la vez, forma parte de una intensa conversación sobre temas globales que sostengo con Martín Bergel hace largo tiempo. El murmullo de ese intercambio también resuena en cada capítulo.
También quiero agradecer a las personas que forman parte de la Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales (Idaes) de la Universidad de San Martín. En primer lugar, a mis compañeras del Núcleo de Historia Social y Cultural del Mundo del Trabajo: Laura Caruso, Viviana Barry y María Paula Luciani, por darme infinito respaldo; Cristiana Schettini, por las pasiones thompsonianas que nos unen; y Luciana Anapios, por demasiadas cosas que no caben en una línea. A las y los integrantes del Área de Historia del Idaes; en particular, a Valeria Manzano, Marina Franco y Hernán Confino.
Muchas amigas, amigos y colegas colaboraron de diversas maneras. Intercambios, conversaciones y proyectos de distinto tipo me unen a mis queridas Florencia D’Uva y Gabriela Mitidieri, Juan Buonuome, Paula Bruno, María Migueláñez Martínez, Sebastián Stavisky, Laura Fernández Cordero, Pascual Muñoz, Eduardo Godoy Sepúlveda, Adriana Petra, Osvaldo Barreneche, Ricardo González Leandri, José Moya, Nicolás Duffau, Diego Echezarreta, Ivanna Margarucci, Jorge Canales Urriola, Mariana Sirimarco, Ariel Wilkis, José Garriga, Leandro López y a mis compañeras y compañeros del grupo Crimen y Sociedad y del proyecto “Intelectuales, prensa periódica y mundialización. El proceso de la opinión pública sobre temas globales (Buenos Aires, 1870-1940)”.
También quiero agradecer al equipo de trabajo de la editorial Siglo XXI. En especial a Luciano Padilla López: su erudición y su acompañamiento sin dudas contribuyeron a mejorar el libro.
A mis padres Mario y Carmen. A mi hermano Facundo y mi hermana Guadalupe, y a la pequeña multitud que los acompaña.
Finalmente, a Victoria, por ser el principio de todas las cosas.
[1] José María Acha, Memorias de un anarquista, Montevideo, La Turba, 2013, p. 12.
[2] Véase una reseña biográfica más exhaustiva en Pascual Muñoz, “José María Acha”, ibíd., pp. 5-8.
[3] En la actualidad, la historiografía de los atentados anarquistas es amplia. Acerca del caso francés, véase John Merriman, The Dynamite Club. How a Bombing in Fin-de-Siècle Paris Ignited the Age of Modern Terror, Londres, Yale University Press, 2016. Con relación al caso español, véanse Ángel Herrerín López, Anarquía, dinamita y revolución social. Violencia y represión en España de entre siglos (1868-1909), Madrid, Catarata, 2011; Rafael Núñez Florencio, El terrorismo anarquista, Madrid, Siglo XXI, 1983. Desde una perspectiva global, véase Richard Bach Jensen, The Battle against Anarchist Terrorism. An International History, 1878-1934, Cambridge, Cambridge University Press, 2014.
[4] El principal referente de este tipo de aproximaciones es el trabajo de Iaacov Oved, El anarquismo y el movimiento obrero en Argentina, México, Siglo XXI, 1978. En la misma línea, véase Gonzalo Zaragoza, Anarquismo argentino (1876-1902), Madrid, De la Torre, 1996; Edgardo Bilsky, La F.O.R.A. y el movimiento obrero (1900-1910), Buenos Aires, CEAL, 1985.
[5] Los trabajos pioneros más representativos de esta línea son: Dora Barrancos, Anarquismo, educación y costumbres en la Argentina de principios de siglo, Buenos Aires, Contrapunto, 1990; Juan Suriano, Anarquistas. Cultura y política libertaria en Buenos Aires 1890-1910, Buenos Aires, Manantial, 2001.
[6] En la última década, la Argentina, al igual que otras partes del mundo, asistió a una suerte de boom de los estudios sobre el anarquismo. Al ser realmente difícil resumir la trayectoria de los trabajos al respecto, recomiendo Laura Fernández Cordero, “Historias de un largo siglo: estudios del anarquismo en Argentina”, en Lucas Domínguez Rubio, El anarquismo argentino. Bibliografía, hemerografía y fondos de archivo, Buenos Aires, Anarres, 2016, pp. 75-97.
[7] Para el caso de las conexiones transnacionales del anarquismo argentino, véanse James Baer, Anarchist Immigrants in Spain and Argentina, Illinois, University of Illinois Press, 2015; María Migueláñez Martínez, Más allá de las fronteras: el anarquismo argentino en el período de entreguerras, tesis doctoral, Universidad Autónoma de Madrid, 2018.
[8] Steven Hirsch y Lucien van der Walt, “Rethinking Anarchism and Syndicalism: the colonial and post-colonial experience, 1870-1940”, en su compilación Anarchism and Syndicalism in the Colonial and Postcolonial World, 1870-1940. The Praxis of National Liberation, Internationalism, and Social Revolution, Leiden - Boston, Brill, 2010.
[9] Lila Caimari, La ciudad y el crimen. Delito, vida cotidiana en Buenos Aires, 1880-1940, Buenos Aires, Sudamericana, 2009, p. 139.
[10] Uri Eisenzweig, Ficciones del anarquismo, México, FCE, 2004, p. 23.
[11] Claudia Román, “La modernización de la prensa periódica, entre La Patria Argentina (1879) y Caras y Caretas (1898)”, en Alejandra Laera (dir.), Historia crítica de la literatura argentina, a cargo de Noé Jitrik, vol. III, El brote de los géneros, Buenos Aires, Emecé, 2010, pp. 15-38.
[12] “Cómo se hace un diario moderno. Progresos del periodismo argentino”, LP, 1º de enero de 1903.
[13] Jorge Navarro Viola, Anuario de la prensa argentina, Buenos Aires, Pablo E. Coni e hijos, 1897, pp. 182-183.
[14] Ángel Menchaca, “El periodismo argentino”, en Alberto B. Martínez, Baedeker de la República Argentina, Buenos Aires, Peuser, 1900, pp. 84-88.
[15] Pierre Valette, De l’érostratisme ou vanité criminelle, Lyon, A. Storck, 1903 [ed. cast.: El erostratismo o vanidad criminal, Oviedo, Impr. de Eduardo Uría, 1911].
[16] José Ingenieros, “La vanidad criminal”, APyC, año VI, 1907, p. 163.
[17] Benedict Anderson, Bajo tres banderas. Anarquismo e imaginación anticolonial, Madrid, Akal, 2008, p. 10.
[18] Manuel Márquez Sterling, Mesa revuelta. Política y literatura, Madrid, Hoeck y Hamilton Impresores, 1898, p. 79.
[19] José Maria Eça de Queirós, “Los anarquistas. Vaillant”, en Ecos de París, Barcelona, El Acantilado, 2004, pp. 141-142. El escrito sobre Vaillant fue originalmente publicado en tres partes en la Gazeta de Notícias entre el 26 y el 28 de febrero de 1894.
[20] Rubén Darío, “Dinamita”, publicado en La Tribuna, Buenos Aires, 27 de noviembre de 1893 y recopilado en Erwin Kempton Mapes, “Escritos inéditos de Rubén Darío: recogidos de periódicos de Buenos Aires”, Revista Hispánica Moderna, año 2, nº 2, enero de 1936, pp. 126-129.
[21] “Mala publicidad”, La Voz de la Iglesia, octubre de 1898. En el mismo sentido “La libertad de prensa y los crímenes anarquistas”, ibíd., 31 de marzo de 1894.
[22] Se pueden distinguir al menos dos momentos en los cuales caballos diferentes recibieron el nombre Ravachol. El primero, entre 1893 y 1896, surge de la lectura de la columna “Sports” del diario La Prensa. El segundo, entre 1902 y 1906, aparece en la sección dedicada al Hipódromo Argentino de la revista Caras y Caretas. Por lo demás, la zoomorfización de Ravachol es más que un dato peculiar de la ciudad de Buenos Aires. En efecto, el alcance mundial de su fama se puede corroborar, por ejemplo, en Pontevedra, Galicia, donde un loro que llevaba su nombre, conocido por su procacidad e irrespetuosidad con el clero, es hoy recordado con una estatua en pleno casco antiguo de la ciudad. Tampoco parece haber sido una peculiaridad local bautizar caballos con su nombre. En el cuento “Una noche fantástica” de 1922, el escritor Stefan Zweig (Amok, Buenos Aires, Tor, 1957, p. 121) escenificaba una carrera en la cual, con febril insistencia, un apostador gritaba enfervorizado el nombre del caballo en que había depositado sus esperanzas: “¡Ravachol! ¡Ravachol!”.
[23] “Captura de Ravachol”, LP, 20 de diciembre de 1902.
[24] En este punto soy deudor de la aproximación del historiador francés Dominique Kalifa –“Escribir una historia del imaginario (siglos XIX-XX)”, Secuencia. Revista de Historia y Ciencias Sociales, nº 115, 2019, pp. 1-17–, quien, al repasar su propia experiencia analítica, afirmaba que cabe “calificar el imaginario de social, es decir, de dinámico, de móvil, en relaciones con contextos cambiantes y en evolución. […] La añaduría del adjetivo social, por lo tanto, era un recordatorio de que nos encontrábamos en el campo de lo colectivo, de la interacción de individuos y grupos, en la producción viva de la historia”.
[25] Osvaldo Bayer, Severino di Giovanni, el idealista de la violencia, reed., Buenos Aires, Legasa, 1989.
[26] David Viñas, Rebeliones populares argentinas. De los Montoneros a los anarquistas, Buenos Aires, Carlos Pérez, 1971, p. 271.
[27] David Viñas, Literatura argentina y realidad política, reed., Buenos Aires, Siglo Veinte, 1971, p. 203.
[28] Eduardo Zimmermann, Los liberales reformistas. La cuestión social en la Argentina, 1890-1916, Buenos Aires, Sudamericana - Universidad de San Andrés, 1995, pp. 150-172.
[29] Juan Suriano, “El Estado argentino frente a los trabajadores urbanos: política social y represión, 1880-1916”, Anuario, nº 14, 1989-1990, pp. 109-137.
[30] Pablo Ansolabehere, Literatura y anarquismo en Argentina (1879-1910), Rosario, Beatriz Viterbo, 2012, p. 193.
[31] Manuel Bilbao, Buenos Aires. Desde su fundación hasta nuestros días. Especialmente el período comprendido en los siglos XVIII y XIX, Buenos Aires, Imprenta de Juan A. Alsina, 1902, p. 125.
[32] Marc Bloch, Apología para la historia o el oficio de historiador, México, FCE, 1996, p. 174.