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ОглавлениеEstudio preliminar. La revista clandestina
Policarpo ante la consolidación
de la Dictadura de Pinochet
María Soledad del Villar T.
Enrique Rajevic M.
De No Podemos Callar a Policarpo:
cambios en el contexto histórico y cambios en las revistas
La revista Policarpo, iniciada en julio de 1981, es la continuación de la revista No Podemos Callar (NPC ) que cambia su denominación “por razones de seguridad”, tras cinco años de clandestinidad (1975-1980) y 57 números. Según el director de ambas, el padre José Aldunate s.j., esto no alteró su identidad sustantiva, pues se trataba, a fin de cuentas, del mismo medio1.
Si se comparan ambas revistas puede apreciarse que Policarpo exhibe un mejoramiento de la calidad gráfica y un ligero aumento de la extensión de los ejemplares, con un promedio de 17 páginas, pero sigue siendo un texto sin mayores pretensiones en su diseño, reproducido a través de un mimeógrafo, al modo de un boletín de colegio, con una periodicidad mensual que se interrumpe cuatro veces en números que abarcan dos meses. Según José Aldunate, Policarpo adquiriría algunos matices propios: “Menos denuncias (había ya otras revistas), más eclesial, más teológica”2.
El último ejemplar de NPC llega a enero de 1981. Ignoramos qué ocurrió entre febrero y junio de ese año con el equipo de la revista —puede haber sido una opción ante la sensación de peligro que motivó el cambio de nombre a Policarpo3—, pero es evidente que constituyó un período difícil para quienes estaban en contra de la Dictadura de Augusto Pinochet, pues su oposición y malestar se estrellarían contra la aprobación plebiscitaria de la Constitución propuesta por la Junta Militar el 11 de septiembre de 1980, por un 67,04% de los votos. Por mucho que este acto estuviese rodeado de condiciones de ilegitimidad, su resultado constituía un fuerte espaldarazo comunicacional para el Gobierno y le permitía impulsar y consolidar la profunda transformación institucional que había iniciado tras el golpe. NPC lo reduce a un “balón de oxígeno” que permitiría a este último sortear algunos meses sin mayores crisis4. Pero, evidentemente, más que eso constituía la base para un cambio mucho más profundo y permanente que lo que expresaba o imaginaba el equipo de NPC. La Constitución de 1925, tras la reforma del Estatuto de Garantías Constitucionales de 1971, reconocía “el derecho a participar activamente en la vida social, cultural, cívica, política y económica con el objeto de lograr el pleno desarrollo de la persona humana y su incorporación efectiva a la comunidad nacional”, y exigía al Estado “remover los obstáculos que limiten, en el hecho, la libertad e igualdad de las personas y grupos”5. Apuntaba, así, al conseguir una igualdad material a través de la acción directa del Estado. La Constitución de 1980, en cambio, hablaría de “asegurar el derecho de las personas a participar con igualdad de oportunidades en la vida nacional”, exigiendo al Estado “contribuir a crear las condiciones sociales que permitan a todos y a cada uno de los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material posible”, así como reconocer y amparar “a los grupos intermedios a través de los cuales se organiza y estructura la sociedad” garantizándoles “la adecuada autonomía para cumplir sus propios fines específicos”6. El foco es la igualdad formal y se abre paso a la gestión privada y con fines de lucro de servicios públicos que se proyectará, por ejemplo, en las pensiones, la salud o la educación. Dos concepciones muy diferentes, y cuya tensión ha quedado de manifiesto en el estallido social de 2019, pues la inequidad que han generado estos sistemas (pensiones, salud y educación) parece estar en el corazón de las protestas.
La llegada de 1981 empieza a evidenciar algunas de esas transformaciones. En enero se publican los decretos con fuerza de ley que reestructuran el sistema universitario, facilitando la creación de universidades privadas y desgajando de la Universidad de Chile sus sedes regionales y su instituto pedagógico, para luego transformarlos en un conjunto de universidades regionales y en la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación (UMCE). Esto desahucia el modelo de una universidad pública nacional y abre paso a uno nuevo que, aunque plagado de reformas, se ha consolidado al punto que en la actualidad apenas cerca del 27% de quienes estudian en la universidad lo hacen en instituciones estatales, correspondiendo el resto de la matrícula a universidades privadas7.
En marzo de 1981 entra en vigor la nueva Constitución, con un bombardeo de propaganda y promesas y las ceremonias de rigor8. Se reemplazaba el orden previo, ese que había terminado con La Moneda en ruinas y que era “consecuencia del desenfreno de la demagogia” que llevó al país “al desastre moral, político, social y económico”9, concretándose la promesa refundacional que la Dictadura expresara ya en 1973. Ya no se dictarían decretos leyes sino leyes, a secas, como antes del golpe. Las medidas de represión aplicadas ahora tendrían base en la propia Carta Fundamental, concretamente en el tristemente célebre artículo 24 transitorio, que consistía en un estado de excepción que operaría solo hasta marzo de 1990 —y cuya declaración quedaba al solo criterio presidencial, con una duración de 6 meses “renovables”10— que permitía al Jefe de Estado imponer relevantes restricciones a los derechos fundamentales, como arrestar personas hasta por 15 días en lugares que no fuesen cárceles, relegarlas hasta por tres meses y restringir nuevas publicaciones11. Incluso en el plano físico se reinaugura el Palacio de La Moneda, devastado tras el bombardeo e incendio del 11 de septiembre de 1973, lo que permite que Pinochet fije allí su sede de trabajo, en el lugar histórico de los presidentes chilenos desde 1845, con todo el efecto simbólico asociado.
En mayo de 1981 empieza a operar el nuevo sistema previsional de capitalización individual que reemplazó al sistema de reparto preexistente administrado por cajas previsionales públicas y privadas12. En él, las cotizaciones son gestionadas por entidades privadas denominadas Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP) a cambio de una comisión. Estas desarrollaron en esos meses una fuerte campaña publicitaria para captar a quienes trabajaban y cotizaban en el sistema de reparto, quienes podían mantenerse en él o cambiarse voluntariamente al nuevo sistema, a diferencia de quienes ingresaban por primera vez a trabajar en forma dependiente pues estos debían afiliarse obligatoriamente a una AFP. Dichas campañas hablaban, también, de un futuro mejor, y fueron respaldadas por el Gobierno de manera que a fines de 1981 el 80% de la fuerza laboral con opción al cambio, 1.605.000 trabajadores, había ingresado a una AFP13.
El mismo mes de mayo se publica el decreto con fuerza de ley14 que permite a las personas depositar sus cotizaciones de salud en entes privados y no en el fondo público (Fonasa). Aquellas se denominan “Instituciones de Salud Previsional” (Isapres) y, en la práctica, serán una opción solo para la minoría que cotice el equivalente al valor de los planes que ellas ofertan, separándose el sistema de salud en dos mundos diferentes.
Un último dato de contexto: en enero de 1981 asumía la presidencia de Estados Unidos el republicano Ronald Reagan, quien sustituía al demócrata Jimmy Carter, y que previsiblemente tendría una sensibilidad más amable para tratar con Pinochet, como lo demostró rápidamente la visita a Chile de la embajadora de Estados Unidos ante las Naciones Unidas, Jeane Kirkpatrick, en agosto de 198115. Ya en 1979 había triunfado en Reino Unido Margaret Thatcher, cuyo Gobierno conservador restableció las relaciones diplomáticas a nivel de embajador con Chile, suspendidas desde el retiro del embajador británico en 1975 a raíz de las torturas experimentadas por la británica Sheila Cassidy, sobre lo que volveremos más adelante. Así, las señales internacionales también parecían sonreírle (al menos tibiamente) a Pinochet.
Tal vez todo lo anterior pueda explicar el semestre de silencio tras el último ejemplar de NPC, contra el que Policarpo reacciona precisamente en el momento más desalentador. Su primera editorial —titulada, expresivamente, “Nuevas situaciones piden nuevas respuestas”— constata estos hechos con crudeza poco habitual para una revista que muchas veces describirá un deseado, pero ilusorio, colapso de la Dictadura16. Afirma que “…el 11 de marzo se institucionalizó, en forma estable y permanente (por 8 años al menos, y tal vez por 16) un Gobierno no precisamente nuevo sino el que habíamos conocido y sufrido por 7 años y medio. Junto con él se oficializó una nueva Constitución…”. Luego, con un guiño, marca un ambicioso punto de inflexión con NPC: “Ya no bastará pues denunciar lo que no podemos callar [cursivas nuestras]. Será necesario analizar juntos esta nueva situación y elaborar estrategias de resistencia y de lucha que permitan no solamente la sobrevivencia de una fe viva y evangélica, sino también su plena expresión en la reconstitución de la convivencia nacional”17.
Se comprende, así, la elección del obispo de Esmirna, allá en los inicios de la era cristiana, para darle nombre a esta revista. Un obispo perseguido y mártir que muere por defender la fe en una sociedad romana que le resulta adversa, tanto como puede haberle resultado la chilena de entonces al equipo de Policarpo.
El período revisado en este libro se extiende hasta la publicación de Policarpo N.° 18, que corresponde a los meses de marzo y abril de 1983, pues se proyecta revisar los números posteriores en publicaciones análogas a esta. Los casi tres años examinados corresponden, posiblemente, al punto en que la Dictadura militar vive sus días más dulces, proyectando una imagen exitosa a la sociedad, con un cambio fijo del dólar (establecido en $39, lo que facilita las importaciones y brinda una sensación de estabilidad), un Festival de Viña del Mar de 1981 lleno de artistas internacionales connotados18, la llegada de la televisión en color, y —en una situación afortunada— la clasificación de la selección nacional de fútbol a la Copa Mundial celebrada en 1982 en España (mientras Argentina, país con el que todavía se vivía la tensión del conflicto del Beagle en medio de la mediación papal, padecía la Guerra de las Malvinas).
Este cuadro parece dejar en un segundo plano las violaciones a los derechos humanos y la falta de libertad, y va acompañado por un abatimiento del movimiento sindical, afectado por el crimen de Tucapel Jiménez, presidente de la Agrupación Nacional de Empleados Fiscales (ANEF), el 25 de febrero de 1982, y sumido en una desmovilización que con frecuencia es interpelada, infructuosamente, por Policarpo19.
Todo este panorama va siendo erosionado por una progresiva crisis económica que empieza en 1981, y que reventará cuando el 14 de junio de 1982 el peso se devalúe en un 18% respecto del dólar estadounidense, en la primera de múltiples devaluaciones que a octubre acumularían una depreciación del 70% (rompiendo una política que parecía inmutable y que generó una disputa interna en el Gobierno que marcó un momentáneo ocaso de los llamados “Chicago boys”20). Esta decisión afectó fuertemente a toda la economía, pero especialmente a quienes, confiando en la mantención del cambio fijo, se habían endeudado en dólares, pues, simplemente, se arruinarían.
Tres días después, el 17 de junio, el delantero estrella de la selección chilena, Carlos Caszely, desperdiciaba un penal en el debut mundialista ante Austria que podría haber significado el empate, marcando el inicio del fin de esa aventura y, tal vez, el de esa imagen exitista que se había instalado en Chile. Los meses siguientes estarán marcados por una recesión económica que golpea fuertemente al país. Si en el período 1975-1981 hubo 275 quiebras a nivel nacional, en 1982 fueron 810. El Producto Geográfico Bruto cayó un 14,4%, la deuda externa y el desempleo se dispararon (este último superaría el ¡30%! en 1983), la inflación superó el 20% anual y el 13 de enero de 1983 el Estado debió liquidar o intervenir un conjunto de bancos que habían “disimulado” la crisis concediendo préstamos a clientes insolventes, lo que los hacía inviables21. Todo ello va siendo registrado en las páginas de Policarpo22, a veces con un voluntarismo candoroso como cuando en julio de 1982 anuncia el “principio del fin de este sistema”23 y, en otras, reflejando una mirada certera del contexto y del malestar social que estallará en mayo de 1983, cuando señala a propósito de una marcha en el centro de Santiago de diciembre de 1982, que es la mayor manifestación de masas desde el golpe y anticipa otras semejantes a “corto plazo”24. Precisamente el 11 de mayo de 1983 se realizará la primera jornada de protesta nacional en contra de la Dictadura, consolidando un cambio en el estado de ánimo en el país. Pero ese hito será materia del próximo volumen de esta serie.
Criterios de selección de los artículos
La selección de artículos que ofrece este volumen fue realizada por el Grupo de Estudios “Intervenciones Públicas-Religiosas en Dictadura”, del Centro de Investigaciones Socioculturales de la Universidad Alberto Hurtado (CISOC), compuesto por Martín Bernales (UAH-CISOC), Soledad del Villar (Boston College-Teología), Marcos Fernández (UAH-Historia), Juan Diego Galaz s.j. (Trinity College-Derecho), Boris Hau (UAH-Derecho), Félix Jiménez (Miyazaki International College), Enrique Rajevic (UAH-Derecho), Ignacio Rojas (UAH-Historia), Stephan Ruderer (PUC Chile-Historia) e Ignacio Sepúlveda (U. Loyola Andalucía-Filosofía). Es, además, la continuación del trabajo ya realizado por el mismo Grupo de Estudios con los 57 números de su ya mencionada antecesora, la revista No Podemos Callar, que también dio origen a una publicación25.
Realizamos el trabajo de análisis de documentos mediante una lectura individual, votación de los mejores artículos y discusión compartida de los números de Policarpo en reuniones mensuales (virtuales debido a la pandemia). Martín Bernales y Marcos Fernández lideraron la redacción de las notas, orientadas a que el lector actual pueda entender referencias que el tiempo ha oscurecido o que luego tuvieron secuelas que conviene consignar, con el apoyo de Natalie Jeanmaire y Mauricio Canals como ayudantes, y la revisión de Enrique Rajevic en las que envolvían aspectos jurídicos.
En estos 18 ejemplares de Policarpo existen 184 artículos, incluyendo las editoriales, que pueden clasificarse en siete categorías: 1) Derechos Humanos (tortura, desaparición, muerte, derechos económicos, sociales y culturales, etcétera); 2) Política nacional (la oposición, creación de la “nueva institucionalidad”, etcétera); 3) Debates eclesiales (conductas de los obispos, comunidades eclesiales de base, etcétera); 4) Políticas económicas y sociales (economía, campamentos y poblaciones marginales, grupos económicos, etcétera); 5) Situación de los trabajadores (reformas a la legislación laboral, por ejemplo); 6) Temas internacionales (Iglesia latinoamericana y mundial, papado, debates internacionales, etcétera); y 7) Textos breves (chistes, poesías, etcétera).
El grupo discutió si buscar una representación porcentual proporcional al peso de las categorías en el total del período, pero predominó la idea de seleccionar los artículos según su relevancia y atributos intrínsecos, procurando que el resultado fuese lo más representativo posible de la revista. La selección final comprende 54 de los 184 artículos publicados, de los cuales 22 corresponden a debates eclesiales, cinco a derechos humanos, seis a política nacional, cinco a políticas económicas y sociales, seis a temas internacionales, tres a la situación de los trabajadores y siete a textos breves. Si bien en muchos artículos se entremezclan las categorías, la suma anterior deriva de asignar a cada uno la que nos parece predominante. En cualquier caso, es notoria la prevalencia del tema eclesial.
Algunas “claves hermenéuticas” para leer a Policarpo
Como parte de la presentación de esta selección de artículos hemos querido profundizar en cinco focos que nos parecen especialmente interesantes para leer los primeros números de Policarpo: la ausencia de libertad de expresión, la iglesia popular, la jerarquía eclesial, la mirada a Latinoamérica y el rescate de la memoria en casos de violaciones a los derechos humanos. Todos estos temas centrales a la revista que se entretejen en sus artículos, ofreciendo una lectura teológico-política del pasado dictatorial, que los redactores de Policarpo habitan, interpretan y critican.
Policarpo y la ausencia de libertad de expresión.
La necesaria clandestinidad de una visión contestataria
Que Policarpo fuese una revista clandestina no parece una opción tan obvia. En 1981 había revistas de oposición que obtuvieron la autorización para circular de modo abierto, como las revistas APSI, autorizada en 1975 como boletín destinado al análisis internacional —y que solo llegó a los quioscos en 1981—, Hoy y Análisis, estas dos últimas autorizadas en 197726. También había publicaciones ligadas a la Iglesia Católica, como la revista Mensaje, que había sido fundada por el padre Alberto Hurtado s.j. en 1951, y, en especial, Solidaridad, nacida en 1976 y dependiente de la Vicaría de la Solidaridad27.
Esto no quiere decir que hubiese libertad de prensa, pues los medios fundados en esos años debieron ser autorizados previamente y podían ser suspendidos, primero en virtud de las normas previas a la Constitución y, luego, de los estados de excepción contenidos en la Carta de 1980 (aplicando facultades que fueron eliminadas con las reformas de 1989 y 2005)28. Así, los estados de sitio y asamblea permitían “suspender o restringir” el ejercicio de la libertad de información y de opinión e imponer censura a la correspondencia y las comunicaciones, todo ello por decreto supremo. Lo mismo ocurría en el estado de emergencia —renovado continuamente durante la mayor parte del período 1981-1990—, salvo que la libertad de información y de opinión podía únicamente restringirse y no suspenderse29. A ello se sumaba el artículo 24° transitorio, en vigor hasta el 11 de marzo de 1990 (expresamente derogado en 2005)30, que disponía que si el presidente de la República declaraba que se habían producido “actos de violencia destinados a alterar el orden público o hubiere peligro de perturbación de la paz interior”, podía —entre otras facultades— restringir la libertad de información “solo en cuanto a la fundación, edición o circulación de nuevas publicaciones” (cursivas nuestras). Súmese a todo lo anterior que la Ley N.° 18.015, de 198131, sancionó el quebrantamiento o infracción de las medidas adoptadas en virtud del estado de emergencia, o del artículo 24 transitorio en relación con la libertad de información, con una elevada multa32.
A las restricciones ya mencionadas debe añadirse la posibilidad de suspender por orden judicial la circulación de un medio hasta por seis ediciones e, incluso, de ordenar “el requisamiento inmediato de toda edición en que aparezca de manifiesto algún abuso de publicidad penado por esta ley”, cuando por medio de la imprenta se cometiere algún delito contra la seguridad del Estado, conforme al artículo 16 de la Ley de Seguridad Interior del Estado modificada en 197533, cuestión que era especialmente delicada dada la amplitud de esos tipos penales y su difícil —sino imposible— deslinde con una crítica u oposición legítima34. Debe considerarse que en estos casos la conducta en sí misma implicaba la participación en un delito para autores, directores, propietarios o impresores de los medios, según el caso (artículos 17 a 21 de la Ley de Seguridad del Estado en el texto refundido de 1975), con el consiguiente riesgo para la libertad y el patrimonio de todos ellos.
Pese al panorama recién descrito, las revistas mencionadas no se amilanaron. Basta, por ejemplo, revisar el primer ejemplar de Solidaridad en 1981 para ver cómo habla de detenciones en recintos secretos de la CNI y de torturas, critica el nuevo sistema de AFP y la nueva Ley de Universidades, publica una carta pastoral sobre la persecución de la iglesia salvadoreña firmada por el obispo de la Arquidiócesis de San Salvador, se refiere a las tomas de terreno —recordando el destino universal de los bienes— o relata el caso de los 18 campesinos desaparecidos y asesinados en Mulchén —en que el juez a cargo debió declararse incompetente por haber intervenido personal militar—35. En el caso de la revista APSI, el riesgo se hizo realidad. Su número 115, correspondiente a la primera quincena de agosto de 1982, tenía como titular principal “Chile hoy: Crisis, rumor y fantasía” y su editorial hablaba de la “crítica situación nacional”. Ese mismo mes fue conminada a tratar solo temas internacionales, pues solo ese había sido el ámbito de su autorización en 1975. El siguiente número reincidió en temáticas nacionales, y en septiembre se prohibió su circulación. Acudió a los tribunales a través de un recurso de protección y, si bien la Corte Suprema ordenó que se permitiese su distribución a inicios de 1983, validó la restricción ya mencionada lo que la obligó a solicitar una nueva autorización al Gobierno (había estado de emergencia) para poder incluir informaciones nacionales, la que tardaría cerca de 100 días en otorgarse36.
Con todas estas limitaciones se entiende que el padre Aldunate dijese que Policarpo había bajado el tono de denuncia que tenía NPC porque “había ya otras revistas”37 que desarrollaban ese rol. Sin embargo, al mantener la clandestinidad de NPC pudo operar como un medio asertivo y atreverse a formular juicios de valor que van más allá de los que podían realizar las revistas autorizadas para circular, constituyéndose en una visión contestataria y contrahegemónica, una suerte de espacio católico y político que hoy nos permite contar con una memoria subterránea o subalterna en tiempos de dictadura. Así, y solo a título ejemplar, habla de la “La corrupción de un régimen” que incluso contamina al Poder Judicial (“la cobardía de los jueces”) y lleva a una crisis social y económica derivada de “invertir los valores y por hacer crecer el dinero, hundir al hombre”38. O relata los problemas de cesantía, hambre, desamparo sanitario y de vivienda que quedan al descubierto con los temporales del 82 en los campamentos de Lo Hermida, revelando el “pecado social”, y consignando, con nombres y apellidos concretos de autoridades, la ineficiencia gubernamental/municipal para atenderlos, a la par que la vitalidad de las comunidades cristianas populares y la necesidad de reconstruir el tejido social39. Por esto último reivindica a las ollas comunes, pues no solamente atienden el hambre: “Satisfacen la necesidad de agruparse, de juntar fuerzas y buscar una salida”40. Algo semejante puede verse cuando denuncia el hostigamiento gubernamental contra el personal religioso extranjero comprometido con sectores populares, que arriesga su permanencia en el país constantemente41, o cuando ante la expulsión del país de tres sacerdotes extranjeros que trabajan en barrios populares afirma que esto responde a “perseguir una Iglesia comprometida con el pobre y defender los intereses económicos de una plutocracia”42. Un talante más activo, incluso, se aprecia al llamar al movimiento sindical a reaccionar a la crisis económica entrando “a luchar en el nivel de la política económica nacional. Obligar al Gobierno a cambiar el modelo y si rehúsa hacerlo, cambiarlo a él”43.
Este tipo de opiniones pasan el cerco de lo que toleraría la dictadura, lo que es aún más claro con el poema en forma de salmo (“Salmo de los relegados”) en que presos y relegados por esta piden ser liberados “del Dictador”44, o cuando se justifica, como última opción, el recurso a una violencia proporcionada en resistencia a la opresión, apoyándose en la figura del asesinado arzobispo Romero45, pero refiriéndose a la situación nacional46 y avanzando más allá de lo que en esta materia había hecho NPC que, sin descartar el derecho de rebelión, apostaba por una “desobediencia civil creadora”47 (lo que puede explicarse por responder a etapas distintas de la Dictadura y por el cariz dado a Policarpo en su primera editorial). Este tipo de artículos habría generado, sin duda alguna, persecución y cárcel aplicando los tipos penales de la Ley de Seguridad Interior del Estado, por lo que no podían ser incluidos en una revista de circulación autorizada.
Hay, también, otra dimensión que hace conveniente el anonimato. La crítica dentro de la propia iglesia, que por definición es una institución jerárquica, al punto de exigir del personal consagrado un voto de obediencia. El público objetivo al que se dirige Policarpo, en primer lugar, son los católicos, pues es una revista llena de referencias eclesiales, como indica su propio nombre, aunque parte importante de su contenido no tenga un carácter estrictamente
religioso. Y en ese ámbito la clandestinidad es una ventaja para poder evidenciar críticas a la iglesia desde personas consagradas y laicos. Así, en Policarpo se fustiga a la jerarquía por no haber resistido la orden de entregar ayunantes que pernoctaban en la Catedral ante un requerimiento de la Fiscalía Militar48, o se enfrenta la preocupación que expresan los obispos por la llamada “Iglesia Popular”49. También reprueba a sectores conservadores del clero que apoyan directa o indirectamente a la Dictadura, como los sacerdotes Raúl Hasbún50 o José Miguel Ibáñez Langlois51 (por ejemplo, por su participación acrítica a la dictadura en medios de comunicación social)52, e —incluso— a los obispos que participaron de un almuerzo con Pinochet por prestarse a una actividad de “enjuague político”, afirmando que aquellos se sentían “Príncipes de la Iglesia” olvidando que son “Pastores” y concluyendo que “La Iglesia tiene que ser opositora al régimen a nombre del Evangelio”53.
En un sugestivo paralelo que se realiza entre el Padre Alberto Hurtado y el obispo Enrique Alvear, fallecido en 1982, se establece como modelo “la opción integral por los pobres” de este último, a diferencia del primero que es calificado como “último Profeta de la burguesía”, pues pese a sus logros fracasa porque no “convierte colectivamente a la burguesía católica” y corresponde a “una época de la Iglesia y de Chile que va quedando distante”54. Policarpo propone un modelo de ideal de obispos que sigan la senda de Alvear, “proféticos”, que entren en conflicto con los poderosos e inicien un “diálogo constructivo y sereno con la Teología de la Liberación”55.
Desde esta perspectiva Policarpo representa una voz crítica sobre la Iglesia, pero desde su interior. Esta visión crítica ya venía de NPC56 y difícilmente podría haberse desarrollado en un medio que no fuese clandestino. Incluso de este modo generó molestias57.
Policarpo y la “Iglesia Popular”
Las páginas de Policarpo dan cuenta de un verdadero proceso de eclesiogénesis en la Iglesia de Santiago que llega a su punto álgido durante los años 80. Es el surgimiento de lo que la revista llama la “Iglesia Popular”: un modo de ser Iglesia que surge desde el mundo de los más pobres, y que se articula preferentemente en Comunidades Cristianas de Base (CCB) o Comunidades Cristianas Populares (CCP)58. Este “nuevo rostro de la Iglesia”59 emergió en diversos rincones de la Iglesia Latinoamericana, fruto de las opciones pastorales asumidas por los obispos católicos en los años que rodean al Concilio Vaticano II, y especialmente después de la reunión del CELAM en 1968, en la ciudad de Medellín. De acuerdo con Leonardo Boff, fue en esta reunión de los obispos latinoamericanos donde las comunidades de base ganaron “derecho de ciudadanía” al interior de la Iglesia Católica, convirtiéndose en uno de los grandes principios de renovación de la misma60.
El documento de Medellín define a las CCB como “una comunidad local o ambiental, que corresponda a la realidad de un grupo homogéneo, y que tenga una dimensión tal que permita el trato personal fraterno entre sus miembros”. Estas pequeñas comunidades laicales son la “célula inicial de estructuración eclesial, y foco de evangelización, y actualmente factor primordial de promoción humana y desarrollo”61. Por lo mismo, son comunidades que exigen una determinada praxis cristiana alimentada por la reflexión creyente y orientada a la acción solidaria con el resto de la comunidad territorial en la que la CCB se sitúe. Por último, ser comunidades “de base” implica no solamente estar en la base de la estructura eclesial, sino también en la de la estructura social, es decir, las integran quienes pertenecen a los estratos populares de la población urbana y rural.
En Chile, las CCB se expandieron sobre todo en sectores de la periferia urbana luego de que el arzobispo de Santiago, Raúl Silva Henríquez, convocara a la “Gran Misión de Santiago” en el año 1963. Según Segundo Galilea, la escasez de sacerdotes y la excesiva extensión territorial de las parroquias hacían que la única forma de abarcar pastoralmente Santiago fuera “depositando responsabilidades en los laicos”62. Por lo mismo, las CCB se convirtieron en un espacio de protagonismo laical, y un elemento central en la estructura eclesial en las periferias urbanas y rurales de muchos rincones de América Latina.
Aunque Policarpo ocasionalmente se refiera a ellas como Comunidades de Base, o Comunidades Cristianas de Base, prefiere llamarlas Comunidades Cristianas Populares (CCP), enfatizando así su raigambre popular y su compromiso con una teología y praxis liberadoras. De acuerdo con Policarpo, lo que distingue a las CCP de otras comunidades cristianas presentes en el mundo popular es su opción preferencial por los pobres, por quienes el mismo Dios ha tomado partido, y entre quienes la Iglesia está llamada a encarnarse. En consecuencia, se trata de comunidades que no solo trabajan por los más pobres, sino que están compuestas mayoritariamente por personas pertenecientes a los sectores populares. Los miembros de las comunidades se asumen conscientemente como parte “de un pueblo oprimido que busca (a veces oscuramente) la liberación”63. Por lo mismo, las comunidades viven y celebran su fe en Jesucristo “desde dentro del compromiso con las luchas del pueblo por su liberación”64. Este compromiso hace que la comunidad asuma abiertamente opciones políticas concretas, pues es la misma fe la que les impide “ser indiferentes ante la opresión que sufre el pueblo”65.
En el contexto chileno esto significó que las comunidades se articularan tempranamente como espacios de resistencia a la Dictadura. En un momento histórico en que toda actividad opositora al régimen estaba prohibida, y que organizaciones como los sindicatos y los partidos políticos de izquierda eran violentamente perseguidos, las Comunidades Cristianas Populares se convirtieron en uno de los pocos espacios de socialización en los que los pobladores y pobladoras de las periferias urbanas podían articularse para criticar y resistir la violencia del régimen. Según Alison J. Bruey, la Iglesia Popular proveía espacios de libre asociación y libre expresión que el Estado negaba, convirtiéndose en lugares en que las personas podían ejercer los derechos políticos que la Dictadura prohibía66.
Este dato de contexto explica en parte la popularidad y masificación de las CCP en el Gran Santiago durante los 70 y 80. Pero otro factor clave fue el apoyo explícito y activo de sacerdotes, religiosas y otros agentes pastorales de la diócesis de Santiago, apoyados por algunos obispos y vicarios zonales que las promovían activamente. Policarpo insiste en destacar la colaboración activa de miembros de la jerarquía eclesiástica —como los obispos Jorge Hourton y Enrique Alvear— en actividades de las CCP. De esta manera, respondía a las crecientes acusaciones que surgían de sectores más conservadores de la misma jerarquía que culpaban a las CCP de estar formando una Iglesia paralela67.
Cuando en 1979 se crea la Coordinadora de CCP, existían aproximadamente 300 comunidades en el área metropolitana de Santiago68. Hacia 1987 llegaron a ser aproximadamente 750 comunidades, formadas por grupos que variaban entre las 10 y 20 personas69. El conjunto de Comunidades Cristianas Populares conforman lo que Policarpo llama la “Iglesia Popular”. La revista dedica numerosos artículos a describir las actividades de la Iglesia Popular en Santiago. Dentro de los numerosos temas tratados en estos artículos, queremos destacar tres que aparecen como los más relevantes para la revista: El carácter público y políticamente crítico de las actividades de las CCP; la relación de las CCP con el movimiento obrero, debilitado por la persecución política y la crisis económica del país; y las críticas cruzadas entre algunos sectores de la jerarquía eclesiástica y la iglesia popular, que dejan entrever importantes tensiones y desacuerdos al interior de la Iglesia Católica chilena.
La Coordinación de Comunidades Cristianas en Sectores Populares se dedicaba a organizar las distintas actividades comunes en las que se encontraban las CCP de Santiago70. Policarpo participaba de estas actividades, proveyendo al lector de relatos llenos de detalles y ofreciendo su aprobación entusiasta de lo que veía y escuchaba. Destacan las jornadas anuales de reflexión y celebración, las romerías y los viacrucis populares.
Las jornadas eran “una instancia de fraterno intercambio de experiencias, de estimulación de la amistad y, sobre todo, de una viva celebración comunitaria de la fe y esperanza del pueblo creyente”71. La reflexión en torno a la realidad social y política del país iba acompañada de reflexión acerca del rol de los cristianos y cristianas frente a esa realidad, y celebraciones litúrgicas que conectaban fe y compromiso político por la liberación. Además, Policarpo destaca la importancia de los espacios informales de distensión y humor, pues “los pobres estarán golpeados duramente hoy, pero no están vencidos, ni se dan por vencidos; se les podrá quitar todo menos el humor y el porfiado deseo de vivir y celebrar la vida”72. Estas jornadas, celebradas normalmente en el mes de octubre de cada año, fueron espacios claves para discutir las inquietudes de las comunidades y generar espacios de encuentro de carácter más interno73.
Las romerías y vía crucis eran, en cambio, intervenciones religioso-políticas de carácter abiertamente público. En ellas se fijaba un punto de reunión y un recorrido por distintos lugares de la ciudad de Santiago que eran emblemáticos por motivos religiosos o políticos. Por ejemplo, durante el Mes de María se organizaba una peregrinación al cerro San Cristóbal, para llegar hasta el santuario de la Inmaculada Concepción que está en su cumbre. Para los vía crucis, se escogían lugares que fuesen emblemáticos tanto para el movimiento de derechos humanos, como para el movimiento obrero chileno74. El objetivo era conectar los sufrimientos de Cristo en la cruz con los sufrimientos del pueblo chileno en el presente:
Estamos cansados de ver en los reportajes de la TV del Viernes Santo o en otras crónicas de esos días y aun en la cartelera cinematográfica, los vía crucis de Cristos sangrantes que muestran, muy sentimentalmente, una pasión de Jesús como se supone que ocurrió hace 2.000 años, sin ninguna proyección actual […] Forman parte de una teología burguesa, de entretenerse en llorar los sufrimientos de un Cristo histórico en el pasado que no aparece vinculado con los sufrimientos de la historia presente. Pero Cristo es crucificado hoy, en verdad, en la clase trabajadora. “Lo que hicieron a estos más débiles, más pequeños, a mí me lo hicieron” (Mateo 25, 40)75.
Recordar la pasión y muerte de Jesús se convertía en una oportunidad para nombrar y protestar en contra de las distintas maneras en que el pueblo chileno era crucificado por la Dictadura militar: “El Vía Crucis del Viernes Santo reprodujo simbólicamente no solamente el camino que anduvo Jesús hasta el monte Calvario en que fue ajusticiado sobre una cruz, sino que también el largo camino de un pueblo empobrecido, marginado y humillado, como el nuestro, por el que Cristo prolonga su marcha”76. Realidades como la represión política, la cesantía, el deterioro de la salud pública y del sistema educacional, la falta de vivienda digna y muchas otras eran denunciadas públicamente por medio del vía crucis, que veía en el rostro sufriente de los empobrecidos, el rostro del mismo Cristo.
Palabras tomadas de distintas encíclicas papales, pero sobre todo de los distintos libros de la Biblia, proveyeron de un lenguaje adecuado que hablaba al mismo tiempo del sentido religioso y político de los vía crucis de las CCP. Al tiempo que se recordaba la pasión y muerte de Jesús, se hacía visible la pasión y muerte del pueblo chileno, oprimido bajo una Dictadura brutal, y sufriendo las consecuencias de una de las mayores crisis económicas de la historia de Chile. Por lo mismo, los vía crucis fueron siempre vigilados por la policía, que hacía notar su incomodidad sobre todo en relación con el carácter político de los textos bíblicos escogidos para decorar pancartas y lienzos77. Frases como “No matarás” y “Caín, qué has hecho con tu hermano”, leídas desde el contexto de la Dictadura, se convertían en frases de crítica a Pinochet. Quienes participaban de los vía crucis jugaban con esa dualidad, pues el lenguaje religioso les daba la necesaria libertad para pronunciarse en contra de la Dictadura de manera pública78. De esta manera, quienes participaban en los vía crucis politizaban su lenguaje religioso, y daban relevancia religiosa a la realidad política, creando un espacio de protesta único en los años previos a 1983.
Policarpo celebra y lamenta, a la vez, que el vía crucis de las CCP sea la actividad pública más multitudinaria en la ciudad de Santiago: “Por desgracia y en virtud de la represión, no hay otra fecha de celebración de pueblo, ni siquiera el 1 de Mayo, que logre sacar a la calle a 3.000 o más personas de los sectores populares en una manifestación unitaria”79. El entusiasmo que le generan las actividades de la “Iglesia Popular” no logra eclipsar la decepción de ver a un pueblo reprimido y desorganizado. Policarpo mira con aprobación los primeros esbozos de reorganización popular que emergen desde las CCP. De hecho, las considera una herramienta clave para restituir el tejido social, “deshecho por el autoritarismo de la bota militar”80. Sin embargo, considera que el verdadero cambio en Chile no se producirá hasta que no se reconstruya el movimiento obrero organizado. En ese sentido, las CCP no están llamadas a reemplazar la labor política y organizativa del pueblo, sino más bien a acompañarla y hacerla despertar. Para Policarpo, el papel protagónico lo tienen los trabajadores, y solo con la reconquista de la unidad sindical es que se podrá efectivamente derrotar a la Dictadura y construir la democracia81.
Según el historiador David Fernández, compartían esta visión diversos sectores de Iglesia, entre ellos quienes trabajaban en la Vicaría de la Pastoral Obrera, encabezada por Alfonso Baeza y los miembros de la Coordinadora de Comunidades de Base, que influidos también por el marxismo ortodoxo, veían en el obrero al sujeto de transformación social por excelencia82. Esta visión va creciendo paulatinamente, para centrarse no solamente en el obrero, sino de manera más amplia en el mundo popular, que se organiza ya no en la fábrica o el sindicato sino primordialmente en la población. En los primeros años de la Dictadura, no fueron los trabajadores organizados los que respondieron a las urgencias creadas por la cesantía y el hambre en las poblaciones. Fueron organizaciones de supervivencia, lideradas en su gran mayoría por mujeres y apoyadas por la Iglesia Católica, las que se hicieron cargo de la precaria situación del mundo popular83.
Sin abandonar su compromiso con el protagonismo de los trabajadores organizados, Policarpo da cuenta de este cambio de énfasis cuando destaca el protagonismo de las mujeres chilenas en el vía crucis:
Policarpo vio allí también al Cristo de hoy en la mujer chilena obrera, pobladora, la que arrastra la pesada cruz con su sueldo disminuido, su marido cesante, de su hijo detenido-desaparecido, de sus niños con hambre, de su fuero maternal suprimido… ¡Y se pudieron la cruz! Nos impactaron a los hombres, ¡como siempre!, con su fortaleza increíble, su decisión inquebrantable, su entereza a toda prueba, su irradiación de esperanza. ¡Benditas mujeres obreras, pobladoras, de campamentos; ellas son también Marías de Nazaret junto al Hijo crucificado!84.
A su vez, Policarpo destaca el protagonismo de las CCP a nivel poblacional, sobre todo cuando se trata de reaccionar frente a una emergencia, como después de la inundación de varios sectores de la población Lo Hermida, luego del desborde del canal San Carlos en el invierno de 198285. Las tres CCP del sector reaccionaron de inmediato, abriendo sus capillas para los damnificados, prestando frazadas y organizando ollas comunes. El autoritarismo del régimen se había encargado de “demoler la rica organización poblacional que surgió en tiempos de Frei y de la UP” y solo las CCP parecían estar organizadas para responder a la emergencia86. Sin embargo, las comunidades no buscaban ser exclusivas en su labor solidaria, entendiéndose rápidamente con otros pobladores y directivos de juntas vecinales, reconstruyéndose así una red de organización a nivel local. Estas redes, articuladas inicialmente en torno a la sobrevivencia económica y a situaciones de emergencia, serían la base para intercambios sociales y políticos más amplios, que con el tiempo se orientarían más allá de la sobrevivencia popular. Según Manuel Bastías, los fines de muchas organizaciones populares se ampliaron para incluir no solamente el retorno a la democracia como objetivo político, sino la construcción de justicia económica y una infraestructura política necesaria para la democratización permanente de la sociedad87. Democratización en la que, para los redactores de Policarpo, las CCP tienen un rol indispensable pero no exclusivo ni protagónico, pues ellas están llamadas a ser solo una parte de un tejido de organización popular más amplio y diverso que debe ser restituido88.
Por último, es importante mencionar que los artículos de Policarpo dejan entrever los inicios de una creciente desconfianza de la jerarquía eclesial hacia las Comunidades Cristianas Populares. En el documento “Caminar Juntos en la Iglesia” de julio de 1982, los obispos manifiestan su preocupación por aquellos que hablan de construir una Iglesia Popular89. Según Policarpo, los obispos critican la existencia de sectores de Iglesia que oponen la jerarquía a las bases de la Iglesia, que llevan adelante su vida eclesial sin vínculo con los pastores, y que absolutizan la dimensión política de la vida. Para Policarpo, estas acusaciones son falsas, y solo generan sospecha y desconfianza “sobre todo un sector popular de la Iglesia que, por muchos conceptos merece todo el aliento” y es cuestionar “la labor misionera de esforzados agentes pastorales” y dar armas a “quienes persiguen a la Iglesia por estar con el pueblo”90.
Según Policarpo, la preocupación de los obispos no surge de la realidad de la Iglesia Popular en Chile, sino de conceptos levantados por el papa Juan Pablo II en relación con la Iglesia Católica en Nicaragua91. La carta del papa, publicitada en Chile por El Mercurio, afirma que la principal responsabilidad del obispo es velar por la unidad de la Iglesia, y tilda de absurdo y peligroso el experimento de “Iglesia Popular” por diversas razones, entre ellas por su supuesta independencia de los obispos, su utilización excesivamente sociológica y política de la palabra “pueblo”, y la infiltración de ideologías que avalan la lucha de clases y la utilización de la violencia con fines políticos, resquebrajando la unidad entre los fieles92. La división existente en Nicaragua, entre las comunidades de base y la jerarquía eclesiástica, estaba conectada con las posiciones políticas divergentes que asumieron ambos grupos frente a la dictadura de Somoza y la Revolución sandinista. La gran mayoría de las comunidades de base en este país, y un gran grupo de sacerdotes, religiosas y agentes pastorales apoyaban activamente la Revolución sandinista, mientras el episcopado mantenía una posición más conservadora y crítica, alimentada por el temor a una infiltración ideológica marxista en la Iglesia y la sociedad nicaragüenses93.
Si bien Policarpo reconoce que existe división al interior de la Iglesia Católica chilena, y que existen posiciones políticas divergentes al interior de ella, niega frecuentemente que dicha división sea una entre pueblo y jerarquía. Por ende, la preocupación de algunos obispos es una preocupación teórica, sobre algo que no se da en Chile94. De hecho, cada vez que la revista relata los eventos de las Comunidades Cristianas Populares en Chile, esta se preocupa de mencionar la presencia de miembros de la jerarquía eclesiástica y la importancia del apoyo de obispos, además de vicarios y otros sacerdotes de la diócesis de Santiago. Por ejemplo, Policarpo destaca que en el Vía Crucis Popular de 1981 participaron tres obispos (monseñor Enrique Alvear, Jorge Hourton y Camilo Vial) además de tres vicarios episcopales (Alfonso Baeza, Damián Acuña y Cristián Precht) y un gran número de sacerdotes, diáconos y religiosas. Para Policarpo, esta presencia es un signo de que “la jerarquía de la Iglesia sale a la calle con el pueblo de los más pobres, expresando así que el clamor de estos no es el de otra iglesia distinta, separada o disidente, sino que es el clamor de la Iglesia única de Jesucristo, que ha tomado en serio, franca y públicamente, su opción por la causa de los pobres”95. La Iglesia Popular no es una Iglesia paralela, sino la misma Iglesia Católica, apoyada por sus pastores, que se hace presente en medio del pueblo chileno.
Policarpo y la jerarquía
Inicialmente Policarpo se muestra favorable al papado de Juan Pablo II, en especial por su encíclica Laborem Exercens, centrada en el trabajo humano96. Para Policarpo, la encíclica es “un verdadero terremoto” para el catolicismo tradicional chileno que había establecido una alianza estrecha con el liberalismo económico, apoyando en conjunto la política económica de la Dictadura97. Según la revista, la encíclica condenaba al capitalismo liberal por su materialismo, que situaba los intereses del capital por sobre los del trabajador, tratando al hombre como un instrumento y no como un fin en sí mismo. Las palabras del papa ayudaron a Policarpo a criticar la política económica de la Dictadura militar, que beneficiaba la concentración de capitales a la vez que reducía los salarios de los trabajadores y reprimía “la justa lucha obrera”98. En una inversión irónica del lenguaje papal, Policarpo afirma que el capitalismo chileno es “intrínsecamente perverso”99, frase que el papa Pío XI había utilizado en su encíclica Divini Redemptoris (1937) para condenar ideas de corte marxista100.
Sin embargo, la opinión positiva que Policarpo tiene de Juan Pablo II comienza a cambiar después de sus declaraciones en torno a la iglesia nicaragüense. En ellas, se comienza a vislumbrar el giro conservador del nuevo papado y cómo este comenzaba a afectar las posiciones del episcopado en Latinoamérica. De hecho, Policarpo atribuye la evaluación negativa del Juan Pablo II sobre la “Iglesia Popular” no tanto al mismo papa, sino a la influencia de monseñor Alfonso López Trujillo, presidente del CELAM y “furibundo opositor de la teología de la liberación”101. La idea de que la Iglesia popular sea una iglesia opuesta a la iglesia católica oficial es una mala interpretación del proyecto de la teología de la liberación, pues, de acuerdo a Policarpo, no existe ningún “escrito responsable” de esta teología “que defienda una Iglesia Popular paralela, no vinculada al Obispo”102. Es más, para Policarpo, el compromiso social y político de la Iglesia Popular no surge de doctrinas ajenas al catolicismo, sino de la opción preferencial por los pobres que Medellín y Puebla habían afirmado como un elemento central en la misión de la Iglesia en América Latina. El hecho de que las posiciones de los partidos políticos de oposición coincidan con las de la Iglesia devienen en una ambigüedad que hay que asumir, pero no en la temida instrumentalización política que advertían algunos obispos103.
Más que una oposición clara entre jerarquía y pueblo, lo que Policarpo deja entrever en sus páginas es la existencia de distintos compromisos políticos y teológicos al interior de la Conferencia Episcopal chilena. Al mismo tiempo que defiende a los obispos y sacerdotes que están del lado del pueblo, critica a aquellos que son demasiado condescendientes con la autoridad militar, denunciando un acostumbramiento a las circunstancias de la Dictadura, que les impediría hablar más fuerte y claro en contra de los abusos del régimen104.
Policarpo parece abogar por una ruptura más clara entre la jerarquía de la Iglesia Católica y las autoridades políticas, siguiendo el ejemplo de obispos como monseñor Romero en El Salvador105. Sin embargo, la jerarquía optaba por mantener un delicado equilibrio que se hacía especialmente visible en actividades como los Te Deum. En esta celebración, se juntaban en la catedral de Santiago “el poder moral, espiritual y de influencias” de la Iglesia Católica, con el “poder político, económico y armado” de la Dictadura: “ambos se oponen y ambos se temen; ninguno quiere perder su cuota de poder. El Cardenal se atreve a la vez que se cuida; bendice y critica; la dictadura concurre, pero omite por temor, la difusión del acto en vivo y en directo para presentar horas más tarde por los medios que controla, solo las partes que estima convenientes”106.
Siguiendo a monseñor Jorge Hourton, Policarpo critica la ambigüedad de la jerarquía eclesiástica, que por un lado acepta al régimen militar como legítimo, pero pone condiciones que el mismo régimen no había cumplido a lo largo de los años107. La incompatibilidad entre la práctica del Gobierno y la praxis cristiana se hacía evidente con especial dramatismo en la violación sistemática de los derechos humanos, que llevaba a Policarpo a afirmar que “la efectiva temperatura de las relaciones Iglesia-Régimen Militar, hay que tomarla en los sótanos de la CNI”108. Frente a estas dramáticas circunstancias, Policarpo espera un pronunciamiento más claro de los obispos a favor de la causa de los pobres y perseguidos. El periódico propone como camino demostraciones de no-violencia activa protagonizadas por los pastores y junto al pueblo de Dios. Si no hay actuaciones más claras, puede llegar el momento en que la Iglesia tenga que admitir que la insurrección armada del pueblo se convierta en la única vía legítima para derrocar a la Dictadura109.
Policarpo y la mirada a Latinoamérica
Si bien la mayoría de los artículos de Policarpo se ocupan de la realidad política y eclesial chilena, la revista clandestina dedica algunos de sus artículos a comentar la situación latinoamericana, y en especial la situación política y eclesial de Centroamérica. Para hacerlo, reproduce artículos de distintas fuentes internacionales, además de algunos de elaboración propia, en los que se entreteje el acontecer político con el comentario a la realidad eclesial, marcada por la presencia activa y políticamente relevante de sectores liberacionistas del catolicismo entre los movimientos populares y revolucionarios centroamericanos.
A fines de los años 70 y comienzos de los 80, Centroamérica debatía su futuro político en cruentas guerras civiles. Dichas guerras estaban además marcadas por el intervencionismo norteamericano, que se debatía entre una inicial pero débil defensa de los derechos humanos en la región durante la administración de Jimmy Carter (1977–1981) y una reforzada agenda de seguridad nacional, que financiaba y entrenaba a fuerzas contrarrevolucionarias, especialmente desde la llegada de Ronald Reagan al poder en 1981110. En medio de la Guerra Fría, el objetivo era frenar el avance del socialismo y comunismo en la región, protegiendo así la hegemonía norteamericana en el continente. En ese contexto, las dictaduras de derecha se convertían en aliadas naturales de los intereses norteamericanos, aunque no sin tensiones. Para Policarpo, los Gobiernos centroamericanos estaban inmersos en una guerra sucia en contra de las fuerzas de cambio, a las que no trepidaba en masacrar, y que contaba con la complicidad del imperio norteamericano. Este conflicto se exacerbaba en la medida que “estos pueblos han llegado a la convicción de que no podrán salir de su situación de extrema pobreza, injusticia y aplastamiento si no es con la misma moneda que sus amos: con la guerra”111, generándose la guerra de los pueblos por alcanzar su liberación. Esta última no era una “guerra sucia”, sino una guerra “justa y limpia”, pues era la guerra de las inmensas mayorías pobres, aspirando a “decidir su propio destino como un derecho humano y social”112. Por lo mismo, los cristianos estaban llamados a apoyarla.
Un ejemplo de “guerra justa” para Policarpo fue la Revolución sandinista en Nicaragua. Luego de 40 años de una brutal dictadura liderada por Anastasio Somoza, los sandinistas fueron capaces de liderar una revolución popular para derrocarlo. Según John M. Kirk, tres elementos contribuyeron al triunfo de los sandinistas: la reacción popular al devastador terremoto de 1972, que destruyó el centro de Managua, mató a más de 10.000 personas, y dejó sin hogar a unas 400.000, generando caos en el país; el creciente rechazo al poder de la Guardia Nacional, cuyas violaciones a los derechos humanos eran mundialmente conocidas por su brutalidad —las víctimas de la Guardia Nacional ascienden a unas 50.000 personas, en un país de solo 2,5 millones de habitantes—; y, por último, el crecimiento de la oposición a Somoza, que incluía a diversos miembros de la sociedad, desde campesinos pobres hasta sectores de la burguesía113. Por primera vez en muchas décadas, la base de poder de la dictadura de Somoza tambaleaba, permitiendo el triunfo del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y sus aliados. Para Policarpo, el triunfo de la Revolución sandinista en 1979 marcó el norte para los movimientos revolucionarios de toda la región114.
Un segundo conflicto al que Policarpo dedicará especial atención es la guerra civil en El Salvador, que se extendería entre 1980 y 1992. Este pequeño país centroamericano estaba marcado por la extrema pobreza de sus mayorías campesinas, y la concentración de la tierra en pocas manos. La economía del país dependía de cultivos de exportación, como el café, el azúcar y el algodón, que desplazaban a los campesinos, dejándolos sin tierras. Solo entre 1961 y 1975, la proporción de personas sin tierra creció de un 11,8% a un 40,9% de las familias campesinas del país115. La severa represión de los militares, por medio de los escuadrones de la muerte entre 1977 y 1981, hicieron casi imposible la participación en la política electoral y la protesta pública, promoviendo indirectamente el crecimiento de grupos armados revolucionarios. Las distintas guerrillas salvadoreñas estaban inspiradas en idearios socialistas y de izquierda y formaron importantes alianzas con los sandinistas, especialmente después de su triunfo en 1979. Pero a diferencia de sus pares nicaragüenses, las guerrillas salvadoreñas no obtuvieron un triunfo militar definitivo, lo que mantuvo al país sumido en una larga década de guerra civil. Con ayuda militar y económica de los Estados Unidos, el Ejército salvadoreño montó una brutal guerra de contrainsurgencia que tuvo miles de víctimas, y que terminaría recién en 1992, con los acuerdos de paz entre el Ejército y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN)116.
Los conflictos de Centroamérica —en especial los dos mencionados— son importantes para Policarpo, pues en estos países se ensayaba a la vez un tipo de cristianismo liberacionista con el que la revista se identificaba. Según Anna L. Peterson, El Salvador, Nicaragua, Brasil y Chile fueron los países en los que las relaciones entre religión y política cambiaron más profundamente en la medida en que implementaron las reformas pastorales y teológicas impulsadas por el Concilio Vaticano II y Medellín.117 En estos países surgió un tipo de cristianismo de corte liberacionista o progresista, que solidarizó activamente con lo que comprendían era la causa de los más pobres. Esto llevó a distintos grupos de cristianos a involucrarse activamente con movimientos reformistas y revolucionarios de izquierda, asumiendo que compartían una causa común, que era la causa del pueblo y su liberación.
En el caso de Nicaragua, el proceso revolucionario estuvo acompañado de una revitalización religiosa de gran envergadura, nacida al alero de la opción preferencial por los pobres de una parte importante del clero y la vida religiosa. Inspirados por una relectura del mensaje del Evangelio a la luz de la realidad del pueblo nicaragüense, las comunidades cristianas de base se involucraron directamente en la lucha por derrocar a la dictadura de Somoza. Es más, muchos de los miembros más jóvenes de parroquias y comunidades integraron las filas del FSLN, asumiendo como propia la causa sandinista118. Los distintos movimientos católicos de base compartían la convicción de que la sociedad nicaragüense bajo Somoza estaba lejos de encarnar el mensaje cristiano, y que el rol de la Iglesia era buscar una reestructuración de la sociedad que diera origen a una mayor justicia social. El camino para lograr esto pasaba, para muchos, por apoyar al FSLN, camino que los obispos solo apoyaron tímidamente y por un muy breve tiempo, acrecentando la distancia entre la llamada “Iglesia Popular” y la jerarquía eclesiástica del país119.
La Iglesia salvadoreña vivió un proceso de revitalización y radicalización política similar al de Nicaragua, con la diferencia de que contó, al menos por algunos años, con el apoyo y liderazgo de un miembro de la jerarquía eclesiástica local: monseñor Óscar Arnulfo Romero. Romero, nombrado por El Vaticano debido a su carácter moderado y sus posiciones políticas y eclesiales conservadoras, comenzaría a apoyar los esfuerzos de los sectores progresistas de la Iglesia salvadoreña luego del asesinato del sacerdote jesuita Rutilio Grande, el 12 de marzo de 1977. Este hecho generó un cambio en el liderazgo de Romero, que desde entonces haría propia la causa de los movimientos sociales, defendiendo los derechos del pueblo a organizarse, denunciando la corrupción de la oligarquía y la brutalidad de los militares en sus sermones dominicales120. Esta opción le costaría la vida: tan solo tres años después de ser nombrado arzobispo de San Salvador, monseñor Romero sería asesinado por un suboficial de la Guardia Nacional, el 24 de marzo de 1980. Su martirio lo convertiría en una figura central para el cristianismo liberacionista en general, y para Policarpo en particular, que frecuentemente hace alusiones a su figura en diversos artículos121 (algunas consignadas en las secciones previas).
Al comentar la situación centroamericana, Policarpo reflexiona en torno a la relación entre violencia y compromiso cristiano. En esta zona del continente, “ser consecuentemente cristiano y estar del lado de los pobres es sinónimo de ‘comunista’ y ‘subversivo’; por esto el cristiano ya está condenado a muerte, al igual que los campesinos, obreros, estudiantes, maestros”122. Solidarizar con los más pobres era arriesgarse a sufrir su mismo destino, el de una muerte temprana y violenta. Pero también, era abrazar su lucha revolucionaria, en la medida en que la revolución se había convertido en la única opción viable para alcanzar la ansiada liberación de los pueblos123.
Para muchos de estos cristianos, y en particular para el clero, fue importante enfatizar que su compromiso vital era consecuencia de su opción preferencial por los más pobres, y no de la infiltración de ideologías ajenas a la fe cristiana. Un ejemplo de esto es la carta del sacerdote guerrillero Rutilio Sánchez, que le escribe a los obispos de El Salvador pidiendo su bendición para sumarse a la guerrilla. En esta carta, publicada en Policarpo, Sánchez afirma que “no es Rusia o Cuba quienes alientan nuestra revolución; su raíz está en la larga historia de miseria y represión que hemos sufrido siempre; que nuestro pueblo tiene suficiente inteligencia para comprender la necesidad de sacudirse por sí mismo el yugo, organizándose y combatiendo al injusto agresor”124. Para Sánchez, “acompañar al pueblo es la esencia de ser sacerdote” y por lo mismo, como el buen pastor, no debía huir sino cuidar de las ovejas, especialmente cuando están siendo atacadas por el lobo. Su compromiso con la revolución deriva tanto de su rol sacerdotal de pastor de un pueblo, como de la justicia de la causa de ese mismo pueblo, cuya insurrección no se debe a la infiltración e ideologías extranjeras, sino a la toma de conciencia de la miseria y represión cotidiana que vivían las grandes mayorías125.
Aludiendo por un lado al Reino de Dios, y por otro a la tradición de pensamiento de la Guerra Justa —que se remonta a San Agustín y que fue especialmente desarrollada por De Vitoria y Suárez—, Policarpo reinterpreta conceptos claves de la gramática política del cristianismo, para apoyar la causa de los pueblos centroamericanos y sus esfuerzos históricos por liberarse de la pobreza y la opresión. A su vez, Policarpo observaba los acontecimientos eclesiales y políticos de Centroamérica, como quien se mira en un espejo, encontrando similitudes con lo que ocurría en Chile, e imaginando futuros y esperanzas para todo el continente. Es más, al comparar la situación de Chile con la situación de Centroamérica Policarpo advierte que puede llegar el momento en que los caminos pacíficos para derrotar a la Dictadura de Pinochet se agoten, y la Iglesia chilena “deba admitir que la insurrección armada es legítima”126. En esto, tendría que seguir el camino trazado por Óscar Arnulfo Romero, el ya mencionado arzobispo mártir de El Salvador127, quien como vimos rompió con la Junta Militar de El Salvador y tomó un camino de compromiso con los movimientos populares, que terminaría con su asesinato128. Monseñor Romero se convierte así en un obispo modelo, que sirve a Policarpo de contraste crítico contra la jerarquía eclesiástica chilena, que aparece como más precavida, silenciosa y ambigua en sus posiciones políticas, y menos decidida a optar radicalmente por la causa de los más pobres.
Los comentarios de Policarpo en torno a la situación política y eclesial centroamericana llegan a un punto de inflexión con la visita del papa Juan Pablo II a Nicaragua en marzo de 1983. La visita se constituye en el escenario privilegiado para comentar la polarización de la Iglesia centroamericana, dividida, según Policarpo, entre una Iglesia conservadora de cristiandad, que quiere defender su posición adquirida en la sociedad sin romper con las dictaduras, y un segundo sector de la Iglesia, que se había decidido por un camino de compromiso con el movimiento popular129. La visita de Juan Pablo II a Nicaragua sería una gran decepción para los sectores liberacionistas del catolicismo, pues en ella el papa terminaría aliándose de manera clara con los sectores más conservadores del catolicismo nicaragüense, centrando su discurso en la unidad de la Iglesia, criticando a la Iglesia Popular, y omitiendo temas importantes como la opción preferencial por los pobres, la imagen de la Iglesia como pueblo de Dios, las campañas de alfabetización llevadas adelante por los sandinistas y, más gravemente, evitando hablar de los muertos y de la paz en las fronteras130. Según Policarpo, el pueblo nicaragüense pudo percibir que el papa estaba reprendiendo a los cristianos sandinistas, lo que se hizo más evidente cuando eligió no saludar a los miembros de la Junta de Gobierno y del Frente Sandinista al acercarse al estrado. La revista concluye su comentario de la visita afirmando que esta solo acrecentó la división entre cristianos revolucionarios y contrarrevolucionarios, agrandando las heridas en vez de sanarlas131.
Los comentarios de Policarpo a la situación centroamericana dan cuenta de la existencia de redes de información y solidaridad al interior de los sectores liberacionistas de la Iglesia latinoamericana de la época, que necesitan ser investigadas con más detención para comprender mejor la circulación de ideas, recursos y personas, en este período clave de la historia del continente. En sus artículos, nos podemos asomar a la construcción de una identidad político-religiosa particular, anclada en un modo de vivir la fe cristiana comprometida con el cambio social a favor de los más pobres, y que tiene como protagonistas a las comunidades cristianas de base y a los sectores progresistas del clero y la vida religiosa que trabajaban con ellas. Dicha identidad es la que Policarpo quiere promover dentro de la Iglesia chilena, invitándola a radicalizarse a ejemplo de sus pares centroamericanos.
Policarpo y la memoria de las violaciones a los DD.HH.
Un último aspecto que quisiéramos relevar de la lectura de Policarpo es cómo el seguimiento de los casos de violaciones de derechos humanos que allí se denuncian —y lo mismo vale para NPC—, permite realizar un ejercicio de memoria que se ve complementado por las notas que hemos incorporado y que hacen seguimiento a su secuela judicial, cuando la hubo. Esto último revela que varios casos recién han terminado su tramitación judicial o, incluso, aún siguen tramitándose. Esto no tiene que ver con que no hubiese evidencias que investigar; deriva de acciones u omisiones de otros agentes estatales realizadas para evitar que estos hechos fuesen juzgados o sancionados, sea por la vía del apoyo, del silencio cómplice o de la simple negligencia, destacando entre aquellas acciones el Decreto Ley de Amnistía de 1978132.
Como lo señaló el Informe Rettig133, y lo reconoció la propia Corte Suprema en 2013, las violaciones a los derechos humanos de aquella época se vieron favorecidas por la “omisión de la actividad de jueces de la época que no hicieron lo suficiente para determinar la efectividad de dichas acciones delictuosas […] pero principalmente de la Corte Suprema de entonces que no ejerció ningún liderazgo para representar este tipo de actividades ilícitas, desde que ella no podía ignorar su efectiva ocurrencia”, incurriendo en una “dejación de funciones jurisdiccionales”134. La Corte, a inicios de los 90, empezó a matizar en algunos casos la aplicación automática de la Ley de Amnistía siguiendo la llamada “Doctrina Aylwin”, que exigía investigar los hechos e identificar a sus responsables antes de amnistiar. Aplicaría a otros, después, la “tesis del secuestro permanente”, conforme a la cual existiendo personas desaparecidas el delito se seguía cometiendo y quedaba fuera de la amnistía de 1978 cuyo marco temporal se limitaba a hechos previos a su publicación. Este camino de avances y retrocesos paulatinos llevará, a partir de una sentencia de 1988, a establecer la ineficacia de la Ley de Amnistía por contravenir el derecho internacional humanitario y de los derechos humanos135 (algo que en 2006 también declaró la Corte Interamericana de Derechos Humanos)136. Tras la detención de Pinochet en Londres la Corte Suprema nombraría jueces de dedicación exclusiva para acelerar los procesos que seguían pendientes137. En cuanto a las reparaciones civiles, la tendencia inicial de la Corte Suprema fue declarar la prescripción de las acciones, algo que luego rectificó entendiendo que la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad se extendía a las indemnizaciones derivadas de ellos (cabe señalar que esa interpretación inicial nos ha granjeado una condena de la Corte Interamericana de Derechos Humanos)138.
Los casos que nos recuerda Policarpo ejemplifican la tardanza de estos procesos. Algunos de ellos ni siquiera estaban sujetos a la Ley de Amnistía, evidenciando que esta no fue la única restricción para obtener justicia. Así ocurre con los homicidios de Juan Ramón Olivares Pérez y Rubén Eduardo Orta Jopia, quienes fueron ejecutados el 7 de noviembre de 1980 por agentes de la CNI139. 40 años después la causa está en la Corte Suprema, que todavía conoce de los últimos recursos interpuestos por los imputados. Lo mismo puede decirse de un asesinato tan emblemático como el de Tucapel Jiménez140 cuya secuela judicial tardó nada menos que 28 años y demuestra cómo un juez diligente (el actual ministro de la Corte Suprema, Sergio Muñoz) puede hacer la diferencia y cerrar en tres años la primera instancia de un proceso penal que antes se arrastraba por diecisisiete. En contraste, los procesos judiciales seguidos contra quienes actuaron contra la Dictadura y sus agentes fueron mucho más expeditos, al punto que al existir condenas los culpables pudieron acceder a los indultos que, excepcionalmente, autorizó la reforma constitucional de 1991141.
Policarpo también nos habla de casos sujetos a la Ley de Amnistía, como las 15 personas, en su mayoría trabajadores agrícolas, cuyos restos aparecieron en la mina de cal abandonada en Lonquén, que recién cerró su arista civil con un fallo de la Corte Suprema en 2018, o la historia de la doctora británica Sheila Cassidy142, detenida y torturada, y cuya captura por agentes de la DINA en 1975 tuvo como “daño colateral” el asesinato de la empleada de la casa de los Padres Columbanos donde ella se encontraba, Enriqueta del Carmen Reyes Valerio, otro caso que solo se cerró judicialmente en 2018 (tras 43 años)143. Sorprendentemente esta última historia ha pasado a ser relativamente desconocida entre nosotros, cuando en su momento implicó una protesta formal del ministro de Relaciones Exteriores del Reino Unido, el retiro temporal del embajador —llamado a consulta a Londres en 1977— y el envío del caso a la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas (si bien tras el ascenso al poder de Margaret Thatcher la relación bilateral se normalizó)144.
Evitar la impunidad en estos casos implica sostener que estos agravios afectan los valores que nos definen como comunidad política, reafirma la pertenencia a esta última de las víctimas —lo que puede servirles de reparación— y también la de los perpetradores al ser llamados a responder por sus actos145. Formalizar esta verdad es esencial para evitar “potenciales teorías revisionistas o negacionistas de las atrocidades cometidas”, y porque preservar una historia sobre el pasado influirá en “la forma en cómo pensamos y actuamos en el presente y cómo nos proyectamos al futuro”146. Con todo, es inevitable que estas sentencias que oficializan una verdad judicial dejen, también, una paradojal insatisfacción con su tardanza, en vez de la paz que debiera generar la justicia, pues su demora representa una nueva violación de los derechos de las víctimas. Y aunque hay avances que destacar, nuestra sociedad sigue al debe147.
De algún modo, con este “rescate” de Policarpo pretendemos contribuir con este proceso al permitir que algunas experiencias individuales y subjetivas pasen a ser culturalmente compartidas y compartibles transformando a este libro, también, en un “vehículo de la memoria”, con todas las ambigüedades que tiene esta categoría148.
Reflexiones finales
La lectura de estos artículos nos permite asomarnos a lo que hace 40 años veían y pensaban, de Chile y de Latinoamérica, un grupo de valientes católicos y católicas con un fuerte compromiso social y una visión enérgicamente crítica de las transformaciones que se estaban realizando en Dictadura y de las violaciones a los derechos humanos que esta última ejecutaba. Al trasladarnos a lo que se vivía entonces, como una especie de “cápsula temporal”, la revista nos transmite la incertidumbre del futuro en un momento de clara consolidación del proyecto de la Dictadura. Esta incertidumbre es visible más allá de los deseos que expresan quienes escriben, que no pierden la esperanza de su eventual derrota de Pinochet y su proyecto político. Policarpo nos ofrece una lectura de la realidad que es teológica y política, y que se arraiga en una naciente vertiente del catolicismo popular, que emerge en las comunidades de base de las periferias urbanas de Santiago, y se alimenta de la teología de la liberación latinoamericana. Ubicada en esta experiencia particular de Iglesia, la revista sabe que le habla a una sociedad que comparte en lo básico un enfoque cristiano y desde esos valores religiosos y éticos la interpela y critica. Lo hace, además, en un momento de cambios que continúa definiendo nuestro presente.
Precisamente ese presente nos encuentra hoy con cuestionamientos profundos al ordenamiento constitucional, económico e institucional que se asentó en la Dictadura y que, a pesar de los diversos esfuerzos de democratización política del período de la transición, pervive en distintos aspectos. En ese sentido, la crítica política que se esboza en las páginas de Policarpo es de crucial interés no solo para estudiosos del pasado, sino también para comprender mejor las disputas políticas y valóricas que marcan nuestro presente. Pero, a diferencia de los tiempos de Policarpo, el catolicismo como horizonte valórico parece estar ausente, o al menos silenciado en el debate público. Esto, en gran parte debido a la grave crisis institucional al interior de la misma Iglesia Católica derivada del escándalo de los abusos sexuales del clero y la creciente secularización de la sociedad y la política chilenas. Por ende, la interpretación teológica del presente político que ensayara Policarpo se encuentra no tanto en disputa, como en los años 80, sino enfrentada a un momento de desprestigio institucional que compromete su enunciación pública y la vuelven aparentemente irrelevante. En este contexto, la marginación de las voces del catolicismo progresista en los debates políticos del presente es doble, pues es a la vez una marginación pública debido a los escándalos eclesiales, y una marginación eclesial, dado el giro conservador que asumiera la jerarquía eclesiástica chilena, y cuyos primeros síntomas se dejan entrever en las páginas de Policarpo.
Quizás precisamente por ese silencio la reflexión ético-política y teológica de Policarpo, enraizada en el catolicismo popular, puede nutrir de manera nueva las discusiones políticas del Chile actual y, en especial, la deliberación constitucional de una convención constituyente de gran diversidad, cuyo futuro no está exento de incertidumbres. Tal vez la lectura de estas páginas pueda interpelarnos y contribuir en la reflexión y la acción que necesitamos para aportar en los desafíos democratizadores de estos tiempos.