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Mónica G. Prieto Maruja Torres sobre Mónica G. Prieto

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Cuando este oficio se volvió precario, Mónica G. Prieto (Badajoz, 1974) ya estaba pertrechada con la formidable resistencia del freelance de raza —porque serlo es, también, o lo fue, o debería serlo, una decisión personal propia de los mejores reporteros—, que constituye uno de los principales rasgos de su personalidad profesional. Aquel por el que más la admiro, aunque no el único.

En 2005, Prieto tenía nómina en El Mundo, tenía un estatus que se había ganado a pulso a lo largo de una trayectoria iniciada más de diez años atrás, cuando empezó a afilar su instinto en Onda Cero. Sus primeros dientes como reportera internacional le salieron en Chiapas, México, en la rebelión campesina que parecía hecha a la medida de una reportera jovencísima, apasionada e idealista. Invirtió en ella sus vacaciones y sus ahorros: la infancia del freelance que, con el tiempo, la crisis y la codicia e incapacidad de muchos empresarios, iba a convertirse en nuestro pan de cada día. Interesó. Publicaron sus reportajes. Era un tiempo en el que lo bien investigado y lo bien escrito todavía llamaban la atención en los periódicos o, al menos, en sus ejecutores más inteligentes.

Y así llegó hasta hoy. Estamos en Bangkok, su último destino —ya mismo, otro: Shanghái—, haciendo lo que tantas veces hicimos: conversar sobre periodismo. Nuestro patrocinador y testigo es Agus Morales, de quien ha sido la idea de reunirnos para 5W, y nunca se lo agradeceré bastante. Una ocasión más, y esta vez para que quede escrito, de retroalimentarme, intercambiando puntos de vista con una de las mejores colegas de todos los sexos con que me he tropezado.

Cuando hablamos de periodismo, y Mónica y yo platicamos mucho sobre nuestro oficio desde que nos conocimos en Beirut hace ya diez años, hablan dos veteranas: yo por edad, ella por experiencia. Y quien recibe valiosas lecciones soy yo, que nunca estuve en Moscú ni cubrí, como ella, aquellos excitantes años de la nueva Rusia, de Yeltsin a Putin; ni investigué, como ella, en Chechenia, Afganistán, el Cáucaso, los Balcanes… Ni en Irak, ni en la triste triste triste guerra de Siria, ni… Mónica es la esencia de la reportera que yo querría haber sido, especializada en lo que más le gusta: los conflictos internacionales, la Historia que transcurre ante sus ojos. Valiente, pero no de «echarle huevos», valiente a lo femenino, echándole ovarios y, sobre todo, resistente. Y con una meta muy clara: defender la verdad —los hechos, en su contexto—, y los derechos humanos. Derechos humanos, ese campo de batalla en el que siempre pierden los mismos, no importa la geografía ni la década. Le han dado galardones muy importantes por ese periodismo impecable (premios Cirilo, José Couso, Julio Anguita, José María Porquet y Dario D’Angelo), y le darán más, pero el premio personal que Mónica más aprecia es irse a dormir con la conciencia tranquila. Hacia ese objetivo, dar voz a quienes padecen y no la tienen para denunciar, enfila Mónica su fuerza de trabajo, su talento, su empecinada y contenida emoción por el sufrimiento de las víctimas. No es que a los hechos, a la verdad, le vaya tampoco demasiado bien en estos tiempos de malabarismos lingüísticos y pensamiento romo. Y que Mónica nunca haya dudado sobre cuál es su trabajo ayuda, al menos, a que la verdad nos dé en la cara.

Me habría gustado estar en Onda Cero cuando Mónica entró, la imagino ya determinada y resuelta —aunque posee otra gran cualidad del reportero: la inseguridad, la falta de suficiencia—, sorbiendo como agua todo lo que podían enseñarle los buenos profesionales. También en Hoy, por donde pasó nuestra extremeña. Me habría gustado trabajar con ella, pero no pudo ser. Cuando empezó, yo estaba terminando. Sin embargo, la vida, que a veces puede ser muy generosa, nos juntó en Beirut. Vecinas, casi —cada barrio de la capital de Líbano es la esquina de un pañuelo con muchas puntas—, nos fuimos acercando, por casualidad y por voluntad. La fui conociendo, y mi estimación crecía mientras ella lo hacía profesionalmente.

Nunca trabajé con ella pero la veía trabajar, nos cruzábamos cuando ocurría algo en Beirut y ella pasaba, enfilando su proa hacia los hechos; o bien la veía salir hacia un conflicto, o regresar, llena del horror presenciado y también de la legítima satisfacción que le proporcionaba haber podido contarlo. Y al día siguiente, crío apoyado en las caderas, vamos a comer al Sporting, ¿te parece?, me proponía.

Así fue como aprendí a respetarla, ya no solo por sus reportajes, que había leído antes y seguía leyendo, sino también por cómo lo hacía, cómo se preparaba, cómo iba desarrollando su estilo ante mis ojos, en esa magnífica madurez que la arrojó a colaborar también, con muy buen tino, en publicaciones que practicaban el humanismo: Cuarto Poder y Periodismo Humano, referentes del periodismo digital que anticipó el futuro de nuestra profesión. Convirtió el blog, ese ejercicio de onanismo que muchos hemos practicado en alguna ocasión, y otros, en demasiadas, en reporterismo puro. El suyo, el de toda la vida. El de los grandes. La crisis la había encontrado preparada: para las penurias y para, pese a ellas, no dar ni un paso atrás. Y es más, el periodismo la está conduciendo a la literatura. La narrativa, con mayúsculas, como demuestra en sus libros, a medias con Javier Espinosa, Siria, el país de las almas rotas, e Irak, la semilla del odio, libros imprescindibles no solo para conocer lo que ocurre, a quién le ocurre y por qué le ocurre —el cuándo y el dónde también están—, sino para que sepamos medir hasta el último centímetro nuestra ignorancia, o nuestra sumisa desesperación ante la mayor tragedia de este principio de siglo.

Es una maga. Tesonera, trabajadora incansable, dotada de una capacidad extraordinaria para ese verbo que ahora está de moda: conciliar, y que desde Agatha Christie, por lo menos, han practicado las mujeres con un oficio y un amor, o varios. Hijos, familia, vocación profesional.

La periodista que nos ocupa, como diría un escritor decimonónico, traza estrategias para abordar los reportajes con la misma minuciosidad con que planifica la comida de sus hijos, preparada y catalogada en la nevera, para la semana en que se sumergirá en los campos de refugiados rohinyás de Bangladesh, sobre quienes, por cierto, Prieto ha realizado concienzudas coberturas desde que se descubrió la masacre que están perpetrando contra ellos los birmanos, con su presidenta (premio nobel de la paz, otra estupidez estocólmica), a la cabeza.

Con la sabiduría del freelance, es decir, con la libertad de quien ha escogido contar lo que merece ser contado, no importa el precio, pero gastando poco, Mónica se desplaza anticipando cada posible paso, se mimetiza con el ambiente, se entrega sin perder la objetividad ni el instinto, sin malgastar el tiempo. Sabiéndose una privilegiada que acabará regresando a su hogar y a sus afectos, entiende su trabajo como una dedicación a tiempo completo.

Sí, la quiero. ¿Cómo no iba a quererla? Porque es como es. Porque nunca desfallece.

En ella, lo sepa o no, nos apoyamos muchos.


Contarlo para no olvidar

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