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Ocaso y evaporación del padre El gesto de Héctor y el padre castrado

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¿Qué es un padre? Es la pregunta que actúa con auténtica insistencia en el pensamiento de Freud. Él acuña la figura de Edipo para señalar que la función paterna tiene como primera tarea prohibir lo que, sin embargo, el Edipo de Sófocles lleva a cabo: la unión incestuosa con la madre. Un padre, parece decirnos Freud, es aquel que sabe hacer valer la Ley de la interdicción del incesto facilitando el proceso de separación del hijo respecto de sus orígenes. Lacan mostrará el carácter virtuosamente traumático de esta operación: el ejercicio simbólico de la paternidad asegura al hijo la posibilidad de salir del pantano indiferenciado del goce y de aventurarse hacia la asunción singular del propio deseo.

Esta equivalencia de Padre y Ley, y su disolución hipermoderna, es uno de los temas centrales de este libro. De hecho, nuestro tiempo parece sancionar el irremediable declive de la representación edípica del Padre situándose abiertamente bajo el signo del «anti-Edipo», ejerciendo una crítica radical de la equivalencia freudiana de Padre y Ley. En realidad el propio Freud, mucho antes de la crítica antiedípica de los años setenta, anunciaba la época de la disolución del Padre, como si el padre, desde los orígenes de la doctrina psicoanalítica, fuese un padre evanescente, castrado, opuesto y alternativo a la reconocida grandeza del pater familias. Como si este padre, el padre del que habla Freud, no fuese sólo el agente de la castración —aquel que introduce el límite al goce incestuoso de la Cosa materna— sino también aquel que lleva consigo las marcas de la castración. Se trata de una ambivalencia interna al concepto freudiano de padre. Por una parte el Padre-Norma, el padre que equivale a la Ley, el padre que ejerce la amenaza de eviración y que instala la Ley en la familia; por la otra el padre ausente, vulnerable, demasiado humano para sostener la tarea de representar esa equivalencia.5

Para entender mejor esta doble cara del padre freudiano dejémonos guiar por dos escenas. La primera es muy conocida y la tomamos de las páginas de La Ilíada de Homero. Se trata de la emotiva escena del encuentro de Héctor con su hijo y con su mujer Andrómaca antes del combate final con Aquiles.6 La segunda es una célebre anécdota biográfica relatada por Freud y que concierne a su anciano padre.

En la primera escena estamos ante la figura trágica del padre dividido entre su tarea como ciudadano y jefe militar (defender su ciudad de los invasores) y su ser padre de familia. El gesto de Héctor, sobre el que llama la atención Luigi Zoja en su conmovedor comentario de Homero, es el gesto con el que el guerrero se quita el yelmo, «coronado por una impresionante cabellera», para no asustar a su hijo y dejarse reconocer por él, levantándolo después hacia el cielo para pedirle a los dioses que devenga más fuerte que su padre. El yelmo cubre su rostro y debe ser retirado para permitir la dialéctica del reconocimiento, para permitir al hijo humanizar la figura ideal de su padre. No obstante, las razones de familia no disuaden a Héctor del cumplimiento de su deber de ciudadano y de jefe militar. Su orgullo de guerrero es más fuerte que su sentimiento de padre. Incluso haciendo aparecer una división dentro del Padre, la escisión trágica que atraviesa el «gesto de Héctor» preserva su carácter ideal y su función de guía ética.

El padre de Freud, Jakob, comerciante de tejidos, figura de pequeño burgués sin grandes ideales y sin cultura, no es en absoluto la expresión resplandeciente del padre ideal. El padre de Freud no es el padre que detenta el cetro fálico del poder. Es, más bien, la imagen de un padre en dificultades, debilitado, sumiso, la imagen de aquel padre humillado que el neorrealismo de Vittorio De Sica retrata de forma despiadada y melancólica en Ladrón de bicicletas. Freud refiere en La interpretación de los sueños un relato escuchado durante su infancia y que lo acompañará para siempre como una imagen indeleble: cuando el padre estaba paseando por Freiberg se encontró frente a un hombre en su misma acera que venía de la dirección opuesta. Con arrogancia, éste quiso que le cediese el paso y tiró al barro su gorra, al tiempo que gritaba ofensivamente: «¡fuera de la acera, judío!» Ante a esta escena de humillación el pequeño Sigmund pregunta con apremio: «y tú ¿qué hiciste?» El padre respondió lacónicamente: «bajé de la acera y recogí el gorro».

¡Qué diferente es este padre del que aparece a través del gesto de Héctor, que Luigi Zoja ha inmortalizado como un paradigma puro de la paternidad! Si Héctor se quita el yelmo para ofrecerle al hijo su lado más humano, si vive la escisión entre la coraza del guerrero y la afectividad tierna hacia el hijo, si eleva el hijo al cielo deseando ser superado en fuerza y coraje por él, el padre de Freud se descubre como «demasiado humano», como un padre castrado, inerme, que cede pasivamente el paso al altivo antisemita. En el primer caso, la figura del padre oscila entre el ciudadano heroico, entregado a la defensa de su comunidad, y el padre que cuida de la familia y que, si asusta a su hijo por un exceso de Ideal, se dispone enseguida, con un acto de ternura —quitarse el yelmo— , a dejarse reconocer como padre humano, mientras que para el pequeño Sigmund el padre no es objeto ni de miedo ni de admiración, sino únicamente de vergüenza. Es aquel que sufre una ofensa sin reaccionar de ningún modo.

La confrontación entre estas dos escenas nos permite realizar el pasaje del Padre Ideal y, como tal, inalcanzable, mítico e inigualable, al padre castrado, expresión de toda la miseria humana que necesariamente acompaña a cualquier figura del padre. Está en juego una reducción, una contracción, una evaporación de la figura paterna como Ideal. La época de la tragedia da paso a la de la farsa. El célebre padre kafkiano de la Carta al padre se incluye también en este último ciclo de la farsa. Su voz potente y su mirada severa participan de una contradicción que las desenmascara como puros semblantes. Él hace lo contrario de lo que dice. Exige del hijo una coherencia de comportamiento y un respeto de las normas que él no practica de ninguna manera. La grieta que lo atraviesa es la grieta que separa la imagen del padre de la imagen del amo. Por un lado, él es la encarnación de una Ley severa y despiadada que no permite la dialéctica del reconocimiento entre padre e hijo, sino que suscita únicamente miedo y angustia, siendo la Ley y, al mismo tiempo, la excepción a la Ley, la ausencia de Ley, el «padre gigante» y «tirano» que no reconoce al hijo como un «auténtico Kafka» y que tan sólo encarna una versión superyoica de la Ley («siempre me has recriminado…»). Por el otro lado, es un padre, como escribe Kafka,

…capaz de [sufrir] en silencio (…). Por ejemplo cuando, hace tiempo, en los veranos calurosos, te veía en la tienda, cansado, dormir una pequeña siesta después de comer, con el codo apoyado en el pupitre, o cuando venías los domingos acalorado a reunirte con nosotros en la casa de campo; o la vez que, estando mamá muy enferma, te vi agarrarte a la librería, tembloroso por el llanto; o cuando, durante mi última enfermedad, viniste a verme a la habitación de Ottla, pero te quedaste callado en la puerta, estiraste el cuello para verme en la cama y, por consideración, te limitaste a saludarme con la mano.7

El padre kafkiano como encarnación feroz de la Ley parece reducirse en realidad a un puro semblante, a pesar de que su voz sea fuerte e incluso dé miedo. Pero, ¿acaso no es esta la alternancia más común del neurótico respecto a la Imago paterna? ¿Aquella que, precisamente, Lacan sintetiza en la paradoja por la que «el progenitor del mismo sexo se le manifiesta al niño a la vez como el agente de la interdicción sexual y el ejemplo de su transgresión»?8 El temor de la Ley que el padre edípico representa ¿no implica acaso la tendencia del neurótico a actuar la Ley o a querer mostrar su fragilidad y toda su vulnerabilidad? ¿Bajo el semblante del padre ideal no está siempre el padre castrado? ¿No es éste el corazón del Edipo freudiano? De hecho, la neurosis es un modo de hacer existir el padre ideal precisamente porque se ha visto claramente que no es ideal en absoluto. Es una obstinación de querer creer en el padre ideal a pesar del padre real. La idealización neurótica de la Imago paterna intenta asegurar una versión del padre que la realidad desmiente fatalmente: no existe padre ideal, no existe padre que no esté castrado. Esta es la verdad estructural que la neurosis pretende eliminar idealizando su imagen, queriendo creer firmemente en su potencia fálica.

¿Qué queda del padre?

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