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ОглавлениеIntroducción
¿Problemas globales y soluciones locales?
“Esto es solo el principio”, se tituló el artículo de Guillermo Cid sobre los incendios en Australia, publicado el 9 de enero último en El Confidencial (cf. Cid, ٢٠٢٠). Como sabemos, la situación que atravesara el país oceánico a inicios del ٢٠٢٠ fue desesperante. Más de tres meses de fuego dejaron como saldo negativo numerosas víctimas fatales, unas ٢.٠٠٠ propiedades destruidas, cientos de animales afectados (algunas especies en peligro cierto de extinción) y un ambiente prácticamente irrespirable, al punto de que el humo que cubriera las principales ciudades del país, como Sidney o Melbourne, con el correr de los días empezó a sobrevolar la superficie de regiones tan remotas como Chile o Argentina, situadas en el otro extremo del globo terráqueo.
En su artículo, Cid reflexiona sobre las causas de este fenómeno. Apoyándose en datos aportados por Fernando Valladares, profesor e investigador del CSIC y miembro de la Fundación Gadea Ciencia, Cid señala dos factores que pueden parecer tan triviales como predecibles: las sequías y las altas temperaturas. Detrás de estos factores, sin embargo, se encuentra una causa común: el cambio climático a nivel mundial, cuyos efectos concretos ya no pueden soslayarse por más tiempo.
El diagnóstico, desde luego, no es novedoso. Por lo menos desde la década de 1970, poseemos un conocimiento científicamente riguroso de los efectos amenazantes que el uso de clorofluocarbonos (CFC) produce sobre la capa de ozono (cf. Singer, 2003: 27). En el año 2001, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático o IPCC presentó el Tercer Informe de Evaluación, en cuya elaboración participaron numerosos autores y expertos de distintas partes del mundo (cf. ibíd.: 28). Los datos recabados en ese entonces ya eran escalofriantes. Lo que revela el informe, tal como relata Singer, es que la década de 1990 había sido la más calurosa y “1998 el año más caluroso en los 140 años para los que se han conservado datos meteorológicos”; que el nivel del mar había aumentado “entre 10 y 20 centímetros a lo largo del pasado siglo”; y que, “desde la década de 1960, la capa de hielo y nieve” había “disminuido en un 10 %” (ibíd.). El problema es que todos estos datos, por no mencionar el “incremento sin precedentes en la concentración de dióxido de carbono, metano y óxido de nitrógeno en la atmósfera, producido por actividades humanas como la quema de combustibles fósiles, la deforestación y (en el caso del metano) la producción ganadera y arrocera” (ibíd.), han ido empeorando en las últimas dos décadas.1
Lo que está ocurriendo en Australia, pero también en otras partes del mundo, como California, la selva amazónica o incluso las sierras de Córdoba, es sólo una muestra de los efectos que produce el calentamiento global, agravado por algunos factores de incidencia local, como la complicidad de algunos gobiernos en materia de desmonte, deforestación, desarrollo urbanístico no sustentable y falta de inversión adecuada en infraestructura y prevención. Con el calentamiento global no sólo aumentan los riesgos de incendio, sino también de inundaciones, al variar drásticamente el régimen de lluvias. Las evidencias al respecto también son globales y elocuentes, según consta en numerosos documentos e informes.2 Hay, por cierto, otros fenómenos igualmente preocupantes, como la reaparición de viejas epidemias, la aparición de otras nuevas o las crisis migratorias que algunos de estos fenómenos generan, las cuales también poseen un impacto global.3
Ante un panorama así de sombrío, y previendo un futuro no menos desolador, se impone una sola pregunta: ¿qué hacer? Algunas directivas sobre cómo afrontar estos tipos de fenómenos vienen siendo propuestas desde hace décadas por distintas comisiones, instituciones y especialistas. Sin dudas, el Protocolo de Kioto de 1997 significó un hito en este sentido, no sólo por el grado de consenso alcanzado en torno a qué hacer, sino por los exigentes compromisos que fijó en materia de “reducción o limitación de emisiones de gases causantes del efecto invernadero en 2012 para 39 naciones desarrolladas” (Singer, 2003: 35). El camino transitado desde entonces, sin embargo, ha sido difícil. En el año 2001, Estados Unidos abandonó el Protocolo, siendo la principal potencia generadora de gases de efecto invernadero. Pero, así como ha habido retrocesos, también cabe constatar algunos avances. El Acuerdo de Copenhague (2009), que volvió a incluir a los Estados Unidos, como así también la Cumbre de Clima de Varsovia (2013) o la Cumbre de Clima de París (2015), en la cual se celebró un acuerdo histórico que volvió a comprometer a las naciones desarrolladas a implementar las medidas y los recursos necesarios para reducir la temperatura global del planeta, permiten contar con una hoja de ruta bastante más certera y esperanzadora. Hoy, pues, el problema principal ya no sería el de ‘qué hacer’, sino el de visualizar qué herramientas resultan más efectivas para lograr que los principales actores a nivel mundial finalmente cumplan los compromisos asumidos. En este plano, tanto la política como el derecho internacional están llamados a asumir un rol clave.
Todo esto, por cierto, resume en líneas muy gruesas el creciente nivel de concientización que hemos alcanzado en torno a un fenómeno cuyo tratamiento resulta impostergable. Pero también es verdad que las consecuencias de este fenómeno ya son visibles en varias regiones del planeta, habiéndose vuelto muchas de ellas tan inevitables como irreversibles. En algunos casos, como el de Australia, la magnitud del daño producido por el calentamiento global es tan grande que su mitigación probablemente exceda con creces la capacidad de dicho país para hacerle frente. Si tomamos en cuenta que Australia representa una de las potencias que más contribuyen a la producción de gases de efecto invernadero, habrá quienes sugieran tratar su caso bajo el famoso apotegma: «el que las hace, las paga». Sin embargo, obrar de esta manera no sólo dejaría sin solución a algunas regiones del planeta que sufren consecuencias similares a las de Australia sin haber contribuido en la misma medida a generarlas, sino que implicaría desconocer el impacto que estas mismas consecuencias, a su vez, producen en otros países y regiones. Como lo puso cristalinamente Ulrich Beck al referirse a “la globalización de los riesgos civilizatorios”:
A la producción industrial le acompaña un universalismo de los peligros, independientemente de los lugares de su producción: las cadenas de alimentos conectan en la práctica a todos los habitantes de la Tierra. Atraviesan las fronteras. El contenido en ácidos del aire no ataca sólo a las esculturas y a los tesoros artísticos, sino que ha disuelto ya desde hace tiempo las barreras aduaneras modernas. También en Canadá los lagos tienen mucho ácido, también en las cumbres de Escandinavia se mueren los bosques (Beck, 1998: 42).
Por eso, hay dos cuestiones que deberíamos diferenciar con mucho cuidado. Por una parte, está la cuestión de cómo distribuir los costos entre los causantes de cierto fenómeno, la cual ciertamente plantea obstáculos prácticos de gran envergadura, en especial debido a la reticencia que siguen exhibiendo muchas potencias a asumir las responsabilidades que les competen y a la dificultad de establecer sanciones realmente efectivas por parte de la comunidad internacional. Pero, por otra parte, está la cuestión de cómo comportarnos en el mientras tanto frente a algunos hechos que tienen incidencia directa en nuestras comunidades, es decir: en la medida en que las soluciones a la primera cuestión sigan postergándose en el tiempo. En todo caso, el carácter global o heredado de un fenómeno no tiene por qué implicar que no haya nada que pueda hacerse a nivel local para combatir o mitigar su impacto.
A fin de ilustrar de manera más clara lo que quiero decir, considérese un ejemplo del ámbito local. En el año 2015, se sucedieron en la Provincia de Córdoba una serie de inundaciones que dejaron un saldo de siete muertos y más de 1500 viviendas dañadas.4 Es claro que las extensas precipitaciones en breves períodos de tiempo configuran un paisaje cuya constatación resulta cada vez más frecuente en distintas partes del mundo y en la que el calentamiento global sin dudas juega su parte. No obstante, como sostienen los especialistas, la incidencia de las lluvias no habría sido la misma si algunas medidas preventivas se hubieran tomado a tiempo, especialmente en lo que atañe a la realización de obras hídricas, así como al control del desmonte y la desforestación. Hace mucho que en la Provincia de Córdoba se discute la necesidad de reformar Ley de Ordenamiento Territorial de Bosques Nativos (Ley N° 9814) actualmente vigente. La reforma de esta ley no sólo parece necesaria para que la Provincia finalmente se adecúe a la Ley Nacional 26.331, sino también para evitar que Córdoba continúe figurando entre las regiones líderes del planeta en materia de deforestación: entre 1998 y 2006, la tasa de deforestación fue ni más ni menos que del 2,5 al 2,9 por ciento anual (cf. Groshaus, 2015). En consecuencia, ¿no resulta evidente que la naturaleza global de un problema no tiene por qué comportarse como un impedimento insuperable para el surgimiento de soluciones locales perfectamente capaces de hacerle frente?
El caso de Córdoba, como así también el de otras provincias argentinas, resulta además una excelente ilustración de lo mucho que pueden incidir la política y el derecho a la hora garantizar un mundo mejor. Lamentablemente, la ilustración aquí opera en sentido negativo, pues lo que estos casos exhiben son justamente los problemas que plantean algunas malas decisiones. Por ejemplo, para volver a situarnos en la Provincia de Córdoba, considérense ahora las inundaciones que se produjeron durante el verano de 2017, las que llevaron a la Comisión de Emergencia Agropecuaria a declarar en estado de emergencia y/o desastre agropecuario a zonas de 23 cuencas hidrogeológicas.5 Como producto de esta declaración, muchos productores rurales recibieron subsidios y exenciones impositivas tendientes a amortiguar el costo de las pérdidas ocasionadas por la lluvia. Sin embargo, lo que las evidencias muestran es que el monocultivo que en los últimos años ha venido a reemplazar al bosque nativo, al neutralizar la capacidad de absorción del suelo, se encuentra entre las principales causas de las pérdidas ocasionadas (cf. Vettorello et al., 2017). La actuación de la Comisión, pues, despierta algunas inquietudes. Por lo pronto, ¿por qué razón hubo de conceder beneficios impositivos a quienes, según parece, fueron los principales responsables del problema en ciernes?
Una respuesta tentativa es que estas medidas tuvieron que tomarse en virtud de que la población de productores fue la principal afectada. Sin embargo, ¿fue la única? Más aún, ¿cómo se define el universo de potenciales afectados? Por caso, entre los actores convocados por la Comisión para analizar la situación aparecen legisladores departamentales, entidades rurales, representantes de organismos como el INTA y del Ministerio de Agroindustria de la Nación, el Colegio de Ingenieros Agrónomos y la Bolsa de Cereales de Córdoba. ¿Pero qué hay del ciudadano común que ha visto desaparecer extensas superficies de bosque nativo sin recibir nada a cambio? Los subsidios y demás concesiones impositivas que se otorgan como fruto de una declaración de emergencia surgen de las arcas del Estado, a la cual aportamos todos los contribuyentes. Por ende, ¿no hubiera correspondido que al ciudadano común también se lo convocara a sentarse en la mesa? ¿Y qué hay de la propia desaparición del bosque nativo? ¿No ameritaría ella misma una auténtica declaración de emergencia ambiental?
Aunque los capítulos que integran el presente volumen no pretenden reflexionar directamente sobre la situación ambiental de la Provincia de Córdoba, sí procuran abordar preguntas de un tenor semejante, relacionadas con el modo en que algunas de las principales instituciones iberoamericanas han tendido a encarar algunos hechos de fuerza mayor, sean de origen estrictamente natural o artificial. En rigor, su objeto de interés estriba en la dimensión valorativa que rodea a las emergencias y, en particular, en el valor de la objetividad que debería honrar cualquier intervención sobre la realidad social que se presuma efectiva. Este valor, según se comprobará, cobra una relevancia central en cualquiera de los siguientes planos de análisis: el moral, por supuesto, pero también el epistemológico, el político y el jurídico. Cada uno de estos planos recibirá una atención eminente a lo largo de las siguientes páginas, en las que intentaré explorar qué presupuestos, concepciones, puntos de vista, valoraciones, propósitos e intereses se plasman en el discurso justificatorio que acompaña a ciertas intervenciones institucionales. La intención de proceder así, como se adivinará, es fundamentalmente crítica, aunque el objetivo más ambicioso de este trabajo consiste en develar si no es el propio valor de la objetividad el que ofrece la mejor alternativa para controlar los grados de discrecionalidad y arbitrariedad que ya nos hemos habituado a constatar en las actuaciones de la clase política. Con ese fin, no sólo será necesario analizar qué se ha dicho desde el punto de vista doctrinario y jurisprudencial sobre la materia, sino también qué puede aportar la filosofía para comprender y, en última instancia, revisar lo que a veces no alcanza a observarse a simple vista.
Las razones por las cuales aquí se ha elegido el valor de la objetividad son diversas y, en más de un sentido, difíciles de articular, aunque creo que la razón principal responde a una intuición que fue gestándose entre los años 2014 y 2018, precisamente los años en los que se desarrollaron las investigaciones cuyos frutos recoge este volumen. En sus inicios, la intuición surgió como una reacción a lo que, como veremos más adelante (cf. infra, capítulo II, sec. §3 y capítulo III, sec. §3), González Lagier denomina ‘objetivismo ingenuo’ en ciencias sociales, el cual se plasma en numerosos fallos judiciales tendientes a revisar las actuaciones del poder político a la hora de declarar una emergencia o, como sucede en Argentina, respaldar un decreto de necesidad y urgencia. Según esta forma de objetivismo, habría ciertos hechos ofrecidos por la realidad a los que todos tendríamos acceso de manera fiel, transparente o no problemática, esos mismos hechos cuyo desconocimiento simplemente provocaría que cualquier intento de apelar al instituto de la emergencia carezca de sustento. Por supuesto, lo que mi intuición indica es que esta aproximación a los hechos y, con ella, a las emergencias, resulta profundamente equivocada.
Sin embargo, con el desarrollo de mis investigaciones no sólo se fueron haciendo cada vez más evidentes los motivos de esta equivocación, sino también los que explican otra equivocación de envergadura equivalente a la anterior, en este caso atribuible a un conjunto de perspectivas a las que bien cabría concebir ni más ni menos que como la contracara de aquel objetivismo ingenuo. Como veremos especialmente en los capítulos I y IV de este trabajo, tales serían las perspectivas que en cierta medida adoptan autores como Posner, Troper, Tusseau o Marazzita, y en las que cabe detectar la influencia de algunas corrientes filosóficas no siempre conciliables, como el decisionismo schmittiano, el contractualismo hobbesiano, el perspectivismo nietzscheano, el realismo jurídico italiano, el neopragmatismo rortiano, ciertas formas de constructivismo social y hasta el deconstruccionismo francés. Más allá de esta pluralidad de fuentes inspiradoras, hay algo que todas ellas parecen compartir y que podría resumirse en la convicción de que la verdad y, junto con ella, la objetividad, tan sólo representarían una manifestación de la voluntad de poder de ciertos actores. Por ese motivo, simplemente no habría espacio para un ‘control objetivo’ de las emergencias, o al menos no para uno que no se reduzca en última instancia al intento de reemplazar una perspectiva subjetiva por otra perspectiva no menos subjetiva —y, por ende, no menos arbitraria— que la primera. Para estos planteos, pues, la única clave estribaría en determinar quién detenta el poder. Una vez más, mi intuición es que ver las cosas de esta manera conlleva un grave error, pues la objetividad no sólo no es un ‘mito’, como creen algunos autores (cf. Najmanovich, 2016), sino que, correctamente entendida, permitiría hallar un refugio seguro desde el cual protegernos de la arbitrariedad de los poderes del Estado, sin que esto nos haga caer en una suerte de elitismo epistémico antidemocrático.
Como he dicho, los capítulos que recoge este volumen se gestaron entre los años 2014 y 2018. Todos ellos fueron publicados en su momento como artículos en diversas revistas jurídicas del medio local e internacional, si bien las versiones aquí contenidas difieren de las versiones originales. Tal es el caso, sin ir más lejos, del texto que conforma el Capítulo I, escrito inicialmente en inglés. En este capítulo, tal como se infiere de su título, intento realizar una aproximación uniforme a las emergencias y los desastres naturales, no porque entre estos fenómenos no haya diferencias ontológicas significativas —oportunamente, veremos que muchas emergencias poseen un componente sociocultural que no se encuentra presente en los desastres—, sino porque ninguna de estas diferencias sería estrictamente relevante para una evaluación objetiva de su ocurrencia. Aunque el capítulo haya sido el último en redactarse desde el punto de vista cronológico, la razón por la cual aquí encabeza este trabajo responde al carácter general de su contenido. Como comprobará el lector, puesto que allí es donde exploro con mayor detenimiento la noción de ‘objetividad’, será allí adonde deberá acudirse a fin de ampliar algunos de los principales supuestos filosóficos que se constaten en los capítulos siguientes. En este primer capítulo, además, defiendo un enfoque constructivista en materia moral fundado en la noción de ‘bienestar’, adoptando un compromiso que profundizaré en la última parte del Capítulo II, pero que también se hará evidente en etapas posteriores del trabajo.
A diferencia del Capítulo I, que posee una impronta generalista y marcadamente epistemológica, los capítulos restantes, comenzando por el Capítulo II, se abocan de lleno a analizar el modo como las principales instituciones políticas y jurídicas de Iberoamérica han lidiado con el instituto de la emergencia. Desde luego, su objeto de interés central viene dado por las actuaciones del Poder Judicial iberoamericano, fundamentalmente de Argentina, Colombia y España. Sin embargo, puesto que no es posible comprender dichas actuaciones sino como reacciones a lo que hace o deja de hacer el poder político, mucho de lo que diga en un plano de análisis (i.e. el jurisdiccional) irá inextricablemente ligado a lo que diga en los otros (i.e. el político y/o legislativo).
El Capítulo II, pues, pretende hacer explícitos dos presupuestos doctrinarios que colorearían las actuaciones del Poder Judicial a la hora de controlar la legislación de emergencia, para luego reflexionar sobre los compromisos valorativos que necesariamente tiñen el ejercicio de dicho poder y las implicancias políticas que esto genera. Es en este capítulo en el que intento tomar distancia del objetivismo ingenuo antes referido, el cual se vería reflejado en varios fallos judiciales.
En el Capítulo III, por su parte, ahondo en los mismos compromisos e implicancias tratados en el Capítulo II, pero ya no con la vista puesta en criticar al Poder Judicial, sino en evitar caer en el extremo opuesto, lindante en un decisionismo schmittiano condescendiente con el poder político. Con ese fin, exploro allí una serie de fórmulas tendientes a capturar lo distintivo de las situaciones de emergencia y expreso por qué ninguna de ellas estaría exenta de dificultades.
Y en el Capítulo IV, finalmente, tras repasar el diagnóstico efectuado, postulo una fórmula inspirada en un fallo del Tribunal Constitucional de España que, a mi modo de ver, estaría en condiciones de capturar qué son objetivamente las emergencias, sin incurrir en los errores a los que nos conducen las otras aproximaciones filosóficas. En comparación con el resto de los capítulos que integran el presente trabajo, sin dudas que este se trata del capítulo más propositivo. Por supuesto, la solución a la que arribo puede que carezca del carácter taxativo que muchos quisieran ver reflejado en un trabajo de pretensiones prácticas. Sin embargo, no puede perderse de vista que, como casi siempre ocurre en los terrenos de la política, la moral y el derecho, no hay recetas mágicas ni salidas definitivas (cf. Dworkin, 2017: cap. 7). A pesar de todo, confío en que la solución propuesta tenga al menos el mérito de alentar un debate que apunte reducir, hasta donde sea posible, la incertidumbre del futuro que se avecina.
1 Al respecto, véase Summary for Policymakers (Special Report: Global Warming of 1.5°C), el informe del año ٢٠١٨ elaborado por el IPCC, recuperado el ١٢ de febrero de https://www.ipcc.ch/sr١٥/chapter/spm/.
2 Una lista detallada de las inundaciones que tuvieron lugar en Norteamérica puede obtenerse del siguiente sitio: http://floodlist.com/america/usa; sobre las inundaciones y causas de las mismas en Latinoamérica, véase en especial Gascón, 2005.
3 En el Post Scriptum de este trabajo aludo al desafío que actualmente plantea para el derecho y la política la epidemia mundial generada por el Covid-19, un virus que tiene otros antecedentes históricos. Dos de ellos son, por caso, el SARS que hacia el año 2002 azotara a la provincia china de Cantón, o el MERS-Cov, detectado en el año 2012.
4 Al respecto, véase “Las inundaciones en Córdoba se deben a la deforestación y a la pésima administración ambiental, según especialistas”, Télam, recuperado el 14 de 2020, de https://www.telam.com.ar/notas/201502/95434-las-inundaciones-en-cordoba-se-deben-a-la-deforestacion-y-pesima-administracion-ambiental-segun-especialistas.html).
5 Al respecto, véase “Inundaciones: la mitad de Córdoba será declarada en emergencia”, La Voz del Interior, recuperado el 14 de febrero de 2020, de http://agrovoz.lavoz.com.ar/clima/inundaciones-la-mitad-de-cordoba-sera-declarada-en-emergencia.