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2 El camino del duelo

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«Qué duelo tan amargo, qué dolor tan grave...

Este sufrimiento es insoportable».

Dicen que la infancia feliz es la que no se conserva en la memoria, pero yo la recuerdo y, por cierto, muy felizmente. Mis padres se esforzaron por crear un ambiente de seguridad y tranquilidad que logró que creciéramos muy dichosos. Con frecuencia, pensando en mi hermano David y en mi papá, recientemente fallecido, evoco aquellos días. Me viene a la mente la imagen del encuentro familiar en torno a la mesa en la que cenábamos los cinco todas las noches, y en ella veo a cada uno en su sitio correspondiente, cada cual con su personalidad, pero todos formando un único núcleo unido.

Recuerdo las continuas bromas que nos gastábamos los tres hermanos, la ilusión de los días festivos, la celebración de la Navidad... Debido a la diferencia de edad, como hermanos mayores, éramos para David una referencia vital, un ejemplo. Siempre nos fue devoto, hasta el punto que mostraba hacia nosotros no solo una actitud fraternal, sino también filial. Aún hoy día, en ocasiones, llamando a mi hijo pequeño, involuntariamente lo nombro como a su tío fallecido, no por la viveza del recuerdo, sino por la semejanza del sentimiento paternal que también yo sentía hacia él.

Uno no se da cuenta de la importancia de la formación y educación recibidas hasta que alcanza la madurez. Esto, que es una obviedad, cobra sentido cuando se puede comprobar que todo ese armazón creado por los padres es el sustento sobre el que los hijos desarrollan su personalidad y sobre el que pueden elaborar el duelo, tras un golpe brutal. Los buenos duelos no se improvisan. En ellos también valen los modelos, la enseñanza y la ejemplaridad.

Rememoro que, siendo pequeño, durante un tiempo, me costaba dormir pensando en la muerte de mis padres. Me venía la imagen de ambos en un féretro, que cual fantasma me perseguía y me robaba el sueño. ¡Eran noches terribles! En la infancia todo lo que necesitamos es la seguridad que nos proporcionan los padres y, sobre ella, construimos el edificio de nuestra personalidad. Esos cimientos son los que te ayudarán a recomponer el edificio dañado por la muerte.

La muerte se precipita sobre esa estructura familiar creada y la sacude hasta extremos inimaginables. Los lazos afectivos creados en la infancia son tan sólidos que hacen que el sufrimiento producido por la muerte de un miembro de tu familia sea muy intenso y avasallador. El sufrimiento es el tributo que paga el amor. A su vez, esos vínculos son tan compactos que se convierten en dique, garantía de que el desborde de la tribulación no pueda eliminarlos.

Te proyectas en la vida en una concepción ideal o ficticia en la que la muerte no tiene cabida. Sin embargo, la realidad se impone. Tiene razón J. A. Jungmann al afirmar que «educar es introducir en la totalidad de la vida». Cuando me encontraba en el seno de mi mamá, con tres meses, falleció su joven madre tras una larga enfermedad. No la pude conocer físicamente, pero tantas veces mi mamá, trasmisora de tradiciones familiares, habla de ella y tantos rasgos comunes encuentro en sus hijos, mis tíos, que mi abuela es para mí cercana, conocida y amada. Yo nací en el proceso de un duelo materno.

Un día recibes una llamada, y la ruptura para la que no te encuentras preparado se produce y empiezas a transitar otro camino muy diverso del idílico que habías previsto. Ahora tienes que pisar las espinas del estupor y de la incredulidad. Muchos senderos y ningún atajo, oquedad de luz y calor, pérdida de contacto y relación, apego y desapego, vacío afectivo, fragmentación interior, mil y una preguntas, replanteamiento existencial, soledad despoblada entre tantos, con la muerte como el mayor enigma humano, el desafío de una crisis multidimensional: el camino del duelo.

El duelo de los hermanos

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