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A mis amigos, que me sostuvieron

Attraversiamo

Piedra sobre piedra.

Escalando hasta la cima de nuestras montañas.

Descendiendo al abismo

de los juguetes rotos.

Aprendiendo a reír sin trabas, sin miedo.

Ganando conmigo la distancia de este sueño de mujer.

Dándome, con tu inquebrantable, certero instinto,

el significado de las palabras hechas vida.

Ahí has estado y estás, Ana.

Tu vida y la mía se mezclan, en este libro, a partes iguales.

Tú, Miguel, trajiste a la Mesa del Jardín aquella Luz que todos compartimos. Antes de marcharte, mientras yo miraba la sonrisa tranquila, inigualable, de tus ojos, recuerdo que dijiste algo así:

“Has recibido Energía y la has trasladado a lo que has escrito. Ahora, tus palabras poseen energía con independencia de ti. Esa energía puede ser recibida por otros desde las palabras mismas, puede ser ya de otros”.

Tú, querida madre Esther, tan tierna, tan llena de contrastes, tantos como los colores irisados de tus ojos, tan natural, tú, como las piedras preciosas que te adornan y te llevan a la tierra, de donde tomas tu raíz clara y tu firmeza. Fuiste niña gozando, mujer en el descubrimiento sensual.

Aurora, en tierra ajena, tan clara en tu destino, donde todos miramos deseando que te alcances.

Pequeña Paloma, no tengo para ti más que admiración:

Tú, que comprendes

Caminas

rodeada de pájaros

de luz

que se enredan

en las ramas doradas

de tu pelo.

Hoy mismo,

cuando nos hemos cruzado,

el más pequeño de ellos

se ha quedado

revoloteando

sobre un libro sin dueño

que yo traía en mi mano…

y mi mano se ha quedado mojada

de una fina lluvia de cristal

que descendía desnuda,

en toda su pureza,

desde el relámpago

azul

de tus ojos.

¿Quién nos lo iba a decir?

Aprendimos todos de ti: nos llevaste desde la emoción a la emoción, desde tus lágrimas al sitio exacto donde este libro pudiera llegar a ser y reconocerse.

Aquellas palabras que teníamos entre las manos se transformaron, de pronto, en ti, Francisco. Te reconociste en un poema, lo cantaste desde tu íntimo yo, desde la naturalidad de tus quehaceres cotidianos. Sin titubear un instante, como de siempre en ti.

El poema que cantas

De borde a borde,

de cadera a cadera.

Desde la cima anochecida,

lo has hecho tuyo.

En el varal de tu propia cuna,

en la nana que te mece,

que te canta a ti mismo.

En el nido que mis manos

traían para ti

en aquel mismo instante

compartido

de mi vida en libertad.

De ti y de tu sorprendente misterio no me olvido, Óscar Rubén.

Tampoco de ti me olvido, J.J., amigo mío. Sentados los dos en aquel banco de la Plaza de La Mariana, contemplábamos lo que estabas viendo sin poder creérnoslo… ¡Ninguno! Y reíamos y nos abrazábamos.

Gracias por vuestro precioso regalo.

El camino del deseo

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