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Un escritor que escribe: «Estoy solo» o como Rimbaud: «Soy realmente de ultratumba», puede considerarse bastante cómico. Resulta cómico tomar conciencia de la propia soledad dirigiéndose a un lector y con unos medios que al hombre le impiden estar solo. La palabra «solo» es tan general como la palabra «pan». Desde el momento en que la pronunciamos, todo lo que dicha palabra excluye se torna presente. Pocas veces se toman en serio estas aporías del lenguaje. Basta con que las palabras presten su servicio y que la literatura no deje de parecer posible. El «Estoy solo» del escritor tiene un sentido sencillo (nadie junto a mí) que la utilización del lenguaje solo contradice en apariencia.

Si nos detenemos en estas dificultades, corremos el riesgo de encontrarnos con lo siguiente: la primera observación es la sospecha de que el escritor miente a medias. Paul Valéry le dice a Pascal, el cual se queja de estar abandonado en el mundo: «Un desamparo que escribe bien no está tan acabado mientras haya conservado del naufragio...»; mas un desamparo que escribe de forma mediocre merece el mismo reproche. ¿Cómo va a estar solo, él, que nos confía que lo está? Nos convoca para apartarnos, piensa en nosotros con el fin de persuadirnos de que no piensa en nosotros; habla el lenguaje de los hombres en el momento en el que, para él, ya no hay ni lenguaje ni hombre. Nos gusta creer que aquel que debería estar separado de sí mismo por la desesperación no solo conserva el pensamiento de algún otro, sino que utiliza esa soledad para un efecto que borra su soledad.

¿El escritor es sincero solo a medias? En el fondo, eso importa poco y más bien vemos el carácter superficial de ese reproche. Quizá Pascal esté tan desolado solamente porque escribe de manera brillante. En el horror de su condición interviene, como la causa más hiriente, la capacidad que conserva de tornarse admirable con la expresión de su miseria. Algunos sufren porque no expresan totalmente lo que experimentan. Tienen dificultad con la oscuridad de sus sentimientos. Piensan que se sentirían aliviados si convirtiesen en palabras exactas la confusión en la que se pierden. Pero otro sufre por ser el intérprete afortunado de su desdicha. Esa libertad de espíritu que conserva y que le permite ver dónde está lo deja sin respiración. Está desgarrado por la armonía de sus imágenes, por el aire de felicidad que respira lo que escribe. Experimenta esa contradicción como lo que hay de necesariamente abrumador en la exaltación que ahí encuentra y que pone punto final a su hastío.

El escritor bien podría no escribir. Es cierto. ¿Por qué, en su soledad extrema, escribiría el hombre: «Estoy solo» o como Kierkegaard: «Estoy aquí completamente solo»? ¿Quién lo obliga a dicha actividad en la situación en la que, no conociendo de sí mismo y del resto sino una ausencia aplastante, se vuelve totalmente pasivo? El hombre, caído en el terror y la desesperación, da vueltas quizá como un animal acorralado en una habitación. Podemos imaginar que vive privado del pensamiento que le haría reflejar su desdicha, de la mirada que le dejaría percibir el rostro de la desdicha, de la voz que le permitiría quejarse de esto. Loco, insensato, le faltarían los órganos para vivir con los demás y consigo mismo. Esas imágenes, por naturales que sean, no son convincentes. Al testigo inteligente, el animal mudo se le aparece preso de su soledad. No es el que está solo el que experimenta la impresión de estar solo; ese monstruo de desolación requiere la presencia de otro para que su desolación tenga un sentido, de otro que, gracias a su razón intacta y a sus sentidos —que ha conservado—, haga momentáneamente posible el desamparo hasta entonces carente de poder.

El escritor no está libre de estar solo sin expresar que lo está. Incluso habiendo alcanzado la suerte que embarga de vanidad a todo lo que atañe al acto de escribir, permanece ligado a unas configuraciones de palabras; e, incluso, en el manejo de la expresión es donde mejor coincide con la nada sin expresión en la que se ha convertido. Lo que hace que el lenguaje quede destruido en él hace asimismo que tenga que utilizar el lenguaje. Es como un hemipléjico que hallaría en el mismo mal la obligación y la prohibición de caminar. Se le impone correr sin descanso para comprobar a cada movimiento que está privado de movimiento. Está tanto más paralizado cuanto más le obedecen sus miembros. Padece ese horror que convierte sus piernas sanas, sus músculos fuertes y el ejercicio satisfactorio que consigue con estos, en la prueba y la causa de la imposibilidad de su andar. De la misma manera que el desamparo de cualquier hombre implica en un momento dado que es una locura ser razonable (le gustaría perder la razón, pero precisamente encuentra su razón en esa pérdida en la que se abisma), así también el que escribe está abocado a escribir debido al silencio y a la privación de lenguaje que lo afectan. Mientras no está solo, escribe o no escribe; solamente experimenta como una necesidad de oficio, de placer o de inspiración las horas que pasa buscando y sopesando las palabras; se engaña cuando habla de una exigencia irresistible. Pero si cae en el punto extremo de la soledad, allí donde desaparecen las consideraciones externas de público, arte, conocimiento, ya no tiene la libertad de ser sino aquello que su situación y el infinito hastío que siente querrían absolutamente impedirle ser.

El escritor se encuentra en esa condición cada vez más cómica de no tener nada que escribir, de no tener ninguna forma de escribirlo y de estar obligado por una necesidad extrema a escribirlo siempre. No tener nada que expresar debe ser entendido en el sentido más simple. Cualquier cosa que quiera decir no es nada. El mundo, las cosas, el saber no constituyen para él sino puntos de referencia a través del vacío. Y él mismo ya ha quedado reducido a nada. La nada es su materia. Rechaza las formas en las que esta se le brinda como algo. Quiere captarla no en una alusión, sino en su verdad propia. La busca como el no que no es un no a esto, a aquello, a todo, sino el no puro y simple. Por lo demás, no la busca; aquella está desterrada de cualquier investigación; no puede ser tomada por un fin; no se puede proponer como meta para la voluntad aquello que toma posesión de la voluntad anulándola: no es, eso es todo; el «No tengo nada que decir» del escritor, al igual que el del acusado, encierra todo el secreto de su condición solitaria.

Lo que hace que sea difícil seguir estas reflexiones es que ese apelativo de escritor parece designar más una ocupación que un estado del hombre. Un zapatero sumido en la angustia se podría reír de sí mismo al permitir que los demás caminen mientras que él mismo está atrapado en una trampa que lo paraliza. Sin embargo, no se nos ocurre describir su angustia como si fuese la manera de ser de un hombre que arregla zapatos. El sentimiento angustioso solo está ligado accidentalmente a un objeto y muestra precisamente que ese objeto debido al cual uno se pierde en una muerte sin término es insignificante para el sentimiento que provoca y para el hombre que somete a tortura. Uno se muere al imaginar que ha perdido cualquier objeto al que le tiene apego y, en ese mortal pavor que siente, siente también que dicho objeto no es nada, que no es más que un signo intercambiable, una ocasión vacía. No hay cosa alguna que no pueda alimentar la angustia, y la angustia es ante todo esa indiferencia hacia aquello que la crea, aunque al mismo tiempo parezca vincular al hombre con la causa que aquella ha elegido.

El escritor aparece a veces extrañamente como si la angustia fuese propia de su función, más aún como si el hecho de escribir ahondase la angustia hasta el punto de vincularla con él mismo antes que con cualquier otra especie de hombre. Llega un momento en el que el literato que escribe por fidelidad a las palabras escribe por fidelidad a la angustia; es escritor porque esa ansiedad fundamental se ha revelado a él y, al mismo tiempo, se revela a él en cuanto que es escritor; es más, parece existir en el mundo únicamente porque en el mundo hay hombres que han llevado el arte de los signos hasta el lenguaje y el cuidado del lenguaje hasta la escritura que exige una voluntad particular, una conciencia circunspecta, la utilización garantizada de las capacidades discursivas. Ahí es donde el caso del escritor tiene algo de exorbitante y de inadmisible. Parece cómico y miserable que la angustia, que abre y cierra el cielo, requiera, para manifestarse, la actividad de un hombre sentado a su mesa y que traza letras en un papel. En realidad, quizás esto resulte sorprendente, pero de la misma manera que resulta sorprendente el hecho de que, a la soledad del loco, se le otorgue como condición necesaria la presencia de un testigo lúcido. La existencia del escritor aporta la prueba de que, en el mismo individuo, junto al hombre angustiado, subsiste un hombre con sangre fría, junto al loco un ser razonable y, estrechamente unido a un mudo que ha perdido todas las palabras, un orador que domina el discurso. El caso del escritor es un caso privilegiado porque representa de forma privilegiada la paradoja de la angustia. La angustia pone en tela de juicio todas las realidades de la razón, sus métodos, sus posibilidades, su posibilidad, sus fines y, no obstante, le impone estar ahí; le ordena ser razón de la manera más perfecta que pueda; ella misma solo es posible porque la facultad, que aquella torna imposible y anula, se mantiene con toda su capacidad.

El signo de su importancia es que el escritor no tenga nada que decir. Eso también resulta grotesco. Pero esa broma tiene exigencias oscuras. En primer lugar, no es tan habitual que un hombre no tenga nada que decir. Ocurre que determinado hombre hace callar momentáneamente todas las palabras que lo expresan dando de baja el conocimiento discursivo, asiendo una corriente de silencio que sale de su profunda vida interior. Entonces ese hombre no dice nada porque la facultad de decir se ha interrumpido; él se encuentra en un ámbito en donde las palabras ya no están en su sitio, no han existido nunca, no se proponen siquiera como un ligero rasguño del silencio; está por entero ausente de lo que se dice. Pero, para el escritor, la situación es diferente. Permanece ligado al discurso; no abandona la razón sino para serle fiel; tiene autoridad sobre el lenguaje que no puede licenciar del todo. Para él, no tener nada que decir es la forma de ser de alguien que siempre tiene algo que decir. En medio de la charla, encuentra la zona de laconismo en la que ahora ha de permanecer.

Esa situación está llena de tormentos y es ambigua. No puede confundirse con la esterilidad que a veces abruma a un artista. Es incluso tan distinta de esta que todos los nobles y escasos pensamientos que tiene, la abundancia y la dicha de las imágenes, el flujo de bellezas literarias, son el motivo por el que el escritor está a punto de alcanzar el vacío que en su arte será la respuesta a la angustia que ocupa su vida. No solamente no ha roto con las palabras, sino que las recibe más grandes, más brillantes, más afortunadas de lo que las ha tenido nunca; es capaz de las obras más variadas; hay una relación natural entre lo que piensa como más justo y lo que escribe como más seductor; le resulta maravillosamente fácil unir el número y la lógica; todo su espíritu es lenguaje. Este es el primer signo de que, si no tiene nada que decir, no es por falta de medios, sino porque todo lo que puede decir está a disposición de esa nada que la angustia hace que aparezca como su objeto propio entre los objetos momentáneos que esta se otorga. Hacia esa nada remontan, como hacia la fuente que ha de agotarlas, todas las capacidades literarias, y él las absorbe no tanto para tratar de que lo expresen como debido a un consumo sin meta y sin resultado. Este fenómeno es singular. El escritor es requerido por su angustia a un auténtico sacrificio de sí mismo. Es preciso que gaste, que consuma las fuerzas que lo convierten en escritor. Es preciso también que ese gasto sea verdadero. Por un lado, contentarse con no escribir más; por el otro, escribir una obra donde se reúnan, en forma de efectos, todos los valores que el espíritu contenía en potencia es impedir que el sacrificio se realice o reemplazarlo por un intercambio. Lo que se le exige al escritor es infinitamente más penoso. Es preciso que se destruya mediante un acto que lo ponga realmente en juego. El ejercicio de su poder lo fuerza a inmolar dicho poder. La obra que hace significa que no hay obra hecha. El arte que utiliza es un arte en el que deben aparecer a la vez el éxito perfecto y el fracaso total, la plenitud de los medios y la irremediable decadencia, la realidad y la nada de los resultados.

Cuando alguien compone una obra, dicha obra puede ser destinada a servir a determinado fin, moral, religioso, político, externo a ella; se dice entonces que el arte está al servicio de valores ajenos; se intercambia de forma utilizable por unas realidades cuyo precio acrecienta. Pero, aunque el libro no sirva para nada, se presenta como un fenómeno de ruptura en el conjunto de las relaciones humanas que están fundadas en la equivalencia de los valores intercambiados, en ese principio según el cual a toda producción de energía ha de corresponderle una energía en potencia en un objeto producido y capaz de volver a ser lanzada bajo una u otra forma en el circuito ininterrumpido de las fuerzas; el libro que el arte ha producido y que no puede producir ningún otro tipo de valores que no sean aquellos que representa parece una excepción a esa ley que supone el mantenimiento de toda existencia; expresa un esfuerzo desinteresado; se beneficia, a título privilegiado o escandaloso, de una situación inestimable; se reduce a sí mismo; es el arte por el arte. Sin embargo —y las interminables discusiones sobre el arte por el arte así lo muestran—, la obra artística queda solo en apariencia y para los ojos burdos excluida de la ley general de los intercambios. ¿Acaso dicha obra no sirve para nada?, dicen los críticos; pero sirve para algo justamente porque no sirve para nada; su utilidad consiste en expresar esa parte inútil sin la cual no es posible la civilización; o también sirve al arte que es un fin del hombre o que es un fin en sí mismo o que es la imagen de lo absoluto, etc. Se puede alambicar de mil maneras acerca de esto. Todo ello resulta bastante inútil, porque está claro que la obra de arte no representa un auténtico fenómeno de gasto. Significa, por el contrario, una operación ventajosa de transformación de energía. El autor ha producido más que a sí mismo; ha llevado lo que ha recibido hasta un punto superior de eficacia; ha sido creador; y lo que ha creado es en adelante una fuente de valores cuya fecundidad supera con mucho las fuerzas que se han gastado en hacerla nacer.

El escritor sumido en la angustia experimenta especialmente que el arte no es una operación ruinosa; él, que trata de perderse (y de perderse como escritor), ve que, al escribir, aumenta el crédito de la humanidad, por consiguiente, aquel que le es propio, puesto que sigue siendo hombre; otorga al arte unas nuevas esperanzas y riquezas que recaen pesadamente sobre él; transforma en fuerzas de consuelo las desesperadas órdenes que recibe; salva con la nada. Esta contradicción es tal que no le parece que estratagema alguna pueda ponerle fin. Las desdichas tradicionales del artista —vivir pobre y miserable, morir realizando su obra— no se tienen naturalmente en cuenta en la estructura de su porvenir. La esperanza del nihilista —escribir una obra, pero una obra destructiva, que represente, por lo que es, una posibilidad indefinida de cosas que ya no serán— también le resulta ajena. Se da cuenta de la intención del primero, que cree sacrificar su existencia cuando lo que hace es ponerla por entero en el trabajo que ha de conferirle eternidad, y del ingenuo cálculo del segundo, que aporta a los hombres, en forma de conmociones limitadas, una perspectiva ilimitada de renovación. Su camino es muy diferente. Obedece a la angustia, y la angustia le ordena que se pierda, sin que dicha pérdida esté compensada por ningún valor positivo.

«No quiero llegar a algo —se dice el escritor—. Quiero, por el contrario, que ese algo que persigo, que soy, cuando escribo no desemboque, por el hecho de que escribo, en nada, en forma alguna. Me resulta indispensable ser un escritor que sea infinitamente menos grande en su obra que en sí mismo, y ello con la utilización completa y leal de todos sus medios. Deseo que esa posibilidad de crear, al convertirse en creación, no solo exprese su propia destrucción así como la destrucción de todo lo que pone en tela de juicio, es decir, de todo, sino que no la exprese. Para mí, se trata de realizar una obra que ni siquiera tenga esa realidad de expresar la ausencia de realidad. Lo que conserva un poder de expresión conserva el mayor valor real, aun cuando lo que se expresa no tenga ninguno; pero ser inexpresivo no pone fin al equívoco que asimismo saca de ello lo siguiente: que entonces queda expresada la necesidad de no expresar nada».

Este monólogo es ficticio, porque el escritor no puede darse como proyecto, en forma de un plan meditado y coherente, aquello que a él se le exige como lo contrario de un proyecto y en la más oscura y vacía de las imposiciones. O, más exactamente, su angustia se acrecienta con esa exigencia que lo fuerza a proseguir, mediante una tarea metódica, con la preocupación de la que no se puede dar cuenta si no es por medio de una desorganización inmediata de sí mismo. Su voluntad, en cuanto poder práctico de ordenar lo que es posible, se torna a su vez angustiada. Su razón nítida, siempre capaz de responderse en un discurso, es, en cuanto nítida y discursiva, igual que la impenetrable locura que lo reduce al silencio. La lógica se identifica con la desdicha y con el pavor de la conciencia. Esta sustitución, no obstante, solo puede ser momentánea. Si la regla consiste en obedecer a la angustia y si la angustia no acepta sino lo que la acrecienta, resulta momentáneamente soportable tratar de hacerla pasar al plano de un proyecto con fecha de caducidad porque ese esfuerzo la lleva al punto álgido de malestar, pero eso no puede durar; rápidamente la razón actuante impone la solidez que es su ley; angustiada hace un momento, ahora convierte la angustia en razón; trastoca la búsqueda ansiosa en una ocasión para el olvido y el descanso. A partir de esa usurpación, e incluso antes de que se produzca, simplemente en la amenaza que deja entrever la utilización más desconfiada del espíritu realizador, todo trabajo se torna imposible. La angustia exige el abandono de aquello que corre el riesgo de tornarla más débil; lo exige, y dicho abandono, al significar el fracaso del acuerdo deseado debido a la dificultad misma que entraña, acrecienta aquella de manera extrema; la angustia se torna incluso tan grande que, liberada de sus medios y al perder contacto con las contradicciones en las que se ahoga, tiende a una extraña satisfacción; al seducirse, no se ve más que a sí misma, es mirada que se vela y sentimiento que se descompone; una suerte de suficiencia se constituye con su insuficiencia; el movimiento desgarrador en el que consiste la arrastra hacia una ruptura definitiva; va a perderse en la corriente que la conduce a perderlo todo. Pero, en esa nueva situación extrema, la especie de angustia fundida en esa embriaguez en la que siente que se está convirtiendo la expulsa hacia fuera. Con una pesadez incrementada, vuelve hacia la traducción lógica que le hace experimentar —de una forma razonable, es decir, privada de delicias— las contrariedades que de nuevo la sitúan constantemente en el presente. La realización se tantea una vez más, tanto más sombría cuanto más violentamente se intenta y tanto más buscada cuanto más la muestra, bajo la amenaza de un nuevo fracaso, el recuerdo del fracaso. El trabajo es posible provisionalmente en la imposibilidad que lo torna más penoso. Y así hasta que esa posibilidad se presente como real al destruir la parte imposible que era su condición.

El escritor no puede prescindir de su proyecto puesto que la profundidad de su angustia está vinculada al hecho de que no puede prescindir de una realización metódica. Pero padece la tentación de proyectos singulares. Por ejemplo, quiere escribir un libro en el que el poner en juego todas las fuerzas significativas se reabsorba en lo insignificante. (¿Lo insignificante es lo que escapa a la inteligibilidad objetiva? Esas páginas compuestas por una secuencia discontinua de palabras, esas palabras que no suponen ninguna lengua, siempre pueden, a falta de un sentido asignable, producir, mediante el acuerdo o el desacuerdo de los sonidos, un efecto que represente su razón). O bien el escritor se propone una obra de la cual quede excluida la hipótesis de un lector. (Lautréamont parece haber realizado ese sueño. ¿Cómo no ser leído? Se querría organizar el libro de acuerdo con el modelo de una casa fácilmente abierta a los visitantes, pero una vez se haya penetrado en ella, sería preciso no solo perderse en ella, sino quedar atrapado en una pérfida trampa, dejar de ser lo que se era, morir. ¿Que el escritor destruye su obra en cuanto la ha escrito? Ocurre a veces, es un subterfugio infantil, nada está hecho mientras la estructura de la obra no torne imposible al lector y, en primer lugar, al lector que es el escritor mismo. Acabamos imaginando un libro al que, como hombre por un lado e insecto por otro lado, el escritor no tendría acceso sino al escribirlo; un libro que lo haría sucumbir como poder lector sin hacerlo desaparecer como razón escritora, que lo despojaría de la visión, de la memoria, de la intelección de aquello que habría compuesto con todas sus fuerzas y todo su espíritu). O bien piensa en una obra tan ajena a su angustia que aquella sería el eco de esta debido al silencio que mantendría. (Pero lo incógnito no es nunca verdadero; cualquier frase banal es la confesión de la desesperación que se da en el fondo del lenguaje).

Todos estos artificios deben a su carácter pueril la seriedad con la que son sopesados y conformados. La chiquillada adelanta su fracaso atribuyéndose un modo de ser demasiado ligero para que el éxito o el no-éxito la sancione. Estos intentos tienen en común la búsqueda de una solución completa para una situación que una solución completa arruinaría y transformaría en su contrario. No tienen por qué fracasar, pero no deben tener éxito. Tampoco tienen por qué equilibrar en un orden deliberado el éxito y el fracaso, de manera que le dejen a la ambigüedad la responsabilidad de una decisión. Todos los proyectos que hemos evocado pueden, en efecto, retomarse en el equívoco y ni siquiera son concebibles si no es al abrigo de una intención con múltiples figuras. Esa pérdida de la significación que el escritor le pide a un texto privado de toda inteligibilidad la recibe del texto más razonable en el caso de que este parezca expresar su carácter de evidencia como un desafío a la comprensión inmediata. Él le añade esa oscuridad suplementaria: que hay dudas acerca del sinsentido de ese sentido; que la razón, al tomarse a sí misma a broma en los reconocimientos que le son habituales, no muere en ese juego sino porque se niega obstinadamente a jugar. La ambigüedad es tal que no se le puede tomar la palabra ni como razón ni como sinrazón. Quizá la página absurda, a fuerza de ser sensata, sea verdaderamente sensata; quizá no tenga el menor sentido. ¿Cómo decidir al respecto? Su carácter está ligado a un cambio de perspectiva, y no hay en ella nada que permita fijarla desde un ángulo definitivo. (Siempre se puede decir que su sentido consiste en admitir ambas interpretaciones, en teñirse tan pronto de sentido común, tan pronto de sinsentido, y así puede determinarse como indeterminación entre ambos posibles; pero eso mismo traiciona su estructura, pues no está dicho que su verdad consista en ser tan pronto esto como aquello; al contrario, es posible que sea únicamente esto o aquello; exige imperiosamente esa elección; añade a la indeterminación en la que se la quiere captar la pretensión de estar asimismo absolutamente determinada por uno de los dos términos entre los cuales oscila).

La ambigüedad no es, sin embargo, una solución para el escritor angustiado. No puede ser pensada como una solución. Desde el momento en el que forma parte de un proyecto y en el que aparece como la expresión de un cálculo, deja que se pierda la multiplicidad que es su naturaleza y cristaliza bajo el aspecto de un artificio cuya complejidad exterior está constantemente reducida por la intención que la hizo nacer. Puedo leer un poema con doble, triple, quizá nulo sentido, pero no dudo acerca del sentido de esos distintos sentidos y veo en ellos la resolución de llegar a mí mediante el enigma. Allí donde el enigma se muestra como tal, se desvanece. Solo es enigma cuando no existe en sí mismo, cuando se oculta tan profundamente que se sustrae en aquello que hace que su naturaleza sea sustraerse. El escritor sumido en la angustia se encuentra con su angustia como si fuese un enigma, pero no puede recurrir al enigma para obedecer a la angustia. No puede creer que, al escribir bajo la máscara, al tomar prestados tantos pseudónimos, al tornarse desconocido, salde las cuentas con la soledad que tiene por destino aprehender en el acto mismo de escribir. No tiene los medios al ser él mismo enigma, enigma como escritor que ha de escribir y no escribir, de ser fiel, mediante el enigma, a su naturaleza enigmática. Se conoce como tormento, pero dicho tormento no está encerrado en un sentimiento particular, no es más tristeza que alegría, tampoco es el conocimiento que se experimenta en lo incognoscible que lo funda; tormento que se justifica con todo y se desembaraza de todo, que se adapta a cualquier objeto y escapa, a través de cualquier objeto, a la ausencia de objeto, que creemos captar en el estremecimiento mediante el cual la muerte está ligada al sentimiento de ser, pero que torna irrisoria la muerte en relación con el vacío que aquel cava y que, sin embargo, no permite que lo rechacemos, que, por el contrario, exige que lo padezcamos y lo queramos, y convierte su liberación en un tormento peor, recargado de aquello que lo aligera. Decir de dicho tormento: lo obedezco al abandonar a la oscilación mi pensamiento escrito, al expresarlo mediante una clave, es representarlo como no teniendo interés para mí sino en el misterio en el que se muestra; sin embargo, no lo conozco ni como misterioso ni como familiar, ni como clave de un mundo sin clave, ni como respuesta a la ausencia de pregunta; si me expone al enigma, es rechazando vincularme con el enigma; si me desgarra con la evidencia, es justamente desgarrándome; está ahí, de eso estoy seguro, pero está ahí en la oscuridad, y no puedo mantener esa certeza sino en el derrumbamiento de todas las condiciones de la certeza y, en primer lugar, de aquello que yo soy cuando estoy seguro de que está ahí.

Si la ambigüedad fuese, para el hombre angustiado, el modo esencial de su revelación, habría que creer que la angustia tiene algo que revelarle que, sin embargo, él no puede captar; que lo pone en presencia de un objeto del que solo siente la ausencia vertiginosa; que le anuncia, con el fracaso y también con el hecho de que el fracaso no pone fin a nada, una posibilidad suprema a la que, en cuanto hombre, ha de renunciar, pero cuyo sentido y cuya verdad puede al menos comprender con la existencia de la angustia. La ambigüedad supone un secreto que sin duda se expresa al desvanecerse, pero que, en dicho desvanecimiento, se deja entrever como posible verdad. Hay un más allá en el que quizá, si yo lo alcanzase, solamente me alcanzaría a mí mismo, pero que también tiene un sentido fuera de mí, e incluso para mí no tiene más que ese sentido de estar absolutamente fuera de mí. La ambigüedad es el lenguaje que mantiene un mensajero que querría enseñarme aquello que no puedo aprender y que, completando su enseñanza, me advierte de que no aprendo nada de lo que él me enseña. Semejante creencia equívoca no está ausente de determinados momentos de la angustia. Pero a su vez la angustia solamente puede desgarrarla en todo lo positivo que aquella todavía tiene. La transforma en un peso que aplasta y que no obstante se reduce a nada. Convierte esa boca que habla, que habla con habilidad mediante la confusión de las lenguas, mediante el silencio, la verdad, la mentira, en el órgano condenado a hablar apasionadamente para no decir nada. Conserva la ambigüedad, pero le retira su cometido. De esa lectura llena de contrasentidos que mantiene al espíritu en vilo con la esperanza de una verdad incognoscible, aquella no deja subsistir más que el laberinto de los múltiples sentidos en el que el espíritu prosigue su búsqueda sin la esperanza de una verdad posible.

La angustia no tiene nada que revelar y a su vez es indiferente a su propia revelación. Le trae sin cuidado que se la revele o no; arrastra al que se ha unido a ella hacia esa forma de ser en la que la exigencia de decirse ya está superada. Kierkegaard ha convertido lo demoniaco en una de las formas más profundas de la angustia, y lo demoniaco se niega a comunicar con el afuera y no quiere hacerse manifiesto; aunque quisiera, no podría; está confinado en aquello que lo hace inexpresable; está angustiado por la soledad y por el miedo a que la soledad se pueda quebrantar. Pero eso se debe a que, para Kierkegaard, el espíritu se ha de revelar, la angustia viene de que, al ser imposible cualquier comunicación directa, encerrarse en la interioridad más aislada aparece como la única vía auténtica para ir hacia el otro, una vía que a su vez solo tiene salida si se impone como sin salida. La angustia, no obstante, por mucho que pese como una piedra sobre el individuo del que aplasta y hace pedazos lo que tiene en común con los hombres, no se detiene en esa tragedia de la mutilación y, con el fin de hacer que salga del refugio en donde vivir es vivir secuestrado, se vuelve contra la individualidad misma, contra la aspiración enloquecida, desgarrada y desgarradora, de no ser sino ella misma. La angustia no le permite al solitario estar solo. Lo priva de los medios de tener relación con otro, tornándolo más ajeno a su realidad de hombre que si de repente quedase transformado en algún parásito; pero, una vez despojado de ese modo y listo para sumirse en su monstruosa particularidad, la angustia lo expulsa fuera de sí y, en un nuevo tormento que aquel experimenta como una irradiación sofocante, lo confunde con lo que no es, convirtiendo su soledad en una expresión de su comunicación, y esa comunicación en el sentido que adquiere su soledad y, siguiendo con esa sinonimia, en una nueva razón de ser angustia añadida a la angustia.

El escritor no escribe para expresar el desvelo que es su ley. Escribe sin meta, en un acto que posee, sin embargo, todas las características de una composición meditada y cuyo desvelo requiere, en todo momento, su realización. No busca expresar su yo angustiado, ni tampoco ese yo perdido para sí; de nada le sirve esa ansiedad que quiere manifestarse, como si, manifestándose, soñase con que se libera; el escritor no es su portavoz o el portavoz de una verdad inaccesible que estaría ahí; obedece a una petición y la respuesta que hace pública no tiene nada que ver con dicha petición. ¿Acaso hay en la angustia un vértigo que le impida ser comunicada? En un sentido, sí, puesto que parece insondable; el hombre no puede decir su tormento; su tormento se le escapa; cree que no podrá expresar de qué va; se dice a sí mismo: jamás traduciré fielmente este sufrimiento. Pero es porque se imagina que hay algo que traducir; se representa su situación según el modelo de todas las demás situaciones humanas; quiere formular su contenido; persigue su significado. En realidad, la angustia no tiene unos entresijos misteriosos; toda ella está en la evidencia que hace que se note que está ahí; queda revelada por entero cuando alguien dice: estoy angustiado; se podrán escribir volúmenes para expresar lo que no es la angustia, se la podrá describir bajo sus más notables formas psicológicas, se la relacionará con nociones metafísicas fundamentales; en todo ese revoltijo no habrá nada más de lo que hay en las palabras: estoy angustiado; y esas mismas palabras significan que no hay otra cosa que no sea la angustia.

¿Por qué le repugnaría a la angustia ser convocada afuera? Es tanto el afuera como el adentro. El hombre en el que se ha hecho manifiesta (lo cual no quiere decir que le haya mostrado el fondo de su naturaleza, puesto que no hay fondo alguno), el hombre al que ha atrapado profundamente se deja ver en las distintas expresiones bajo las cuales lo atrae; él no se muestra con complacencia y no se esconde con escrúpulo; no está celoso de su intimidad, no huye ni busca lo que la quebranta; no puede conceder una importancia definitiva a su soledad ni a su unión; angustiado cuando se niega, más angustiado cuando se entrega, siente que está ligado a una exigencia que el sí o el no de la realidad no pueden alterar. Del escritor que se da cuenta de toda la paradoja de su tarea con esa pasión siempre encubierta que siempre quiere desvelar, hay que decir que lleva a cabo su tortura, que la convierte en una cosa, que se la adjudica como un objeto que hay que representar, inaccesible sin duda alguna pero análogo, no obstante, a todos los objetos que el arte tiene como función expresar. ¿Por qué la desdicha de su condición consistiría en que tiene que representar esa condición con la consecuencia de que, si logra representarla, su desdicha se convertiría en alegría, su destino se realizaría por completo? Él no es escritor de su desdicha, y su desdicha no proviene de que sea escritor, pero, situado ante la necesidad de escribir, ya no puede escapar de esta, desde el momento en que la padece como una tarea irrealizable, irrealizable cualquiera que sea la forma de hacerla y, sin embargo, posible en esa imposibilidad.

No tengo nada que decir de la angustia y, en cuanto me dejo arrastrar al silencio, no me acecha para ser expresada. Pero la angustia también hace que yo no tenga nada que decir de nada, y no me acecha menos cuando quiero conferirle a mi tarea un fin que la justifique. Sin embargo, no me está permitido escribir no importa qué cosa. El sentimiento de la inutilidad de lo que hago está ligado a ese otro sentimiento de que nada es más grave que eso. Me encuentro ante el ultimátum del no importa qué debido no al resultado de una orden que me declara: todo está permitido, haz lo que quieras, sino debido al límite de una situación que convierte todo lo que me importa en el equivalente de un no importa qué y me niega ese no importa qué precisamente cuando ya no me importa. Puedo jugarme mi destino a los dados cada vez que, al jugármelo como azar exterior a mí, lo tomo como destino absolutamente vinculado a mí, pero, aunque los dados estén ahí para trocar en capricho la fatalidad demasiado penosa que ya no puedo desear, me convierto en un jugador al que le interesa jugar y que, debido a ese interés por el juego, hace que el juego sea imposible (ya no es un juego). Así también, si el escritor quiere escoger al azar lo que escribe, solo puede hacerlo si esa operación representa la misma exigencia de reflexión, la misma búsqueda de lenguaje, el mismo efecto penoso e inútil que el acto de escribir. Es decir, que, para él, escoger al azar es escribir, escribir convirtiendo su espíritu y el uso ejercitado de sus dones en el equivalente de un puro azar.

Siempre será más penoso para el hombre emplear rigurosamente su razón adhiriéndose a ella como a una coincidencia de acontecimientos fortuitos que plegarla a una imitación de efectos azarosos. Resulta relativamente fácil elaborar un texto con una serie de letras tomadas al azar. Resulta más difícil componer ese texto cuando se experimenta la necesidad del mismo. Pero resulta extremadamente dificultoso producir la obra más consciente y más equilibrada asimilando en cada momento las fuerzas razonables que la producen a un auténtico juego caprichoso. En ese sentido, las reglas que definen el arte de escribir, las imposiciones que ahí se introducen, las formas fijas que lo transforman en un sistema necesario, obstáculos todos ellos insuperables para la tirada de dados, son para el escritor tanto más importantes cuanto más extenuante vuelven el acto de conciencia mediante el cual la razón que observa dichas reglas ha de identificarse con una ausencia de reglas. El escritor que se libera de los preceptos para encomendarse al azar falta a la exigencia que le ordena no poner a prueba el azar si no es bajo la forma de un espíritu sometido a los preceptos. Trata de escapar a su inteligencia creadora experimentada como fortuna entregándose directamente a la fortuna. Recurre a los dados del inconsciente porque no puede jugar a los dados con la conciencia extrema. Él, al azar, limita el azar. De ahí su búsqueda de textos devastados por la aventura y su intento por contemporizar con la negligencia. Le parece que así está más cerca de su pasión nocturna. Pero es porque, para él, al lado de la noche todavía está el día y, por fidelidad a las normas de la claridad, necesita traicionarse en lo que respecta a aquello que carece de figura y de ley.

La aceptación de las reglas tiene el límite de que, cuando estas se han borrado y se han convertido en costumbres, ya no conservan casi nada de su forma apremiante y tienen la espontaneidad de lo que es fortuito. La mayor parte del tiempo, entregarse al lenguaje es abandonarse. Uno se deja llevar por un mecanismo que hace recaer sobre él toda la responsabilidad del acto de escribir. La verdadera escritura automática es la forma habitual de la escritura, aquella que ha convertido en automatismos los esfuerzos deliberados y las tachaduras del espíritu. En el extremo opuesto de la escritura automática está la voluntad angustiada de transformar en iniciativas meditadas los dones del azar y más nítidamente la preocupación por hacerse cargo de la conciencia que se adhiere a las reglas o las inventa como si fuese un poder semejante en todo al azar. El instinto que, ante la angustia, nos lleva a huir de las reglas proviene, por consiguiente, si es que él mismo no es huida de la angustia, de la necesidad de buscarlas como reglas verdaderas, como coherencia exigente y no ya como costumbres y medios de una tradicional comodidad. Intento darme una nueva ley, y no la busco porque sea nueva o porque será mía —ese pensamiento de novedad o de originalidad, en mi situación, resultaría irrisorio—, sino porque su novedad es la garantía de que es verdaderamente ley para mí, de que se impone con un rigor del que tengo conciencia y que torna para mí más penoso el sentimiento de que no tiene más sentido de lo que lo tiene una tirada de dados.

Las palabras dan al que las escribe la impresión de que le son dictadas por el uso, y él las recibe con el malestar de encontrar en ellas una inmensa reserva de facilidades y de efectos previamente montados — montados sin que su capacidad haya tenido en ello parte alguna. Ese malestar puede conducirlo a rechazar totalmente las palabras de la vida práctica, a interrumpir la voz familiar que escucha indolentemente, menos absorto por lo que escribe bajo la influencia de esa voz que por los gestos y las indicaciones del crupier en la mesa de juego. Entonces le parece necesario retomar las palabras por su cuenta e, inmolándolas en sus competencias serviles, exactamente en su aptitud para estar a su servicio, recuperar, con su rebeldía, el poder que tiene de ser su dueño. El ideal de las «palabras en libertad» no tiene por objeto descargar a las palabras de toda regla, sino liberarlas de una regla que uno ya no soporta para someterlas a una ley que siente verdaderamente. Hay un esfuerzo por convertir el acto de escribir en la causa de una perturbación del orden y de un paroxismo de conciencia tanto más angustiosos cuanto que esa conciencia de una prescripción inquebrantable es también conciencia de un defecto absoluto de orden. A la luz de esto, enseguida resulta evidente que inventar unas reglas nuevas no es más legítimo de lo que lo es reinventar las reglas antiguas; por el contrario, resulta más duro devolverle al uso su valor de imposición, despertar en el lenguaje ordinario la orden que en él se ha efectuado, adherirse a la costumbre como a la llamada misma de la reflexión. Dar un sentido más puro a las palabras de la tribu puede consistir en dar a las palabras un sentido nuevo, pero también en dar a las palabras su antiguo sentido, donarles el sentido que tienen resucitándolas tal y como no han dejado de ser.

Si leo, el lenguaje, ya sea lógico o totalmente musical (no discursivo), me hace adherirme a un sentido común que, al no estar directamente vinculado con lo que soy, se interpone entre mi angustia y yo. Pero si escribo, soy yo quien hace que el sentido común se adhiera al lenguaje y, para ese acto de significación, llevo tanto como puedo mis fuerzas a su punto de extrema eficacia, que es dar un sentido. Todo, en mi espíritu, trata pues de ser conexión necesaria y valor puesto a prueba; todo, en la memoria, recuerdo de un lenguaje que todavía no se ha inventado e invención de un lenguaje que se recuerda; a cada operación le corresponde un sentido y, al conjunto de las operaciones, ese otro sentido de que no hay sentido preciso para cada una de ellas; las palabras tienen su sentido como sustituto de una idea, pero también como composición de sonidos y realidad física; las imágenes se expresan como imágenes y los pensamientos afirman la doble necesidad que los asocia con determinadas expresiones y los convierte en pensamientos de otros pensamientos. Es entonces cuando se puede decir que todo lo que está escrito tiene para el que lo escribe el mayor sentido posible, pero también el sentido de que es un sentido vinculado al azar, de que es el sinsentido. Naturalmente, como la conciencia estética solo tiene conciencia de una parte de lo que hace, el esfuerzo por alcanzar la necesidad absoluta, y por tanto la vanidad absoluta, siempre resulta vano a su vez. No puede alcanzar la meta, y esa imposibilidad de alcanzar la meta, de llegar al término en donde resultaría como si nunca hubiese alcanzado la meta, es la que lo torna totalmente posible. Conserva un poco de sentido por el hecho de no recibir nunca todo su sentido, y está angustiado porque no puede ser pura angustia. La obra maestra desconocida siempre deja ver en una esquina la punta de un pie encantador, y ese pie delicioso impide que la obra esté acabada, pero también le impide al pintor decir, con el mayor sentimiento de quietud, ante la nada de su lienzo: «¡Nada, nada! Por fin, no hay nada».

De la angustia al lenguaje

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