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ОглавлениеI. De la profecía comunista a los regímenes totalitarios
Bajo el yugo de la dictadura comunista, la misma vida es peor que la muerte.
Manifiesto de los marineros del Soviet de Kronstadt (1921)
Varlam Shalámov escribió alguna vez: Yo participé en una batalla colosal, una batalla perdida por una genuina renovación de la humanidad. Yo reconstruyo la historia de esa batalla, sus victorias y sus derrotas. La historia de cómo la gente quiso construir el Reino Celestial en la Tierra. ¡El paraíso! ¡La Ciudad del Sol! Y, al final, todo lo que quedó fue un mar de sangre, millones de vidas arruinadas.
Svetlana Aleksiévich (2015)
Discurso con motivo de recibir el Premio Nobel de Literatura
La constatación de que los regímenes instaurados por partidos comunistas hayan invariablemente derivado en dictaduras totalitarias ha generado un largo debate sobre las razones de este hecho y la conexión que podría existir entre los principios fundacionales del marxismo, el aporte leninista y la realidad de dictaduras más parecidas a un infierno que a aquel paraíso terrenal profetizado por la utopía marxista. Intentar responder a esta cuestión es clave para entender a un partido, como el Partido Comunista chileno, que desde sus comienzos ha defendido la validez de las ideas de Marx y Lenin y se ha identificado con la sociedad creada por la revolución bolchevique. Las páginas que siguen nos proporcionan una introducción a una doble transformación: la de ideales aparentemente sublimes en realidades miserables y la de revolucionarios que querían cambiar el mundo para mejor y terminaron convertidos en implacables criminales políticos5.
La profecía de Marx
El pensamiento revolucionario de Marx es un heredero ateo de la tradición milenarista cristiana, cuyo núcleo está constituido por la gran profecía del Apocalipsis acerca de un Reino de Cristo sobre la Tierra que surgiría de la gran batalla entre el bien y el mal, entre Cristo y el Anticristo, y que duraría mil años (de allí el término “milenarismo” con que se la conoce)6. Esta profecía, así como la descripción de la hecatombe que antecedería la instauración del Reino de Cristo, poco tienen que ver con el mensaje de los evangelios y menos aún con la figura de Jesús, un Mesías pacífico cuyo reino no es de este mundo, que ellos nos han legado, pero su influencia no ha sido menor.
En el Apocalipsis se recupera, con toda su fuerza, al Mesías guerrero del Viejo Testamento, dando origen a una gran cantidad de corrientes heterodoxas cristianas que predicarán y se prepararán para el fin inminente del mundo tal como lo conocemos. Muchas de ellas pasarán a la acción revolucionaria, sintiéndose como una avanzada de los ejércitos redentores y diciendo encarnar el hombre nuevo liberado del pecado que sería parte del orden divino venidero. Los excesos y baños de sangre en que concluyeron estos movimientos milenaristas militantes, como el liderado por Fra Dolcino en Italia o por Thomas Müntzer en Alemania, anunciaban, a su manera, los terribles avatares de aquel futuro milenarismo ateo que encontró su gran profeta en Karl Marx.
El Manifiesto Comunista de 1848 fue su inimitable texto fundacional y en sus palabras finales acerca de la inevitable revolución violenta que vendría a dar paso al comunismo resuena una arrolladora fuerza profética que viene de los siglos:
“Los comunistas consideran indigno ocultar sus ideas y propósitos. Proclaman abiertamente que sus objetivos solo pueden ser alcanzados derrocando por la violencia todo el orden social existente. Las clases dominantes pueden temblar ante una Revolución Comunista. Los proletarios no tienen nada que perder en ella más que sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo que ganar.” (Marx y Engels 1955: 50)
Era la renovatio mundi, la reinvención mesiánica del mundo y la instauración de un reino de armonía, abundancia y perfección tan esperada desde los tiempos de las primeras comunidades cristianas y que jugó un papel tan importante en la historia de esa fe hasta el advenimiento de la modernidad. Ahora, en los tiempos modernos y cada vez más secularizados, reapareció con fuerza la expectativa de la instauración de un reino paradisíaco sobre la Tierra, pero cada vez más despojada de sus atributos religiosos explícitos, para culminar en un relato que negaba a Dios y no esperaba ya la parusía o Segunda Venida de Cristo al final de los tiempos, sino la de un Mesías terrenal que, en la visión de Marx, sería encarnado por el proletariado, “una clase con cadenas radicales” a la que “su sufrimiento universal le confiere carácter universal” y que por ello no podría emanciparse sin emancipar también al resto de la humanidad (Marx 1978: 222).
De esta manera concluiría aquella parte de la historia de la humanidad que, como se dice en la frase inicial del primer capítulo del Manifiesto Comunista, no habría sido más que “la historia de las luchas de clases” (Marx y Engels 1955: 19). Ese era el largo “valle de lágrimas” que mediaba entre la comunidad originaria o comunismo primigenio (esa especie de Jardín del Edén del marxismo que sus fundadores llamaron “Urkommunismus”) y el paraíso terrenal futuro. Esta era una larga y dolorosa peregrinación que la humanidad debía necesariamente atravesar para crear las condiciones de existencia del comunismo venidero.
Esta poderosa trasposición del mensaje bíblico bajo ropajes propios de un mundo que perdía la fe religiosa y adoraba a la ciencia le dio al marxismo su potente caja de resonancia: casi dos milenios de expectativas de redención que ahora, al fin, podían cumplirse y liberarnos de las miserias y tribulaciones que siempre han sido el pan de cada día de la existencia humana. Y la bisagra entre la explotación burguesa, capítulo culminante y final de la historia de las luchas de clases, y el mundo redimido del comunismo venidero era el Apocalipsis revolucionario que con su violencia redentora cerraba la puerta del pasado y abría la del esplendoroso futuro.
Este momento supremo de la transformación revolucionaria del mundo no trataba solamente del derrocamiento de los explotadores y la toma del poder por los explotados. En ese dramático momento-bisagra debía nacer, además, el hombre nuevo, el hombre comunista, el redentor de la humanidad redimido por su propia acción revolucionaria. Esto lo estableció Marx un par de años antes de la redacción del Manifiesto Comunista en La ideología alemana (obra escrita, tal como el Manifiesto, en colaboración con Friedrich Engels), donde por vez primera expone el conjunto de su concepción “materialista” de la historia. Estas son sus palabras (los énfasis son de Marx):
“Tanto para engendrar en masa esta conciencia comunista como para llevar adelante la cosa misma, es necesaria una transformación masiva del hombre, que solo podrá conseguirse mediante un movimiento práctico, mediante una revolución, y que, por consiguiente, la revolución no sólo es necesaria porque la clase dominante no puede ser derrocada de otro modo, sino también porque únicamente por medio de una revolución logrará la clase que derriba salir del cieno en que está hundida y volverse capaz de fundar la sociedad sobre nuevas bases.” (Marx y Engels 1970: 82)
La dictadura del proletariado
Este salto revolucionario, este momento-bisagra entre lo viejo y lo radicalmente nuevo, será luego elaborado por Marx y transformado en una concepción que extenderá el ejercicio de la violencia revolucionaria, de que hablaba el Manifiesto Comunista, a todo un período transicional entre la época burguesa y el comunismo que será denominado “dictadura del proletariado”. Este concepto es clave para entender el subsiguiente desarrollo del marxismo en marxismo-leninismo y fundamento teórico de los regímenes dictatoriales comunistas.
En una célebre carta dirigida a Joseph Weydemeyer fechada el 5 de marzo de 1852, Marx establece lo siguiente (los énfasis son del propio Marx):
“Lo que yo he aportado de nuevo ha sido demostrar: 1) que la existencia de las clases solo va unida a determinadas fases históricas de desarrollo de la producción; 2) que la lucha de clases conduce, necesariamente, a la dictadura del proletariado; 3) que esta misma dictadura no es de por sí más que el tránsito hacia la abolición de todas las clases y hacia una sociedad sin clases.” (Marx y Engels 1955a: 453)
Esta concepción de la violencia revolucionaria no como un hecho puntual, sino como toda una fase transicional será reafirmada posteriormente por Marx, en particular a partir de la sangrienta experiencia fracasada de la Comuna de París de 1871. En su Crítica del Programa de Gotha de 18757; Marx habla de “un largo y doloroso alumbramiento” de la nueva sociedad y luego explica:
“Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el período de la transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este período corresponde también un período político de transición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado.” (Ibid.: 24)
La necesidad de esta fase dictatorial no está condicionada por las formas concretas que asuma la dominación burguesa, sino que las abarca a todas, incluyendo las formas democráticas. Para Marx, la “república democrática” no era ninguna panacea, nada que debía ser defendido o conservado, sino simplemente la “última forma de Estado de la sociedad burguesa, donde se va a ventilar definitivamente por la fuerza de las armas la lucha de clases” (Ibid.: 25).
Marx y la sociedad total
La característica esencial de aquella sociedad-paraíso que Marx llama comunismo8 es la unidad inmediata y absoluta del ser humano con su especie, es decir, del individuo con el colectivo. Se propone, pues, el surgimiento de una sociedad total, totalizante y totalitaria en el sentido estricto de la palabra. Esta idea de una sociedad en la que desaparece el individuo como tal, es decir, el individuo con derecho a una esfera propia de libertad separada de lo colectivo y lo político, fue elaborada extensamente por Marx en sus escritos de 1843-1844, en particular en Sobre la cuestión judía de fines de 1843.
En esa obra, conocida por su virulento antisemitismo9, se critica la idea misma de los derechos humanos, aquellos proclamados en Francia por la célebre Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, por representar una mera expresión del individualismo egoísta, propio de un individuo “disociado de la comunidad”:
“Ninguno de los llamados derechos humanos va, por tanto, más allá del hombre egoísta, del hombre como miembro de la sociedad civil, es decir, del individuo replegado sobre sí mismo, su interés privado y su arbitrio privado, y disociado de la comunidad.” (Marx y Engels 1978: 143)
Para Marx, los únicos derechos importantes son los derechos políticos. En su visión, el individuo queda reducido a su calidad de miembro de un colectivo político y sus derechos no deben ser otros que aquellos que este le reconozca. Esta es, exactamente, la esencia de la definición de los conceptos de Estado totalitario y totalitarismo que Mussolini acuñaría en los años veinte del siglo pasado: “Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”. Se trata, además, de la misma forma de concebir los derechos y las “libertades” de Hegel, el gran maestro intelectual de Marx, que en este sentido es el primer gran pensador totalitario avant la lettre. Conocida es su afirmación, contenida en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, acerca de que “el hombre debe cuanto es al Estado. Solo en este tiene su esencia. Todo el valor que el hombre tiene, toda su realidad espiritual, la tiene mediante el Estado” (Hegel 1980: 101).
La visión mesiánica de Marx y su sueño de una futura sociedad idílica implantada con ayuda de la violencia revolucionaria encontrará con el tiempo seguidores entusiastas en todos los rincones del mundo. La promesa era deslumbrante e invitaba a realizar un esfuerzo supremo para realizarla, pero también a no escatimar los medios para ello, por más despiadados que fuesen.
A ello entregarían sus vidas sus fieles discípulos, los herederos legítimos del gran profeta del totalitarismo moderno. Entre ellos, los revolucionarios rusos encabezados por un noble hereditario ruso llamado Vladímir Ilich Ulianov, alias Lenin, serían los primeros en disponer del poder necesario para intentar la realización práctica de aquel “asalto al cielo” soñado por Marx, que debería dar paso a un ser humano superior y a una sociedad absolutamente renovada. El resultado fue, en parte, plenamente congruente con la utopía de Marx: en efecto, se creó la primera sociedad genuinamente total o totalitaria, pero al mismo tiempo, las deslumbrantes promesas de armonía, reconciliación y felicidad plena no se cumplieron ni de cerca. En vez del sueño del Reino Celestial sobre la Tierra surgieron regímenes de una brutalidad sin precedentes.
Lenin y el partido totalitario
El paso de la idea de la sociedad total de Marx a su realización bajo Lenin, Stalin, Mao y tantos otros dictadores comunistas requirió siempre de un paso intermedio de importancia vital: la creación del partido totalitario, plasmación anticipada de la utopía de la sociedad total, con su hombre-colectivo u hombre-partido ya realizado. Ese fue el gran aporte de Lenin al marxismo revolucionario, crear una organización de revolucionarios profesionales, cuadros bien formados, probados y entregados en plenitud a la causa, es decir, al partido. Ya en el primer número de su periódico Iskra (“La Chispa”), publicado el 1 de diciembre de 1900, decía Lenin: “Hay que preparar hombres que no consagren a la revolución sus tardes libres, sino toda su vida” (Lenin 1981: 396).
Los principios organizativos del partido revolucionario fueron desarrollados por Lenin en el ¿Qué hacer? (1902), obra clave de aquella ortodoxia marxista-leninista a la que con el tiempo se plegará el Partido Comunista chileno. Recordemos por ello algo de ese texto célebre10.
El principio fundamental que define la lógica de la organización comunista bajo las condiciones rusas, pero que luego se transformará en el principio organizativo general de los movimientos comunistas, es definido por Lenin de la siguiente manera:
“El único principio de organización serio a que deben atenerse los dirigentes de nuestro movimiento ha de ser el siguiente: la más severa discreción conspirativa, la más rigurosa selección de afiliados y la preparación de revolucionarios profesionales. Si se cuenta con estas cualidades, está asegurado algo mucho más importante que la “democracia”, a saber: la plena confianza mutua, propia de camaradas, entre los revolucionarios (...) ¡y la “democracia”, la verdadera democracia, no la de juguete, va implícita, como la parte en el todo, en este concepto de camaradería!” (Lenin 1981b: 148-149)
Esta concepción de la camaradería como forma superior y verdadera de la democracia partidaria es característica de todos los movimientos totalitarios, con independencia de su raigambre ideológica. El fascismo y el nazismo desarrollarán un verdadero culto a la camaradería, que no será inferior al que caracterizará al movimiento comunista. Esta idea exaltada de la camaradería denota, a su vez, la esencia más profunda de la aspiración totalitaria: el deseo de pertenencia absoluta a algo superior, la entrega completa del individuo al colectivo, a la única familia, lealtad y amor que puede dar un sentido total de pertenencia e identidad frente al cual todo lo demás deja de tener valor.
Cuando las condiciones lo permiten, como ha ocurrido durante largos períodos en el caso del Partido Comunista chileno, se agrega al núcleo del partido, es decir, a sus cuadros o revolucionarios profesionales, una periferia de activistas y miembros comunes del partido, así como un entorno de organizaciones dependientes o aliadas. Pero es clave señalar que esto no modifica, ni debe modificar, la esencia misma del partido leninista: el núcleo de profesionales de la revolución que le da estabilidad y forma la espina dorsal del mismo.
Bajo situaciones más democráticas, la solidez del núcleo de profesionales de la revolución es, según Lenin, aún más importante, puesto que entonces se amplía la organización revolucionaria pudiendo llegar a incluir “elementos” de poca solidez ideológica y no tan confiables como los militantes profesionales fogueados por largas luchas revolucionarias y seleccionados por la misma dureza de la lucha clandestina:
“Pues bien, yo afirmo: 1) que no puede haber un movimiento revolucionario sólido sin una organización de dirigentes estable que asegure la continuidad; 2) que cuanto más extensa sea la masa que se incorpore espontáneamente a la lucha “y que constituye la base del movimiento y participa en él”, tanto más imperiosa será la necesidad de semejante organización y tanto más sólida deberá ser ésta; 3) que dicha organización debe estar formada por hombres que hagan de las actividades revolucionarias su profesión.” (Lenin 1981b: 131)
Ahora bien, la pieza clave de todo el plan organizativo de Lenin es “el revolucionario profesional”. Ese es el eslabón del cual depende la fuerza de la cadena partidaria. Al respecto, Lenin no deja duda alguna sobre su propósito:
“La organización de los revolucionarios debe agrupar, ante todo y sobre todo, a personas cuya profesión sea la actividad revolucionaria (...) hombres dedicados de manera especial y por entero a la acción socialdemócrata.” (Lenin 1981b: 118 y 133)
Esta entrega total del individuo al colectivo fue realizada de manera voluntaria y apasionada por el militante del partido leninista, el hombre-partido que vive por y para el partido, que encuentra su identidad e incluso su sustento material a través de él. Uno de los teóricos leninistas más brillantes, el filósofo húngaro György Lukács, afirmó ya en 1922, en uno de los ensayos que componen su célebre obra Historia y conciencia de clase, que “la absorción incondicional de la personalidad total de cada miembro en la práctica del movimiento es el único camino viable hacia la realización de la libertad auténtica” (Lukács 1969: 334). Estas son palabras dignas de ser meditadas un par de veces: la “libertad auténtica” es, tal como Marx había dicho en sus escritos de juventud, la negación del individuo como tal.
Eso era lo esencial para Lenin y lo que de él aprenderán sus herederos políticos: poder contar con la completa dedicación de “hombres-partido”, personas que llegan a ser, como lo expresaría Jan Valtin (2008: 583) en su célebre autobiografía, “un pedazo del partido”. Esos hombres para los cuales “el partido se transforma en familia, escuela, iglesia, albergue”, para expresarlo con las palabras del escritor italiano y ex militante comunista Ignazio Silone (Koestler 2001: 99). Creyentes selectos que se sienten parte de lo que Stalin en su momento definiría como “una especie de orden militar-religiosa” (Montefiore 2003: 88). Militantes, en fin, que puedan decir del partido, con el Neruda del Canto General: “Me has hecho indestructible porque contigo no termino en mí mismo”.
Para imponerle este ideal de ser humano colectivizado al conjunto de la sociedad se ha requerido, independientemente del país de que se trate y de las condiciones imperantes, de una coacción y un control inauditos. Esto es lo que ha hecho de la utopía misma de Marx la fuerza motriz y la esencia de los totalitarismos que se desarrollarán en el futuro invocando su nombre. En Rusia, y en tantos otros sitios, los hombres fueron “totalizados” contra su voluntad, se arrasó a sangre y fuego toda existencia fuera del colectivo definido y controlado por el Partido-Estado. Se creó así aquello que Hannah Arendt (2006) definía como el fundamento mismo del totalitarismo: una sociedad de individuos aislados y sin relaciones sociales normales, que se ven enfrentados a un poder que los envuelve y les confiere la única vida social e identidad que se les permite tener. Se harán así realidad las palabras ya antes citadas de Hegel y los seres humanos terminarán debiéndole todo cuanto son al Estado.
Formas de lucha y moral comunista
La herencia leninista tiene, además, un componente central en lo referente a las formas de lucha legítimas para los comunistas y a la moral que debe caracterizar su praxis política. Se trata de aspectos clave para entender las formas de actuar de los comunistas marxista-leninistas, ya sean estos rusos, chinos, cubanos o chilenos, de ayer o de hoy.
La visión de Lenin acerca de la acción revolucionaria y las formas adecuadas de lucha está profundamente influenciada por la experiencia de las organizaciones de los así llamados “populistas”, que eran jóvenes de familias por lo general acomodadas absolutamente entregados a la revolución que desplegaron sus acciones más espectaculares en la Rusia de los años 1870 y 188011. Para muchas organizaciones populistas la violencia, incluidos los atentados terroristas que las harían célebres, era un arma no solo plenamente justificada sino de uso habitual. Su momento culminante fue el asesinato del zar Alejandro II en marzo de 1881 en la capital del imperio ruso, San Petersburgo, en el lugar donde hoy se levanta la imponente Iglesia del Salvador sobre la Sangre Derramada. En otros términos, todas las formas de lucha eran consideradas legítimas a fin de alcanzar los fines revolucionarios. El usar uno u otro medio se concebía solo como un asunto de carácter práctico.
Esta posición, absolutamente carente de moral respecto de los medios de lucha, será adoptada plenamente por Lenin, cuya crítica a los populistas sobre este asunto se referirá solo a lo oportuno de utilizar el terror en un momento determinado y, sobre todo, al hecho de concebir su rol como un medio aislado de otras formas de lucha y sin inserción en las luchas populares. Este punto de vista es explicitado en el primer número de Iskra (diciembre de 1900), el periódico fundado por Lenin para desarrollar y coordinar la lucha revolucionaria, donde sostiene lo siguiente (recordemos que por entonces las corrientes comunistas aún se autodenominaban socialdemócratas):
“La socialdemocracia no se ata las manos, no limita sus actividades a un plan cualquiera previamente preparado o a un solo procedimiento de lucha política, sino que admite como buenos todos los procedimientos de lucha, siempre que correspondan a las fuerzas de que el partido dispone y permitan lograr los mayores resultados posibles en las condiciones dadas.” (Lenin 1981: 396)
Lenin volverá a abordar el tema en el cuarto número de Iskra, de mayo de 1901, y por si alguna duda hubiese quedado acerca de si la expresión “todos los procedimientos de lucha” también incluía el uso del terror bajo circunstancias propicias, establecerá lo que sigue:
“En principio, jamás hemos renunciado ni podemos renunciar al terror. El terror es una acción militar que puede ser utilísima y hasta indispensable en cierto momento de la batalla, con cierto estado de las fuerzas y en ciertas condiciones.” (Lenin 1981a: 7)
Estas palabras venían a reiterar un célebre pronunciamiento sobre el uso del terror de uno de los padres fundadores del marxismo, Friedrich Engels:
“Una revolución es, indudablemente, la cosa más autoritaria que existe; es el acto por medio del cual una parte de la población impone su voluntad a la otra parte por medio de fusiles, bayonetas y cañones, medios autoritarios si los hay; y el partido victorioso, si no quiere haber luchado en vano, tiene que mantener este dominio por medio del terror que sus armas inspiran a los reaccionarios.” (Engels 1873)
El uso de “todos los procedimientos de lucha”, incluido el terror, se haría realidad, a una escala sin precedentes después de la toma del poder por los bolcheviques en 1917 y llegaría a su paroxismo bajo Stalin en la década de 1930. El “gran terror”12 de la época estalinista, con sus millones de muertos, fue el triste corolario de una moral en la que el fin, la construcción de la utopía comunista, justifica todo medio que se considere necesario para poder alcanzarla.
De esta manera surgieron los “criminales perfectos” de los que nos habla Albert Camus (2013) en El hombre rebelde, aquellos que matan sin remordimientos ni límite alguno ya que están convencidos de que lo hacen en nombre de la razón y el progreso.
La revolución bolchevique
La construcción de aquella sociedad que sería, mientras existió, el norte invariable de los comunistas chilenos fue emprendida por Lenin y consolidada por Stalin a través del terror generalizado y la destrucción de toda vida económica, social o cultural independiente del Partido-Estado. Su arma más eficaz y su efecto más profundamente destructivo fue una desconfianza generalizada, un miedo universal que hacía que cada individuo viera en toda relación social ajena a la esfera del Partido-Estado un peligro para su propia supervivencia.
Se trata de un largo proceso iniciado la noche del 24 al 25 de octubre (según el calendario juliano) de 1917, cuando las tropas de asalto de la Guardia Roja bolchevique tomaron el poder en las principales ciudades de Rusia. Se llevaba así a los hechos la voluntad de Lenin, que desde septiembre de ese año venía planteando la necesidad de dar un golpe de Estado aprovechando el caos reinante. Su argumento era tajante: si 130 mil terratenientes habían podido gobernar a 150 millones de personas en los tiempos del zarismo, bien podrían hacer lo mismo 240 mil comunistas disciplinados, armados y decididos a todo (Lenin 1985: 322).
La noche del 25 de octubre se pone al Congreso de los Soviets de Obreros y Soldados reunido en San Petersburgo ante el hecho consumado de la toma del poder, frente a lo cual la mayoría probolchevique del mismo nombra un “gobierno provisional” encabezado por Lenin. Lo que vino a continuación nada tuvo que ver con la revolución democrático-popular que se venía desarrollando en Rusia desde que la revolución de febrero de 1917 derrocó al zar Nicolás II, sino que fue su opuesto radical: una contrarrevolución antidemocrática y antipopular destinada a imponer, a sangre y fuego, el dominio de una minoría sin escrúpulos sobre la mayoría del pueblo ruso.
Las medidas tomadas por los nuevos gobernantes lo dicen todo: ya el 27 de octubre de 1917 se reinstaura la censura; el 7 de diciembre se crea la Cheká, es decir, la policía política del nuevo régimen que pronto llegará a tener unos 250 mil efectivos; el 6 de enero de 1918 se disuelve por la fuerza la Asamblea Constituyente, democráticamente electa y en la cual los bolcheviques estaban en minoría; el 14 de enero se destinan destacamentos armados para efectuar requisas de alimentos en el campo bajo la orden de Lenin de “adoptar las medidas revolucionarias más extremas”, incluyendo “el fusilamiento en el acto de los especuladores y saboteadores” (Lenin 1986: 326); en abril, Lenin llama a ejercer abiertamente la dictadura “férrea” e “mplacable” e iniciar, sin mediar ningún levantamiento significativo contra el nuevo régimen, la guerra contra toda oposición.
Sus palabras al respecto son meridianamente claras: “Toda gran revolución, especialmente una revolución socialista, es inconcebible sin guerra interior, es decir, sin guerra civil, aunque no exista una guerra exterior” (Lenin 1986a: 200). Y luego hace la siguiente alabanza de la “dictadura del proletariado”, que él también llama “nueva democracia”, proclamada por Marx e instaurada por los bolcheviques:
“Esta experiencia histórica de todas las revoluciones, esta enseñanza “económica y política” de alcance histórico universal fue resumida por Marx en su fórmula breve, tajante, precisa y brillante: dictadura del proletariado. Y la marcha triunfal de la organización soviética por todos los pueblos y nacionalidades de Rusia ha demostrado que la revolución rusa ha abordado con acierto esta tarea de alcance histórico universal. Pues el Poder soviético no es otra cosa que la forma de organización de la dictadura del proletariado, de la dictadura de la clase de vanguardia, que eleva a una nueva democracia y a la participación efectiva en el gobierno del Estado a decenas y decenas de millones de trabajadores y explotados, los cuales aprenden de su misma experiencia a considerar que su jefe más seguro es la vanguardia disciplinada y consciente del proletariado.” (Ibid.: 201)
Algunos meses después, Lenin mostrará hasta qué extremos estaba dispuesto a llegar para imponer esta “nueva democracia” al firmar, en agosto de 1918, la tristemente célebre orden de ahorcamiento público y masivo de kulaks (campesinos acomodados). Este terrible texto, que salió a la luz después del desmoronamiento de la Unión Soviética en 199113, dice todo acerca de su autor y del régimen de terror que estaba implantando. Por ello lo cito íntegramente (los énfasis son de Lenin):
“11 de agosto de 1918
Enviar a Penza
A los camaradas Kuraev, Bosh, Minkin y demás comunistas de Penza
¡Camaradas!
La rebelión de los cinco distritos de kulaks debe ser suprimida sin misericordia. El interés de la revolución en su conjunto lo exige, porque la “batalla final decisiva” con los kulaks se está desarrollando por todas partes. Necesitamos estatuir un ejemplo.
1. Ahorquen (ahorquen de una manera que la gente lo vea) no menos de 100 kulaks conocidos, hombres ricos, chupasangres.
2. Publiquen sus nombres.
3. Quítenles todo su grano.
4. Designen rehenes – de acuerdo al telegrama de ayer.
Háganlo de manera tal que la gente, a centenares de verstas14 a la redonda, vea, tiemble, sepa, grite: están estrangulando y estrangularán hasta la muerte a los kulaks chupasangres.
Telegrafíen acuso, recibo y ejecución.
Suyo,
Lenin
Busquen gente verdaderamente dura.” (Citado en Pipes 1996: 50)
Esta siniestra orden no fue un hecho aislado. La habían antecedido medidas como la masacre de la familia del zar Nicolás II en julio de 1918 y a ella seguirían muchas otras medidas que pueden ser resumidas con ayuda de un par de párrafos de la biografía de Lenin escrita por Hélène Carrère d’Encausse:
“Seguirán a esta orden innumerables mensajes del mismo tipo: enfrentado a la resistencia social Lenin ya no sabe más que ordenar medidas terroristas (...) Pero hay que señalar desde ya que genera una fuerte resistencia campesina, a la vez contra una política de requisas que pretende quebrar al sector por el hambre y contra ese mismo terror. Violencia de la desesperación contra la violencia leninista: Rusia se convierte en un país en que se despliega un terrorismo estatal sin precedentes.” (Carrère d’Encausse 1999: 342 y 345)
Eran los inicios de un largo proceso que se prolongaría hasta los años treinta, cuando se doblega definitivamente a los campesinos rusos mediante acciones militares genocidas a la vez que se afianza el Gulag, es decir, el enorme sistema soviético de campos de concentración15. En total, unos veinte millones de personas perdieron la vida a causa de la represión y las hambrunas. Nada quedó en pie de lo conquistado por el pueblo ruso durante el periodo revolucionario-democrático que se inició en febrero de 1917 y se cerró en octubre de ese mismo año con el golpe de Estado bolchevique16.
El marxismo-leninismo había triunfado, pero el costo humano de esa victoria había sido terrible. Quienes lo justificaron, aplaudieron y estuvieron dispuestos a imitarlo, como los comunistas chilenos, estaban convencidos de que ese era el precio que necesariamente se debía pagar para alcanzar la redención definitiva de la humanidad. Creyeron, como alguna vez escribió Marx (1976: 111), que el progreso humano se asemejaba a “ese horrible ídolo pagano que solo quería beber el néctar en el cráneo del sacrificado” y actuaron en consecuencia.