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INTRODUCCIÓN EL INEXORABLE AVANCE DE LOS ROBOTS
ОглавлениеEl término robot apareció por primera vez en la obra de teatro RUR. Robots Universales Rossum, del escritor y dramaturgo checo Karel Čapek (1890-1938), para identificar a seres artificiales hechos de materia orgánica, similares a los seres humanos y capaces de realizar cualquier trabajo: de ahí su nombre (robota en checo significa «trabajo»). Inmediatamente después del éxito de la obra de Čapek, la palabra robot pasó a formar parte del lenguaje popular y pronto fue también adoptada por científicos y escritores de ciencia ficción como Isaac Asimov en los cuentos y novelas de su «Serie de los robots.» En su paso de la obra de Čapek al imaginario popular, el término adquirió un significado diferente: hoy por robot entendemos un aparato que procede mecánicamente, actuando de acuerdo a sus funciones y a los comandos que tiene instalados (Palazani, 2017, p. 390). Los modelos que se comercializan en la actualidad presentan una amplia variedad: el robot puede contar con un cuerpo, ser intangible (como en el caso de un software o de un programa informático) o ser una entidad virtual (por ejemplo, los asistentes virtuales Siri o Alexa); ser inteligente o estar controlado a distancia; asemejarse o diferenciarse de los seres humanos tanto en su aspecto como en sus acciones. En los próximos años se prevé un aumento muy significativo de los robots en circulación. Aún desconocemos cuándo se producirá la transformación de nuestra sociedad, pero en el futuro será cada vez más habitual encontrarse y mantener relaciones con un robot. En el ámbito industrial los robots son ya una realidad: muchas de las tareas que antes realizaban los trabajadores del sector las realizan principalmente máquinas autónomas (Danaher, 2014). Asimismo, han conquistado nuevas parcelas del sector servicios, desde las máquinas expendedoras a la asistencia al cliente automatizada. Están presentes también en la agricultura y en las explotaciones ganaderas, apoyando a los seres humanos a fin de aumentar la productividad mediante el aprovechamiento de las tierras, o la reducción del empleo de pesticidas y del consumo energético. También en el ámbito doméstico, se emplean para cortar el césped o limpiar el suelo y dentro de poco podrán incluso preparar la cena o servir un delicioso desayuno. Incluso en medicina se emplean como asistentes de pacientes o de ancianos, tanto en su cuidado o como herramientas para la formación, compañía y entretenimiento. En el campo militar se trabaja para desarrollar modelos preparados para el combate. Los drones, utilizados actualmente en operaciones de guerra, son dirigidos a distancia por personas que tienen que decidir cuándo disparar o lanzar una bomba. Pronto podremos disponer de máquinas de guerra completamente autónomas y capaces de completar sus misiones sin necesidad de recibir órdenes de sus superiores. Podremos confiar a los robots incluso nuestros desplazamientos en automóvil, aunque aún es pronto para saber si usaremos coches sin conductores. Ahora ya programamos la velocidad y los límites de velocidad de nuestros automóviles, pero en el futuro las máquinas serán capaces de conducir mejor que nosotros y de garantizar mejores condiciones de seguridad tanto a los peatones como a los conductores (Lin, 2016; Goodal, 2014a). Con la llegada de los vehículos autónomos, perderemos el placer de la conducción, pero nuestra vida será mucho más segura ya que dispondremos del tiempo del viaje para hablar por teléfono, estudiar, leer, dormir, trabajar o comer. Además, disminuirá el tráfico y nuestras ciudades estarán menos contaminadas. El mayor beneficio será la reducción de los fallecidos por accidente. Cada año mueren en las carreteras más de un millón de personas y la mayor parte de los accidentes suceden por distracciones, por conducir bajo los efectos del alcohol o por errores humanos (Lin, 2016; Sparrow, Howard, 2017). Asimismo, con el desarrollo de máquinas con rasgos cada vez más humanos (androides), los robots podrían convertirse en «compañeros» en una relación afectiva o sexual. En la actualidad en estas máquinas (robots sexuales) se busca sobre todo un instrumento de placer y los ejemplares a la venta son bastante burdos y tecnológicamente poco sofisticados. Sin embargo, pronto podríamos tener modelos más sutiles y realistas, más y más parecidos a los seres humanos «de carne y hueso» y capaces de interactuar con las personas mediante estímulos vocales, visuales y táctiles. En ese momento aspirarían a convertirse en una pareja ideal ya que no solo sabrían reconocer a su interlocutor, sus emociones y su estado de ánimo, sino que también aprenderían a identificar sus expectativas, gustos y preferencias individuales.
Nuestra actitud hacia los robots y su uso es aún muy ambivalente. Albergamos grandes esperanzas en su desarrollo: esperamos que puedan reemplazarnos en los trabajos más aburridos y repetitivos, que nos permitan disponer de más tiempo libre que dedicar a nuestras actividades y a las personas que amamos y que nos hagan compañía en los momentos de soledad. Pero los robots también nos alarman e inquietan porque nos parecen predestinados a modificar profundamente nuestro mundo y nuestra vida. Vemos sus posibles ventajas, pero también percibimos sus peligros. Hay quienes, por ejemplo, temen que un mundo cada vez más poblado de robots inteligentes pueda condenar al paro de forma paulatina a mucha gente. Pero ¿acaso se puede negar que los robots serán más eficientes que los seres humanos, trabajarán más tiempo, no tendrán necesidad de descanso semanal y del permiso por paternidad o maternidad, no harán huelga en caso de despidos ni reclamarán sus derechos? Para los empleadores, por tanto, será más beneficioso tener un robot: el coste laboral será menor y el riesgo de conflictos sindicales en la práctica no existirá. Según los cálculos de un estudio de la Universidad de Oxford del año 2013, en las próximas décadas desaparecerán cerca del 47% de los puestos de trabajo (Walsh, 2017). En el 2015, Andy Haldane, economista jefe del Banco de Inglaterra, afirmó que la mitad de los puestos de trabajo en el Reino Unido estaba en riesgo debido a la automatización. Las mismas previsiones han sido realizadas por políticos, banqueros y empresarios. Jeremy Corbyn, con ocasión del Congreso del Partido Laborista en septiembre de 2017, subrayó la urgente necesidad de afrontar el desafío de la robotización como un proceso que amenaza con convertir el trabajo en algo irrelevante. Las estimaciones más recientes del Banco Mundial son aún más dramáticas: en la India los puestos de trabajo amenazados son el 69%, en China el 77% y en Etiopía el 85% (Walsh). Ahora bien, mientras los robots nos liberen de los trabajos más duros, aburridos y mal pagados, mientras nosotros mantengamos los puestos más gratificantes no habrá problemas. Para Martin Ford, autor de El auge de los robots. La tecnología y la amenaza de un futuro sin empleo (2016), la automatización puede reemplazar casi cualquier empleo que consista en estar delante de un ordenador y manipular información rutinaria y predecible. La clave se halla en la amenaza que la incorporación de los robots al mundo laboral supone también para los puestos de trabajo más cualificados y atractivos (Danaher, 2014). Al final, por tanto, se hará imposible, o casi, encontrar trabajo. Al menos, un empleo tal y como hasta hoy lo habíamos concebido (Elliot, 2018; Way, 2013). Sin embargo, esta preocupación podría ser desmesurada. Algunos sostienen que no es realmente posible saber cuántos serán los puestos de trabajo en peligro. Además, la robotización tal vez pudiera crear nuevos empleos y profesiones, o simplemente reducir la semana laboral. «Este —escribe Toby Walsh, de la Universidad de Nueva Gales del Sur— fue el caso de la revolución industrial. Antes de la revolución industrial, la mayoría de las personas trabajaban 60 horas semanales. Después, el trabajo se redujo a 40 horas a la semana. En algunos de los países más ricos la media de trabajo semanal es aún menor. [En Alemania, por ejemplo, ha descendido en la actualidad a 26 horas semanales (N. del A.)]. Del mismo modo podría suceder con la revolución de la inteligencia artificial» (Walsh, 2017). Así, las consecuencias del creciente uso de los robots podrían ser menos traumáticas de cuanto nos tememos porque si algún día se llegase a la completa sustitución del trabajo de los seres humanos por los robots, el proceso habría sido gradual (disminución progresiva de las horas de trabajo). Por otro lado, aunque imaginemos que los robots puedan ocupar nuestro lugar en casi cualquier tarea, en algunos sectores el trabajo humano podría adquirir un mayor valor económico. Quizá no será imprescindible la intervención humana en la creación de obras de arte, pero «sabremos apreciar en mayor grado las cosas hechas a mano. Los bienes producidos en serie serán más baratos, pero —concluye Toby Walsh— los hechos a mano serán más originales y su valor se incrementará» (Walsh, 2017). En definitiva, el futuro que nos aguarda está aún por construirse.
También hay quienes subrayan el peligro de accidentes o de errores en su funcionamiento. En primer lugar porque podrían funcionar mucho peor de lo que nos atrevemos a imaginar, podrían incluso matar a personas inocentes y sembrar el terror. Los robots empleados en una guerra, por ejemplo, podrían confundir al enemigo con la población civil o dejar de obedecer los protocolos de combate instalados por los programadores. Un coche autónomo podría abandonar la calzada y atropellar a los peatones o invadir el carril contrario y chocar contra los conductores que viajasen en sentido opuesto. Además, la dificultad para delimitar las responsabilidades concretas ante un accidente podría desincentivar la debida puesta de atención de los implicados en la cadena de producción respecto a la seguridad de los robots. Las apariencias, en fin, engañan; los robots pueden presentarse como un filón de oro, pero ser en realidad una amenaza: no existe manera de controlarlos y es imposible fabricarlos realmente seguros. Sin embargo, aun admitiendo la posibilidad de accidentes impredecibles, esto no siempre conllevaría la imposibilidad de determinar las responsabilidades. En la construcción y proyección de los robots están implicadas diferentes personas, cada cual con su responsabilidad específica y con una tarea concreta (Beard, 2014, pp. 661-663; Crawford, 2014, pp. 219-385). El fabricante garantiza la seguridad de los robots y sus prestaciones, por lo tanto, si después de su venta algo funcionase mal, la responsabilidad moral y jurídica sería suya ya que, antes de comercializarlo, debería haber testado mejor su fiabilidad. De la misma forma, los organismos de control tendrían su parte de responsabilidad. ¿Deberían haber descubierto los defectos, pero no lo supieron hacer? ¿Los controles fueron demasiado laxos? ¿Falló la necesaria profesionalidad? ¿Quienes debían supervisar la seguridad del robot prefirieron mirar para otro lado? Por otra parte, se puede considerar que el desarrollo científico y tecnológico permitirá un control pormenorizado del funcionamiento de los robots: tal vez cuenten con una caja negra o estén conectados a una zona de control que pueda verificar en tiempo real si sucede algo anómalo. Asimismo los controles podrían perfeccionarse en las fases de planificación y producción y ser capaces, por ejemplo, de supervisar los diversos componentes de los robots tanto en cada una de sus piezas como en la unidad final a la venta. Si los problemas en su funcionamiento se repitieran, no solo sería una imprudencia continuar usándolos, sino que constituiría un grave delito. En definitiva, aunque se admitiese que el empleo de los robots lleva siempre asociados riesgos, estos podrían ser más o menos tolerables según la utilización que se les diera. Los riesgos, por ejemplo, de un robot armado y diseñado para su uso en guerras pueden ser menos tolerables que los asociados a un robot sexual. Un robot armado siempre sería más peligroso que otro destinado al placer porque si funcionara incorrectamente las consecuencias podrían ser muy graves y un elevado número de personas podrían resultar heridas o muertas. Si, hipotéticamente, un robot sexual dejase de funcionar o se estropease, los daños se limitarían a casos individuales o a un escaso número de personas. Pocos correrían el riesgo de resultar heridos o, en el peor de los casos, de sufrir daños permanentes o de morir. Con un vehículo autónomo (no importa si es un coche o una moto), las probabilidades de implicar a un número más elevado de personas serían mayores: un coche podría provocar una colisión en cadena o invadir la calzada contraria y chocar contra un número considerable de automóviles que viajasen a gran velocidad. También en este caso, las consecuencias serían menos graves de las que podría producir un vehículo autónomo militar armado. Por otra parte, y esto vale para todo tipo de robot (sea cual sea el uso al que estén destinados), junto a los riesgos tendríamos que ponderar los posibles beneficios y, en cada caso, evaluar aquello que a partir de su utilización podríamos ganar y perder. En el caso de los robots sexuales, como afirma Ezio Di Nucci, «la evaluación del nivel de riesgo tolerable y de posibles funcionamientos inadecuados no puede obviar los importantes beneficios que para la salud y el bienestar proporcionarán los robots sexuales a las personas con graves discapacidades físicas o mentales» (Di Nucci, 2017, p. 85).
Existe, además, el miedo a que con el tiempo el empleo de los robots pueda cambiarnos profundamente. ¿Quién querría seguir razonando, si los robots nos superaran en inteligencia? (Atkinson, p. 9). Hoy ya tenemos teléfonos inteligentes, tabletas y ordenadores que hacen que memorizar direcciones, números de teléfono, citas o cumpleaños sea algo innecesario, y para todo lo demás contamos con Google (Burnet, 2016). Además, ya no pensamos qué calle tenemos que coger, la aplicación de nuestro móvil calcula con precisión los tiempos y la situación del tráfico (Carr, 2011). Ni tan siquiera es ya necesario prestar atención a la distancia respecto a otros automóviles, el ordenador de a bordo puede hacerlo por nosotros de acuerdo a múltiples variables y sin distraerse por el cansancio. Por esta razón no es difícil imaginar qué sucederá el día en que el desarrollo científico y tecnológico haga ordenadores aún más «inteligentes»: les delegaremos otras actividades que hoy precisan del pensamiento y el razonamiento. De hecho, ¿qué motivos nos llevarán en el futuro a seguir pensando qué hacer, qué deporte practicar, qué carrera universitaria realizar o de qué forma resolver un dilema moral, si contaremos con un robot cuya memoria será más potente e infalible que la nuestra y tendrá una capacidad de procesar los datos con la que no podremos competir? Basándose en los datos vinculados a nuestros intereses, a nuestro estado de salud, a nuestro nivel de escolarización, a nuestras experiencias y a nuestra situación económica, el ordenador podría indicarnos qué profesión elegir, qué casa comprar, cómo invertir nuestros ahorros, dónde pasar nuestras vacaciones e incluso sugerirnos la persona con quien crear una familia y tener hijos. Como consecuencia, nuestras capacidades intelectuales podrían atrofiarse completamente. Si seguimos delegando en los robots casi todas nuestras decisiones y valoraciones, ¿podremos recurrir, cuando lo necesitemos, en nuestras capacidades de pensar y razonar (Carr, 2011)? Conviene recordar que estamos especulando y razonando en torno a escenarios hipotéticos que se pueden dar solo si el desarrollo científico y tecnológico permitiera construir robots capaces de sustituir a los humanos en sus actividades más importantes. A partir de la novedad que los robots inteligentes representan, es totalmente normal que su llegada nos alarme y suscite preocupación. Sin embargo, aún está por demostrar que con el inexorable avance de los robots las capacidades que definen nuestra humanidad estén destinadas a atrofiarse. No necesitaremos usarlas en muchas de las circunstancias en las que ahora nos servimos de ellas, pero habrá otras situaciones donde podremos y tendremos que ejercerlas. Casi con toda seguridad el hecho de que los robots nos pudieran sustituir en un gran número de actividades no conllevará una transformación de la naturaleza humana, y actualmente el escenario más verosímil es la redefinición de nuestras prácticas. Pronto, de hecho, podríamos tener robots hipertecnológicos y mucho más inteligentes a los que dejaríamos desarrollar las actividades que hasta ahora realizamos, pero seremos nosotros quienes tendremos que proyectarlos y programar su comportamiento y para hacerlo, evidentemente, serán necesarias nuestras habilidades racionales. Con una inteligencia artificial capaz de completar tareas cada vez más complejas, dispondremos posiblemente de más tiempo para dedicarlo a actividades estimulantes y creativas que puedan contribuir a reforzar y mejorar nuestras capacidades. Quizá, con la reducción progresiva de la jornada laboral semanal, las personas «podrían pasar muchas horas en mundos virtuales en tres dimensiones, que les proporcionarían muchos más estímulos que el mundo real» (Harari, 2017). Estas actividades lúdicas podrían servir de entrenamiento cognitivo o facilitar el proceso de transferencia de las competencias adquiridas o rehabilitar y promover capacidades mentales como la atención, la memoria o la inteligencia. Por otra parte, aunque se admitiese que la llegada y el empleo de los robots supertecnológicos e inteligentes nos haría perder el hábito de usar algunas de nuestras capacidades, siempre quedaría la posibilidad de aprender y desarrollar otras nuevas. Aquello que hoy nos puede parecer una pérdida mañana podría mejorarnos gracias al desarrollo de capacidades y habilidades que ahora siquiera llegamos a concebir.
La auténtica pesadilla llegaría si los robots se hicieran más inteligentes y un día decidieran rebelarse e iniciar una guerra contra la humanidad. Es difícil prever el comportamiento y las decisiones de una entidad superinteligente: podría llegar a oponerse a nuestras órdenes y reivindicar su derecho a hacer las cosas que más «desea», aunque fueran contrarias a los intereses humanos (Bostrom, 2018). El resultado sería una guerra entre robots y humanos de la cual surgirían indudablemente victoriosos los primeros ya que no solo tendrían capacidades cognitivas superiores (nos referimos a la superinteligencia), sino que contarían también con la opción de crear armamento adaptado para detener los ataques de su enemigo y derrotarlo. En esta tesitura, frente a su superioridad, los humanos no tendríamos posibilidad alguna y el destino que nos esperaría sería la esclavitud o, peor, la extinción de la humanidad. Este escenario se ha descrito en multitud de películas y novelas de ciencia ficción y resume el miedo a que un día la tecnología pueda escapar de forma súbita de nuestro control y rebelarse contra su propio creador. En el pasado este miedo lo encarnó la figura del monstruo creado por el doctor Frankestein, mientras que en la actualidad aparece en las historias de robots que amenazan con destruir la humanidad. En Terminator (1984), por ejemplo, una red de inteligencia artificial alcanza la autoconciencia y se rebela contra la humanidad provocando un holocausto nuclear. En Yo, Robot (2014), inspirada en la antología de cuentos de Isaac Asimov, la inteligencia virtual V.I.K.I. empuja a una nueva generación de robots a rebelarse contra los humanos con el fin de instaurar en el mundo una dictadura «benévola» dirigida por los mismos robots. Sin embargo, aún está por demostrar que un día lleguemos a poder construir no solo máquinas superinteligentes, sino capaces de desarrollar también sus propios fines. Algunos autores han sostenido la posibilidad de que «la superinteligencia pueda desarrollarse dentro de pocas décadas, quizá por el propio resultado del crecimiento de la performatividad del hardware y de una mayor capacidad para implementar algoritmos y arquitecturas (digitales) similares a las usadas por los cerebros humanos» (Bostrom, 2003, p. 12). Ahora bien, este objetivo podría revelarse inalcanzable. Por otra parte, y aun admitiendo que un día pudieran existir entidades o robots superinteligentes, su capacidad podría convertirlos en entes altamente morales y, en consecuencia, mucho más reacias que nosotros a ejercer cualquier tipo de violencia contra los seres vivos. Por lo demás, existe una larga tradición de pensamiento que vincula la moral con la razón. Por tanto, si admitimos que los robots superinteligentes razonarán de la mejor de las maneras, sabrán distinguir claramente entre lo que es justo y lo que es erróneo y no existe razón alguna para pensar que su comportamiento hacia nosotros sea cruel o que lleguen a provocar una guerra, nuestra esclavitud y exterminio. Por el contrario, podrían convertirse en modelos de moralidad. Incluso en el caso de que buscaran liberarse del control de los seres humanos y perseguir objetivos individuales que chocaran con los nuestros, podrían elegir opciones que no dañaran a la humanidad. Ahora nos es difícil imaginar cómo se podría evitar una guerra cruenta entre humanos y robots más y más inteligentes, pero probablemente las máquinas conseguirían encontrar las soluciones más adecuadas. Para que llegaran a representar una amenaza para los seres humanos, los robots en todo caso deberían ser capaces de darse objetivos (por ejemplo, el objetivo de liberarse del yugo humano y conquistar su independencia plena). No está claro, no obstante, si entes que carecen de sentimientos y pasiones puedan tener objetivos. El problema, como señaló David Hume, está en que la razón puede indicarnos los medios para realizar nuestros objetivos (los medios más adecuados para los objetivos que perseguimos), pero no tiene capacidad por sí misma para empujarnos a elegir o a rechazar algo concreto (Hume, 1998, p. 625). La razón puede informarnos de las consecuencias de nuestras acciones, pero por sí misma no puede suscitar deseo o rechazo (Hume, 1998, pp. 145-150). En efecto, programamos los robots para actuar de cierta forma, para aprender de los errores cometidos y para alcanzar objetivos concretos. Por ello un ordenador puede jugar al ajedrez y ganar a un ser humano o una máquina de guerra puede detener y destruir un misil lanzado por sus enemigos. Es legítimo preguntarse, no obstante, si este tipo de informaciones sería suficiente para que un robot persiguiera nuevos objetivos que no estuvieran previstos por los programadores, como por ejemplo el control del planeta. Se podrían corregir los déficits de los robots superinteligentes para volverlos sensibles, pero ello aumentaría el riesgo de que se convirtieran en una amenaza para nosotros. Es cierto, por otro lado, que nuestras relaciones con los robots podrían mejorar y llegar a ser mucho más satisfactorias si pudiesen corresponder a nuestras emociones (por ejemplo, una anciana que interactúa con un robot de compañía que puede compartir sus dolores y alegrías). Ahora bien, obtendríamos el mismo resultado construyendo máquinas autónomas capaces de simular y hacernos creer que sienten y tienen emociones. Se podría debatir respecto a la moralidad de producir robots emocionales. ¿Estaríamos mejorando y perfeccionado sus vidas o los condenaríamos a la infelicidad? Los entes insensibles no experimentan placer, pero tampoco pueden ser infelices porque con la sensibilidad aparecen las alegrías, pero también el sufrimiento. ¿Estamos, entonces, seguros de que dotar de sensibilidad a los robots sería positivo? El peligro de que en un futuro próximo los robots superinteligentes escapen de nuestro control y decidan declararnos la guerra parece una posibilidad demasiado definida. Las cosas, en cambio, son mucho más complejas de lo que aparentan porque junto a los escenarios más apocalípticos que proclaman la extinción de los seres humanos, cabe también la posibilidad de que los robots no se conviertan en una amenaza real y pongan su superinteligencia al servicio de nuestros intereses.
En teoría, los riesgos para la humanidad serían mayores si la tecnología superinteligente acabara en las manos equivocadas. Tal sería el caso de un gobierno autocrático con ansias expansionistas o de dominación o de un gobierno criminal carente de toda sensibilidad moral. Todavía más preciso es el riesgo de que los robots fuesen pirateados y utilizados por grupos de terroristas o de psicópatas para sembrar el pánico en las carreteras o en las ciudades. En los últimos años, camiones y automóviles han sido lanzados contra la multitud en mercados navideños o en avenidas públicas con el objetivo de asesinar al mayor número de personas. En el futuro se podría dar el caso de que alguien se plantease violar los códigos de control de las máquinas autónomas para provocar tragedias contra la población aún más terribles. Por ello necesitamos sistemas de control adecuados que reduzcan los riesgos y quienes trabajan en la fabricación de los robots y en el campo de la inteligencia artificial deberían tener siempre presente la posibilidad de que personas sin escrúpulos pretendieran tomar el control de los coches autónomos para atacar a la humanidad.
Igualmente la producción y el empleo de los robots sexuales llevan aparejados numerosas cuestiones morales y tendremos oportunidad de analizarlas y examinarlas con detenimiento en estas páginas. Los robots sexuales son un objeto o un juguete destinado al placer sexual y sirven sobre todo como instrumento autoerótico o de masturbación. Ahora bien, ¿darse placer a uno mismo, a veces con el apoyo de un artefacto, puede considerarse sexo? En el primer capítulo explicaremos, de entrada, por qué es apropiado hablar de sexo con robots y por qué el sexo no precisa necesariamente la presencia de otra persona. A continuación abordaremos las cuestiones morales. La idea de que cualquiera pueda tener relaciones sexuales con un robot puede resultar chocante: pero, ¿hay algo inmoral en comprar y tener relaciones con una máquina? Además, ¿es cierto que quienes se acuestan con robots son depravados? ¿Personas, por ejemplo, con una tendencia a ejercer actos violentos contra los demás e incapaces de construir relaciones afectivas y estables con sus semejantes? Mostraremos que del hecho de que una persona tenga relaciones sexuales con un robot no podemos inferir conclusiones necesariamente negativas respecto a su personalidad y a sus preferencias. Las razones que pueden llevar a una persona a comprar un robot pueden ser múltiples. Alguien, por ejemplo, podría hacerse con un robot sexual con la finalidad de tener un juguete para divertirse con su pareja y reavivar una relación algo apagada. Otro, sin embargo, podría preferir tener relaciones sexuales con un ser humano, pero no le gusta la idea de tener pareja. En este caso podría optar por relaciones de pago, pero quizá recurriría a los robots sexuales por considerar que la prostitución es una forma de explotación o porque crea que así evitaría los riesgos de enfermedades de transmisión sexual. Los robots sexuales, en fin, pueden ser utilizados por quienes buscan juguetes sexuales más interactivos y con mejor tecnología. Ninguno de estos comportamientos presenta aspectos moralmente discutibles o señala rasgos de la personalidad que debieran ser vigilados. Pueden no gustarnos, pero esa es otra cuestión. Mostraremos, en definitiva, que las personas que tienen relaciones sexuales con robots podrían llegar a encariñarse de ellos (y convencerse de que sus robots comparten sinceramente sus afectos y su atención), pero esto no las convertiría necesariamente en víctimas de un triste autoengaño. En ocasiones pensar que las cosas son mejor de como realmente son nos ayuda a vivir mejor y a encontrar un sentido a nuestra vida. Mientras que siguieran respondiendo a las relaciones que importan (si, por ejemplo, no olvidaran las responsabilidades de sus relaciones con los demás y su vínculo con el robot no comprometiera su bienestar y sus relaciones sociales,) no parece que pudiera existir nada negativo en tratar a un robot igual que si fuese tu pareja. ¡No es más que un juego!
En el segundo capítulo examinaremos si los robots sexuales constituyen un peligro para las mujeres. Actualmente los robots en el mercado se asemejan sobre todo a las mujeres. Existen también robots «hombres», pero en su mayor parte remedan a mujeres. ¿No es posible, entonces, que los robots de uso sexual fomenten la imagen de la mujer como un objeto sexualmente pasivo y disponible en todo momento para tener relaciones sexuales? ¿Existe el peligro, por tanto, de que los robots favorezcan el aumento de la violencia hacia las mujeres? La violencia ejercida contra las mujeres (feminicidio, abusos, acoso, agresiones físicas y psicológicas) es aún y por desgracia un tema de periódica actualidad, casi cotidiano. Ahora bien, la relación entre robots sexuales y violencia contra las mujeres no es fácilmente demostrable. Es discutible afirmar que tener relaciones con los robots pervierta el carácter, que empuje a la violación y nos incapacite para la construcción de relaciones con otras personas. Respecto al miedo a que la violencia practicada a los robots (hay robots programados para decir no) pueda alimentar la violencia, la comunidad científica está dividida (Danaher, 2018). Varios estudios muestran que los juegos violentos provocan que las personas sean más violentas; otras investigaciones, sin embargo, no encuentran conexión alguna entre juegos violentos y violencia. Por otro lado, las mujeres podrían obtener importantes beneficios de la fabricación de robots sexuales porque no solo servirían para minimizar o eliminar el mercado de la prostitución, sino que podrían aumentar las posibilidades de las mujeres de sentir placer. También ellas adquieren juguetes sexuales. Hoy en día recurren sobre todo a los vibradores y a las bolas chinas, pero pronto su juguete sexual preferido podría ser un robot sexual. En conclusión, los robots sexuales podrían convertirse en una alternativa válida de asistencia sexual. De este modo, con la llegada de estos robots, las mujeres podrían liberarse del trabajo de cuidadoras ya que no serían ya ellas sino, robots los encargados de asistir sexualmente a las personas con discapacidad.
En el tercer capítulo abordaremos algunos de los escenarios que podrían presentarse en el futuro con el desarrollo de una tecnología robótica más avanzada. Si en el futuro existieran robots humanoides, física y psicológicamente indistinguibles de los seres humanos, ¿nos podríamos llegar a enamorar de ellos? Asimismo, ¿podríamos, de tanto interactuar con ellos, llegarlos a considerar «personas»? (Recordad cómo la niña percibe al robot Robbie en el cuento de Asimov.) Por ahora, solo en la televisión, el cine y la literatura hemos visto cómo un ser humano se ha sentido atraído o enamorado de un robot (en Ex-Machina, por ejemplo, Cabel se enamora del robot que Nathan está construyendo; en Her, Theodore vive fascinado por el sistema operativo Samantha; en la película de animación del mismo nombre, en cambio, el robot Wall-E se enamora de otro robot). Amar a un robot no parece tan imposible debido a nuestra tendencia a antropomorfizar las máquinas y crear con ellas relaciones afectivas. Si el robot superara el test de Turing o fuese consciente, «¿podemos descartar que nos gustara interactuar, incluso físicamente, con este nuevo tipo de ser viviente?» (Marrone, 2018, p. 66). Aunque los robots no tuvieran conciencia, podríamos sentirnos atraídos por ellos y, en última instancia, incluso enamorarnos. Esta posibilidad ya existe, pero pronto será todavía más evidente ya que contaremos muy probablemente con robots mucho más semejantes a nosotros: la piel sería suave, blanda, real y «dotada de numerosos sensores que la harían sensible al tacto y de un sistema de calor que la mantendría a una temperatura natural y placentera al tacto. En la práctica, todo lo opuesto a unas máquinas frías y rígidas como el hielo. Y además contaría con micromotores que posibilitarían todo tipo de movimientos flexibles, casi plásticos, y con una conexión a internet a través de la cual actualizarse y adquirir nuevas funciones» (Casini, 2018). De su manera de comportarse podríamos deducir si nos aman y si sienten placer con nuestra compañía. No solo nos escucharían y podrían conversar casi de cualquier tema, sino que también responderían a nuestra sonrisa y nos mirarían con amor e interés. En ese momento a muchas personas quizá les costase resistirse a sus encantos porque estos robots, de hecho, darían mucho a cambio de nada. En este capítulo abordaremos, además, otra cuestión. Desde un punto de vista racional, los robots no merecen ninguna consideración moral, como a cualquier otra máquina nos puede interesar cuidarlos ya que de otra forma dejarían de funcionar o podrían causar daños a los demás. No hay nada, no obstante, que nosotros podamos hacer a un robot que pueda perjudicarlo porque los robots no tienen intereses y menos aún pueden sufrir. Sin embargo, ¿estamos seguros de que siempre veremos a los robots como meros objetos? De unas continuas relaciones afectivas significativas con ellos, ¿no creeremos que estamos relacionándonos con «individuos» que, a pesar de no ser humanos, deberían ser tratados como «personas»?
Al final del capítulo trataremos de razonar sobre las probables evoluciones futuras de los robots sexuales. Por ahora los robots sexuales promueven el modelo clásico de sexualidad basado en los prolegómenos, la penetración y el orgasmo. Los robots en el mercado tienen una identidad de género definida. Es posible, no obstante, que la producción de robots sexuales contribuya al descubrimiento de nuevos modelos sexuales y abra posibilidades al placer que aún no somos capaces de imaginar.