Читать книгу Comer y amar, todo es empezar - Mayte Esteban - Страница 6

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El despertador salió de su letargo a la hora programada, las siete y media, al ritmo de una melodía animada. Carlos se levantó con el sueño todavía prendido en sus ojos, se vistió con la ropa de trabajo y, medio dormido aún, abrió la ventana. El viento helado de la madrugada castellana de finales de diciembre se coló en la habitación como un visitante indeseado. El silencio lo presidía todo; en Grimiel aún seguía siendo de noche.

Con el rastro del sueño marcado en el rostro —la sábana le había dejado su impronta en la mejilla, oscurecida por la barba de un par de días—, se preparó el desayuno. Carlos Herrero tenía veinticinco años y era el dueño de un picadero en un pequeño pueblo. Su negocio se situaba a las afueras, a muy pocos metros de un extenso pinar. Dedicaba su actividad a la tutoría de caballos y a rutas para los eventuales inquilinos de las casas rurales de la zona. También se ocupaba de la formación de jinetes, aunque esto no fuera más que una manera elegante de llamar a lo que en realidad era enseñar a unos cuantos niños a no caerse del caballo. En un lugar donde apenas había actividades de ocio, el picadero de Carlos casi era la estrella. Le proporcionaba a su propietario los recursos suficientes para vivir y también le había ayudado a no tener que marcharse a la ciudad, como habían tenido que hacer la mayoría de sus amigos.

Cuando después de desayunar salió de casa, el frío de la calle le golpeó en las orejas. Rebuscó en los bolsillos de su abrigo, pero el gorro que siempre llevaba se había quedado en el tendedero, con la colada del día anterior. Era inútil que volviera a entrar para buscarlo, lo más probable era que siguiera empapado. Echó mano de la capucha del abrigo, que servía más bien de poco, y se encaminó hacia el trabajo.

Fue andando hasta él a buen paso para entrar en calor. El picadero distaba de su casa kilómetro y medio y, en mañanas tan gélidas como aquella, tal vez pudiera estar justificado ir en coche, pero Carlos prefería no hacerlo si no era imprescindible. Era un firme defensor de la naturaleza y trataba de aportar su granito de arena todos los días para cuidar de ella. Caminar un poco, además de que le venía bien a su forma física, le ahorraba al planeta unas cuantas emisiones tóxicas. Dejó atrás los vehículos, que dormitaban teñidos de blanco, y las aceras desiertas, brillantes bajo la mortecina luz de las farolas que a intervalos rasgaban la penumbra del camino.

Faltaban apenas un par de minutos para que dieran las ocho cuando llegó a la puerta de acceso a su negocio. Sacó la llave del bolsillo y se dispuso a abrir.

—¡Buenos días!

Una voz femenina, demasiado eufórica para la temprana hora, lo tomó por sorpresa y le hizo dar un brinco involuntario. Era Paola, una de sus amigas de la infancia y también clienta asidua del picadero, que acababa de salir de un coche aparcado a unos metros de la entrada. Carlos, pensativo como iba y con la capucha tapándole parte de su campo de visión, no la había visto.

—¡Qué susto me has dado, Paola! ¿Qué haces aquí? —le preguntó.

El día apenas empezaba a deshacer en el horizonte las tinieblas que en la noche envolvían al pueblo dormido. No eran horas, ni mucho menos, para hacer uso de los servicios del picadero. Si por él fuera, se habría quedado en la cama un rato más, pero no tenía más remedio que levantarse temprano para ocuparse de los animales, limpiar las cuadras y ponerles agua y comida fresca. Era preciso que todo estuviera listo antes de la hora de apertura.

—He venido a ver a Leyenda —le dijo ella.

Leyenda era la yegua blanca de Paola, un impresionante ejemplar pura raza española de ocho años que tenía desde que era una potrilla. Carlos introdujo la llave en la cerradura e intentó abrir la puerta, pero esta se obcecaba en encasquillarse. Dio un golpe con el hombro para ayudarse y, al final, logró vencer su resistencia. En el forcejeo, la capucha se le cayó y se la volvió a colocar. La helada de la noche había dejado su impronta como un manto blanco que lo cubría todo y hacía demasiado frío como para dejar al descubierto las orejas, que amenazaron con convertirse en témpanos de hielo en segundos.

—¿No tienes un gorro? —le preguntó Paola.

—Se ha quedado en casa —respondió él.

—Creo que tengo uno en el coche, espera.

Paola volvió a su vehículo, abrió la puerta trasera y recogió del asiento uno de lana en color crudo. Se lo ofreció a Carlos en cuanto volvió frente a él.

—Toma.

Era un gorro muy poco masculino, uno de esos que Paola usaba a menudo y que a ella le quedaban tan bien. Enmarcaba su delicado rostro y dejaba escapar los rebeldes rizos de su pelo castaño dándole aspecto de hada de invierno, pero no creía que en él tuviera el mismo efecto estético. Más bien parecería un fantoche. Carlos se quedó mirándolo y sonrió. Era típico de Paola pensar que él podría ponerse aquello. Rehusó utilizarlo con amabilidad, mientras atravesaba la puerta seguido de la chica.

—Gracias, pero no.

—Tú mismo… Hace un frío espantoso y nadie te va a ver, yo no lo rechazaría —le dijo Paola, adivinando por su cara de circunstancias lo que estaba pensando. No le era difícil seguir algunos pensamientos de Carlos, habían sido inseparables desde el colegio.

—Perdona, tú me estás viendo —dijo él divertido, excusándose de nuevo por no querer ponerse el gorro.

—Bueno, ni que no te conociera desde el primer día de colegio… —respondió ella, riéndose también.

Carlos terminó de cerrar la puerta y echó el cerrojo interno. No volvería a abrir hasta que a las diez el negocio se pusiera en marcha.

—Venga, no seas bobo y póntelo, porfa —le rogó.

Le miró componiendo una mueca exagerada de súplica, a lo que él respondió emitiendo un resoplido que en cierto modo le recordó a Paola al de un caballo, lo que provocó que se riera con ganas. Sin esperar su permiso, ella levantó los brazos, bajó la capucha del abrigo y le colocó el gorro a Carlos. Se distrajo un momento mirando su rostro, los enormes ojos castaños y las facciones cuadradas de él que conocía desde siempre. Al ajustarlo sobre las orejas, las yemas de los dedos de Paola le acariciaron las mejillas. El suave roce accidental a él le descolocó un latido y un súbito calor, que se contradecía con el gélido comienzo del día, se apoderó de su ánimo.

—A ver si nos afeitamos —le dijo ella, divertida por la seriedad que mostraba de pronto.

Él volvió a resoplar. O más bien fue un suspiro con el que trató de recomponerse.

—¿Por qué has venido tan pronto? —le preguntó, para dejar de pensar en lo que había sentido cuando ella le tocó—. Aún no he preparado a los caballos, no abro hasta dentro de un par de horas. Es demasiado temprano para montar a la yegua.

Paola soltó el aire contenido en sus pulmones y, con él, la sonrisa se fue desinflando en su rostro. Tragó saliva y tomó aire, como si lo que iba a contarle necesitara oxígeno nuevo para no ahogarse; como si le costase mucho confesar la verdadera razón por la que se había levantado tan temprano y se había presentado en el picadero.

—Me quedan solo unos pocos días con Leyenda, Carlos. La vamos a vender. Quiero pasar todo el tiempo que pueda con ella y a las diez tengo que entrar a trabajar en la farmacia. Necesito verla y por eso he venido ahora.

Carlos no necesitaba que Paola le contase lo que sentía por ese animal. Llevaba con la yegua desde la adolescencia y Leyenda y Paola parecían un todo. No entendía muy bien por qué había tomado la decisión de deshacerse de ella si era casi la prolongación de sí misma.

—¿Vender a Leyenda? ¿Por qué? ¿Qué me he perdido? —preguntó, extrañado.

—He encontrado un trabajo fuera y después de Navidad me iré del pueblo —le dijo.

—¿Te vas? —preguntó. Las palabras salieron de su boca con una alarma que hubiera preferido ser capaz de evitar.

—Sí. Mi contrato de media jornada en la farmacia se acaba el treinta y uno de diciembre. La farmacéutica se jubila y su hijo ha decidido volver de Madrid y quedarse con el negocio. No cuenta conmigo. Su mujer también trabajará con él y ya sabes que esto no da para tres sueldos, ni siquiera para dos y medio.

—Vaya, no sabía que te ibas.

—Tampoco lo he contado, bastante me disgusté cuando me lo dijo a principios de otoño. Pero bueno, he tenido tiempo de buscar un nuevo trabajo en Valladolid, en otra farmacia, y esta vez serán ocho horas. Supongo que vendré a menudo, pero desde luego no podré montar a Leyenda todos los días como ahora. Es mejor para ella que la venda y otra persona la cuide como necesita.

—Te vas —afirmó Carlos, quizá para confirmarse a sí mismo que lo que estaba escuchando era cierto.

—Aquí no hay futuro ni trabajo. Si quiero progresar, tengo que hacerlo. Además, tiene su lado bueno; Ricardo vive en Valladolid, podremos vernos más a menudo que ahora.

Ricardo era el novio de Paola. Como la mayoría de los jóvenes, había decidido quedarse en la ciudad una vez terminada la universidad, seducido por una oferta de empleo. Las oportunidades de trabajo, mucho más deslumbrantes que las del campo, ofrecían allí un futuro que distaba mucho del callejón sin salida que parecía el pueblo. Con la mayoría de edad recién estrenada, los chicos se marchaban a Madrid, a Burgos, a Salamanca, a Valladolid… ciudades que una vez terminada su formación, no los devolvían. Al final, la madre de Carlos tenía razón cuando decía que en el medio rural, si no quieres perder a tus hijos y que la ciudad se los quede, no debes darles estudios.

Carlos pensó que Paola había tardado mucho en seguir ese camino. Era, sin duda, una anomalía en ese proceso. Estudió, pero ella regresó a Grimiel y encontró un hueco en la farmacia. Fue la excepción, aunque tiempo después la realidad del desempleo la estuviera devolviendo de un empujón al mundo urbano.

—Mi padre me ha dicho que ya tiene ofertas por Leyenda.

Al escucharla, Carlos salió de sus pensamientos e intentó poner cara de circunstancias y hacerse el sorprendido, aunque en realidad no lo estaba. Días atrás oyó una conversación a medias en el bar y en ese momento empezó a atar cabos. Era de Leyenda de quien estaba hablando el padre de Paola con unos conocidos. Les había preguntado si alguien se la quería quedar, pero Carlos no prestó más atención. Ni se le pasó por la cabeza que la conversación girase en torno a la yegua. Se quedó observando a Paola, intentando encontrar en su rostro el beneplácito con la decisión tomada de deshacerse del animal.

—¿Estás segura de que quieres vender a Leyenda? —Al mirarla, a Carlos no le pareció que estuviera muy conforme.

—No me mires así —le dijo la chica, ahogando las ganas que tenía de llorar.

—¿Así cómo?

—Con pena, Carlos.

Era justo de ese modo como la estaba mirando, triste porque sabía lo que significaba la yegua para su amiga. Se imaginaba que nada de aquello estaba siendo fácil para Paola. Ella, buscando unos instantes de intimidad en los que desahogar el nudo que se le había hecho en el pecho, se dirigió hacia la cuadra y abrió el cerrojo que mantenía encerrados a los animales de noche. Dos perros de raza indefinida salieron corriendo, libres por fin después de pasar la noche cautivos. Cada uno eligió un poste del cercado para deshacerse de la urgente necesidad matutina y después corrieron hacia Paola, que los acarició. Luego, como hacía siempre, cogió a uno de ellos, Drako, en brazos.

—No hagas eso —le dijo Carlos—. Cuando te vayas yo no pienso mimarlo y lo echará de menos. ¿O te lo piensas llevar contigo?

Drako era un perro especial. Le faltaba una de las patas delanteras. Paola los había salvado, a él y a su hermano, de una muerte segura a manos de su madre años antes, cuando la perra se volvió loca y mató a mordiscos a la mayoría de la camada que acababa de parir. La chica, apenada por el suceso, se llevó a los dos perritos supervivientes a casa para cuidarlos en esos días tan delicados. Black creció sin problemas, pero sacar adelante a Drako costó bastante porque un mordisco de su madre lo dejó sin una de las patas delanteras. Tardó más de cuatro meses en devolverlo al picadero y, desde entonces, el perro adoraba a la muchacha casi tanto como la yegua.

—No creo que sea bueno que me lo lleve, está demasiado acostumbrado a corretear por aquí y encerrarlo en un piso no es buena idea. Este perro necesita hacer más ejercicio que los demás.

Paola dejó a Drako en el suelo, que la siguió con su paso renqueante de perro de tres patas, y se dirigió al establo. Allí, Leyenda la recibió aproximando su enorme cabeza a la cara de la muchacha, que apoyó la frente en la de la yegua. Ambas estuvieron así un rato, en silencio. Al verlas, uno suponía que se estaban contando secretos sin palabras. Incluso las dos cerraron los ojos al unísono, mientras el perrito lisiado y Carlos, apoyado en el quicio de la puerta, las observaban de cerca. Él iba a echar de menos a Paola cuando dejase de ir tanto como los perros o la yegua. Estaba seguro de que extrañaría los momentos en los que la muchacha se mantenía pegada a su animal y ambas se quedaban suspendidas en algún lugar indefinido que, si hacía caso de la sonrisa de Paola, era lo más parecido a la felicidad que podía imaginar. Estaba seguro de que él también lo pasaría fatal cuando Paola tuviera que despedirse. Se lo estaban diciendo unos latidos erráticos en su pecho a los que le era imposible poner freno. Carlos decidió que ya había perdido demasiado tiempo y abandonó su posición de espectador, por mucho que le pesara dejar de mirar a Paola. Le transmitía un millón de sensaciones que hacía mucho que prefería no analizar. Lo mejor que podía hacer era ponerse con su tarea y no pensar. Tenía apenas dos horas para dejarlo listo todo.

—Si quieres, te ayudo —le dijo ella, cuando advirtió su presencia en la puerta del establo.

—Me vendrá bien, pero has venido a montar a Leyenda.

—He venido a verla, pero te quiero ayudar.

El joven le pasó la pala que tenía en las manos y fue a buscar otra para él. Ambos, sin intercambiar más palabras, se pusieron manos a la obra, mientras los perros correteaban a su alrededor. Durante una hora se dedicaron a reemplazar la paja sucia por otra fresca y rellenaron con agua fresca los abrevaderos.

—Pao, deberías montar a Leyenda ya si no quieres llegar tarde a la farmacia. Son las nueve —le dijo Carlos cuando fue consciente de la hora.

—¿Pero cuántas veces te tengo que decir que no me gusta nada que me llames así? —le dijo ella, con un tono que ni se aproximaba a ser de enfado.

—¡A sus órdenes, Pao!

Hizo un gesto cómico y ella puso los ojos en blanco y le lanzó unas briznas de paja. No había manera. Carlos empleaba muchas veces el diminutivo absurdo que le había puesto en el colegio y que dejaba a su nombre mutilado. Negó con la cabeza, resignada a no conseguir jamás que dejara de hacerlo, y preparó a Leyenda. Limpió sus cascos, cepilló con suavidad el lomo y después ajustó los estribos y la cincha sobre la silla de montar antes de elevarla y colocarla sobre una almohadilla de ensillar que ya tenía encima de la yegua. Después ató los arreos, tranquilizando al animal con suaves palabras. Colocó las riendas sobre la cabeza del animal y empujó con suavidad el bocado hasta que Leyenda lo tomó mansamente. Como siempre que hacía esto, premió al animal con una chuchería que guardaba en el bolsillo. Poco después, subida a lomos de su yegua, daba vueltas por el recinto del picadero. Carlos llevaba razón, se había entretenido y no tenía más de veinte minutos porque debería volver a casa, ducharse y cambiarse para ir a la farmacia.

—Me he despistado y no me da tiempo a quitarle los arreos si no quiero llegar tarde al trabajo —le dijo a Carlos mientras desmontaba.

—No te preocupes, ya lo hago yo —le contestó él, agarrando a Leyenda por las bridas. La yegua cabeceó un poco cuando Paola le acarició la testuz.

—Mañana vendré otra vez.

—¿No vas a pasarte por aquí esta tarde? —preguntó—. Tendré abierto hasta las seis.

—No puedo —contestó ella, triste—, tengo que comprar aún algunos regalos de Navidad y mi madre quiere que la acompañe a hacer la compra para la cena de Nochebuena. Creo que piensa que esa noche tiene que alimentar a un regimiento.

—Entonces, hasta mañana.

—Hasta mañana, Carlos.

—Hasta mañana, Pao.

Se dio la vuelta para decirle algo y se le acercó. Carlos pensó que se iba a ganar un pescozón por cansino, pero Paola, lo único que hizo, fue quedarse frente a él, mirándolo intensamente a los ojos. A Carlos se le volvieron a descompasar los latidos, pero intentó que ningún gesto lo delatase. Al momento, el rostro de Paola se iluminó con una sonrisa y le quitó el gorro de lana que aún llevaba puesto. El pelo negro de Carlos, alborotado de manera habitual, apareció aún más despeinado y revuelto. Paola se lo colocó antes de volver a hablar.

—Un día te la vas a ganar si no dejas de llamarme así —le dijo, sin dejar de sonreír.

Comer y amar, todo es empezar

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