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El Loco

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Rogelia nos tenía prohibido pasar por enfrente de la casa del Loco. No porque mi mamá le dijera nada, ella solita decidía que Juan y yo no podíamos pasar por allí y basta.

—¿Qué no han visto que no tiene buena cabeza?

Rogelia decía que, por eso, el Loco se asomaba por la ventana de herrerías rojas y se robaba los pensamientos de los que pasaban por ahí, para hacer una colección y no tener su cerebro tan vacío.

Entonces lo que hacíamos era cruzar la calle y pasar mejor por la casa de la vecina de enfrente, que no tenía nada de malo excepto el olor a comida que siempre nos hacía sonar las tripas, si es que pasábamos al medio día con hambre.

A veces, como por curiosidad, desobedecíamos a Rogelia y de todos modos nos pasábamos corriendo bajo la ventana. Ahí no olía a comida. Olía a algo que no sé cómo se llama, pero era parecido al olor de la covacha de la casa. Como a barniz y a húmedo. A veces ahí estaba asomado el Loco, y Juan y yo nos poníamos a temblar y en vez de correr, andábamos despacito, despacito. Al llegar a la esquina, volvíamos a respirar y nos decíamos riendo que era imposible que el Loco nos robara nuestros pensamientos.

Seguido, como para hacer un concurso conmigo mismo, en la esquina pensaba algo. Caminaba despacio frente a la ventana del Loco y al llegar a la esquina siguiente, me preguntaba a mí mismo si ese pensamiento seguía en mi cabeza. Siempre lo estaba, aunque a veces no igualito.

De todos modos, el Loco casi nunca se dejaba ver si no era por la ventana. La mayoría del tiempo estaba encerrado en su casa, y las pocas veces que salía, lo llevaba su mamá de la mano. Y eso que el Loco era mucho, mucho más alto que su mamá, y más gordo también. Tenía un cuerpo grande, pero cara de niño: sonrosado y cachetón. En cambio la mamá era bien flaquita, tenía el pelo blanco y unos lentes que la hacían parecer enojada. Pero siempre le hablaba al Loco muy despacito, casi con cariño. Será porque era su hijo y ella era la única de la colonia que lo quería.

Un día iba yo regresando de la escuela. La mochila me pesaba y hacía calor. Era viernes y me dio flojera cruzarme la calle para evitar la ventana del Loco. Aunque vi la punta de su nariz asomada por ahí, la flojera le ganó al miedo que ya casi no sentía porque había terminado por creer que Rogelia no era más que una mentirosa. Y aunque también tenía flojera de pensar, mi cabeza sola, sin querer, iba pensando que hacía mucho calor. Ya hasta se me había olvidado que estaba pasando por la casa del Loco. Hasta que, justo abajo de la ventana de las herrerías rojas oí por primera vez su voz.

—Ha-ce mu-cho ca-lo-r.

Así lo dijo de despacio, con una voz que parecía de adulto por el sonido, pero de niño por la forma de decir cosas. Igual que la diferencia de su cuerpo y su cara. Y la forma de decir no era de niño como yo, ni como Juan que tenía siete años. De niño como el primo Diego, que tenía dos y medio.

El Loco dijo que hacía mucho calor, y yo sudé frío toda la cuadra hasta que llegué a la esquina. Me senté en la banqueta y dije en voz alta:

—Hace mucho calor.

Ya estaba. El Loco sólo había tomado prestado mi pensamiento, pero seguía siendo mío.

Por mala suerte le conté a Rogelia, y esa noche me pasó un huevo muchas veces por todo el cuerpo y luego lo rompió en un vasito. No tenía nada de raro, pero Rogelia se puso a mirar el vaso como si fuera algo muy interesante y espantoso.

—¡Nunca vuelvas a pasar por esa ventana! ¿me oístes? (Rogelia siempre decía así los verbos.)

Al rato intenté contarle a Juan lo que había ocurrido, pero no me oyó porque se quedó dormido cuando apenas iba yo en la parte de la salida de la escuela.

Rogelia ya no quería que yo me regresara solo porque sospechaba que la iba a desobedecer y pasar por la ventana prohibida. Entonces iba a recogerme todos los mediodías y trataba de agarrarme de la mano en el camino de vuelta.

Una vez veníamos discutiendo y yo le dije que aunque ella no quisiera, yo igual iba a pasar por la ventana de las herrerías rojas. Me puse tan necio que supo que no me iba a convencer, y ella sí se cruzó la calle, mientras agarraba un colguije raro que siempre traía en el cuello. Por supuesto, yo venía pensando que Rogelia estaba chiflada, y esta fue la segunda vez que el Loco me adivinó un pensamiento y lo dijo:

—Lo-ca… lo-ca —mientras señalaba con su mano chueca a Rogelia que caminaba en la banqueta de enfrente.

Era la misma voz de la otra vez, y era el mismo escalofrío el que sentí en la espalda, que se me paseó desde el cuello hasta los talones. Llegamos a la esquina, Rogelia en su banqueta y yo en la mía; y cuando la vi caminar hacia mí, me di cuenta de que ya no estaba pensando que Rogelia estaba chiflada.

¡El Loco me había robado ese pensamiento!

Entonces sí, claro que me preocupé, y en la noche, después de que Rogelia volvió a hacerme la sesión del huevo, le confesé que esa tarde el Loco me había robado un pensamiento, y que no era uno muy bueno para ella. Entonces agarró otro huevo y también se sobó toda con él porque yo no quise hacérselo. Lo rompió y además de la yema y la clara y las cositas asquerosas que tienen todos los huevos, éste, en el centro de la yema y flotando en algunas partes de la clara, tenía manchas de sangre. Los dos aullamos en voz baja para que mi mamá no oyera nada. Rogelia siempre me dijo que mi mamá se iba a enojar si le platicábamos cualquiera de las cosas que teníamos en secreto (la costumbre del Loco de robar pensamientos era una de ellas).

—Hay que hacer algo, mi niño —dijo Rogelia y prometió pensar toda la noche.

Al día siguiente llevaba en mi mochila todos los útiles y, además, un pedacito de jamoncillo que Rogelia me dio.

—Guárdalo muy bien, y que nadie lo vea ni lo toque.

Sólo el Loco podía tocarlo, y además, tenía que comérselo; con eso se le quitaría esa maña de andarse robando los pensamientos de otros, porque ese era un jamoncillo especial que Rogelia había preparado durante toda la noche.

A la salida de la escuela caminé despacito, haciendo tiempo para que los vecinos se metieran a comer a sus casas. Llegué a la esquina y la calle estaba casi sola, como debía de estar. Mi reloj marcaba las dos cuarenta y cinco, pero no era cierto, eran las dos treinta y cinco. Seguí, pensando que ojalá el Loco estuviera asomado por la ventana, pero tratando de no pensar en nada para que no me robara. Sí lo estaba. A mí me temblaba todo el cuerpo y se me notaba en las manos a la hora que le di al Loco el pedazo de jamoncillo. Sólo sonrió y no dijo nada ni como niño.

—Cómetelo —le dije y al mismo tiempo hice la seña que quería decir también “cómetelo”.

Sin dejar de sonreír me dijo g-r-a-c-i-a-s y luego se lo metió a la boca. Yo corrí sin parar hasta la casa.

El dulce de Rogelia sirvió. El Loco nunca volvió a asomarse por la ventana. Apuesto que jamás volvió a robarse los pensamientos de nadie.

A su mamá sí la veo, a veces, con sus mismos lentes que la hacen parecer enojada y, ahora, siempre vestida de negro.

Famosas últimas palabras

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