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1 El primer día de vacaciones

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Gaby entrecerró los ojos y miró el panel de instrumentos del avión Cesna 185; entonces, golpeó cuidadosamente con el dedo el empañado medidor de combustible. Como se había imaginado, la aguja estaba cerca del indicador de vacío. Le corrió un escalofrío por el cuerpo. El rebelde armado lo acorralaba tan de cerca que Gaby apenas se atrevía a moverse; mucho menos, a decir algo. Pero manteniendo la vista hacia abajo, juntó valor y habló.

–Nuestras reservas de combustible casi se han acabado –dijo Gaby en voz alta, para que se escuchara por sobre el rugido del motor de la aeronave.

Evitando cuidadosamente el contacto visual, tragó con fuerza y continuó:

–El avión no volará mucho más. Le advertí cuando se subió a la fuerza al avión misionero que no tenía suficiente combustible para un viaje tan largo.

–¡Tenemos que llegar a nuestro destino! Necesitamos los suministros que hay en este avión para nuestra causa.

El secuestrador apretó el arma en sus manos con tanta fuerza que sus nudillos quedaron blancos.

Gaby miró por la ventanilla que vibraba, orando mientras observaba las copas de los árboles del territorio selvático desconocido más abajo. Sería cuestión de minutos hasta que el motor se apagara y el abismo de árboles los tragara, de modo que nunca más se escuchara de ellos. Su frente brillaba por las gotas de sudor mientras él trataba de pensar en alguna forma de escapar del choque inminente.

El malhechor empujó su arma contra el rostro de Gaby.

–Solo haz lo que te digo –demandó, blandiéndole el cañón del arma cerca del ojo derecho.

–¡Está bien! ¡Basta! Pausa. Ten cuidado con esa rama –le dijo Gaby a su hermano menor, Tim. La tomó y la sostuvo mientras hablaba:

–Mamá dijo específicamente que podías usar una rama solo si no me pinchabas el ojo con ella.

–Estoy siendo cuidadoso.

Tim la jaló con brusquedad de la mano de Gaby, y la volvió a poner en posición mientras se ajustaba la bandana camuflada que se le había caído sobre los ojos. Entonces, dijo:

–Y tú eres la víctima. Las víctimas no pueden hacer demandas. Ahora, actúa asustado de mí.

–No necesito actuar –replicó Gaby, protegiéndose con una mano el rostro de la punta de la rama–. Estoy aterrorizado de que hagas una brocheta con mi ojo.

Profundamente consciente de la peligrosa arma que el secuestrador insistía en mantener cerca de su rostro, Gaby examinó el espeso paraguas de árboles que había más abajo. No había lugar donde aterrizar. Pronto estarían en manos de la gravedad. Entonces, repentinamente, se le ocurrió la idea que le había rogado a Dios que le diera para escapar. Calculando el momento perfecto, en un movimiento fluido, le quitó el arma de la mano al secuestrador y saltó del avión.

El viento le silbaba en los oídos mientras se ajustaba el paracaídas y buscaba frenéticamente el cordón de apertura. El paracaídas se abrió y lo hizo subir bruscamente en el aire, para seguir balanceándose y aterrizar lentamente en el suelo de la selva. En ese mismo momento, el avión se detuvo y cayó en picada entre los árboles. Cuando se asentó el confeti de hojas trituradas y tierra, Gaby vio los escombros e hizo una mueca. El Cesna 185 no tenía arreglo, y el secuestrador había perecido. Gaby debía encontrar la manera de sobrevivir solo en la selva.

–Espera un minuto. No quiero perecer –se quejó Tim–. Quiero seguir jugando.

Gaby suspiró y sacudió la cabeza.

Milagrosamente, el secuestrador sobrevivió al accidente aéreo, y continuó poniendo a prueba la paciencia del valiente piloto misionero. Gaby intentó liberarse del enredo del paracaídas, pero no tuvo éxito. Su captor emergió de los escombros y se paró frente a él.

–Pensaste que podías escapar, ¿cierto?

El rebelde lanzó una terrible carcajada.

–Bueno, piloto misionero, incluso si hubieras sobrevivido y yo no, no podrías resistir al ataque de las serpientes venenosas y los animales salvajes de la selva peruana.

Sin advertencia alguna, otros rebeldes más pequeños emergieron del monte y atacaron a Gaby. Él yacía indefenso, a merced de ellos.

–¡Ey! Esto no es justo –dijo Gaby, sacándose de encima a Tim; a su hermanito menor, Cris; y a su hermanita bebé, Lara, mientras ellos reían y le hacían cosquillas con sus dedos–. Yo soy solo uno, y ustedes son tres.

No había caso. Los rebeldes nativos lo dominaron con tácticas de tortura, y pronto lo dejaron cautivo en una celda de bambú mientras ellos celebraban su captura. Gaby los observaba sin miedo alguno desde el interior de la celda improvisada, seguro de que esto era parte del plan de Dios para convertir a los rebeldes en soldados del Reino de la Luz.

La princesa guerrera de la tribu salió de su choza.

–¿Tienes hambre? –indagó.

Su voz era tan amable.

–¿Qué? –preguntó Gaby.

–Dije: “¿Tienes hambre?” –repitió la mamá–. Sal de debajo de la mesa ratona y lávate las manos para la cena.

–Noooo, mami, todavía no –se quejó Tim–. Cris, Lara y yo todavía no nos convertimos.

–Discúlpame –dijo la mamá levantando a Cris en sus brazos y haciéndole cosquillas debajo de los brazos–. La princesa guerrera de la tribu ha hablado. Nada de comportamiento incivilizado esta noche. Y apreciaría mucho que alguno de ustedes, por favor, rescatara mis sillas del comedor de los escombros del avión en la sala de estar y las trajera a la mesa.

–¿Podemos seguir jugando después de la cena? –rogó Tim a Gaby.

Sus ojos brillaban de la emoción mientras arrastraba su silla hasta el comedor.

–La próxima vez, ¿puedo ser yo el piloto misionero, y tú, Lara y Cris los rebeldes?

–Veremos –dijo Gaby mientras le desacomodaba el cabello a Tim con cariño–. Pero ve a lavarte las manos para la cena.

Justo entonces, el papá entró por la puerta del frente.

–Huele muy bien aquí –dijo, levantando en sus brazos a Lara y dándole un besito a la mamá–. ¿Se divirtieron en su primer día de vacaciones de verano?

–Sí –Gaby se encogió de hombros mientras acercaba su silla hasta la mesa del comedor–. Si te parece que ser secuestrado por rebeldes nativos, tirarte en paracaídas para escapar y chocar tu avión en la selva es divertido.

Miró al otro lado de la mesa, a Tim, y le hizo una mueca graciosa.

–Ah, veo que has estado entreteniendo a tus hermanitos y a tu hermanita para ayudar a mamá otra vez –dijo el papá conteniendo la risa–. Nunca se cansan de jugar al piloto misionero con su hermano mayor, ¿no es así?

Gaby sacudió la cabeza con una sonrisa, acercó su silla a la mesa y se sacó la gorra para orar.

La mamá aseguró a Lara a su silla alta, y luego se sentó a la mesa con todos los demás. El papá sonrió y le guiñó el ojo. Entonces, la tomó de la mano e inclinó la cabeza para bendecir los alimentos.

–Hablando de pilotos misioneros, hoy recibí una carta –dijo el papá cuando terminó la oración.

Se sirvió un poco de guiso de arroz, y se lo pasó a Gaby.

–¿Recuerdan los amigos de mamá y míos que son misioneros en Perú? Nos enviaron otra carta. Se las leeré durante el culto vespertino hoy.

–Ah, Gaby –agregó–, también llegó algo para ti.

Gaby tragó un bocado de ensalada.

–¿Para mí? ¿Qué es?

–Es esa revista de vuelo que pediste. Se ve genial, y hasta tiene una guía para construir un avión, con todo tipo de especificaciones y materiales.

Gaby sabía que tenía que comer un poco más de su cena para satisfacer a su mamá antes de poder mirar la revista. Terminó tan rápido como pudo, y luego hizo un bollo con su servilleta antes de levantar su plato y su vaso vacíos.

–Papá, ¿dónde está la revista? –preguntó Gaby mientras enjuagaba su plato en la pileta de la cocina.

–Está en la mesa ratona –dijo el papá limpiándose la boca–. Muchachos, ¿practicaron con sus trompetas hoy?

–Por media hora –respondió Gaby, tomando su nueva revista y dirigiéndose a su dormitorio.

“Esto es increíble”, pensó Gaby. Estaba desparramado en su cama, con los pies colgando del borde mientras miraba los aviones que se mostraban. Cada imagen tenía una vista completa, y una transversal para que se pudiera ver el interior de los aviones. Hojeó las páginas hasta que llegó a la imagen de una aeronave Super Cub amarilla. Boquiabierto, Gaby contempló sus hermosas y elegantes líneas, y su borde negro.

–La leyenda vive –susurró Gaby, pensando en las imágenes de su enciclopedia de aeronaves–. Oh... aquí hay una a la venta que se ve prácticamente como nueva.

Sería la avioneta perfecta para un piloto misionero: la cantidad adecuada de espacio para cargamento, y dos asientos: uno para él y otro para su mejor amigo, Marcos. No es veloz, pero sí liviana y ágil. Tiene un compartimento completamente cerrado para el motor y un motor poderoso para despegues y aterrizajes cortos. Tenía que ser lo más asombroso que había visto alguna vez. Tomó el teléfono y llamó a Marcos.

–Hola...

–Hola. Soy yo –dijo Gaby, apenas Marcos pronunció alguna palabra–. ¡Adivina qué me llegó por correo hoy!

–¿Un elefante? –intentó adivinar Marcos irónicamente.

–No, mejor –se rio Gaby–. Es esta revista que había estado esperando. Te la mostraré mañana. Tienes que venir a ver esto.

–Está bien –Marcos sonaba desalentado–. Pero tengo que ordenar mi dormitorio primero.

–¿Por qué? –se quejó Gaby–. Es el primer día de las vacaciones de verano.

–Lo sé –suspiró Marcos–, pero mamá me dijo que no se acuerda de qué color es la alfombra por todas las cosas que están tiradas. Dice que soy un prisionero hasta que mi dormitorio quede tan limpio como el de mi hermana.

Gaby se pegó en la frente con la palma de su mano y se dejó caer sobre la alfombra.

–¡No! Tu hermana es una maniática patológica del orden. Bien te podrían haber dicho que estarás castigado para siempre.

–Lo sé –dijo Marcos–. Mamá no tiene misericordia.

–Entonces apúrate –demandó Gaby–. Y ven aquí tan pronto como puedas.

–Lo intentaré –respondió Marcos, no muy esperanzado–. Si no me ves pronto es porque me han detenido las fuerzas enemigas.

Hizo una pausa y suspiró nuevamente.

–Ah, adivina qué. Alguien se está mudando frente a tu casa. Hoy vi el camión de mudanzas.

–¿Tienen chicos de nuestra edad? –preguntó Gaby levantándose del piso para mirar por la ventana.

–No lo sé –respondió Marcos–. Vi que estaban bajando una bicicleta, así que quizá sí. Tendremos que ir a ver. Espera un segundo. Mi hermana me está diciendo algo.

Gaby escuchó a Marcos cubrir el teléfono con la mano, y una conversación silenciada. Un momento después, su amigo volvió al teléfono.

–Me tengo que ir. Carla quiere usar el teléfono, y no me va a dejar en paz hasta que lo logre. Si tan solo mi hermana usara sus poderes para el bien, y no para el mal.

Gaby sonrió. Podía escuchar a su mamá llamándolo desde abajo para el culto vespertino.

–De todas formas, me tengo que ir. ¿Nos vemos mañana?

–Espero.

Gaby colgó el teléfono y atisbó una vez más por la ventana de su dormitorio a la casa que estaba enfrente. Efectivamente, las luces estaban prendidas, y por la ventana Gaby podía ver cajas de mudanza apiladas en la sala de estar.

–Gaby, ¿estás viniendo? –llamó el papá.

Gaby bajó tranquilamente las escaleras y se desplomó en el sillón, sentando a su hermanito Cris en su falda en el proceso. La mamá, Tim y Lara estaban acurrucados en el otro sillón, y el papá estaba en el asiento reclinable con los anteojos puestos.

Gaby cerró los ojos y dejó que su imaginación viajara a Perú mientras escuchaba a su padre leer. Las historias que venían en las cartas de los misioneros siempre le hacían volar la imaginación. Casi podía oír los gritos de hambrientos animales de la selva, y el zumbido agudo de insectos parásitos. Se imaginaba hombres y mujeres hostiles haciendo todo lo que podían para detener el trabajo de los misioneros, y las circunstancias milagrosas que rodeaban los accidentes aéreos y otras situaciones en las que Dios intervenía contra todo pronóstico. Gaby estaba totalmente seguro de una cosa: un misionero no podía ser un flojo. Tenía que estar listo para todo. Y tenía que estar lleno del Espíritu Santo y tener una fe en Dios tan firme como el hierro. Gaby se podía imaginar volando sobre las selvas en su brillante Super Cub amarilla, viviendo a base de fe y resistiendo las fuerzas del mal al cumplir tareas para Dios.

Todos se quedaron sentados en silencio por un momento cuando el papá terminó de leer la carta.

–Parece que necesitan provisiones –dijo la mamá, con una mirada pensativa en su rostro–. Especialmente pañales y otras cosas para bebés. Deberíamos armar un paquete para enviar a la misión.

Para cerrar el culto, la familia se tomó de las manos en un círculo, y cada uno tuvo su turno para orar. Gaby oró especialmente por los misioneros y pidió a Dios que los protegiera y les diera el poder del Espíritu Santo en su trabajo.

Luego de ayudarle al papá a cepillar los dientes de los pequeños y a ponerles los pijamas, y después de darle un abrazo de buenas noches a su mamá, Gaby se metió en su cama y miró hacia arriba. Pronto apareció la carita de Tim, mirándolo hacia abajo desde la cucheta de arriba.

–¿Sí? –preguntó Gaby mientras estiraba sus brazos y los cruzaba detrás de la cabeza.

–Bueno... solo pensé en decirte que he decidido que quiero ser un misionero –dijo Tim–. No como lo que jugaste conmigo hoy. Quiero ser un misionero de verdad.

Gaby sonrió en la penumbra.

–Sí; yo también –susurró.

La carita de Tim desapareció sobre la cucheta de arriba, y Gaby sintió cómo la cama se balanceaba un poquito cuando su hermanito se ponía cómodo y se cubría con la frazada hasta el cuello. Pronto Gaby lo escuchó respirar suave y parejo. Pero él no podía dormir. No podía dejar de pensar en la carta que había leído su papá, y una pelota de entusiasmo en la boca del estómago no le dejaba cerrar los ojos. Se estaba formando una idea en la mente de Gaby. ¿Por qué esperar? Podía comenzar a juntar fondos para comprar esa Super Cub ahora mismo... este verano. Entonces, cuando recibiera su licencia de piloto, ya tendría una aeronave y podría comenzar a ser un piloto misionero mucho antes.

Gaby trató de cerrar los ojos y descansar con el sonido de las lluvias de verano del noroeste cayendo afuera. Pero con todas las ideas que comenzaban a dar vueltas en su cabeza, no sabía cómo lograría dormir aunque fuera un poquito.

Locos por volar

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