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LA MUJER EN LA ESPAÑA EN LOS AÑOS TREINTA Y CUARENTA DEL SIGLO XX
INMACULADA ALVA
EL PRIMER CENTRO DE MUJERES DEL Opus Dei se abrió en Madrid el 16 de julio de 1942 en la calle Jorge Manrique. Constituía un hito importante de una larga etapa que había empezado el 14 de febrero de 1930, cuando José María Escrivá comprendió que las mujeres también formaban parte de aquello que había comenzado el 2 de octubre de 1928. Los primeros pasos de este apostolado fueron lentos y discontinuos. El primer grupo que el fundador formó en torno a su trabajo en el Patronato de Santa Isabel en Madrid, durante los años republicanos, no llegó a consolidarse.
Hubo después un segundo núcleo —Dolores Fisac fue la primera en 1937— que se ampliaría durante la inmediata posguerra y que se consolidó finalmente con la apertura de la casa en la calle Jorge Manrique. En 1945 este centro se trasladó a la calle Zurbarán 26, donde dos años más tarde empezaría una residencia femenina universitaria. Ya para entonces existían otras casas, en Madrid (la Administración de la residencia La Moncloa), en Villaviciosa de Odón (el centro de formación Los Rosales) y en Bilbao (la Administración de la residencia Abando). El grupo inicial —en 1941 apenas llegaban a la decena— aumentó lenta pero constantemente[1]. El nuevo mensaje de búsqueda de la santidad en medio del mundo y con un claro sentido de misión apostólica que el fundador les proponía, caló profundamente en ellas. A partir de 1944, comenzaron a viajar por gran parte de la península para difundir esta llamada e instalar centros nuevos en otras ciudades como Segovia, Granada, Córdoba, Barcelona, Zaragoza y Santiago. En 1946 un grupo de mujeres marchó a vivir a Roma. La segunda expansión, que tuvo lugar en 1950 —fuera ya de los límites cronológicos de este libro— las llevaría a Irlanda, Inglaterra, Estados Unidos, México, Guatemala, Italia, Portugal, Colombia, Argentina o Chile.
Es este un relato de pioneras dispuestas a abrir nuevos caminos y ampliar los horizontes a otras mujeres, en unos años en los que la actividad femenina estaba orientada casi exclusivamente al ámbito doméstico y una dedicación completa a Dios se contemplaba en el marco de las órdenes religiosas o, en todo caso, de las terciarias. Precisamente el encuentro de cada una con el mensaje que difundía el fundador del Opus Dei supuso un descubrimiento que conectaba con sus inquietudes humanas y espirituales y que las lanzaba más allá de lo que una mujer se podía plantear en la década de los cuarenta. Por eso es interesante conocer el contexto social y político en que se movieron.
LA SITUACIÓN DE LA MUJER EN EL CONTEXTO POLÍTICO Y SOCIAL DE LOS AÑOS TREINTA
La década de los treinta fue una época de grandes cambios políticos en España. Las dictaduras de Miguel Primo de Rivera (1923-1930) y Dámaso Berenguer (1930-1931), apoyadas por el rey Alfonso XIII, supusieron una decepción para las fuerzas liberales del país, que desembocó en el triunfo de los partidos republicanos en las elecciones municipales de abril de 1931 y la marcha voluntaria al exilio del monarca. El 14 de abril de 1931 se proclamaba la Segunda República, un acontecimiento percibido con gran esperanza por la mayor parte de los españoles, cansados de años de corrupción y estancamiento político[2].
Sin embargo, el período republicano (1931-1936) no se caracterizó por su estabilidad. Con una progresiva radicalización política, huelgas obreras, amenazas de golpes de estado y violencia callejera, que en muchos casos conllevaba la quema de iglesias y conventos, y otros actos vandálicos, los distintos gobiernos que se alternaron en el poder (de izquierdas o de derechas) perdieron el control de las calles. El enfrentamiento político y civil acabó, como es sabido, en la Guerra Civil, que duró tres largos años.
La situación económica no favorecía la estabilidad política. Durante la década de los veinte, España gozaba de una de las mayores tasas de crecimiento económico, en parte como consecuencia de su neutralidad durante la Gran Guerra[3]. La depresión de 1929, que afectó de manera fundamental a Estados Unidos y a muchos países de Europa, impactó también sobre la todavía poco estructurada economía española. Al tener una base agrícola y poco tejido industrial, la retirada de inversiones provocó un alto número de desempleados, el cierre de empresas, la devaluación monetaria y un elevado endeudamiento estatal. Sin embargo, hacia 1935 la situación parecía mejorar[4]. La Guerra Civil truncó —como tantas otras cosas— la recuperación económica.
En medio de estos vaivenes políticos y económicos, la sociedad española de esta década mantenía unos códigos de conducta y costumbres sociales propias del siglo XIX, organizada en torno a lo que se ha llamado la teoría de las dos esferas —la privada y la pública—, que separaba el ámbito de vida masculino del femenino. A los hombres les correspondía la esfera pública, la del poder, la política o la profesión; a las mujeres la esfera privada, es decir, la vida doméstica y todo lo relacionado con la educación y crianza de los hijos[5]. Era algo comprendido así por la mayor parte de los sectores de la sociedad, ya fueran católicos, laicos, monárquicos, conservadores, republicanos o progresistas. De la misma forma que podemos encontrar personajes de todas las tendencias —que serían minoritarios— comprometidos con el cambio en la vida de las mujeres[6].
Intelectuales liberales como Ortega y Gasset o Gregorio Marañón se mostraban contrarios, por ejemplo, a que la mujer cursara estudios superiores; mientras que, sin embargo, un católico conservador como Juan de la Cierva, animó a su hija Piedad a hacer una carrera universitaria porque consideraba que después de la primera guerra mundial había llegado el tiempo de las mujeres[7]. En general, se consideraba que una joven deseosa de trabajar fuera de casa actuaba contra su propia naturaleza, pues entraba en un terreno para el que no tenía aptitudes. Marañón las consideraba «mujeres de feminidad debilitada mezclada con elementos varoniles evidentes»[8].
Legislación favorable a la mujer
Es cierto que desde principios del siglo XX se habían conseguido algunos avances legales. En 1910 se aprobó la ley que permitía a las mujeres acceder a la Universidad sin limitación alguna. Ese mismo año se les dio libre acceso a profesiones relacionadas con la educación, siempre que tuvieran la titulación exigida, y a la administración pública, excepto en el caso de judicaturas y notarías. En 1918 con el Estatuto de Funcionarios Públicos se especificaba la posibilidad de la incorporación de las mujeres con la categoría de auxiliar[9]. Durante la dictadura de Primo de Rivera se promulgaron algunas leyes de protección laboral, o que permitían que ocuparan cargos en el gobierno municipal. Se consiguieron los primeros derechos políticos, aún muy reducidos. Así, en 1924 se otorgó el voto a las que fueran cabeza de familia (solteras emancipadas y viudas) para las elecciones municipales y en 1927 se reservaron algunos escaños en la Asamblea Nacional para mujeres que tenían cargos en ayuntamientos o diputaciones. Estos tímidos avances no sirvieron de mucho puesto que, tras la caída de Primo de Rivera, el gobierno de Berenguer retiró a las mujeres de los censos electorales preparados para las elecciones municipales que se celebraron en abril de 1931.
Asociacionismo femenino
Las organizaciones femeninas habían ido creciendo en la década de los veinte, influidas por las actuaciones de las sufragistas de Gran Bretaña o Estados Unidos. Estas asociaciones eran muy variadas, tanto católicas como laicas, y pueden considerarse ya feministas por los derechos que exigían.
El activismo femenino católico había tomado nuevas fuerzas a partir de 1919 con la refundación de Acción Católica, donde las mujeres encontraban mayores espacios de libertad y participación social. Era un contraste con el biologicismo imperante. Los escritos médicos de entonces reforzaban la idea de que la maternidad era el único destino de la mujer, porque así lo determinaba la biología; también había pensadores que argumentaban científicamente la inferioridad intelectual femenina. En contraste, la realidad era que el catolicismo difundía una definición de la feminidad que valoraba el protagonismo de las mujeres en el hogar y en el desarrollo de la sociedad[10].
Una mujer destacada fue Juana de Salas (1875-1976). Desde sus creencias católicas defendía el derecho de la mujer a recibir una educación y a ejercer profesiones como la farmacia o la medicina. Pensaba que el matrimonio no tenía por qué ser el único camino para las jóvenes. Consideraba un derecho inalienable el voto femenino e insistía en la importancia de preparar a la mujer para cuando llegara ese momento[11]. Otras hicieron también oír su voz y exigieron una mayor participación política y la igualdad en el acceso al trabajo y los estudios. Nombres conocidos, ya desde la década de los 20, eran los de Carmen Cuesta (1890-1968) —primera doctora en Leyes en España— o María de Echarri (1878-1955)[12]. Estas dos últimas pertenecían a la Institución Teresiana, fundada por el sacerdote Pedro Poveda en 1911, con la ambición de orientar el movimiento cultural femenino a través de católicas comprometidas que accedían a la enseñanza oficial. Se trataba de un proyecto reformador dentro del catolicismo dirigido a capacitar a las mujeres para su implicación social, cultural o política a través de la educación[13].
En 1918 un grupo heterogéneo creó la Asociación Nacional de Mujeres Españolas (ANME). Sus componentes procedían de estratos muy variados, aunque en general pertenecían a la clase media o eran profesionales: abogadas, maestras, escritoras. Aunque había elementos católicos en su ideario, intentaban mantener una posición de centro e independiente. Mujeres como Victoria Kent, María de Maeztu o Clara Campoamor pertenecían a ella, aunque Kent y Campoamor, junto con Elena Soriano, fundaron también, en 1920, la Juventud Universitaria Feminista, solo para mujeres graduadas[14]. Otra asociación destacada era la Unión de Mujeres de España (UME), también con un carácter interclasista, pero con una mayor tendencia al socialismo. Todas ellas coincidían en pedir la reforma del código civil, la igualdad salarial, la mejora de la educación, el derecho a trabajar en profesiones hasta entonces vetadas y el sufragio femenino[15].
Después de la decepción de los gobiernos anteriores, la llegada de la república parecía garantizar el reconocimiento de los derechos que estas organizaciones reclamaban. No fue una tarea fácil, puesto que las mentalidades tampoco habían variado mucho. Los broncos debates parlamentarios en torno al sufragio femenino son una muestra de los prejuicios que aún dominaban acerca de la capacidad de la mujer.
Tanto los partidos de derechas como los de izquierdas estaban convencidos de que el voto femenino sería un voto cautivo de los conservadores y de las consignas de la Iglesia. Por eso, los primeros lo defendían y los segundos consideraban que la mujer aún no estaba preparada. Volvían a sonar los argumentos biologicistas que afirmaban que por su constitución física las mujeres no estaban predispuestas a la reflexión y al espíritu crítico[16]. De las tres diputadas que participaban en las cortes constituyentes, solo Clara Campoamor defendió con tesón el derecho de las mujeres a votar, mientras que Victoria Kent y Margarita Nelken, consideraban que la participación femenina pondría en peligro la república y las políticas progresistas. El sufragio femenino finalmente fue aprobado con 161 votos a favor, 121 en contra y 88 abstenciones[17]. La nueva constitución de 1931 otorgaba la capacidad de votar a hombres y mujeres mayores de 23 años (art. 36), así como el derecho a formar parte del congreso (art. 53); aseguraba también el fin de la discriminación para puestos oficiales (art. 40) y la protección jurídica para regular salarios, jornadas de trabajo, seguros de enfermedad o desempleo, sin distinción de sexo (art. 46).
Esta legislación positiva no significa que la situación cambiara sustancialmente. Aunque las leyes avanzaran, quedaba un largo proceso hasta que estas afectaran a las mentalidades y modos de vida. El modelo familiar seguía siendo el tradicional, en el que el marido era el representante legal de la mujer. Esta seguía necesitando la autorización del esposo para hacer uso de sus bienes o para firmar un contrato laboral[18].
Situación laboral de la mujer
En general, persistía la idea de que no era conveniente el trabajo femenino. Los sectores obreros e industriales la veían como un competidor desleal, en unos años en que había subido la tasa de desempleo. Se planteaba como solución que los trabajadores recibieran un salario más elevado o implantar un seguro de maternidad para que la mujer pudiera quedarse en casa y hacerse cargo de los hijos, algo más apropiado a su naturaleza[19].
Sin embargo, algunos trabajos empezaron a ser accesibles para ellas como la atención de las farmacias, puestos burocráticos y administrativos de niveles inferiores o la docencia no universitaria. El desarrollo de «nuevas profesiones» como la de telefonista, secretaria de oficina, vendedora de billetes o empleada de tienda les abría otras puertas, sobre todo a las jóvenes de clase media necesitadas de contribuir a la economía familiar. Pero en el fondo, estas facilidades de empleo se debían, en general, a la idea de que se trataba de trabajos especialmente aptos para la mujer, puesto que «son sedentarios, exigen más habilidad que inteligencia, paciencia que actividad, rutina que capacidad de iniciativa»[20]. Es decir, seguían fundamentados en la inferioridad de la mujer, desde una base biologicista. Otras profesiones como la de matrona, practicante o enfermera habían recibido reconocimiento oficial desde 1904 y, como las anteriores, se las consideraba «esencialmente femeninas».
La educación femenina en los años treinta
En cualquier caso, había una voluntad de mejorar la educación de la mujer y su preparación para entrar en el espacio público. A principios de la década de los 30 el analfabetismo femenino era de un 58 %, pero esto era ya un avance respecto al 70 % de principios de siglo[21]. El nuevo régimen aceleró la creación de escuelas para niñas y declaró obligatoria la enseñanza primaria. De esta forma se dio un progresivo aumento de la matrícula femenina en la enseñanza secundaria y bachillerato que subió de un 17 % en 1930 a un 46 % en el curso 1935-1936[22].
La educación universitaria no creció en la misma proporción. Antes de estallar la Guerra Civil el alumnado femenino universitario ascendía a un 8 %, con predominio de carreras como Filosofía y Letras y Farmacia. Pocas de ellas ejercían luego su carrera profesional, puesto que lo habitual era que abandonaran sus trabajos una vez que contraían matrimonio. Científicas como Dorotea Barnés o Enriqueta Castejón cortaron prometedoras carreras al casarse. No solo porque se considerase que el lugar de la mujer casada era el hogar, sino también por el desprestigio que llevaba consigo para el marido. Un buen esposo debía ser capaz de mantener la posición económica de la familia[23].
Sin embargo, tanto la Institución Libre de Enseñanza —a través de la Junta de Ampliación de Estudios— como iniciativas católicas —la Institución Teresiana, por ejemplo— veían la necesidad de formar mujeres para la nueva sociedad que estaba creciendo. Unos y otros las consideraban —por distintos motivos— un terreno virgen, un futuro en el que invertir para influir de modo positivo en la población[24]. La ILE había sido fundada en 1876 por un grupo de catedráticos expulsados de la universidad y algunos políticos progresistas. Sus promotores profesaban un laicismo más o menos beligerante y tenían el convencimiento de que el atraso español se debía a la influencia cultural de la Iglesia Católica. Con la llegada del siglo XX, el gran debate nacional fue la regeneración de España a través de la educación. Católicos y hombres de la ILE intentaban orientar el diseño político de la enseñanza. A partir de 1905, los segundos lograron influir de manera decisiva en esta tarea.
En el ámbito universitario pusieron en marcha una serie de organismos, de los que asumieron la dirección, siendo financiados con dinero público. Interesa mencionar la Residencia de Estudiantes (1910) y la Residencia de Señoritas (1915), en la que nos detendremos a continuación. Ambos establecimientos formaban parte importante de sendos proyectos de regeneración nacional. La Residencia de Señoritas aspiraba a educar a la mujer nueva para que estuviera a la altura del hombre nuevo. Por entonces, el número de matrículas femeninas era exiguo: sesenta en la Universidad Central de Madrid en el curso académico 1915-1916, cuando se abrió la Residencia de Señoritas. Puede afirmarse que no existía demanda para fundarla, pero sí un gran interés en hacerlo.
Desde marzo de 1914 existía en Madrid una residencia para universitarias, debida a la iniciativa de Pedro Poveda. Esta fue la primera residencia universitaria femenina de la historia de España. Poveda asumió el dinamismo pedagógico que representaba la ILE (en cuanto a medios, métodos y procedimientos), pero «creyó firmemente que la renovación de la educación, de la cultura y de las relaciones entre los hombres eran posibles desde la fe y no renunciando a ella, según la propuesta laicista de entonces»[25]. Percibió que España se jugaba su futuro en el campo de la enseñanza y que era necesario entrar en la batalla por su orientación. Le pareció fundamental la formación de maestros que ocuparan puestos oficiales en las escuelas públicas y desde allí irradiaran ciencia y fe. La idea nueva arraigó igualmente en tierra nueva, la mujer.
La necesidad de potenciar la educación superior femenina explica la oferta de ambas iniciativas residenciales. Pero al ser escasa la demanda, los dos centros debieron nutrirse principalmente, durante los primeros años, de estudiantes de magisterio y de jóvenes que preparaban oposiciones para ejercer de maestras. A pesar de estar orientadas por muy distintos principios, lo cierto es que las dos residencias siguieron un camino muy similar en cuanto a la formación de las estudiantes. En esto ambas hubieron de plegarse al principio básico de adecuación a la realidad. Las dos intentaron fomentar un ambiente propio de la inteligencia, de ayuda mutua, de contacto con mujeres maduras, ya formadas, que pudieran orientar a las jóvenes. Se dio prioridad a los libros, a los idiomas, a las actividades culturales, a las conferencias, a la vida intelectual. Incluso los precios fueron muy similares en una y otra Residencia durante la década de los veinte, poniendo así de manifiesto que ambas se dirigían al mismo segmento social. También hubo frases que se repitieron casi igual en uno y otro centro, cuando se hablaba de su espíritu, que era fundamentalmente descrito como un ambiente de familia. De familia cristiana, explicitaban en la Residencia Teresiana. De familia española bien organizada en su régimen moral, repetía constantemente María de Maeztu (la directora) cuando hablaba de la Residencia de Señoritas.
La influencia pública de esta última fue mucho más amplia y notoria que la de la Residencia Teresiana. Esto se debió, por una parte, a la colaboración del Instituto Internacional, una corporación norteamericana de cuño protestante, destinada a la educación de la mujer. Por otra, la Residencia de Señoritas giraba, como se ha mencionado, en la órbita de la ILE, con la influencia intelectual y política que eso llevaba consigo. Todo contribuyó a que se convirtiera en un verdadero foco de cultura femenina durante sus años de vida. Las vanguardias de los años veinte encontraron amplio eco en sus salones. Las intelectuales, poetas, escritoras y mujeres de la política pasaron de una forma u otra por aquel centro. El Instituto Internacional enriqueció la vida de la Residencia con la presencia de profesoras y alumnas extranjeras, con la plena disponibilidad de su buena biblioteca, con la instalación del Laboratorio Foster de Química y, sobre todo, con las becas para estudiar en prestigiosas universidades norteamericanas[26]. En la tradición de ambas residencias se inspiraría el primer apostolado corporativo de las mujeres del Opus Dei, la residencia universitaria Zurbarán, que se inauguraría en el año 1947, como veremos.
Nunca se podrá saber cómo hubiera evolucionado la situación de la mujer en España, si no hubiera estallado la guerra civil. En cualquier caso, a pesar de los pequeños avances que se apuntaban, la realidad era la de una España dividida y enfrentada que desembocó en un sangriento choque. El país que saldría de ese conflicto bélico sería un país diferente en muchos sentidos y con problemas más acuciantes que solucionar: el hambre, las enfermedades y la necesidad de una reconstrucción económica y social, entre otras cosas.
UN PASO ATRÁS: LA POSGUERRA ESPAÑOLA Y SU VISIÓN DE “LO FEMENINO” (1939-1950)
El régimen nacido de la guerra civil derogó la Constitución republicana y las leyes promulgadas en ese período. Se restablecía la situación anterior, regulada por el código civil de 1889. Al menos desde el punto de vista legal, era una marcha atrás respecto a los derechos de la mujer. Quedaba bajo la tutela del padre o del marido, de una manera casi permanente, al fijarse la mayoría de edad para ellas en los 25 años y, determinar que, si no estaban casadas, seguían bajo la potestad paterna.
La dedicación a otros trabajos iba en menoscabo de la familia o de su feminidad, valores que había que preservar. En realidad, no estaba muy alejado de lo que se pensaba de la mujer en la década de los treinta, pero lo cierto era que se la consideraba un ser frágil y delicado necesitado de protección y, legalmente, una menor de edad. Tenía que pedir permiso para todo (al padre, al marido, al hermano mayor): para abrir una cuenta corriente, para expedir el pasaporte o viajar, para abrir un negocio, heredar o trabajar; si había separación matrimonial perdía la custodia de sus hijos y era “depositada” en la casa paterna. Claramente, se encontraba en una situación de inferioridad y dependencia[27], como queda bien reflejado en el art. 312 del Código Civil: «Las hijas de familia mayores de edad, pero menores de veinticinco años, no podrán dejar la casa del padre o de la madre, en cuya compañía vivan, más que con licencia de los mismos, salvo cuando sea para contraer matrimonio o para ingresar en un Instituto aprobado por la Iglesia».
En 1958 habría una reforma del Código Civil, gracias en gran parte a la campaña impulsada por la abogada Mercedes Formica, a propósito de un caso de malos tratos y muerte de una mujer, que no se había separado del marido para no perder casa e hijos. La reforma, aunque escasa, permitía al menos que la mujer pudiera ser tutora y testigo en los testamentos, además de que no se le privaba de la custodia de los hijos en caso de separación[28].
Las cosas cambiarían definitivamente con la promulgación de una nueva ley en mayo de 1975, que otorgaba a la mujer su capacidad plena de obrar, al eliminar la obediencia al marido, la licencia marital y la mayor parte de las discriminaciones por razón de sexo[29].
En los años cuarenta, el discurso político y social puso el acento sobre el papel de la mujer como madre de familia, esposa abnegada y centro del hogar. Por otra parte, era el mismo fenómeno que se observaba en Europa y Estados Unidos tras las dos guerras mundiales. El retorno a la domesticidad y a las políticas pro-natalistas se consideraba necesario para reconstruir los países, también en los regímenes democráticos. Como España, los países occidentales salían de la guerra con profundas heridas, en una situación de pobreza y con deseos de afianzar la identidad nacional. El desarrollo de las contiendas (las dos mundiales, la civil española) tendía a consolidar el modelo femenino de madre-ama de casa y a fortificar los sentimientos familiares. En cierto sentido era una vuelta al ideal femenino del siglo XIX, que parecía haberse dejado atrás[30].
En el caso de España ese discurso se articuló mediante las leyes que organizaron la enseñanza: universitaria (1943), primaria (1945) y media (1949) y con el apoyo de la Sección Femenina de Falange. Para las jóvenes entre 17 y 35 años era obligatorio el Servicio Social, que consistía en prestar seis meses de servicios gratuitos en centros asistenciales de la Sección Femenina[31].
De todas formas, se trataba de un crecimiento lento, al menos en los difíciles años de la inmediata posguerra. Por ejemplo, en 1942 el analfabetismo femenino ascendía a un 23 %. Una situación de escasa cultura que se cebaba, sobre todo, en el ambiente rural y en las chicas que acudían a las ciudades en busca de trabajo y de unas mejores condiciones de vida. Para la mayor parte de ellas, las posibilidades eran la fábrica o el servicio doméstico, donde tampoco encontraban oportunidades de promocionarse[32]. Una conocida abogada de esos años, experta en temas de educación y trabajo femenino, dejaba constancia de la situación de las jóvenes sirvientas en las ciudades:
Es quizá la clase de mujeres menos preparadas para su trabajo. Salen de un ambiente social muy bajo, y ni conocen los procedimientos de limpieza, ni menos los del guisado y planchado. Tan mal preparadas están, que parece raro que encuentren una colocación. Hay exceso de demanda y poca oferta. Esto les asegura el trabajo, cualquiera que sean las condiciones suyas, y a un precio superior que diez años atrás. Lo que más las dignificaría sería una buena preparación, y de eso nadie se ocupa hoy en día[33].
El acceso a la educación universitaria seguía siendo minoritario. Aunque se observa un aumento respecto a la etapa republicana, se debía en parte a quienes se habían matriculado en los cursos intensivos para recuperar los años perdidos durante la guerra. En el siguiente gráfico puede verse que en el curso 1939-40 hubo un mayor número de matriculaciones, tanto en varones como en mujeres. Ese curso las jóvenes suponían un 14 %. A partir del año siguiente, la proporción se estancó en un 12 %, con ligeros incrementos. No sería hasta el curso 1947-48 cuando el alumnado femenino subiría al 13 %.
Gráfico 1. Evolución de las matrículas universitarias (1939-1949)
Fuente: Fondo documental del Instituto Nacional de Estadística (INE). Elaboración propia
Las carreras con mayor número de matrículas femeninas fueron desde el principio Filosofía y Letras, Ciencias y Farmacia (Gráfico 2). Incluso, en el caso de la primera sobrepasaron a los hombres a partir de 1943. Por el contrario, en Derecho y Medicina la presencia femenina era mucho menor, aunque se observa también un crecimiento progresivo. Estas dos carreras contaban con un mayor número de alumnos, con lo que la desproporción entre hombres y mujeres resulta más llamativa. Por ejemplo, frente a los 10.121 chicos matriculados en Derecho el curso 1941-42, solo lo habían hecho 231 chicas. Ese mismo curso, en Medicina las matrículas masculinas ascendían a 8.822, mientras que las femeninas eran 238 (Fondo documental del INE. Anuario 1943).
Gráfico 2. Preferencias de las mujeres por carreras
Ciencias | Derecho | Farmacia | Filosofía y Letras | Medicina | Ciencias Políticas y Económicas | Veterinaria | |
1940-41 | 1252 | 200 | 1150 | 1357 | 507 | ||
1941-42 | 1331 | 213 | 1287 | 1647 | 238 | ||
1942-43 | 1088 | 109 | 1024 | 1581 | 164 | ||
1943-44 | 1341 | 129 | 1042 | 1771 | 196 | 28 | 4 |
1944-45 | 1111 | 159 | 1273 | 1917 | 213 | 28 | 7 |
1945-46 | 1186 | 205 | 949 | 1651 | 198 | 31 | 9 |
1946-47 | 1309 | 235 | 973 | 1840 | 203 | 59 | 11 |
1947-48 | 1625 | 389 | 1687 | 2362 | 290 | 108 | 13 |
1948-49 | 1696 | 430 | 1636 | 2555 | 429 | 92 | 28 |
Fuente: Fondo documental del INE. Elaboración propia
La mentalidad general era que se trataba de una educación prescindible, salvo en los casos de necesidad económica familiar. La vida de las mujeres estaba orientada de forma mayoritaria hacia el matrimonio y la dedicación al hogar. Incluso había quien pensaba que lo que movía a las chicas a realizar estudios universitarios no era la inclinación al estudio o el afán de superación, sino el deseo de pescar novio[34].
Nuevas dificultades para acceder al mercado laboral
Si las universitarias constituían una minoría, eran muchas menos las que desarrollaban su carrera profesional una vez casadas. En 1940 solo el 8 % continuaba trabajando al finalizar sus estudios y una década más tarde había aumentado apenas un 12 %. Además, tenían limitaciones en muchas profesiones. Es lo que explica, por ejemplo, las bajas cifras en Derecho o en Ciencias Políticas y Económicas. Las oposiciones de alto nivel, como la judicatura o la notaría, exigían como requisito ser varón, y en otros trabajos los prejuicios les impidieron ocupar cátedras de universidad, teniendo que conformarse con ser auxiliares o ayudantes de cátedra, cuando a veces estaban más preparadas que sus colegas masculinos[35].
Dos científicas con prestigiosas carreras, como Piedad de la Cierva y Teresa Salazar, sufrieron esa exclusión sexista. Ambas se presentaron en 1940 a las plazas convocadas para la cátedra de Físico Química en las universidades de Murcia, Sevilla y Valencia. Además de ellas había tres varones. De la Cierva ya estaba avisada de que el tribunal no tenía intención de dar la cátedra a ninguna mujer. De hecho, la plaza de Murcia quedó desierta y las otras dos las ganaron dos de sus opositores masculinos. Salazar presentó un recurso, que fue desestimado, y siguió intentándolo, sin éxito, en otras ocasiones. Habría que esperar a 1953 para que una mujer consiguiera una cátedra universitaria. Sería María Ángeles Galino en Historia de la Pedagogía por la Universidad de Madrid[36].
Las asociaciones femeninas en el primer franquismo
Las asociaciones femeninas se centraron sobre todo en la Sección Femenina de Falange y en la Acción Católica. Desde la primera se promocionó el acceso de la mujer a la educación secundaria, la de bachillerato y la universitaria. Es un hecho que, a lo largo de los años cuarenta, cada vez había más mujeres matriculadas en bachillerato, y, un poco más lentamente, en la universidad. Sin embargo, las falangistas promovían también a través de las instituciones educativas o del Servicio Social ese modelo de madre de familia, abnegada, volcada en el cuidado del marido y los hijos[37].
La Acción Católica femenina, que había tenido una gran influencia desde los años veinte, volvió a reorganizarse a partir de 1940. El 26 de abril de ese año abría una sede en Madrid y para 1942 ya se encontraba en todas las diócesis españolas[38]. Durante toda la década, las ramas femeninas vivieron un esplendor organizativo, tanto en la expansión de redes parroquiales como en el incremento del número de socias. Jóvenes y mujeres de clase media veían la oportunidad de implicarse de forma activa en la reconstrucción moral, educativa y cristiana de las mujeres[39]. La organización daba respuesta a sus inquietudes y canalizaba sus deseos de participación pública a través de actividades de beneficencia, tareas culturales, clases de doctrina cristiana o de formación profesional. Constituía además un espacio donde socializar y relacionarse. También tenían acceso a medios de perfeccionamiento espiritual después de los años de vacío de la guerra[40].
Es más, «la Acción Católica puso en sus manos dos armas muy poderosas: la formación, recibida a través de los círculos de estudio, y la acción, a través de los diferentes cargos apostólicos que ejercieron a nivel parroquial, diocesano y nacional; y con ambas armas se adiestraron en el ejercicio de la planificación, la toma de decisiones y la ejecución de proyectos»[41].
Una vez expuesto este panorama político y social puede entenderse mejor, de modo general, la novedad que el mensaje del Opus Dei presentaba a mujeres con inquietudes de mayor compromiso con Dios, pero que no se veían en la vida religiosa.
LA NOVEDAD DEL MENSAJE DEL OPUS DEI PARA LAS MUJERES
Desde que José María Escrivá había entendido que la presencia femenina era necesaria para que su mensaje llegara a todos los lugares de la sociedad, se ocupó de plantearles el mismo horizonte de santidad y apostolado que ya había planteado a los varones. A la vez, empezó a diseñar el esquema general y la estructura de gobierno del Opus Dei, que contaría con dos ramas, como las llamaba entonces, una de hombres y otra de mujeres, serían independientes y desarrollarían con autonomía sus propias actividades de evangelización.
Los escritos y predicación de Escrivá durante los años treinta y cuarenta reflejaban un pensamiento novedoso respecto a las posibilidades de las mujeres, en contraste con las ideas dominantes. En sus primeros cuadernos —conocidos como Apuntes íntimos— expresó su certeza en la importante misión que les correspondería en la promoción del medio rural, o en otras actividades como la «Alta cultura, Prensa, Espectáculos, Empresa, Clínicas», a la vez que hablaba de peluqueras, cocineras, artesanas, planchadoras que difundirían también esa llamada a la santidad, sin distinción de clases[42].
La novedad y originalidad de su pensamiento se revela en la comprensión del papel de la mujer en la familia y en la sociedad. Un papel que iba más allá de la creación de un hogar, puesto que debía impregnar todas las profesiones y ocupaciones de la vida civil, aportando lo específicamente femenino. Desde el principio las veía metidas en tareas profesionales y de promoción social. De hecho, entre las primeras mujeres que se incorporaron al Opus Dei, algunas tenían ya una trayectoria profesional, como se verá en el siguiente capítulo. Carmen Cuervo era Inspectora auxiliar de Trabajo y había estudiado Filosofía y Letras; Hermógenes García Ruiz estudió Magisterio y trabajaba en una empresa cuando conoció a Escrivá, y Modesta Cabeza era pianista.
La guerra civil no rebajó sus proyectos y en 1939 presentaba un ambicioso panorama a Dolores Fisac y a Amparo Rodríguez Casado, las dos mujeres con las que podía contar por el momento:
El Padre [J. Escrivá] estuvo hablándonos a las dos y nos explicó a grandes rasgos el Opus Dei, que nos pareció sobrecogedor y precioso. Me asustó un poco: me veía realmente muy inútil, incapaz de estar a la altura de las circunstancias, que quizá me sobreexcedía y no era para mí... El Padre me quitó toda la inseguridad: la Obra saldría adelante, no con sabios ni con genios, sino con personas escogidas por Dios con la vocación peculiar que Dios nos concedía; y yo la tenía... ¡y grandísima!
Nos habló de la expansión de la Obra, de los apostolados que pondríamos en marcha, del crecimiento de la labor, exactamente como ahora —treinta años después— lo vemos realizado[43].
Unos horizontes amplios que nunca dejó de plantear, aunque al principio el crecimiento fuera lento. En julio de 1942, un grupo de jóvenes empezó a vivir en un centro en la calle Jorge Manrique. Solo un mes más tarde compartía con dos de ellas la proyección de los apostolados que realizarían. Nisa González Guzmán[44] (la directora del centro), por ejemplo, dejó constancia de sus impresiones sobre esa conversación en el Diario:
Nos ha hecho dar un vistazo a la Obra (a vista de pájaro) a Encarnita [Ortega] y a mí. Es maravilloso. Desde luego sin una inspiración divina a nadie se le puede ocurrir cosa semejante. Me explico perfectamente que nos odien los enemigos de la Iglesia. Antes pensaba muchas veces en el fracaso, ahora desde que veo cómo es esto por dentro nunca se me ocurre semejante cosa. Solamente que yo tal vez no vea los frutos de este árbol, porque soy bastante vieja para ello, pero no me importa mucho, casi es mejor sembrar para que otros recojan[45].
Y lo cierto es que llegó a ver todo eso. González Guzmán murió en 1998. Para entonces las mujeres del Opus Dei estaban en los cinco continentes desarrollando todo tipo de profesiones, iniciativas sociales y de evangelización en todos los ambientes. Ella misma había estado en Italia, Estados Unidos, Canadá e Inglaterra.
Encarnación Ortega, la otra asistente, jamás olvidó aquellas palabras y en 1975, cuando muchas de las cosas que Escrivá les propuso ya eran una realidad, recordaba con detalle:
Sobre la mesa extendió un cuadro que exponía las distintas labores que la Sección femenina del Opus Dei iba a realizar en el mundo. Sólo el hecho de seguir al Padre, que nos las explicaba con viveza, casi producía sensación de vértigo: granjas para campesinas; distintas casas de capacitación profesional para la mujer; residencias de universitarias; actividades de la moda; casas de maternidad en distintas ciudades del mundo; bibliotecas circulantes que harían llegar lectura sana y formativa hasta los pueblos más remotos; librerías... Y, como lo más importante, el apostolado personal de cada una de las asociadas, que no se puede registrar ni medir[46].
Puede considerarse que la actividad de estas mujeres fue un trabajo pionero, puesto que se lanzaron con fe y valentía a hacer realidad un mensaje que en esos años chocaba con la mentalidad del momento. Una vez que Escrivá comprobó que las mujeres habían asumido lo esencial del mensaje, las dejó actuar con autonomía, dando rienda suelta a su creatividad y, a la vez, estando cerca para ayudarles a sacar experiencias.
Aunque ya fuera de nuestro marco cronológico, las ideas de José María Escrivá sobre el papel de la mujer quedan expresadas en la entrevista concedida a la revista Telva en 1968. Siempre apostó por el liderazgo femenino en el hogar, convencido de su mayor capacidad para crear un entorno familiar, agradable y formativo. También veía necesaria la contribución de la mujer a la sociedad entera a través de una participación política y social más activa. «Una sociedad moderna democrática ha de reconocer a la mujer su derecho a tomar parte activa en la vida pública y crear condiciones favorables para que ejerciten ese derecho tantas como lo deseen». Señalaba que, si la atención de la mujer debía centrarse en el marido y los hijos, de la misma manera debía centrarse el marido en la mujer y los hijos[47].
Es importante traer a colación estas últimas ideas porque señalan un aspecto del mensaje del Opus Dei que el fundador fue madurando con el tiempo y que tiene que ver con su visión de la Obra como una familia. Me parece conveniente detenerme a explicar el origen de lo que se conoce como la Administración (ver Glosario), algo que va más allá de la gestión doméstica de una casa, pues tiene la misión de hacer familia.
Nacimiento y desarrollo de la Administración de los centros
En 1935 Escrivá había escrito que un centro «no es colegio, ni convento, ni cuartel, ni asilo, ni pensión: es familia»[48]. Cuando escribió estas palabras, la única casa que existía era una residencia universitaria masculina, la Academia-Residencia DYA, que había abierto sus puertas en octubre de 1934[49]. Para José María Escrivá un ambiente de familia era un ámbito particularmente propicio para el desarrollo de la personalidad[50]. Si bien en la sociedad de esos años, como se ha visto, la creación de un hogar descansaba sobre todo en la mujer, el fundador no pensó en las mujeres que ya eran del Opus Dei como protagonistas de ese ambiente, ni aparece entre las ocupaciones y apostolados femeninos que empezó a diseñar en sus Apuntes íntimos, a partir de 1930.
De hecho, organizó la gestión doméstica de la residencia sin contar con las mujeres. Pronto se dio cuenta que no era suficiente que las relaciones entre los miembros del Opus Dei tuvieran un carácter fraternal, sino que el ambiente de la casa —a través del orden, la limpieza, la decoración, la alimentación—, debía transmitir también ese tono familiar. En la residencia DYA había cubierto las tareas de limpieza, cocina o lavandería contratando personal masculino que trabajaba bajo la dirección de uno de los miembros de la Obra, que recibía el cargo de Administrador general. El número fue variable, pero llegaron a tener tres criados, un botones y una cocinera. Sin embargo, la experiencia no había resultado positiva. Eran frecuentes las advertencias de José María Escrivá sobre el ambiente de la residencia y la necesidad de cuidar los detalles pequeños de orden y limpieza para que aquello fuera un hogar[51].
El mismo Escrivá y algunos miembros del Opus Dei no tenían inconveniente en ocuparse de la limpieza, hacer las camas y recoger la cocina, en las temporadas en que carecían de personal doméstico. De hecho, llegaron a repartirse algunas tareas como la confección de menús, el abastecimiento y preparación de los desayunos. Para muchos de ellos eran trabajos que nunca habían hecho, puesto que, como ya se ha visto, en la sociedad de entonces no se contemplaba la idea de que los hombres se implicaran en el cuidado de la casa. José María Escrivá les enseñó a valorar esos trabajos domésticos y les insistía en la importancia de hacerlos con perfección, de manera que se convirtieran en un medio para crecer en virtudes y realizar un trabajo que ofrecer a Dios[52]. Fueron lecciones que no olvidarían nunca. Por ejemplo, Julia Bustillo, que empezó a trabajar en la casa de la calle Correo en Bilbao en 1945, quedó sorprendida de que estuviera tan ordenada y limpia. Allí vivía un pequeño grupo de chicos del Opus Dei que contrató a Bustillo como cocinera y para que se hiciera cargo de las tareas de la casa. «Al principio —recordaba— yo no tenía sitio para dormir allí y me iba a casa de mi familia: les dejaba aún cenando, y a la mañana siguiente me encontraba la vajilla limpia y recogida. Muchas veces me ayudaban a poner la mesa»[53].
Y, sin embargo, el fundador se daba cuenta de que no bastaba con el orden, la limpieza y tener las necesidades básicas cubiertas para que ese ambiente de familia fuera una realidad. Desde 1937, durante su confinamiento en la Legación de Honduras, le daba vueltas para encontrar la solución más adecuada. Algo empezó a entrever al observar cómo su madre y su hermana se ocupaban de los chicos que aparecían por su casa de la calle Caracas. Su madre les hacía sentirse acogidos y queridos[54]. Quizá esa idea era la que le rondaba la cabeza, ya en Burgos, cuando escribía a Amparo Rodríguez Casado: «No te olvides de rogar al Señor que, si es su voluntad, se sirva de conservar la vida de la Abuela, porque la necesitamos por unos años para trabajar por Él»[55].
Una vez acabó la guerra y Escrivá pudo volver a Madrid, instaló provisionalmente a su familia en la casa rectoral del Patronato de Santa Isabel. Es posible que el modo como Dolores Albás acogía a los que llegaban de los permisos militares o a las mujeres del Opus Dei que también acudían por allí —Dolores Fisac y Amparo Rodríguez Casado— acentuara su idea del papel de las mujeres para hacer de una casa, un hogar, un punto de referencia al que volver[56]. Percibió un don femenino para convertir un inmueble donde vivían un grupo de personas en un hogar, independientemente de quien se ocupase de los trabajos manuales o domésticos. Y así fue fraguando la idea de otorgar a la mujer un papel de liderazgo en el trabajo de hacer familia en los centros del Opus Dei y que, a la vez, se beneficiaran de ese ambiente las personas que participaran de las actividades apostólicas.
El 6 de julio de 1939 se firmó el contrato de una casa para residencia universitaria masculina en la calle Jenner. El tercer piso quedaba reservado para Dolores Albás y sus hijos, Carmen y Santiago[57]. Ambas mujeres, madre e hija, aceptaron el reto que suponía crear un hogar en una residencia con las limitaciones y carencias propias de la posguerra española[58]. Su misión no era solo la coordinación de los trabajos que conllevaba la atención doméstica del centro sino también la de capacitar a las mujeres de la Obra que, a partir de 1940, empezaron a reunirse en esa zona más independiente. Además, contrataron a una cocinera y algunas empleadas de hogar[59].
Esta tarea específica de conseguir ese ambiente de familia constituía una prioridad para que el Opus Dei respondiera a lo que Escrivá consideraba era su carisma fundacional. Además, suponía un trabajo con un valor trascendente en sí mismo por su papel en la santificación de las personas. Por eso, transmitió a estas primeras mujeres que, con su dedicación a las tareas domésticas, contribuían a la creación de verdaderos hogares de familia y, por tanto, al desarrollo de la Obra.
Se trataba de un trabajo profesional, un modo apostólico y medio de santificación al que pronto se le dio un nombre técnico: la Administración. Lo que se entiende en el Opus Dei por este término se podría definir entonces como un modo apostólico, liderado por mujeres que, de forma profesional y económicamente sostenible, comunica a los fieles de la Obra y a quienes entran en contacto con sus apostolados, un espíritu de familia y de santificación de las realidades ordinarias profundamente entrañados en el Evangelio, que dinamiza la entera labor que las personas de la Obra realizan en medio del mundo. En otras palabras, la actual Secretaria Central del Opus Dei explicaba que,
en el caso del Opus Dei, tanto hombres como mujeres estamos llamados a cuidar las casas de la Obra. A todos compete la limpieza, el orden, y las distintas tareas necesarias para asegurar que ese espacio se reconozca como un hogar. Pero Dios ha querido comprometerse a que nunca falte quien con entrega de madre y con competencia profesional excelente, promueva y custodie el ambiente de familia, haciendo que nadie sume como un número anónimo, sino como alguien querido, conocido en sus gustos y atendido en sus necesidades. Esta es la misión específica que Dios dejó en manos de mujeres que escogen esta como su profesión[60].
Este planteamiento tan ambicioso llevaba consigo una prioritaria dedicación femenina a la Administración, puesto que era importante poner las bases, y retrasar un tiempo el desarrollo en otras áreas profesionales. Pero desde el primer momento, tanto el fundador como las mujeres del Opus Dei, eran conscientes de la importancia de esa dedicación y que no sería exclusiva de una forma permanente.
Nisa González Guzmán recordaba una clase que Escrivá les dio en 1943. Ahí les hablaba del futuro.
El panorama de apostolados que realizaríamos era impresionante. […] ‘Haréis, nos decía, las mismas labores apostólicas de la otra Sección y más’. Entonces un pequeñísimo porcentaje de mujeres iban a la universidad y el Padre [J. Escrivá] decía: ‘habrá hijas mías catedráticos, arquitectos, periodistas, médicos’; otra cosa que no necesitamos creer porque es realidad[61].
Con la vista puesta en el futuro, estas mujeres se pusieron a trabajar para hacer realidad ese panorama. Si bien se encontraron con muchas dificultades —que veremos más adelante— supieron afrontarlas con entusiasmo e iniciativa. Un entusiasmo que, a su vez, contagiaban a las chicas que se acercaban con interés de conocer el mensaje del Opus Dei.
[1] Estos ritmos en el crecimiento ha llevado en ocasiones a fechar erróneamente el comienzo de la incorporación de las mujeres al Opus Dei en 1941 (cfr., por ejemplo, Mónica MORENO, “Mujeres en la Acción Católica y el Opus Dei. Identidades de género y culturas políticas en el catolicismo de los años sesenta”, Historia y Política 28 [2012], p. 170).
[2] Cfr. Stanley G. PAYNE, El colapso de la República. Los orígenes de la Guerra Civil (1933-1936), Madrid, La Esfera de los Libros, 2005, p. 27.
[3] Cfr. Ibídem, p. 25.
[4] Cfr. Senén FLORENSA, “España frente a la Gran Depresión. Cambios, precios y comercio exterior bajo la Segunda República”, en Vicente ALBERTO — José María SAN LUCIANO, Azaña. Libro Homenaje a Manuel Azaña, Alcalá de Henares, Edascal, 1991, pp. 318-319.
[5] Cfr. María Dolores RAMOS, “Radicalismo político, feminismo y modernización”, en Isabel MORANT (dir.), Historia de las mujeres en España y en América Latina. Vol. IV: Del siglo XX a los umbrales del siglo XXI, Madrid, Cátedra, 2008, pp. 34-35.
[6] Cfr. Mercedes MONTERO, La conquista del espacio público: mujeres españolas en la Universidad (1910-1936), Madrid, Biblioteca Nueva, 2010, p. 148.
[7] Cfr. Ibídem, p. 43; cfr. Inmaculada ALVA, “Piedad de la Cierva: una sorprendente trayectoria profesional entre la segunda república y el franquismo”, Arbor 192/779 (2016) a322. Piedad de la Cierva Viudes (Murcia, 1913-Madrid, 2007) fue además una de las primeras mujeres que pidió la admisión en el Opus Dei como agregada, en diciembre de 1952.
[8] Cfr. Fernando ÁLVAREZ URÍA, “Mujeres y política. Las políticas de las mujeres en la España de la Segunda República y la Guerra Civil”, Papers 98/4 (2003) 636; Rosa María MEDINA DOMÉNECH, Ciencia y sabiduría del amor. Una historia cultural del franquismo (1940-1960), Madrid, Iberoamericana — Vervuert, 2013, p. 146.
[9] Cfr. Asunción DOMÉNECH, El voto femenino, Madrid, Historia 16, 1985, p. 27.
[10] Cfr. Ángela CENARRO, “Trabajo, maternidad y feminidad en las mujeres del fascismo español”, en Ana AGUADO—Mª Teresa ORTEGA (eds.), Feminismos y antifeminismos. Culturas políticas e identidades de género en la España del siglo XX, Valencia, PUV, 2011, p. 235.
[11] Cfr. Inmaculada BLASCO, “Feminismo católico”, en Isabel MORANT (dir.), Historia de las mujeres en España y América Latina. Vol. IV: Del siglo XX a los umbrales del siglo XXI, Madrid, Cátedra, 2008, p. 55.
[12] Cfr. Ibídem, p. 71.
[13] Cfr. Francisca ROSIQUE NAVARRO — María Dolores PERALTA ORTIZ, “La Institución Teresiana durante la dictadura de Primo de Rivera. Una aproximación a su proyección educativa, social y pública”, Hispania Sacra 64/129 (2012) p. 349.
[14] Cfr. Mercedes MONTERO, “Las carreras profesionales de las primeras universitarias españolas (1910-1936)” Arbor 192/778 (2016) a298, 2.
[15] Cfr. DOMÉNECH, El voto femenino, p. 27.
[16] Cfr. Clara CAMPOAMOR, El voto femenino y yo. Mi pecado mortal, Valencina de la Concepción (Sevilla), Renacimiento, 2018, pp. 30-31. Estas memorias documentan con detalle los debates parlamentarios en torno al voto femenino.
[17] Cfr. Mercedes YUSTA, “La Segunda República: significado para las mujeres”, en MORANT (dir.), Historia de las mujeres, p. 110.
[18] Cfr. Ibídem.
[19] Cfr. Ibídem, p. 109.
[20] María Rosa CAPEL MARTÍNEZ, El trabajo y la educación de la mujer en España (1900-1930), Madrid, Ministerio de Cultura, 1986, pp. 183-196.
[21] Cfr. YUSTA, “La Segunda República”, p. 106.
[22] Cfr. Ibídem, pp. 204-205.
[23] Cfr. Carmen MAGALLÓN PORTOLÉS, Pioneras españolas de las ciencias: las mujeres del Instituto Nacional de Física y Química, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1999, pp. 106-109.
[24] Cfr. MONTERO, La conquista, pp. 140-141.
[25] Cfr. María Dolores GÓMEZ MOLLEDA, Los reformadores de la España contemporánea, Madrid, CSIC, 1966, pp. 13-14.
[26] Cfr. MONTERO, La conquista, pp. 130-179.
[27] Cfr. Rosario RUIZ FRANCO, ¿Eternas menores? Las mujeres en el franquismo, Madrid, Biblioteca Nueva, 2007, p. 115; Carmen DOMINGO, Coser y cantar, Barcelona, Lumen, 2007, pp. 31-32.
[28] Cfr. María Cruz DÍAZ DE TERÁN, “Voz, participación y liderazgo superar la barrera de invisibilidad de la aportación de la mujer al derecho: un reto educativo”, Prisma Social 25 (2019), p. 35.
[29] Cfr. Celia PESTAÑA RUÍZ, “Evolución jurídica de la mujer casada en el sistema matrimonial español de la época preconstitucional”, Revista de Estudios Jurídicos 15 (2015), pp. 14-20 y 28.
[30] Cfr. Françoise THÉBAUD, “La Primera Guerra Mundial: ¿la era de la mujer o el triunfo de la diferencia sexual?”, en Georges DUBY — Michelle PERROT (dirs.), Historia de las mujeres: el siglo XX, vol. V, Barcelona, Penguin Random House, 2018, pp. 103-106; cfr. Karen OFFEN, “El cuerpo político: mujeres, trabajo y política de la maternidad en Francia, 1920-1950”, en Gisela BOCK — Pat THANE (eds.), Maternidad y políticas de género. La mujer en los estados de bienestar europeos, 1880-1950, Madrid, Cátedra, 1996, pp. 252-256.
[31] Cfr. CENARRO, “Trabajo, maternidad y feminidad”, p. 233.
[32] Cfr. Mercedes ROSADO BRAVO, “Mujeres en los primeros años del franquismo. Educación, trabajo, salarios (1939-1959)”, en Josefina CUESTA BUSTILLO (dir.), Historia de las mujeres en España. Siglo XX, tomo II, Madrid, Instituto de la Mujer, 2003, pp. 20-45; Eider de DIOS FERNÁNDEZ, Sirvienta, empleada, trabajadora del hogar. Género, clase e identidad en el franquismo y la transición a través del servicio doméstico (1939-1995), Málaga, Universidad de Málaga, 2018, pp. 35-38.
[33] Carmen ISERN GALCERÁN, La Mujer en la vida del Trabajo. Su misión social. Su aspecto jurídico, Madrid, Ministerio de la Gobernación, Dirección General de Sanidad, 1948, p. 122.
[34] Cfr. María del Carmen AGULLÓ DÍAZ, “Mujeres para Dios, para la Patria y para el Hogar (La educación de las mujeres en los años 40)”, en Mujer y educación en España, 1868-1975. VI Coloquio de la Historia de la Educación, Santiago de Compostela, Universidad de Santiago, 1990, p. 24; Pilar BALLARÍN — Teresa ORTIZ (eds.), Encuentro Interdisciplinario de Estudios de la Mujer, Granada, Universidad de Granada, vol. I, 1998, p. 477.
[35] Cfr. María de los Ángeles DURÁN, El trabajo de la mujer en España. Un estudio sociológico, Madrid, Tecnos, 1972, p. 55; Cfr. Consuelo FLECHA, “Itinerarios académicos de mujeres en la universidad española”, en Josefina CUESTA — María Luz de PRADO HERRERA — Francisco J. RODRÍGUEZ JIMÉNEZ (coords.), ¿Mujeres sabias? Mujeres universitarias en España y América Latina, Limoges, Pulim, 2015, p. 260.
[36] Cfr. ALVA, “Piedad de la Cierva”, pp. 7-8; Cfr. Luis E. OTERO CARVAJAL, La ciencia en España, 1814-2015. Exilios, retornos, recortes, Madrid, Catarata, 2017, pp. 170-172.
[37] Cfr. ROSADO BRAVO, “Mujeres en los primeros años del franquismo”, pp. 20-45; Kathleen RICHMOND, Las mujeres en el fascismo español. La Sección Femenina de Falange, 1934-1959, Madrid, Alianza, 2004, pp. 36-38.
[38] Cfr. Teresa RODRÍGUEZ DE LECEA, “Mujer y pensamiento religioso en el franquismo”, Ayer 17 (1995), p. 179.
[39] Cfr. Inmaculada BLASCO, Paradojas de la ortodoxia. Política de masas y militancia católica femenina en España (1919-1939), Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2003, p. 17.
[40] Cfr. Ibídem, pp. 317-318.
[41] María SALAS, De la promoción de la mujer a la teología feminista, Santander, Sal Terrae, 1993, p. 19.
[42] Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER, Apuntes íntimos, AGP, serie A.3, 88-2, cuaderno 2, n. 43.
[43] Relato de Dolores Fisac Serna, Madrid, 2 de septiembre de 1975, AGP, serie A.5, 0211-02-01.
[44] Narcisa González Guzmán (vid. cap. 3) era conocida como Nisa. En este libro utilizaremos este nombre, que se convirtió en su nombre propio. Para el resto de los nombres de las mujeres usaremos su nombre de pila, sin abreviaturas o apodos. Haremos una excepción, además de la de Nisa González Guzmán, con Enriqueta Botella y Salvadora del Hoyo (las nombraremos como Enrica y Dora) por la misma razón.
[45] Diario del Centro de Jorge Manrique, 24 de agosto de 1942, AGP, serie U.2.2, D-1002.
[46] Relato de Encarnación Ortega Pardo, Valladolid, 21 de agosto de 1975, AGP, serie A.5, 0232-01-02.
[47] Cfr. Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER, Conversaciones con monseñor Escrivá de Balaguer, edición crítico-histórica preparada bajo la dirección de José Luis ILLANES, Madrid — Roma, Rialp — ISJE, 2012, pp. 401, 410 y 457.
[48] Instrucción, 9-I-1935, n. 164, cit. en COVERDALE, La fundación del Opus Dei, pp. 304-305.
[49] El 15 de enero de 1934 DYA había comenzado como academia de repaso de asignaturas universitarias en un apartamento de la calle Luchana en Madrid. En octubre de ese año la academia se trasladó a la calle Ferraz 50 para convertirse además en residencia universitaria. Cfr. GONZÁLEZ GULLÓN, DYA. pp. 142-146 y 267-278.
[50] Cfr. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Conversaciones, p. 87.
[51] Cfr. GONZÁLEZ GULLÓN, DYA, pp. 413-420.
[52] Cfr. Ibídem.
[53] Relato de Julia Bustillo, 19 de agosto de 1975, AGP, serie A.5, 199-3-10. Julia Bustillo Hurtado de Saracho (1900-1985) nació en Baracaldo. Pidió la admisión como numeraria sirvienta en 1946 cuando trabajaba en la Administración de la residencia de Abando en Bilbao. En 1947 marchó a Roma donde vivió muchos años (cfr. Romana 1 [1985], p. 125).
[54] Cfr. GONZÁLEZ GULLÓN, Escondidos, pp. 254-256.
[55] Carta de José María Escrivá a Amparo Rodríguez Casado, Burgos, 21 de marzo de 1939, AGP, 390321-1.
[56] Cfr. DÍAZ HERNÁNDEZ, Posguerra, p. 104.
[57] Cfr. Ibídem, p. 114.
[58] Cfr. VÁZQUEZ DE PRADA, II, El fundador, pp. 403-405.
[59] Cfr. DÍAZ HERNÁNDEZ, Posguerra, p. 157.
[60] Álvaro SÁNCHEZ LEÓN, En la tierra como en el cielo. Historias con alma, corazón y vida de Javier Echevarría, Madrid, Rialp, 2017, p. 136.
[61] Relato de Narcisa González Guzmán, Madrid, 5 de septiembre de 1975, AGP, serie A.5, 0216-03-01.