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Átomos de carbono, de oxígeno, de hidrógeno, su asociación en moléculas de agua, de metano o de dióxido de carbono, el caldo primigenio, moléculas más complejas y después cadenas de ADN, células, las relaciones sociales entre clases, la llegada del telar de Jacquard a los talleres de seda lioneses, el éxodo rural, la expansión colonial, los encuentros esperados, la filoxera y sus efectos colaterales en la viticultura argelina, la guerra de 1914 y sus efectos colaterales en las matemáticas francesas, el encuentro fortuito, improbable, con o sin intervención del demonio de Maxwell, de un obrero lionés y de una campesina argelina, de un militar y de una criada, la crisis de 1929, enfermedades infantiles, el movimiento independentista en Túnez, el azar, la necesidad, un poco de ternura o un momento de amor, todo eso se había conjugado, mezclado, unido para hacer que él existiera, brevemente, veinticinco años y cuatro meses, ni siquiera sabemos decir el número exacto de días, brevemente pero lo suficiente como para haber dejado algunas huellas, tenues, pero huellas.

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Sus padres, mis abuelos, se conocieron en Argel, a principios de los años veinte. Su madre era una joven de pueblo, de una familia de seis hijos. Había perdido a su padre a los siete años. Primero se colocó como criada cerca de su casa, en Koléa, a treinta kilómetros al suroeste de Argel, cuando tenía sólo catorce años, y después, a los diecisiete, en una familia adinerada, en pleno centro de Argel, en la rue Dumont d’Urville. La hija de la familia Videau, de la que fue criada habitual, estaba casada con un tal capitán Péronnet cuyo ordenanza era el joven militar que acabaría siendo mi abuelo. Señalaré que este capitán llegó después a coronel y que uno de sus hijos, Francis Péronnet, fue alcalde de Boufarik, asesinado en 1962 «por los fellaghas» argelinos, lo cual es una digresión y una anticipación al mismo tiempo.

La casa de los Videau disponía de un servicio doméstico bastante numeroso: cocinera y ayudantes de cocina, nodriza, chófer, criadas. La fortuna familiar provenía de los viñedos de la Mitidja, que durante aquel periodo habían hecho ricos a muchos colonos; aquí podríamos aludir a la filoxera en las viñas metropolitanas.

El apuesto militar no dejaba indiferente a ninguna de sus jóvenes empleadas, pero era a Alphonsine a quien había elegido. Más tarde, ella misma contaría de buena gana su historia, acompañándola de comentarios con implicaciones morales, ya que de todas aquellas chicas ella era la más inteligente, y eso fue precisamente lo que a él le gustó.

El ordenanza y la criada, Louis Audin y Alphonsine Fort, sus padres, mis abuelos, se casaron en Koléa el 12 de junio de 1923. En el libro de familia, mi abuelo figuraba como «empleado» (había conseguido un empleo de guardabosques) y mi abuela, pese a que trabajaba desde los catorce años, como «sin profesión». Cabe la posibilidad de que ella considerase dicha mención como un ascenso social.

Mi abuelo había empezado a aprender a leer al llegar al ejército, donde se había alistado el día que cumplió dieciocho años, en 1918. Mi abuela no era analfabeta: tenía el certificado de estudios primarios e incluso había soñado con ser maestra, de modo que ella acabó de enseñarle a leer. La educación religiosa del joven también dejaba mucho que desear, pues, aunque su madre había tenido tiempo de bautizarlo antes de morir, no había hecho la primera comunión. Para mi abuela, aquello hacía imposible la boda. Así que él fue seis meses a catequesis, hizo la comunión, y ella lo aceptó.

Tengo una fotografía de la boda de mis abuelos, en el año 1923. Para ser precisa, debería decir que lo que estoy mirando mientras escribo estas líneas es una reim­presión realizada por un fotógrafo a petición de mis padres, que querían regalársela a mis abuelos el 12 de junio de 1957 por su aniversario de boda, y que yo fotografié a mi vez.

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Su apellido, Audin, el apellido de su padre, mi abuelo, es un apellido francés común, pero está particularmente extendido en la región lionesa, todavía hoy, como muestra una rápida búsqueda en las guías telefónicas (o en donde queramos). En efecto, su padre venía de una familia de obreros de Lyon.

Mi abuelo estuvo en París entre 1916 y 1918, llegó a dormir bajo algunos de sus puentes y desempeñó diversos trabajos menores, por ejemplo en los almacenes Félix Potin. Al enrolarse en el ejército lo mandaron a Marruecos. Más tarde, hacia 1930, fue pasante en Marsella y después partió hacia Túnez. Hubo otros lugares más. Pero él siguió siendo «lionés».

La familia de mi abuela, la madre de mi padre, estaba instalada en Argelia, cerca de Koléa, en la Miti­dja, desde la década de 1850. Estos campesinos habían llegado hasta allí, unos procedentes de Saboya (con sus vacas), otros, del Piamonte. En este punto cabe señalar que había quienes mostraban reticencia a hablar de ellos: entre los pied-noirs, tener orígenes italianos no constituía motivo de orgullo. Habían desecado pantanos, desbrozado terrenos para convertirlos en campos fértiles, excavado canales de irrigación, plantado trigo, algarrobos, eucaliptos, olivos, naranjos y vides.

Mi abuela era de procedencia campesina, aunque también fue obrera en Lyon, en torno a la crisis del año 1929: allí pudo comprobar que la vida es mucho más dura para los pobres de la ciudad que para los del campo. Nada crece entre los adoquines, solía decir.

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La crisis de 1929 fue un macrofenómeno económico. Transformó muchas vidas, la de la familia de mi padre en particular. Su padre había perdido el empleo y no había trabajo. La familia vivió un tiempo del salario de su madre, que sólo tenía un puesto de media jornada en una fábrica textil. Pero eso no es más que un microfenómeno.

Se trata de un tiempo muy próximo y, sin embargo, muy lejano. ¿Cómo imaginar la vida de personas a las que nos parecemos tanto en un mundo tan distinto? Digamos, antes de los antibióticos. ¿Cómo se vivía sin penicilina? Bueno, pues se moría; por ejemplo, de septicemia tras dar a luz, como mi abuela materna en 1934. ¿Cómo se vivía sin vacuna contra la difteria?

En la segunda mitad del siglo xix, la difteria era la primera causa de mortalidad infantil. Aparece con el nombre de «crup» en La educación sentimental. Flaubert se había documentado, había pasado tiempo en los hospitales; pudo describir con precisión los síntomas que presenta el hijo de la señora Arnoux. La vacuna no se desarrolló hasta principios del siglo xx; la vacunación se hizo obligatoria en 1931 para los jóvenes que hacían el servicio militar y, en 1938, para todos. Antes de eso, sencillamente, los niños morían. Aunque no todos. En la novela de Flaubert, el niño se cura. Morían más, desde luego, los niños de eso que se llamaba «las clases trabajadoras».

A partir de finales de la década de 1930, los niños de mi familia y sus madres dejaron de morir: consecuencia de las vacunas, de los antibióticos, de la mejora en las condiciones de vida y de higiene, o de la mejora del nivel social de la familia, no lo sé.

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Esos años, los años en que los padres de mi padre se conocieron y se casaron, haciendo posible que él llegara a nacer, las matemáticas francesas también estaban en el limbo: el limbo en el que las había sumido la Primera Guerra Mundial. Algunos de los que de­sempeñarían un papel en su corta vida dentro de la disciplina ya ejercían. Joseph Pérès, futuro decano de la Facultad de Ciencias, había defendido la tesis en 1915, y dicha tesis fue la última hasta la de Gaston Julia en 1917. Muchos otros, como René Gâteaux, habían muerto sin terminar las suyas. Julia era un superviviente de la masacre, envuelto en una inmensa y ambigua gloria donde se mezclaban sus brillantes trabajos sobre las funciones de variable compleja y la herida atroz que había recibido en el rostro, inimaginable bajo la máscara de cuero que la disimulaba y que al mismo tiempo la hacía más evidente.

Albert Châtelet ya empezaba a abandonar la aritmética por la administración. René de Possel y Pierre Honnorat, alumnos de la Escuela Normal Superior, que serían profesores suyos en la Universidad de Argel, se movían en la órbita de otros jóvenes como André Weil, Henri Cartan y Jean Leray, que se harían más famosos. Cada cual a su manera, cada cual en su medida, todos ellos iban a participar en la renovación de las matemáticas. Comenzaban a formarse frecuentando el seminario de Jacques Hadamard en el Collège de France.

Laurent Schwartz, por su parte, no era más que un niño.

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De esa familia, la de su padre, viene mi apellido; de esa familia, la de su madre, viene mi tercer nombre, Adeline, que era el de su abuela materna, de sol­tera Tonolo. Puede que también tenga los «codos ganchudos» de los que su madre se quejaba, al igual que mi hermano Louis tenía sus «orejotas». Tengo el mentón de mi madre, lo reconozco en los espejos, pero no sé qué tengo de él que sea reconocible. De esta familia viene también una parte de lo que sé de él.

La familia de mi padre no «se remonta» a las cruzadas, ni a Luis XV, ni siquiera a Napoleón. O mejor dicho sí, por evidentes razones lógicas y biológicas. Pero antecedentes en la historia de Francia, como decía Rimbaud, no tenemos (tampoco los tenía Rimbaud). El libro Le monde retrouvé de Louis-François Pinagot [El mundo recobrado de Louis-François Pinagot], en que el historiador Alain Corbin parte tras las «huellas de un desconocido», empieza así: «Louis-François Pinagot existió. El registro civil da fe de ello». Como a Louis-François Pinagot, a los antepasados de mi padre sólo los conocemos a través de fechas y nombres en fichas del registro civil, al ser éste la única prueba de que existieron.

La abuela paterna de mi padre, Clémence Janet, es uno de esos seres sin destino. Su partida de nacimiento y su libro de familia nos cuentan que nació en Tournus, de un padre cantero y una madre costurera. Tenía diecisiete años cuando se casó, en Lyon, en 1897. Era «empleada de la seda», así que trabajaba en un taller de seda, pero no soy capaz de entender qué quería decir eso exactamente en 1897. Estaba embarazada cuando se casó, ya que seis meses después trajo al mundo a un pequeño Antoine que sólo vivió dos semanas. De todos los niños muertos de los que se hablará en este libro, Antoine Audin es el que dejó menos huellas; no he podido resistirme a calcular que habría cumplido dieciocho años en 1915, justo a tiempo para participar en el «espantoso holocausto». La propia Clémence murió en el hospital en enero de 1901. Su hijo Louis, mi abuelo, no tenía siquiera un año. Ella tenía veintiuno.

De todas las mujeres de la familia de las que he encontrado referencias en los documentos del registro civil, ella es la única no considerada «sin profesión».

Tras la muerte de Clémence, su marido, mi bisabuelo, que se llamaba Maurice Audin, volvió a casarse. Cuántas veces habré oído a mi abuela decir que aquel nuevo matrimonio se había producido «mucho después» y que Maurice se había casado con una mujer «apenas mayor que su hijo...», cuando en realidad resulta que su matrimonio con Louise, una lavandera a la que llamaban «la Louise», tuvo lugar cuatro años después de la muerte de Clémence. En 1905, mi abuelo sólo tenía cinco años. A veces los recuerdos familiares están sesgados.

La partida de nacimiento de este primer Maurice Audin, mi bisabuelo, no contiene la fecha de su muerte. Murió en 1917 de una tuberculosis que contrajo en el ejército, de manera que fue una de las víctimas de la carnicería que resultó ser la Primera Guerra Mundial. Pero él no es uno de los «muertos por Francia», así que no figura en el sitio de internet «Memoria de los Hombres» del Ministerio de Defensa. Sin embargo, allí sí aparecen soldados muertos de tuberculosis o de gripe española. Sus familias estaban mejor informadas. Ni siquiera el registro civil es igualitario: nadie pidió la mención «muerto por Francia» para Maurice Audin, obrero lionés.


Una vida breve

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