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II

Alrededor del Cadí

9 – 14 agosto 2004

Catorce años después del primer viaje, inicié el ritual de escaparme cada verano a realizar un circuito, para oxigenar el cuerpo y la mente, durante unos cuantos días seguidos, en solitario, sin agobios, liberándome de la rutina.

Había salido varios fines de semana con un grupo por los alrededores de Sabadell, pero su sistema de llegar a tal o cual sitio a la hora programada, forzando a los miembros a seguir el mismo ritmo, sí o sí, no me pareció lo más indicado para disfrutar de la bici y de la Naturaleza.

Cuando mi vecino (quien me introdujo en ese grupo) tuvo un problema de rodilla por querer seguir el ritmo del que no era capaz, decidí dejarles con sus horarios y sus piques. Continué con las salidas, en solitario, a mi aire, ralentizando, acelerando o parando cuando el cuerpo o el paisaje lo requiriesen. Lo que pretendía era disfrutar durante el viaje, y si además llegaba al destino previsto, pues mejor. Para mí lo importante no ha sido nunca solo el destino, sino vivir el camino, y si bien es cierto que, compartida, la Vida, es más, también es cierto que es difícil encontrar un compañero que siga mi ritmo (o yo el suyo) en cada momento del trayecto, máxime cuando son varios días seguidos.

El primer viaje de este nuevo siglo XXI lo preparé mejor que el de 1990. Programé varias alternativas de fin de etapa, aunque sí me fijé dos objetivos: visitar la ciudad de Llívia por primera vez y llegarme hasta la capital andorrana. El circuito rodeaba la sierra del Cadí por el este, a la ida, haciéndolo por el oeste, a la vuelta.

La bici también fue más apropiada, aunque repetí llevándolo todo en la mochila atada sobre el porta-bultos. Poco práctico, cierto, ya que el centro de gravedad, muy alto, obliga a ir con más cuidado que con las alforjas colgadas del trasportín, pero después de tantos años, quería comprobar si tendría las mismas sensaciones. Lo que si adopté fue el uso del casco y de ropa más idónea, bien visible de día y de noche, sin olvidar el accesorio más importante: el retrovisor.

Salida de Sabadell el lunes 9, en dirección a Caldes de Montbui. Prefería pasar por el interior, por carreteras tranquilas que discurren por zonas boscosas, aunque más abruptas, en vez de la N152 más directa, pero muy transitada y, por ende, más peligrosa.

Al pasar por Sentmenat presencié algo muy desagradable. Cuando ya abandonaba la población, vi como un coche paraba en el lateral de una rotonda, bajaba un perro y al instante se cerraba la puerta volviendo a arrancar el auto a toda velocidad. El pobre animal salió corriendo detrás y los dos desaparecieron de mi vista. Imagino que los humanos (por llamarlos de alguna manera), a disfrutar de sus vacaciones, y el peludo, una vez agotado por seguir a sus amigos, sin entender por qué no le esperaban, en el mejor de los casos, iría a refugiarse por la campiña cercana, asilvestrándose.

En San Feliu de Codines, encontré un mirador desde el que se podía apreciar el valle por el que discurrían varias rieras que, serpenteando entre huertos, praderas y bosquecillos, terminaban por fundirse todas en el río Tenes.

Poco después, vi un letrero anunciando el monasterio de Sant Miquel del Fai y no me lo pensé dos veces. Me habían dicho que era un lugar digno de visitar. No podía dejar de comprobarlo estando a solo siete kilómetros, aunque estuviese en el fondo del valle y tuviese que volver a subir, pues no era la misma vertiente por la que seguía mi ruta. Por desgracia, ese día estaba cerrado. Solamente pude apreciar las vistas durante la bajada, ver el entorno y su singular cascada, que tampoco era muy caudalosa esa mañana. En todo caso, mereció la pena el desvío. Una familia de Barcelona, que había ido ex profeso, estaba muy cabreada por el cierre. Eso pasa cuando no programas bien tus escapadas.

Continué por un camino forestal que debía conducirme de nuevo a mi ruta. Era una pista pedregosa, que en un buen trecho me hizo poner pie a tierra para evitar aterrizar sin quererlo, hasta que enlacé con la carretera de Sant Quirze de Safaja, que ya no abandoné hasta mi ruta, la C59.

Al llegar a Castellterçol, lo primero que recordé al ver el letrero, fue una especialidad catalana muy rural, que había degustado años atrás, recién llegado a Cataluña: butifarra a la plancha con judías secas, acompañadas de una rebadada de pan de hogaza, tostada y enriquecida con ajo, tomate y aceite de oliva. Como era hora de comer, me detuve con la intención de repetir con esa delicatessen; aunque ese día no fue en el mismo sitio, pero igual de sabrosa.

La primera vez fue en una masía cercana a ese pueblo, en pleno bosque, que tenían alquilada unos compañeros de trabajo y a la que acudimos algún fin de semana de invierno. Los niños disfrutaban como lo que eran; enanos. Corrían por la pradera con el perro del pastor, emulando a Heidi, Pedro y sus amigos. Pasábamos las veladas contando historias y cantando, acompañados por el guitarrista de turno, y motivados por la queimada de ron. Con el calor de la chimenea (y del mejunje gallego), acumulábamos calorías antes de subir a las habitaciones gélidas, que cada familia tenía asignadas para dormir, todos juntitos en camastros enormes y cubiertos con varias mantas.

Con todo el tiempo invertido (que no perdido), al llegar a Moià decidí dar por terminada la primera etapa.

Encontré alojamiento en un hostal, en Montvi de Baix, a las afueras, al norte, donde me atendieron muy bien. Me facilitaron aparcamiento para la bici en una nave llena de cachivaches agrícolas y de hostelería, lo que corroboraba que, además de posaderos, eran agricultores. Los aperos de campo estaban en buen estado, no abandonados, denotando su uso reciente pues, a pesar de haberse reconvertido emprendiendo una nueva actividad no habían abandonado sus orígenes.

Una vez instalado, regresé a Moiá para visitar la villa y cenar, cosa que hice en la terraza de una plazuela muy animada. No pude rellenar mi cuaderno de ruta, me distraía continuamente con lo que allí acontecía: parejas paseando, críos jugando, gente tomando el fresco charlando mucho, y alto, por ahí venia la distracción; no podía evitar oír las conversaciones, algunas muy jugosas. Al menos cené bien.

Cuando regresaba al hostal, por la carretera solitaria ya casi de noche, me encontré con un grupo de niñatos quinceañeros que salían en bici de una urbanización buscado jaleo, sin duda. Enseguida empezaron a seguirme gritándome de todo, por lo que, como si de un sprint a meta se tratase, arreé sin parar durante los mil y pico metros que me faltaban para llegar al hostal. Allí dieron media vuelta al ver que entraba en el aparcamiento iluminado y concurrido. Fue poco rato, porque la adrenalina hizo que la bici volase como si llevase a E.T., pero lo pasé mal.

Comenté el incidente al hostelero quien me dijo haber tenido conocimiento de alguna gamberrada de ese grupo de veraneantes de Barcelona, que se dedicaban a acosar a los solitarios, e incluso hacer parar algún coche, simulando un accidente.

—Se lo comunicaré a la Guardia Civil —me dijo, pasan cada mañana.

Como el bar estaba animado, aproveché para anotar al fin las peripecias del día, al tiempo que me tomaba una copa tranquilizadora. No estuve mucho rato, el justo para mis notas. Los parroquianos se fueron marchando y pude ir pronto a descansar en silencio.

Emprendí la marcha desde Moiá hacia el norte. La mañana estaba soleada, aunque los más de setecientos metros de altitud obligaban a abrigarse bien.

Poco después de pasar por L’Estany, tomé hacia Santa Eulalia, al este. Continuaban siendo carreteras boscosas con escaso tráfico, pero con un ambiente rebosante de olores de resina, hojarasca, tierra húmeda, y de un silencio solo roto por el canto de los pájaros, el toc toc del picapinos buscando larvas en los troncos, o el de algún bicho que huía raudo entre la maleza al oírme llegar.

Así de acompañado iba, disfrutando del entorno, mientras pedaleaba salvando las cuestas, suaves pero continuas, sin nadie que dijese: ¡venga, venga, venga que no llegamos!

Enlacé con la N152, ya en las cercanías de Vic, por la que seguí hacia Sant Quirze de Besora y Ripoll, final de etapa.

Me alojé en un camping cercano. El Ripollés creo recordar, al que se accedía por un camino estrecho, muy empinado y en muy mal estado debido al agua que bajaría por él a raudales los días de tormenta. Todo eran roderas y hoyos hasta la misma entrada, dificultando la circulación de todo tipo de vehículo. Eso explicaba las escasas caravanas instaladas y seguramente ninguna de paso.

Aun así, fuimos varios los ciclistas que allí pernoctamos ese día desafiando la cuesta de acceso. Cuesta que subí dos veces porque, cuando estaba montando mi tienda, aun sin estrenar, se acercó un caminante diciéndome que había tenido una igual de la que no guardaba buen recuerdo, agregando que, al no tener doble techo era muy ligera, pero no apta para noches frescas, y menos aún con posibilidad de lluvia como la que se avecinaba.

Tanto me ilustró su mala noche aquel buen hombre, que bajé al pueblo en busca de una más adecuada, que encontré en el primer súper que vi. Igual de grande y ligera, pero con habitación interna. La prueba definitiva sería esa noche, si al final llovía.

La mañana del tercer día amaneció soleada. A pesar del gran chaparrón que cayó durante la noche, ni pasé frío ni me mojé y la fina tela exterior de mi nueva choza se secó enseguida con el sol de la mañana, pudiendo empaquetar todo después de desayunar. La otra tienda la dejé en el camping, para alguna emergencia, cosa que me agradecieron invitándome a un carajillo; poca cosa, aunque, con la fría mañana, me fue bien. Busqué al caminante para darle las gracias, pero no lo localicé. Había madrugado más.

El camino de acceso había vuelto a cambiar su estado durante la lluviosa noche. La dificultad era mayor al estar los hoyos llenos de agua, ignorando así su profundidad. El resto del suelo, blando y resbaladizo, convertía el camino en un descenso muy peligroso, incluso haciéndolo a pie. En más de una ocasión tuve que atravesar la rueda delantera, como si de un esquí se tratase, para frenar, asegurando la estabilidad y clavando el tacón en el suelo.

De vuelta a la nacional, paralela al río Freser, seguí en dirección norte hasta el primer pueblo del Valle de Núria: Ribes de Freser, lugar en que el apelativo de “Carretera de Puigcerdà” toma todo el sentido pues ya solamente queda esa localidad en su recorrido.


Vista de los Pirineos desde el Camping Ripollés, en Ripoll.


Collada de Toses. Punto más alto del recorrido.

En Ribes, a novecientos metros de altitud, se inicia la subida hasta los mil ochocientos metros de la Collada de Toses, desde donde se puede bifurcar hacia La Molina y Masella, que más adelante se vislumbran chiquititas, abajo a la izquierda.

En esa subida, me había parado para disfrutar del paisaje y, de paso, hacer unos estiramientos, cuando vi que se acercaba un ciclista que me sorprendió por su oronda silueta, pues no era precisamente al que te esperas encontrar subiendo en bici un puerto tan largo. El pobre, resoplaba como un toro cabreado, pero más me sorprendió cuando me dijo que había salido de Barcelona ciudad esa mañana, ¡y no eran las diez!

En realidad, se había subido a la bicicleta (sin más equipaje que el bidón de agua y la riñonera), en Ribes de Freser a donde había llegado en tren desde la Ciudad Condal, por lo que solo tenía recorridos unos diez kilómetros. Incluso así, me pareció todo un reto pues, a pesar de su peso, su intención era llegar a Puigcerdà para almorzar. ¡De ahí le vendría la barriga feliz! Tras el copioso almuerzo que se pensaba regalar, ya no pedalearía nada más, al tomar el tren allí mismo para regresar a casa.

El encuentro con ese hombre, y su uso del tren, me facilitó las posteriores salidas que ya casi nunca iniciaría en bici desde casa, permitiéndome preparar recorridos más lejanos y ambiciosos, aunque con RENFE, en esa época era todo un reto.

Mi primera parada al llegar a Puigcerdà fue en la oficina de turismo que me encontré, sin buscarla, para recabar mejor información sobre los campings de la zona. La respuesta de la mujer que la atendía me desconcertó: ¡Está cerrado, vuelva por la tarde! En efecto, eran las dos en punto, pero, al ver mi cara de frustración, se lo pensó mejor y me facilitó la información que necesitaba incluyendo un mapa de la zona.

Siguiendo mi camino por Bourg-Madame, ya en Francia, llegué a Saillagouse, a orillas del Segre, donde di por concluida la etapa del día.

La recepción del camping también estaba cerrada, pero eso no fue impedimento para que entrase, instalase la tienda en un rincón y me duchase con agua fría (la caliente iba con fichas que no tenía), antes de dirigirme al pueblo, a comer.

Era tardísimo para Francia, pero como buenos hosteleros, se adaptan a sus visitantes. En la primera terraza que encontré, no tuve problema para obtener una especie de pepito de ternera, que resultó ser un pepón. ¡Era enorme! Igual que la jarra de cerveza que le acompañaba. Debió ser por mi cara de cansancio. El día caluroso y los más de setenta kilómetros, casi todos de subida (y mi escaso entrenamiento), me hicieron llegar agotado.


Hôtel de Ville (Ayuntamiento) de Saillagouse.

Ya repuesto y debidamente hidratado (la cerveza hace milagros), emprendí el paseo por la pequeña villa. Me llamó mucho la atención lo bien cuidado que estaba todo. No se veía un papel, colilla o lata vacía por el suelo, a pesar de la gran afluencia de gente que la visitaba. El buen gusto de los arreglos florales y adornos muy peculiares la hacían muy atractiva, a tono con sus habitantes pues, a excepción de la gerente del camping que me abroncó por no esperar a la apertura de la oficina, todos con los que traté fueron muy cordiales.

Una noche tranquila a orillas del Segre. Aunque era un campamento de residentes, respetaron las normas, bien visibles a la entrada. ¡Con el carácter de la directora cualquiera se las saltaba!

Inicié mi rodadura hacia la villa de Llívia, que junto con sus dos pedanías: Cereja; al norte, y Gorguja; al sur-este, ocupan el enclave español en territorio francés desde el Tratado de los Pirineos de 1659. En esa fecha, España devolvió a Francia los 33 pueblos de esa comarca, que habían pasado de manos del Reino Franco a la Corona de Aragón. Llívia quedó fuera de ese tratado al no ser un pueblo, sino una villa (privilegio concedido por Carlos V). Después de la reordenación fronteriza del tratado, en noviembre de 1660, el enclave quedó dentro de Francia, pero continuó perteneciendo a España.

Llívia, localidad típica de montaña. La mayoría de sus casas, con tejados de pizarra sobre muros de piedra vista (las construcciones recientes llevan adornos con esos materiales, por lo que no desentonan) a un lado y otro de estrechas calles, también de pavimento pétreo; como La Pujada de L’Església, cuyas aceras las forman piedrecitas bien alineadas.

Picnic en Llívia.

Por la calle Dels Forns se llega al museo y desde ahí se accede a la iglesia por unas escaleras, o por una callejuela al pie del torreón Bernat de So, todo ello de época medieval, muy bien conservado y pulcro.

En Llívia estaba la farmacia fundada en el siglo XV. Casi seguro, la más antigua que se conservaba en Europa, aunque en la actualidad forma parte del museo municipal, ya que la Farmacia Esteve, que así se denominaba, cesó su actividad en 1942.

De regreso a Puigcerdà (después de “cruzar Francia” por la D68, de tan solo mil metros de longitud), continué por la N260 hasta La Seu de Urgel. Por el camino encontré varios pueblos que, aun estando a pie de carretera, buena parte de su territorio se ubica en lo alto de una colina, como Bellver de Cerdaña, o totalmente arriba como Montellá (en lo alto de Martinet). Desde lejos tienen un bonito aspecto al ver su silueta recortada en el horizonte, con el fondo montañoso.


Bellver de Cerdaña.

La travesía por el norte, entre las comarcas de La Cerdeña y del Alt Urgel, fue muy agradable. La carretera discurre paralela al Segre, con un paisaje boscoso en su margen izquierda y un poco más abrupto en la otra orilla, hacia el norte. Aunque las zonas cultivadas salpican todo el recorrido, llegando a La Seu de Urgel se convierte en un vergel que circunda la ciudad por el sur. Para tomar la carretera de Andorra, paralela al río Valira, se accede por la nueva variante que permite ver la ciudad desde ese punto más elevado, sin pasar por ella.

Al llegar a La Farga de Moles, donde se sitúa la aduana española, a escasos mil metros de la frontera, apareció el camping programado, en la orilla derecha del Valira. Como cumplía con las expectativas, decidí instalarme y así desplazarme por el principado sin carga.

En Andorra la Vella, lo primero fue buscar donde comer. Lo hice en la terraza con tres mesas que tenía un bar-comidas, lejos del jolgorio de las tiendas del centro. En eso estaba cuando llegó un motorista francés que, al apearse y sacarse el casco, lo primero que hizo fue echarse las manos a los riñones estirando el cuerpo hacia atrás. Al ver que le estaba observando, me hizo un gesto como queriendo decir ¡Estoy muerto! No pude reprimirme y le dije ¡Cansado sin pedalear! Mi comentario no le gustó nada y me contestó que después de cuatrocientos kilómetros sin parar, estaba tres fatigué. Ya más relajado, mientras comíamos me dijo que había salido de Nîmes probando la moto que quería comprar a un amigo, porque no se fiaba de su estado (menudo amigo). De momento me está convenciendo, me dijo, ya veremos si no me deja tirado al volver. ¡Además de desconfiado, pesimista!


Andorra la Vella desde Encamp.

Reanudé mi camino llegando hasta El Tarter. El día acompañaba para apreciar las vistas del país pirenaico, dejando de lado la capital y sus comercios llenos de visitantes, ávidos de comprar cualquier cosa por el simple hecho de ser barata. Regresé paseando, alegrando mis pupilas, respirando aire puro, disfrutando de todo, ¡feliz!

El camping se había llenado de viajeros y entre ellos, otro cicloturista francés que regresaba a casa, en Burdeos, después de recorrer parte de nuestra costa cantábrica, Navarra y Aragón. Estuvimos charlando hasta las tantas, intercambiando anécdotas de nuestros viajes, aunque fue él quien más habló. Llevaba muchos días fuera y como su recorrido había sido mayor, tenía muchas más cosas que contar.

Emprendí la marcha el viernes 13 (lagarto, lagarto), pedaleando hacia la cercana Seu de Urgel en busca de un bar donde almorzar. Aproveché para ver de cerca la ciudad del copríncipe de Andorra, antes de iniciar el regreso a casa siguiendo de nuevo el cauce del Segre, esta vez en dirección sur.

Después de Orgañá, llegando al pantano de Oliana, encontré gran afluencia de camiones que salían de unas obras paralelas a la carretera. Obras que continuaron hasta poco antes de cruzar el río por última vez, al llegar a Oliana. Por lo que pude observar, estaban perforando la montaña en varios sitios, quizás para una nueva carretera, dejando hecha un asco aquella por la que circulábamos, sobre todo para ciclistas y motoristas. La gran cantidad de tierra y gravilla suelta, hacían insegura la circulación para las dos ruedas, pero más por las piedras que, como verdaderos proyectiles, se desprendían de los neumáticos de los coches, cuyos conductores no se privaban de correr con semejantes residuos sobre la calzada.

Parada obligada en Oliana. Quería ver la evolución de la villa después de más de veinte años de mis primeras visitas, por trabajos relacionados con la empresa de pequeño electrodoméstico allí ubicada, cuyo nombre recuerda al de un signo del zodiaco: Taurus.

He de decir en favor de esa empresa, ahora multinacional, que la freidora regalada (por servicios prestados) en 1984, todavía funciona en 2019 tras un uso continuado, y que el silencioso ventilador de sobremesa, adquirido a orillas del mar Menor en 1974, dejó de funcionar después de habernos refrescado cada verano durante casi 45 años. Así de bien se fabricaba entonces, no como en la actualidad que, al cabo de cuatro o cinco años, cualquier aparato eléctrico de cualquier marca y precio, ya renquea o ha muerto. Dicen las malas lenguas que son programados en fábrica con fecha de caducidad. ¡Qué mal pensados!, pero ya se sabe, ¡piensa mal y acertarás!


Oliana con la sierra del Cadí al fondo.

Poco después, bordeando el pantano de Rialb, tomé hacia el este en dirección Solsona, buscando el camping junto al pantano de Sant Ponç, que me costó mucho encontrar al estar poco señalizado.

Al llegar entendí por qué. ¡Era un camping residencial! Como estaba casi lleno, el gerente pretendía que me quedase en la única parcela libre (donde cabían diez tiendas como la mía) pagando como si la ocupase toda, claro. La otra opción era una habitación en la masía, dentro del recinto, de coste similar. No me gustaron ninguna de las dos opciones. Estaba claro que quería aprovecharse de la situación: mi bici cargada, en el fondo del valle, lejos de la carretera, cuesta arriba, pero lo que decantó la balanza en la decisión de marchar fue la perspectiva de no dormir esa noche; viernes, en un camping de residentes de fin de semana, la juerga estaba asegurada. De hecho, ya había empezado.

Deshice lo andado regresando a la carretera con la intención de llegar hasta Cardona, a unos doce kilómetros.

La subida a esa localidad fue de aúpa, sobre todo al final de la jornada con el sol calentando todavía y tras recorrer ciento veinte kilómetros. La oficina de turismo, arriba de todo, estaba cerrada, pero preguntando a los lugareños enseguida me indicaron una casa donde alquilaban habitaciones y nos pudimos alojar tan ricamente mi bici y yo.


Panorámica del castillo de Cardona por la salida hacia Súria.

Nada que ver con el entorno del camping y su arboleda, su lago artificial, su cielo despejado sin contaminación lumínica para observar las estrellas, e imagino a sus pajarillos piando al amanecer, (y sus festivaleros de fin de semana alborotando) pero recorrer las estrechas calles de Cardona, en parte medieval, tampoco estuvo mal. La ubicación en lo alto de la colina, permite disfrutar de una vista panorámica del campo que se extiende hacia el norte, plagado de pequeños huertos que dan fe de la vida en el valle, pues no se apreciaba ninguno en barbecho.

Hacia esa campiña estaba orientado el balcón de mi habitación, que dejé abierto para disfrutar del silencio y del frescor, proporcionándome un descanso perfecto toda la noche.

La última etapa del viaje la inicié después de visitar la plaza presidida por Borrell II, desde cuya balconada se apreciaba la enorme montaña de sal extraída de la mina, que tanto afeaba el paisaje al sur. Allí tomé un buen desayuno: dos huevos fritos con ajos, unas lonchas de panceta bien torradita y el consabido pan con tomate, que me permitiese no desfallecer antes de llegar a comer a casa. Aún me quedaban unos ochenta kilómetros para cubrir ese último tramo.


Convoy cargado con sales potásicas (silvinita y carnalita).

Siguiendo el cauce del río Cardener, pasé por varios pueblos, todos con el apellido Torruella o Torroella, hasta llegar a Súria. Poco después, avisté a lo lejos la prueba de la economía del lugar, rodando sobre la línea férrea construida ex profeso a principios del siglo XX. Por ella se llevarían, de Súria a Manresa, las sales potásicas de los yacimientos descubiertos en 1919. El tren avanzaba despacio arrastrando un montón de vagones, de los que sobresalía su carga blanquecina con forma de pirámide.

Al llegar a la capital del Bages, Manresa, la evité. Ya conocía sus estrechas calles, siempre muy transitadas. Me desvié por el sur, pasando junto al puente de origen romano. De origen, sí, porque desde su construcción inicial, fue derribado y reconstruido en varias ocasiones (la última en los años sesenta del siglo pasado, a raíz de la destructora inundación), justo debajo de La Seu.


Manresa. Puente Viejo y La Seu o Basílica de Santa María.

Seguí en dirección a Monistrol de Monserrat, atravesé, bien pegado a la pared, el peligroso túnel sin iluminación, con la calzada llena de charcos y mucha gravilla. Todo un reto traspasarlo en medio del tráfico. A la salida tenía el enlace con la C58, vía que ya no dejaría hasta Terrassa.

Tras cruzar a la otra orilla del Llobregat, por el puente muy utilizado para la práctica de puenting, me paré cerca de Can Serra al ver unas zarzas llenas de moras que invadían parte del arcén. Ahí caí en el significado de “ponerse morado”. ¡Qué ricas! Estaban en su punto y, a pesar de que el sol pegaba fuerte, estuve un buen rato degustándolas.

Pero todo no fue bueno en esa parada. Más adelante, comprobé como perdía aire la rueda delantera. Había pinchado al apoyar la bici sobre los raíles protectores donde se acumulaba la porquería, y entre ella, algún pincho me la jugó. Eso me obligó a caminar hasta la cercana gasolinera, menos expuesto al intenso tráfico, para reparar. Cuando me vieron trajinando la rueda, me dijeron de hacerlo a la sombra, dentro de su taller y utilizando lo que necesitase. Me prestaron ayuda sin pedirla haciendo honor a su letrero: Estación de Servicio. ¡Bravo!

Esa estación de servicio cesó su actividad poco después, aunque las campas (una de cada lado de la calzada) y los edificios, seguían allí en 2019.


La montaña de Montserrat desde el último túnel antes de Terrassa.

Los cuatro kilómetros de subida hasta el pequeño túnel se hicieron largos, pero ya sabía que desde él, se iniciaba una larga bajada y que, tras un último repecho, llegaría a Terrassa. Desde allí, ya no abandonaría la zona urbana hasta casa, pues es poco el campo que separa las dos villas que comparten la capitalidad del Vallés Occidental.

Después de tantos años sin viajes por etapas, las sensaciones fueron buenas, muy buenas.

Seguro que repetiré salida, me decía a mí mismo cuando atravesaba el Parc Catalunya, ya en Sabadell, a pocos metros de casa.

Bicicleta, mon amour

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