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II Vargas

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«La toma que no mostró Hitchcock», pensó el comisario Vargas al asomarse por la puerta del baño y ver el cuerpo de la víctima en la tina, con la cortina plástica semitransparente sujetando su cabeza destrozada.

—¿Cómo se llama la película? —preguntó al entrar en la escena. Dos hombres con delantal blanco salieron del baño; no los conocía.

Psicosis, ya lo comentamos. Ahora te saludo —le respondió Cárdenas, el criminalista, de rodillas junto al cuerpo. Luego de tomar una fotografía se puso de pie y le estiró la mano enguantada—. ¿Cómo estás?

—Bien, hasta ahora —le respondió Vargas, tomándole el codo—. ¿Y tú, Cárdenas, qué tal?

—Bien también. No me quejo.

—¿Qué me tienes?

—Lo que ves. Eché una mirada a la pieza y no encontré nada interesante. Aquí solo corté el agua de la ducha y tomé un par de fotos. Nada más. Es toda tuya.

«Comencemos entonces», pensó Vargas, como para darse ánimo. Aunque el procedimiento ya estaba en marcha, desde el llamado de la central a la brigada y luego el del fiscal, que no podía ir, pero que le entregaba todas las facultades para cumplir con su trabajo. Un crimen, al sur de la ciudad, en la periferia. Por turno le tocaba a su grupo, es decir, a él y a Paredes, su aprendiz. En la calle había visto a una patrulla de Carabineros y a un vehículo de la LACRIM, que con sus luces ya habían atraído a una veintena de curiosos que miraban desde la vereda de enfrente, además de un par de camionetas de prensa, que tenía sus propias fuentes para enterarse. Uno de los carabineros se le acercó en la entrada y le contó lo que tenían: «El cuerpo de la occisa corresponde a Leonor Lagos Tapia, treinta y seis años de edad, aparentemente asesinada en el baño de una de las habitaciones de este hotel clandestino; entre sus ropas no fue encontrada su documentación pero sí las llaves de su vehículo, procedimos entonces a abrir un Skoda azul, patente ST-9848, y allí encontramos una cartera con sus objetos personales, entre los que estaba un celular y sus documentos; también retuvimos a los sospechosos que querían dejar el lugar y despejamos todo para que ustedes puedan hacer su trabajo». «Los pacos y sus procedimientos, siempre manchando la escena», pensó Vargas; pero le agradeció de todas formas.

Antes de subir le ordenó a Paredes que se quedara en el primer piso, tomándoles declaración a los posibles huéspedes que no alcanzaron a arrancar del que no parecía ser un Bread and Breackfast ni merecer ninguna estrella. Háblales, le dijo, sácales algo, con discreción.

El recinto se parecía a un edificio de departamentos deshabitados, «un bloc similar a donde yo vivo», pensó Vargas, un lugar bastante deprimente. La habitación consistía en dos cuartos del mismo tamaño: el primero vacío, y el segundo con una cama y un acceso al baño.

—¿Cuando llegaron, había alguien más en la habitación? —le preguntó Vargas a Cárdenas.

—No, nadie. Abajo estaban los pacos con la muchacha que la encontró. Parece que es la encargada de la limpieza o algo así.

—¿Y esa mujer?

—Debe estar con ellos todavía.

—Ey, tú —le dijo a uno de los con delantal—, ve a buscarla, por favor.

El tipo aceptó de mala gana.

Seguir el curso de los acontecimientos, dilucidar los previos; «un caso más, solo eso, otro muerto», pensó Vargas. «Si la llamada hubiese demorado una hora estaría en otro lugar, en mi casa quizá». Pero no había sido así y allí estaba, trabajando luego de un día entero de espera. Tenía hambre. Pensó en los chinos. Pensó que quizá era mejor estar ahí y no en su casa. Pensó que quizá era mejor estar ahí pero no con el estómago vacío. Le costaba dormir cuando no tenía nada nuevo en la cabeza, alguna preocupación que alejara esa sensación de vértigo o pánico o como nombraran sus síntomas o sus diagnósticos los médicos. Reemplazar sangre por sangre, muertos por muertos, aún tibios, era mejor que engullir pastillas. Lo tranquilizaba más.

—Si tenía alguna marca en el cuerpo, ya se lavó. No creo que encontremos algo. Excepto si la dejó guardadita en el baúl —le dijo Cárdenas.

—Tranquilo, un poco de seducción antes de abrirle las piernas —le contestó Vargas, recorriendo el cuerpo aleatoriamente con la mirada.

Tiene que haber sido bonita, pensó. Pero ya no. Tenía la piel hinchada y su postura era rígida como solo un cuerpo inerte puede adoptar. El brazo derecho cubría en parte su vientre, tenía la mano abierta, un anillo de matrimonio en el dedo y las uñas sin pintar, el brazo izquierdo detrás de la espalda, forzado, con el hombro hacia adelante y el mentón apoyado en él. Su pierna derecha estaba estirada por toda la tina, y la izquierda, flectada, como si se hubiera sentado sobre el talón, elevando su pubis oscuro, que contrastaba con la blancura de su piel, al igual que sus pezones y una docena de lunares negros e irregulares en forma y tamaño repartidos por su cuerpo. En su cuello colgaba un collar de plata. Su cara estaba tapada por mechones de pelo, algunos lisos y otros enmarañados que salían de la protuberancia que contenía uno de los puntos de impacto del arma. No se apreciaban restos de maquillaje, el agua de la ducha los hubiese esparcido. Su expresión era de lejanía y pasividad, muy diferente a la del sufrimiento, aunque esto no le resultaba extraño a Vargas, quien en muchos casos de muertes violentas había visto dibujadas expresiones discordantes en los rostros de las víctimas. Las mejillas y los labios habían adoptado una coloración grisácea que no desentonaba con su percudida hermosura. Describió en su mente: víctima fatal por acción de terceros, con dos contusiones craneanas, una en la nuca, aún con restos de sangre, y la otra en la frente; sin apreciarse otras marcas como señales de forcejeo en el resto de su cuerpo.

Mientras la miraba, los flashes de la cámara volvían aún más nítida su piel, y su silueta, etérea y fantasmal, se quedaba retenida con cada parpadeo. Se cruzaron en su mente las fotografías en blanco y negro del sindicalista, imágenes de horror y culpa enquistadas en su memoria. Cerró los ojos por un instante y trató de volver a concentrarse en la mujer de la tina. Luego sacó su libreta y comenzó a anotar, pero le sudaban las manos; la habitación seguía húmeda. Se puso guantes.

—Descríbeme lo que viste al llegar —le pidió a Cárdenas.

—Básicamente, esto. No hay mucho que analizar la verdad, en el baño tenemos el cuerpo y, en la pieza, además de su ropa —«que desordenaron los pacos, si no, la hubiesemos encontrado doblada sobre la cama», pensó Vargas—, solo vi una colilla de cigarro en el cenicero, más no, la cama estaba hecha y ponerse a buscar manchas en el piso o en otro lugar… Tendrías como veinte mil sospechosos, ¿no? Oye —dirigiéndose al otro joven con delantal que esperaba parado en la pieza—, recoge la colilla y fíjate si hay alguna mancha fresca de sangre o cualquier cosa.

El joven obedeció.

—¿Universitarios?

—Sí. Criminalistas. Futuros cesantes.

—Mano de obra gratis.

—Así es. Pero mala. Piensan que esta mierda es como en la tele, como esas series gringas. Cuando se dan cuenta de que en realidad es pura mierda se quedan así, como ahueonaos. ¿Tú con quién viniste?

—Con Paredes, otro ahueonao pero con personalidad. ¿Había olor a pucho cuando entraron?

—No que recuerde. Solo olor a cacha.

—¿En verdad?

—No.

—Bueno, entonces puedo fumar.

Vargas prendió un cigarro sin filtro, liado por él. Fumaba sin quitarse el cigarro de la boca ni siquiera para hablar, hasta que le quedaba una pequeña colilla de papel apagado entre los labios. Esa era su gracia, lo que haría en un concurso de talentos.

—¿Tú no habías dejado el cigarro? —le preguntó Cárdenas.

—No. Nunca lo dejé. Pero ahora me lavo los dientes. En fin, ¿a qué otra cosa se viene a un motel?

—¿Drogas?

—Mmm… No creo.

—¿En qué estás pensando?

—En nada, la verdad. ¿Le tomaste fotos a la cortina?

—Sí. Varias tomas.

—¿Abrimos entonces?

—Dale.

Vargas le tomó la cabeza a la víctima con una mano y con la otra fue corriendo la cortina. Un vaho cálido llenó la habitación. El cuerpo aún no emanaba mal olor, por el contrario, el aroma en el baño era dulce, de jabón o shampoo traídos por ella. Le pidió a Cárdenas que fotografiara la nuca contra el canto de la tina; por altura y magnitud, era imposible que el golpe hubiese sido producto de la caída.

—¿Con qué crees que la mataron? —le preguntó el criminalista.

—Con un arma contundente, no punzante. Mírale la frente, el hueso parece estar roto, pero no la piel. Aún está inflamado, quizá por masa encefálica retenida o producto de la contusión del golpe. Pero atrás, en la nuca, la herida quedó expuesta, con rajaduras de piel concéntricas a la zona de impacto. Ese debió ser el primer golpe, más fuerte que el de adelante, suficiente como para romperle el occipital y matarla. El golpe en la frente debieron dárselo al caer, para rematarla. La frente es más dura además. Lástima que no tenemos las gotas de sangre que debieron salpicarse a la pared y a la cortina. Pero no debieron ser muchas. Habrá que ver, un martillo deja mayores esquirlas de hueso roto que un bate de béisbol, por ejemplo, que tiende a desencajar más las placas. Yo no lo veo muy entero. En fin, la autopsia va a tener la última palabra.

Mientras Vargas hablaba, las cenizas caían al piso.

—Sí, concuerdo con lo del martillo.

—Buscamos a un carpintero, entonces. Facilito.

El martillo es una buena arma para matar, pensó Vargas, fácil de ocultar y maniobrar. Un solo golpe puede ser letal y, si no, es cómodo para volver a atacar, a diferencia de un arma contundente más larga, que le da la posibilidad a la víctima de defenderse, tratando de contenerla. Y este no era el caso.

—Hablando de carpinteros. ¿Cómo va lo de tu juicio? —le pregun-tó Cárdenas.

Vargas no le contestó de inmediato.

—No es «mi» juicio —le dijo luego, con desgano.

Sabía que Cárdenas no había formulado la pregunta con mala intención. Sabía que él no era como la mayoría de sus compañeros en la brigada, quienes desde que se había reabierto el caso del sindicalista, comenzaron a mirarlo con recelo.

—Perdón, solo te preguntaba por… preguntar.

—Sí, no te preocupes. Ahí va. Bien supongo. Tengo que ir a declarar dentro de un mes, más o menos.

—Que atroz. Siguen y siguen y siguen escarbando.

—Así es. Sigamos trabajando mejor. Sigamos con el cuerpo.

El criminalista volvió a descorrer la cortina. Luego le movió las piernas.

—¿Y? ¿La llevaron antes a ver las estrellas? —Le preguntó Vargas.

—Mmm… yo diría que no. No tiene indicios de haber sido penetrada.

—¿Seguro?

—No en un cien por ciento. El agua pudo estrecharla, por decirlo de alguna manera. De todas formas voy a tomar una muestra por si hay algún pirigüín dando vueltas.

—Se estaba duchando para esperarlo. Bien. Entonces, recreando —Vargas retrocedió hasta la puerta—, el carpintero esperó que la víctima entrara a la ducha, pudo haber estado mirándola desde la primera habitación. Cuando ella se pone de espaldas, él entra al baño, se acerca sin que ella se dé cuenta y la golpea en la nuca —simulando el movimiento mientras avanza su relato—, a esta altura —indicando con el dedo la cortina de baño, arrugada en ese punto—, luego la víctima se resbala, cae contra el canto de la tina y el tipo la remata, golpeándola en la frente, a esta altura, donde también se nota el golpe en la cortina. Si te fijas, no está rota en ninguna parte, por lo que el martillo no tiene que haber quedado con sangre. La mujer no alcanzó a reaccionar, y quizá nunca se dio cuenta de quien la mató —el cigarro ya se había consumido. Sopló al suelo la colilla y la pisó.

—Sí, la mató por la espalda.

—El asesino no quería que lo reconociera porque la víctima lo conocía —dijo el inspector Paredes, asomando su cabeza por la puerta—. Obvio, ¿no?

—¿No te dije que te quedaras abajo con los testigos? —le dijo Vargas.

—Nadie vio ni escuchó nada. Dejé al utilero a cargo. Yo tengo que estar en la escena del crimen. ¿Se fijaron que la puerta no está forzada?

—¿Y tú te fijaste que la puerta no tiene pestillo, que solo tiene manilla? ¿Qué te dije, Cárdenas? Una lumbrera. ¿Trajiste…? —una mujer joven estaba parada junto a la cama, asustada, con las manos aferradas sobre su regazo.

—Les presento a la recepcionista de este puterío. Ella llamó a Carabineros.

—¿Puterío, esto? Señorita, ¿qué es esto?, ¿un puterío? —le preguntó Vargas, quitándose los guantes de látex.

—El dueño viene en camino y él les…

—Le estamos preguntando a usted.

—Yo preferiría esperarlo.

—Vamos, contesta ¿qué es esto? —le dijo Paredes.

—No es una casa de putas. Es un motel —respondió ella, en voz baja, con la cabeza gacha.

—Escuchaste a la dama, Paredes, esto es un motel —le dijo Vargas.

«Pero no para este tipo de mujeres», pensó, salvo que le hubiese gustado jugar sucio. Al igual que un baño público, aquel lugar parecía estar hecho más para cubrir una urgencia que para atraer clientes por sus comodidades. En lugares así no era común encontrarse con personas bien vestidas, como había visto en el primer piso, ni a una mujer con un collar de plata colgándole del cuello. Las ventanas estaban tapadas con papel de roneo y diarios. El baño tenía cerámicas verdes sin terminar, además de un pequeño espejo, el wáter, el lavamanos y la ducha. El piso estaba cubierto por una alfombra con motas de pelos y polvo, y las sábanas en la cama estaban dobladas como si fuesen de cartón. Quizá es precisamente la podredumbre y precariedad lo que les aumenta la libido a estas personas, pensó Vargas, tal vez por eso viajan hasta un barrio industrial lejos de sus casas, para encontrar solo lo necesario para llegar, encamarse y partir.

—De la central me informaron que la víctima estaba casada con Andrés Toro Navarro. Tengo su dirección, donde trabaja. Parece que era una mujer de bien, lo que no impide que fuese toda una puta —dijo Paredes.

—¿Usted encontró a la víctima? —le preguntó Vargas a la mucha-cha.

—Sí.

—¿La escuchó gritar?

—No. No escuché nada.

—¿Cómo se enteró entonces?

—Subí con las sábanas nuevas y ahí la vi y llamé al tiro a Carabineros.

—Entonces es usted la recepcionista y la mucama. Harto trabajo, ¿no? —dijo Paredes.

—No… hoy fue una excepción. No vino la otra niña.

—¿Está segura?

—Sí. Además no había mucho trabajo como para llamar a otra.

—¿Cuál es su trabajo aquí?

—Yo me quedó en la recepción. Abajo.

—¿Entonces usted ve a la gente cuando entra y cuando sale?

—Sí.

—Venga, acérquese entonces. Mire bien a esta mujer —la muchacha obedeció—. ¿Recuerda cuándo entró?

—Sí, la vi —la muchacha tuvo que correrse algunas mechas rubias de la chasquilla que le tapaban parte del rostro.

—¿Estaba acompañada?

—No, creo que no.

—¿Entró sola, entonces?

—Creo que sí.

—¿Cree o está segura?

—No la vi acompañada.

—¿Y cuando pidió la pieza?

—Aquí no es necesario pedir pieza, señor. O sea, no me la piden a mí —la voz de la muchacha disminuía a cada respuesta. Estaba aterrada.

—¿Cómo no es necesario? Explíquese.

—No lo es.

—¿Y cómo es entonces?

—Cuando llegue el dueño…

No la interrumpieron, la muchacha no terminó la frase.

—No nos haga perder más tiempo, ¿quiere?

—Responde: ¿cómo se hace aquí para pegarse un polvo? —le ordenó Paredes.

—Esto funciona diferente.

—¿Cómo diferente?

—Diferente. No es un motel cualquiera.

—Eso está claro, no se ven hueaítas de luces, jacuzzi ni carruseles dorados —le dijo Paredes.

—La gente que viene aquí no busca luces ni carruseles. Buscan sexo. No hueaítas —le respondió la muchacha.

Vargas soltó una especie de risa, dándole un par de palmadas al criminalista que movió la cámara y le sacó una foto a Paredes, apuntándole el flash a la cara.

—¿Cómo funciona esto entonces, señorita? —volvió a preguntarle Vargas.

—La gente que viene para acá se inscribe en piezas. Algunos vienen solos. Otros vienen con pareja.

—¿Les contratan acompañantes?

—Si alguien lo pide, sí. Pero hoy no pidió nadie.

—¿Era cliente frecuente? ¿Recuerda haberla visto antes?

—Me parece que sí.

—¿Siempre sola?

—No recuerdo.

—¿Esperaba a alguien?

—No lo sé.

—¿Vino a ducharse no más? —le dijo Paredes.

—Hay gente que busca sexo, así, casual, ¿me entienden?

—No —le contestó Vargas.

—Buscan sexo con gente que no conocen. Con cualquiera. La gente se inscribe en piezas, pone si es mujer u hombre y lo que le gusta hacer. Otra persona se inscribe también en esa pieza y pasa lo que tiene que pasar. Así es a veces. Pero también pasa de forma… normal.

—Y ella, ¿era de las normales o no?

—No lo sé, no la recuerdo. Creo haberla visto antes, pero puedo equivocarme. Aquí entra mucha gente.

—Como una pesca milagrosa —dijo Paredes, y soltó una risa—. Qué mierda.

—¿A qué hora encontró el cuerpo?

—Hace como una hora, quizá.

—Una hora. ¿Cuánto tiempo tienen los clientes?

—Dos horas más o menos, depende de cuánto tiempo inscribieron.

—¿Inscribieron dónde? Eso no le estoy entendiendo —insistió Vargas.

—Por Internet, se inscriben por Internet. Reservan y ponen lo que quieren, si vienen solos, con alguien, si quieren compañía. Eso es lo que no sé de ella. Yo solo me di cuenta de que ya había pasado el tiempo de la pieza y vine a cambiar las sábanas y ahí la vi, así como está ahora y llamé a Carabineros, al tiro, apenas la encontré.

Dos horas, más una desde el llamado. Mucho tiempo, el asesino ya debe estar lejos, pensó Vargas. No lo encontraría entre los otros clientes retenidos abajo. Pero quizá si en los datos de la reserva. Aunque no lo creía.

—¿Cómo piden una pieza?

—En la página. Yo no entiendo mucho de eso. Yo solo miro como un tablero en la pantalla.

—¿Y las reservan con nombre?

—No. O sea sí. Con nombres inventados.

—¿Y cómo pagan?

—En efectivo. A mí o a otra chica. En la caseta de metal de abajo. No se les pregunta nada. Todo está hecho así como privado, discreto.

«Hecho para joderme», pensó Vargas. No sería fácil encontrar la hebra. Supo que no se iría a casa temprano, que no comería. Su fastidio no nacía en el hecho de no acostumbrarse a su trabajo, por el contrario, radicaba en que sabía lo que venía, en que ya estaba completamente acostumbrado.

—Bueno, tendremos que ir a ver eso de las reservas. Por mientras hay que empezar a levantar el cuerpo, ¿o no, Cárdenas? ¿Algo más que podamos sacar de acá?

—No, por mi parte no.

—Bien —sacó su celular y marcó el número del fiscal Erazo. Necesitaba su autorización para llamar al Servicio Médico Legal. El fiscal no le contestó. Él estaba a cargo entonces. Podía dar la orden si quería. Pero se abstuvo.

A diferencia de los médicos que diagnostican basados en el reconocimiento de patrones, el trabajo de un detective, además de nutrirse de las experiencias anteriores, que Vargas podía cuantificar en miles a lo largo de sus treinta años de servicio en la Brigada de Homicidios, tenía que sopesar la condición humana que estaba detrás del delito. Pensó: instintivo o premeditado. Todo indicaba que el crimen había sido premeditado; con o sin experiencia: nadie mata con un arma así si no ha sopesado antes los riesgos de que no funcione bien el plan; con o sin alevosía: la había rematado, no ensañándose, pero quería que muriera; podía ser pasional la causa: tal vez, tal vez no. Un oportunista, sin rastro. Mierda. No podía descartar esa alternativa en un lugar así ni nunca, si de algo podía dar fe es que dementes había por todas partes. Si era un crimen dado por la oportunidad, el panorama se volvía más oscuro. Su esquema no se sostenía y aún era pronto para elucubrar sobre posibles sospechosos… salvo si se arriesgaba y echaba mano a la respuesta más simple que tenía hasta ese momento. Porque los amantes no suelen matar así, los amantes no suelen matar sin que los reconozcan.

—Yo creo que tenemos que llevar a la señorita a la brigada, con un buen apretón puede que suelte algo más —dijo Paredes, descon-centrando a Vargas.

—Paredes, ¿quieres hacer el favor de callarte, por favor? —le dijo Vargas, cansado. Su celular comenzó a sonar, era el fiscal que le devolvía la llamada. Contestó—. Sí, señor fiscal, ¿qué tal? Sí, estamos aquí. Bien, lo entiendo, sí. ¿Puedo llamarlo en unos minutos? En seguida… ¿Cómo? Sí. En seguida —cortó—. Paredes, escúchame bien, quiero que vayas de inmediato a buscar al marido de la víctima. Llévate nuestro auto y dile a uno de los practicantes que te acompañe. Lo vamos a traer hasta acá. Dile al marido que tiene que reconocer el cuerpo, invéntale algo por el estilo. Nada más, sin asustarlo. Si vive en un edificio pregúntales de paso a los conserjes si lo vieron salir. Y usted, señorita, quiero que se quede aquí. Si reconoce al marido tenemos el caso resuelto. ¿Bien? Luego le digo cómo lo vamos a hacer. Anda, Paredes. Tengo hambre y esto lo podemos resolver antes que cierren los chinos. Ah, y dile a los pacos que no dejen entrar a la prensa ni tomar entrevistas. Yo ya bajo para arreglar el tema de los testigos. Dale, parte al tiro.

—Como usted diga, comisario —y Paredes obedeció saliendo raudo de la habitación.

Podía estar en lo correcto, pero quizá no. Y no había nada que volviese más odiosa una investigación que perder la confianza de alguien cercano a la víctima. Pero peor era no tener la capacidad de reconocer al culpable en el momento adecuado. En estos casos, en todos, siempre, las cosas se pueden enturbiar aún más, pensó.

La muchacha se sentó en la cama, tiritando, como si la confesión y su nuevo rol le fuesen a costar muy caro.

—Vargas, ¿qué quería el fiscal? —le preguntó Cárdenas.

—Dice que está en la playa y que no llega. También quiere que hablemos en privado.

—¿Me voy?

—No. Tú sabes cómo funcionan estas cosas. Señorita, ¿puede esperar en el pasillo, por favor?

La muchacha obedeció y Vargas volvió a sacar su celular y rediscó la llamada.

—Señor fiscal, sí, disculpe, ¿me decía?.

—Vargas, me llamaron de arriba para avisarme que el caso se cataloga con código negro. Parece que tienes retenido a un diplomático. ¿Viste alguna patente azul? —le dijo el fiscal.

—No he ido hasta el estacionamiento, señor fiscal.

—Bueno, se enredó un pez gordo, al parecer. Eso, o alguien no quiere que se salpique mucha mierda con esto. Quiero que manejen el caso con total discreción, sin prensa, ¿me entiendes? ¿Ya llegaron?

—Sí, están abajo. Ningún comunicado oficial en todo caso.

—Diles que la nota no sale. Ni para los noticiarios de medianoche ni para mañana. Diles que no es noticia, ¿entiendes? O mejor, no les digas nada.

—Sí, claro.

—De arriba quieren gente que haga el menor ruido posible.

—Es nuestro caso. Pero lo podría entregar si así me lo pide.

—¿Quién está de turno?

—Ballesteros.

—No, por ningún motivo.

—¿Están pidiendo a alguien en especial?

—No. No sé, usted está bien de todas formas.

Los más reservados, a los que no nos importa un carajo esto, pensó Vargas, que se sabía un funcionario de carrera, nada más. Él era un buen candidato para los trabajos en las sombras, que al fin y al cabo eran solo trabajo.

—Bien. Cuente conmigo.

—Cualquier cosa me informa. Adiós, Vargas.

—Hasta luego.

—¿Qué, se complicó todo? —preguntó Cárdenas.

—Código negro.

Cárdenas soltó una risa.

—Así queremos Chile.

—Sí, que siga como siempre ha sido no más. A la hora del pico vamos a irnos.

Cárdenas rio nuevamente y se volvió a terminar su trabajo. Vargas se mantuvo sin moverse por un par de minutos. Tenía que ver los computadores. Necesitaba gente de la Brigada del Ciber Crimen. Necesitaba logística. Pero no llamó. Salió de la habitación y bajó al primer piso. El pasillo estaba iluminado por luces blancas, de poco voltaje, que alumbraban desde el suelo, pegadas a la pared. Encendió otro cigarro. Al final del pasillo había un hombre hablándole bajo a la recepcionista, remarcando sus palabras con un movimiento enérgico de su brazo derecho, como si la estuviese amenazando. Vargas llamó a uno de los carabineros.

—¿Quién es ese tipo? —le preguntó señalándolo.

—El dueño del motel, comisario. Llegó hace un rato. Lo tenemos vigilado.

—¿Le puedo pedir que lo mantenga lejos de esa muchacha, por favor?

—Sí, cómo no, comisario. Gutiérrez, tráete a ese tipo para acá y ponlo con los demás, que no hablen esos dos.

—¿Usted está a cargo? —le preguntó a Vargas un hombre del grupo de clientes, acercándose como tratando de intimidarlo. Vargas lo observó con pereza—. Con usted quería hablar. Esto es el colmo, nos han pasado a llevar ultrajando nuestros derechos y…

—Vuelva a su lugar, ¿quiere? —le dijo Vargas.

El tipo retrocedió un par de pasos, sulfurado.

—Y ¿aportaron en algo? —le preguntó Vargas al carabinero.

—No. Pero este nos ha hueviado toda la noche. Todos dicen que estaban en sus piezas y que no escucharon nada, tal vez por estar… usted sabe.

—Sí. ¿Les tomaron declaración?

—Sí, a todos, incluso a ese de ahí que dice que no habla español. Solo dice: «Diplomatic, diplomatic».

—¿Anotaron las patentes de los autos?

—Sí.

—Bien. Luego les pediremos por oficio la información.

—Ningún problema, comisario.

Se aproximó a las personas que esperaban en el pasillo. El hombre ofuscado volvió a ir hacia él.

—Oiga, oiga, esto es el colmo, un abuso de poder increíble y una falta…

—Nadie tiene la culpa de que estuviera en el lugar equivocado, señor, así que tranquilo y escuche. Señoras y señores, pueden retirarse, vuelvan a sus casas y disculpen las molestias.

—Esto se va a saber, nos han tenido aquí como delincuentes y…

—¿Esa es su esposa? —le preguntó Vargas, indicando a quien lo acompañaba, una muchacha de no más de quince años que se tapaba la cara con las manos, con apariencia de ser toda una mujer salvo porque era solo una niña.

—¿Y a usted qué le importa si es mi mujer o no?

—Mire, quizá esa niñita que lo acompaña sea mayor de edad, tal vez, pero yo no lo sé, mientras comprobamos su edad yo lo puedo retener a usted en una celda por hasta seis horas ¿Quiere que haga eso?

—Atrévase, atrévase y lo cago de por vida.

—Bueno, pero después. Eso sí, no trate de esconder su anillo de matrimonio tragándoselo, los que se va a encontrar en la celda saben cómo sacarlo.

El hombre no contestó, solo se limitó a retroceder.

—Vamos, escúchenme todos, háganme caso por favor y váyanse a sus casas antes que llegue más prensa y los fotografíen a la salida. De verdad, muchas gracias por su cooperación y manejen con cuidado.

La gente obedeció en silencio, moviéndose rápido, arrancando. Era un grupo diverso. Seis hombres y cuatro mujeres. Ninguno le pareció sospechoso.

Vargas miró hacia el cubículo. El dueño del negocio estaba adentro. Era un hombre joven, vestido con chaqueta, camisa y sin corbata. Se veía tranquilo. Vargas sopló la colilla del cigarro ya consumido al suelo y se acercó a él.

—¿Qué hace ahí metido?

—Lo que haría cualquier empresario en mi lugar, señor, resguardar su negocio. Esteban Torres, para servirle —le contestó, saliendo del cubículo y estirándole la mano.

—¿Resguardándolo de quién? —le preguntó de vuelta Vargas, restregándose los ojos. Su celular comenzó a vibrar. Era Paredes. Contestó. Ya estaban con el esposo—. Quédese afuera —le dijo al dueño sin darle pie para una respuesta innecesaria—. Paredes, sí. Ya le diste la noticia. ¿Cómo reaccionó?

—Está borracho, comisario. Despierto pero borracho. Cuando le contamos miró al piso y se quedó en silencio. Nada más.

—¿Está muy afectado?

—Sí. Aunque no lloró. Mi impresión es que esta vez se equivocó, comisario.

—¿Está ahí, contigo?

—No, nos ha pedido que esperemos afuera mientras se abriga. Nos va a acompañar.

—¿Y los conserjes?

—No lo vieron salir.

Mierda, debería haber ido a buscarlo yo, pensó. Con los años, los buenos policías van adquiriendo virtudes que alimentan la perspicacia, como si desarrollaran instintos más pulidos que la primera impresión. Vargas podía reconocer el cinismo en los demás de forma tan contundente como una piedra en las lentejas. La borrachera siempre es un buen escondite, una coartada a la cual echar mano, pensó. Pero también podía tratarse de simple azar. Todo se estaba volviendo confuso, jodido, como la conciencia de un alcohólico.

—Tráelo rápido. Trata de sacarle algo, pero no metas muy profundo el dedo, con cuidado. Llámame cuando estés por llegar.

—Ok.

Cortó. El dueño del negocio lo había observado todo el tiempo, sereno, como si se tratara para él de un trámite más.

—Bueno, señor Torres, ayúdeme a solucionar esto y muéstreme cómo funciona su negocio.

—Aquí es todo legal…

—¿Puede mostrarme los computadores, por favor?

—Veo que ya se enteró de cómo operamos.

—No. No sé nada. Cuénteme usted.

Entraron en el cubículo. Solo había un computador, una silla y una libreta de notas con las horas del día, sin anotaciones.

—Necesito ver quien reservó la habitación 24 —le dijo Vargas.

—Está bien, yo lo voy a ayudar. Espero que usted lo recuerde después.

«Qué concha…», pensó Vargas, pero respiró profundo. El caso se había catalogado con código negro, podía ser por el diplomático, podía ser por la red de contactos que poseía el dueño del motel, quien en todo momento se mostraba tranquilo, compuesto.

—No sé si esto le sirva de mucho, nuestro software funciona con la máxima discreción.

Las reservas se hacían por Internet, previa inscripción en una página web. Esteban Torres le mostró la lista de más de seis mil inscritos a la página. Solo seudónimos. No había pagos con tarjetas de crédito ni códigos que pudiesen asociarse con los nombres ficticios. Al menos, los de informática podrán obtener la dirección IP del computador desde el cual se reservó la pieza, pensó Vargas.

—La 24, ¿no? —en la pantalla del computador se veía un esquema de las habitaciones con su numeración y pintadas con distintos colores. La 24 tenía color rojo.

—¿Qué indican los colores? —preguntó Vargas.

—Las verdes están desocupadas. Las rojas son las que están reservadas para parejas que no necesitan compañía. Las violetas y celestes son reservaciones de mujeres que buscan hombres y mujeres, respectivamente. Las azules son hombres que buscan mujeres y las amarillas son hombres que buscan hombres. Como ve, tenemos todo el arco iris.

—¿Pero quién reservó la habitación?

—Esa información no se la puedo entregar.

—¿Ah no?

—No.

—¿Y por qué no?

—Porque no puedo.

—No me haga enojar, de verdad.

El dueño se quedó en silencio por un momento.

—Le estoy diciendo la verdad. Yo entiendo su trabajo, pero usted entienda el mío. Le daré la información, pero no creo que le sirva de mucho. No sé si usted sabe cómo funciona el mundo virtual. Existe, pero sin nombres, sin rut, sin direcciones. No se puede homologar a nuestra realidad. Lo único que le puedo dar es el seudónimo de quien la inscribió, pero si es ella, él, la muerta, no lo sé.

—¿Y quién la reservó?

—«Santo Tomás». ¿Ve?, aquí: Santo Tomás reservó la habitación. —al pulsar el cuadrado de la pieza en la pantalla salió el texto con la información.

—A las dos de la tarde de hoy. ¿Esa es la hora de la reserva?

—Sí. Así es. Es todo lo que puedo decirle. El servidor borra las IPS de nuestros clientes luego de cada conexión. Como usted comprenderá, mi negocio funciona en base a la privacidad que puedo brindarle a mis clientes. Si usted consigue una orden, si se lleva el computador, no sacará mucha información por más capaces que sean en su unidad. Se lo aseguro, solo hará enojar a gran parte de estos seis mil usuarios, y usted sabe como son las cosas en nuestro país, la gente que accede a mis servicios no es cualquiera, es gente con dinero, con influencias. Este país es chico, comisario. Todos se conocen.

—Una cama de mierda en una ratonera. Eso busca la gente de plata. No me huevee.

—No lo hueveo. La perversión, cuando así llaman al deseo, cuesta. Cuesta hacer realidad los sueños en privado, sin que nadie sepa. Yo no ofrezco perversión, ofrezco privacidad, ¿me entiende?

—No. Tengo una mujer muerta allá arriba. Solo me interesa eso, y a usted también debería interesarle si quiere seguir metiéndose el dedo en el culo privadamente. Dígame, ¿qué pasa cuando las personas llegan? ¿Cuál es el recorrido?

El dueño rio y comenzó a hablar. Las personas podían entrar por la puerta principal, siempre abierta, o llegar en auto, estacionando detrás del edificio y entrando por la reja que abría la recepcionista, que podía verlas a través de una ventana. Luego accedían a los pisos superiores, donde estaban todas las piezas, por una escalera ubicada junto al cubículo metálico. Los clientes tenían dos horas para usar las habitaciones y, al salir, sabían que debían acercarse a la recepción para pagar. Las tarifas fluctuaban entre sesenta mil pesos por persona si venían solos y cuarenta mil si lo hacían en pareja; si pedían una prostituta, puto o travesti, los precios variaban según qué cosas quisieran hacer y cuáles que les hicieran. «La vida en pareja siempre es más conveniente, claro, económicamente hablando», acotó el dueño del motel. Vargas ni siquiera sonrió, aunque el comentario le pareció gracioso. Terminado el tiempo, alguna de las recepcionistas recibía el pago; los clientes solo veían sus manos, pero ella podía verlos de cuerpo entero cuando pagaban, cuando se iban y también cuando llegaban. Todas las instrucciones estaban estipuladas en la página web y la gente las cumplía.

—¿Tienen cámaras de seguridad?

—No, por supuesto que no. Las cámaras espantan. Trabajo solo con una recepcionista porque no he resuelto otra forma de recibir el pago. He pensado que esto podría funcionar sin nadie, con un buzón o algo así; es utópico, lo sé, pero aquí no vienen pendejos que nos quieran engañar. La gente se va satisfecha y paga por lo que vale.

Paredes tenía razón, un puterío, un puterío de mierda, pensó Vargas. Sacó su cigarrera. Estaba vacía. El dueño del motel sacó una cajetilla y le ofreció un cigarro. Son fuertes, le dijo, tabaco negro. Vargas no lo aceptó. Sacó su libreta, pero no supo qué anotar. Solo le preguntó la dirección de la página web.

—www.sexoclandestino.cl.

Su celular sonó. Era Paredes. No le contestó.

—Bien, quédese aquí. Yo ya terminé por hoy, pero algunos colegas míos con gusto lo vendrán a visitar.

—Con gusto los recibo, quizá son gente conocida. Tal vez a usted también lo tengamos pronto por acá.

Vargas no le contestó y salió a la calle a esperar al auto. Le dolía la cabeza. Afuera todo estaba tranquilo. Solo un par de periodistas quedaban en el lugar. Los conocía. Riquelme y Bravo. Se le acercaron.

—Nada muchachos. Aquí no hay nada.

—Pero da para seguir esperando. Un asesinato, ¿no? ¿Una mujer?

—Nada que les pueda interesar. Una «no noticia», muchachos. Váyanse para la casa, que hoy no sale nada.

Los periodistas obedecieron. Ya eran las doce de la noche.

En la esquina vio aparecer al auto de la brigada. Llevaba la baliza apagada. Se estacionó junto a él. En el asiento de atrás venía el marido. «Este imbécil de Paredes», pensó Vargas. Traía al hombre como si estuviese detenido. Vargas le abrió la puerta y el tipo bajó del auto, despacio, tambaleándose.

—Buenas noches —lo saludó Vargas. Pero Andrés Toro no le contestó—. Lamento mucho lo sucedido.

—¿Está preparado para verla? —le preguntó Paredes.

—Sí —respondió Andrés, de forma casi inaudible.

—Acompáñenos, por favor.

Vargas se puso a su lado y caminaron juntos. Se veía ausente, con la cara pálida y la postura encorvada, caminando casi por inercia, dando pasos cortos, sin separar los muslos. Hedía a alcohol, pero su aspecto no era diferente al de cualquier persona en un estado de desgracia. Le tiritaban la barbilla y las manos. Estaba vestido con pantalones de tela azules, polera blanca y un montgomery negro que, por la postura, le cubría hasta los zapatos.

—Estaba tomando cuando me avisaron —le dijo a Vargas—. Es casi lo único que hago por las tardes desde hace un tiempo. De todas formas, hubiese preferido no estar así.

—Lo entiendo. No se preocupe. Nunca se está preparado cuando pasan estas cosas.

No quería anticiparse a los hechos ni formarse ninguna idea antes de llegar arriba. La recepcionista estaba junto al dueño del motel al fondo del pasillo. Vargas la vio y maldijo. Ella se quedó paralizada. Paredes fue a buscarla, mientras Vargas y Andrés comenzaban a subir la escalera. Arriba, en la puerta de la habitación, esperaba Cárdenas con sus dos asistentes.

—Es el esposo, ha venido a reconocerla —le dijo Vargas.

—Sí, sí, pase.

Entraron solo ellos dos. Avanzaron hasta la puerta del baño. An-drés clavó su mirada sobre el cuerpo de su mujer. Sus ojos vibraban, incapaces de contenerse. Sus piernas perdieron fuerza y Vargas tuvo que sostenerlo con firmeza. Comenzó a estremecerse. Sin decir nada.

—¿Puede confirmarnos que se trata de su esposa? —le preguntó Vargas.

—Sí, es ella.

—¿Sospecha de alguien que pudo hacerle esto?

—No.

—Trate de…

—Yo sabía que me engañaba, que tenía un amante. Yo la seguí hasta acá una vez. Pero… ahora no.

La recepcionista se asomó por la puerta de la sala. Vargas la miró inquisitivo. Y ella, al borde del espasmo, hizo un movimiento de negación con la cabeza.

—Yo entiendo por qué me hicieron venir —dijo Andrés para sorpresa de Vargas—. Y preferiría decirlo ahora y no tener que repetirlo nunca más. Yo no la maté. No la maté, pero eso no quita que le guarde un rencor infinito.

En la puerta de la sala estaban los de Criminalística, el dueño, la recepcionista, un par de carabineros y Paredes, que los miraban, lejanos, como espectadores de un acto macabro.

—Yo la amé con todas mis fuerzas, nadie puede pensar lo contrario. Pero, al verla así, no puedo dejar de odiarla... no puedo...

De improviso, cayó al suelo de rodillas, como si sus fuerzas lo hubiesen abandonado por completo. Vargas trató de levantarlo de nuevo, pero se contuvo. Andrés comenzó a vomitar, con la frente pegada al suelo, mientras un grito gutural y desgarrador salía de sus entrañas.

Sin redención

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