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2. El futuro fue ayer. Retromanía y obsolescencia en la cultura visual contemporánea

Vivimos en plena era de la nostalgia, seducidos por una suerte de retromanía que reclama el pasado como fuerza de cambio. Televisión, cine, arte, literatura y música trabajan con objetos y estéticas anticuadas buscando a través de ellas escapar de un presente en el que la utopía parece haberse desvanecido. En este tiempo sin futuro, el pasado regresa con fuerza para intentar realizar los sueños no cumplidos y consumar las promesas fracasadas. Sin embargo, en la época del capitalismo avanzado ese retorno del pasado no está exento de problemas. El «capitalismo emocional», según la ya extendida definición de Eva Illouz[1], es capaz de asimilar las retóricas de la obsolescencia e integrarlas dentro de su propio sistema de retornos a través de lo que Andreas Huyssen denominó el «comercio de la nostalgia»[2]. De este modo, la nostalgia del pasado, que en principio podría ser una energía para la revolución como alternativa a la utopía, y que para Walter Benjamin y muchos de sus contemporáneos de hecho lo fue, se ha convertido en otra de las herramientas del capitalismo para perpetuar el statu quo.

En este capítulo me gustaría centrarme en algunos de estos usos controvertidos de la obsolescencia en la cultura visual contemporánea. Para ello, en primer lugar, observaré el modo en el que las tecnologías del pasado aparecen a modo de salvación frente a la tecnología avanzada en la serie de televisión Fringe. Después, a través de la contraposición de la obra del artista canadiense Rodney Graham y la película Super 8, dirigida por J. J. Abrams, intentaré mostrar algunas diferencias fundamentales entre el arte y el cine comercial a la hora de trabajar con la nostalgia. Y, por último, a modo de conclusión, trataré de vincular esta pulsión de pasado –que en principio podría verse como un lugar de crítica al progreso y un espacio de preservación de la energía revolucionaria– con las estrategias del capitalismo contemporáneo para integrar la nostalgia en el ámbito de la mercancía.

Fringe y los límites de la melancolía

En «A New Day in the Old Town», el primer episodio de la segunda temporada de Fringe[3], el cambia-formas Lloyd Parr usa por primera vez la Selectric 251, una máquina de escribir que, a través de un espejo, parece tener la capacidad de comunicar los dos universos paralelos que articulan esta ficción televisiva (Fig. 8). Este «telégrafo cuántico» –como lo califica Walter Bishop, uno de los protagonistas de la serie– parece funcionar casi como un chat analógico en el que el papel hace las veces de pantalla: el usuario escribe un mensaje y la máquina teclea sobre ese mismo papel el mensaje de respuesta. Según el dependiente de la tienda de segunda mano en la que se encuentra el artilugio, la Selectric 251 –en realidad una IBM Selectric II, fabricada en 1971– es un modelo que no existe, al menos en nuestro universo, por lo que se intuye que proviene del «otro lado». Más adelante, en el capítulo quinto de la cuarta temporada («Novation»), encontraremos otra máquina de escribir que funciona de la misma manera (chat analógico sobre papel), aunque esta vez sin espejo, y con un modelo, una Hermes 3000 portátil –como la utilizada por Kerouac–, que sí existe en nuestro universo[4].


Fig. 8. Fotograma de Fringe. Episodio 1, 2.ª temporada, 2009.

La presencia de estos dispositivos retro es una de las constantes de Fringe, una serie donde la tecnología más avanzada convive con residuos tecnológicos del pasado reciente –especialmente de los años setenta– que, a pesar de su aparente obsolescencia, no sólo siguen funcionando perfectamente, sino que parecen conducir a lugares por los que la tecnología más avanzada no ha sabido transitar. Como ha observado Jorge Carrión, la serie –entre otras muchas cosas– plantea una genealogía de la tecnología contemporánea en el ámbito de la psicodelia: «Internet fue pensado por consumidores de LSD que trabajaban para el MIT, la Universidad de Berkeley y el Departamento de Defensa»[5]. Y este origen retorna en el presente tanto a la manera del trauma –en el caso de las «víctimas» de los experimentos, como sucede con la agente Olivia Dunham– como del complejo de culpa –el del científico Walter Bishop–, pero sobre todo retorna a través de la resurrección y reactivación de los dispositivos que fueron descartados y desplazados tiempo atrás. Tecnologías cuya potencia fue cortada en un momento determinado y, sin embargo, sigue estando latente.

La tecnología obsoleta vuelve ahora para intentar solucionar los problemas que ella misma creó –el resquebrajamiento del equilibrio entre universos, la inestabilidad de la vida psíquica del propio Walter– y que parece que sólo pueden ser arreglados por un retorno al origen. Como espectros, o mejor, como zombis, estos objetos muertos vuelven a la vida. O, por formularlo en términos benjaminianos, estos objetos y tecnologías dormidas despiertan de su letargo y regresan al mundo presente. Un regreso que produce conflictos, pero también da lugar a convivencias y mezclas extrañas con la tecnología más avanzada, como si se reunieran ahora temporalidades, potencias y desarrollos distintos que no pueden anudarse del todo.

En realidad, lo que tiene lugar en Fringe es la oposición de dos modelos tecnocientíficos. Uno es el de Massive Dynamic, la oscura corporación que representa el avance de la tecnología –con extrañas alianzas con la industria armamentística–; y el otro, el laboratorio de Walter Bishop en la Universidad de Harvard, un lugar –la Universidad– que en la actualidad ya no ocupa el rol primordial que en otro tiempo tuvo para la ciencia –situada ahora en el dominio empresarial–. Estos dos modelos, económicos y culturales, aparecen en la serie también como dos lugares diferentes a través de la puesta en escena y el display de la tecnología. Mientras que Massive Dynamic es un espacio aséptico, higiénico y desafectado, el laboratorio de Bishop es un habitáculo sucio, orgánico y vivo –en el que uno encuentra hasta una vaca–, impregnado de los remanentes de la cultura hippy.

Se trata también de una oposición entre un modelo de experiencia e intuición frente a un modelo frío y cuantitativo. Una ciencia afectiva y creativa frente a una ciencia absolutamente alejada de cualquier relación con la imaginación. Y esa misma dialéctica de modelos científicos es la que, en cierto modo, también se encuentra detrás de la confrontación entre los dos universos paralelos, donde de nuevo el papel de la tecnología es importante. La Fringe Division del «otro lado» está hipertecnologizada, pero cuando los universos entran en contacto y, como ocurre en la cuarta temporada, trabajan en conjunto, esa tecnología avanzada se ve necesitada de la intuición y la experiencia humana de los agentes de este lado –suponiendo que al final se nos esté hablando desde «este» lado– para solucionar algunos casos.

En el fondo, nos encontramos con una dialéctica entre cuerpo y tecnología, intuición y razón, y con una apuesta al final por un modelo de «tecnología sucia» o «tecnología de segunda mano», que es la que acaba triunfando. Una tecnología que es también una tecnología nostálgica que abre el pasado al presente a través del recuerdo y la afectividad. Recuerdos y memorias que se encontraban sepultados en una especie de «catacumba» de la ciencia moderna que es el laboratorio de Walter Bishop en la Universidad de Harvard. Como los pasajes parisinos que describió Walter Benjamin –y no sé hasta qué punto «Walter B.» es una coincidencia nominal–, el laboratorio de Bishop es un lugar entre dos mundos. Un lugar avanzado y un lugar arruinado. Un lugar donde se iniciaron unos caminos que rápidamente cambiaron de signo y convirtieron ese espacio casi en un cementerio. Una ruina contemporánea. Una ruina que, sin embargo, ahora ha vuelto a la vida. Se podría decir que, si los pasajes y el flâneur eran para Benjamin las figuras obsolescentes de la modernidad, el laboratorio de Harvard y el hippy psicodélico, son para los creadores de Fringe las figuras nostálgicas de la contemporaneidad tecnológica.

Hay, por supuesto, en este uso nostálgico de las tecnologías una especie de fetichismo por lo obsoleto, una fijación de objeto que dota de un cierto animismo mágico, como el del fetiche primitivo, a los dispositivos, repletos de memorias y experiencias que, de algún modo, permanecen adheridas allí como un suplemento afectivo que insufla vida propia al objeto. Eso ocurre con la tecnología de Walter Bishop en el laboratorio, pero también con esos otros objetos que pueblan la serie como la Selectric 251. Objetos tecnológicos que se convierten en objetos mágicos, fetiches que conectan mundos. Artilugios donde la tecnología, más que como medio, funciona como médium en el sentido chamánico-esotérico del término, pues, de alguna manera, la fuerza que mueve esa tecnología es una especie de energía «mana» –por utilizar el término de Marcel Mauss–[6] que la eleva sobre cualquier producto humano y la sitúa incluso un paso más allá de ese límite al que alude el título de la serie.

Ese lugar más allá del borde –del límite de la creación humana– se observa sobre todo en la presencia de ciertos dispositivos y tecnologías que están al otro lado de lo humano. Se trata, por ejemplo, de los extraños artilugios de comunicación y observación que utilizan los «observadores», esos personajes siniestros que parecen estar en la tierra desde tiempo indefinido como garantes de un cierto orden entre los universos y que sólo tardíamente –a finales de la cuarta temporada– sabemos que son seres humanos evolucionados que vienen del futuro (Fig. 9). Curiosamente, el aspecto de su tecnología está relacionado también con la tecnología retro-vintage que acarrea ese sentido fetichista-mágico. Pero, sobre todo, el más allá del límite y la relación de la tecnología con la magia y con lo mítico, lo encontramos en la presencia central en la serie de «la máquina», un mecanismo cuyos fragmentos están repartidos en el espacio y en el tiempo y cuyo poder es el de arreglar, pero también el de destruir, el mundo (Fig. 10).


Fig. 9. Fotograma de Fringe. Episodio 3, 2.ª temporada, 2009.


Fig. 10. Fotograma de Fringe. Episodio 22, 2.ª temporada, 2010.

La máquina, buscada por ambos universos, fue construida supuestamente por «los primeros hombres», una especie de civilización desaparecida de la que apenas quedan algunos vestigios escritos. Esta alusión a las potencias tecnológicas de civilizaciones antiguas es algo propio de la ciencia ficción contemporánea. Los egipcios, los mayas, los Na’vi de Avatar…, o los primeros pobladores de la isla de Perdidos, esos que construyeron el dispositivo-tapón por el que se escapaba el tiempo y el sentido, o el faro mágico con el que Jacob observaba a los posibles elegidos para su sustitución como protector de la isla. Sin duda, la alusión a este pasado remoto vincula la tecnología con un origen mítico en el que ésta funciona casi como un regalo de los dioses. La civilización que construyó la máquina, según esta lógica, habría tenido una relación «inmediata» con los dioses, con la sabiduría o con la totalidad. Se trataría entonces de una tecnología originaria, creadora, como el fuego que Prometeo entregó a los hombres. Una tecnología que no es un producto humano, sino un artilugio divino [7].

Es curioso que una serie que supuestamente nos muestra la potencia tecnológica del sujeto contemporáneo y que está amparada por las teorías científicas más avanzadas, en el fondo acabe aludiendo a este sentido mágico-sagrado de lo tecnológico, como si, en el mundo hipermecanizado en el que nos encontramos, lo único que realmente explicase y diese sentido a las cosas se encontrara más allá de lo humano –una conclusión que muestra que el mito sigue siendo parte esencial de nuestros patrones de interpretación del mundo–. Un mito que sigue la estructura clásica según la cual la búsqueda de la totalidad acaba en la destrucción. El sentido del mundo debe permanecer fragmentado. Juntarlo, reunirlo, buscar la totalidad, buscar llegar a ser Dios, lo destruirá todo para siempre. Es en cierta manera una actualización de Babel: la lengua originaria –en este caso, la tecnología originaria–, que había estado en contacto con Dios –el lenguaje adámico del que también hablara Benjamin[8]– se fragmenta, y el sentido del mundo se torna indescifrable para los humanos.

En El origen del drama barroco alemán, Benjamin se interesó por el alegorista barroco que intentaba reconstruir ese sentido pleno del mundo que se hallaba a través de los fragmentos[9]. Y observó la melancolía que producía la imposibilidad de reconstruir ese origen. La recuperación del paraíso, de la plenitud, del lenguaje primero, del sentido pleno no era posible. La totalidad se había perdido y el mundo se había fragmentado para siempre. En cierto modo, la máquina de Fringe tiene que ver con ese modelo de la alegoría. Y su tentativa de reconstrucción es el intento de volver al origen. La máquina está repartida en fragmentos –supuestamente, el propio Walter Bishop la envió atrás en el tiempo para evitar que pudiera volver a ser reconstruida–, y los protagonistas intentan juntarlos para «fijar» el sentido del mundo –una fijación que tiene que ver también con la destrucción de los demás universos posibles, es decir, una fijación que elimina la multiplicidad–. Lo curioso es que el único modo en el que la máquina es capaz de funcionar es situando en su interior a un ser humano. Un individuo concreto, Peter Bishop, el hijo de Walter, que es en realidad el origen de todas las perturbaciones espaciotemporales que suceden en la serie. Para evitar su muerte, Walter lo trasladó de un universo a otro, y eso desequilibró los mundos. Peter tendría que haber muerto, pero al seguir con vida, el universo se resquebraja. La máquina sólo puede arreglar este resquebrajamiento si Peter la activa. Y eso, la recuperación del sentido, del origen, es a costa de la pérdida del propio Peter. Es decir, el equilibrio sólo se consigue si se sacrifica algo, en este caso, lo que más se ama, el hijo.

En el fondo, esto es de lo que nos habla Fringe, del intento de dar sentido a lo que no lo tiene. Walter Bishop pierde en este universo a su hijo Peter. Y para evitar su muerte en el otro universo, pero en el fondo para aliviar su duelo –que no puede elaborar– lo trae a su mundo para devolverlo al otro universo una vez sanado. Pero el puente entre universos se cierra y Peter se queda en este mundo, de modo que el duelo no se produce y la pérdida se traslada al otro lado. La consecución del goce prohibido, la transgresión de lo más sagrado, el intento de cruzar el límite de lo humano, acaba por desequilibrar el universo. Por eso ahora Peter debe ser borrado. Por eso la melancolía debe ser restablecida, para que el mundo siga sin sentido, porque lo contrario, la plenitud, el conseguir el objeto de deseo –que es Peter, pero que también es el desarrollo de una tecnología babélica–, acaba resquebrajándolo todo.

El sentido del mundo funciona entonces como el goce lacaniano. O no se llega –no se consigue ser Dios y admitimos nuestro fracaso– o se pasa –se consigue ser Dios y eso sobrecarga el sistema y nuestras posibilidades de asumirlo con todas las consecuencias–. El equilibrio, por tanto, es imposible. O quizá sólo es posible si no sabemos que está sucediendo.

Esa sería la conclusión dramática según Lacan. Sin embargo, no debemos olvidar que Fringe es un producto de Fox. Y según la lógica de la que ha hablado Eloy Fernández Porta, al final debe triunfar el bien para que uno pueda «sentirse Fox»[10]. Quizá por eso, al final, a pesar de los intentos por borrar a Peter del mapa y restablecer el equilibrio melancólico del mundo, comienza a emerger algo que la tecnología no puede frenar –y esto está, en el fondo, en la dialéctica entre los dos modelos de ciencia– y la ciencia no puede explicar: la fuerza del amor. Del amor del padre por su hijo, y del amor de Peter por Olivia. Como señala Jorge Carrión, en Fringe el amor aparece como fuerza de resistencia ante un mundo que vive en la amenaza del bioterrorismo: «ante un panorama así, se entiende la necesidad de defender el amor –como un búnker»[11]–.

En esta defensa del amor es donde la tragedia griega se convierte en cuento de hadas. Un modelo de ficción mítico y mágico que es al final el que sigue dominando gran parte de los productos de entretenimiento y que, por supuesto, ha entrado directamente en el ámbito de la tecnología contemporánea. Tecnología que, en su versión de consumo, recupera la fuerza afectiva de lo retro y lo vintage para reinsertarse a través de lo descartado en la lógica de un mercado que nos hace olvidar que las mercancías son producidas por el trabajo de unos sujetos que sudan y son explotados, para seducirnos con la magia de un objeto mítico cargado de recuerdos, experiencias y afectos que viene de otro tiempo para dotar de sentido nuestro presente.

Rheinmetall/Victoria 8 vs. Super 8: el cine como ruina y el museo como hospital

Otra máquina de escribir obsoleta, también encontrada en una tienda de objetos de segunda mano, en este caso en Vancouver, es la protagonista de Rheinmetall/Victoria 8 (2003), una de las piezas más célebres del artista canadiense Rodney Graham (Fig. 11). En la obra, las imágenes de la Rheinmetall –un loop de 10’50’’ filmado en 35 mm en el que aparecen diversos planos de esta máquina de escribir alemana de los años treinta– conviven con el artefacto del que emergen las imágenes, el Victoria 8, un proyector italiano de 1961 que tiene una presencia material en la sala y que dialoga a varios niveles con la propia imagen que proyecta.


Fig. 11. Rodney Graham, Rheinmetall/Victoria 8, 2003.

La película muestra una serie de primeros planos de la máquina de escribir. Planos en los que nada se mueve y que podríamos confundir con fotografías de no ser por el sutil, casi imperceptible, movimiento de la proyección, así como por el sonido del paso de los fotogramas, que nos hace conscientes de que, en efecto, no estamos ante una imagen fija, sino ante una imagen en movimiento. Movimiento que se ve confirmado cuando, en un momento determinado, una nube de polvo blanco que emerge de la nada comienza a caer como una nevada sobre la máquina de escribir y acaba cubriéndola casi por completo.

Escribe Rodney Graham que, cuando encontró la máquina, tuvo la sensación de que nadie había escrito jamás una sola palabra con ella. Estaba en su caja, flamante, inmaculada «como si hubiera estado perfectamente preservada en una cápsula del tiempo»[12]. Descartada de la línea del tiempo, abandonada y dejada a un lado del curso del progreso, la máquina mantenía, sin embargo, toda su potencia absolutamente intacta. Era pura promesa. Un objeto sin ningún tipo de memoria de uso, pero al mismo tiempo cargado de futuro. La obsolescencia se presentaba allí de modo radical. Un objeto muerto antes de haber comenzado a respirar.

En los diez minutos que dura el filme, Graham condensa la supuesta vida del objeto. Los primeros planos muestran la máquina en su caja original. Después, se presenta el objeto desde todas las perspectivas, casi como un catálogo de los diversos planos del objeto, mostrando la potencia y la promesa de ese objeto que nunca ha sido utilizado. Y, por último, el objeto es devorado por el tiempo, representado por el polvo que lo arrasa y lo sepulta (Fig. 12). El objeto, pura potencia, pura promesa, se convierte entonces en ruina. Y el artista escenifica este arruinamiento del objeto visibilizando a través del polvo algo que ya estaba ahí, aunque no era tan fácil del percibir: el paso del tiempo.


Fig. 12. Rodney Graham, Rheinmetall/Victoria 8, 2003. Detalle.

La escenificación de la muerte de la máquina de escribir convive en esta obra con la resurrección de otro objeto obsoleto y abandonado, el proyector Victoria 8. Este objeto descartado tiene una presencia material, casi escultórica, en la sala y proyecta las imágenes de la máquina de escribir. Mientras que la máquina está inhabilitada por el tiempo, el proyector, en cambio, sigue sirviendo a su función. Y opera al mismo tiempo como objeto en sí –sobre el que el espectador dirige su mirada– y como medio –como herramienta que sirve para la proyección de la imagen–. Es un medio y un fin.

Graham muestra aquí que la película no es sólo la proyección, sino también la materialidad en torno a las imágenes. En cierta manera, el proyector adquiere la presencia que tenía en el cine primitivo. Como se ha señalado en más de una ocasión, el cine de exposición recupera esta espacialidad del cine primitivo en la que las imágenes estaban fijadas al dispositivo del que emergían y mantenían con él una especie de anclaje material[13]. Una materialidad que comienza a desaparecer en el momento en el que el espacio del cine se vuelve abstracto, oscuro e incorpóreo, el momento en el que la presencia del dispositivo se intenta eliminar por todos los medios para convertir las imágenes de la pantalla en un correlato perfecto de la proyección mental.

El regreso del cine al museo, del que la obra de Graham es tan sólo uno de los muchos ejemplos que se podrían citar, vuelve a poner en escena esta materialidad del cine que había sido descartada y abandonada[14]. Y lo hace a través sobre todo de la resurrección y la puesta en funcionamiento de sus aparatos, la introducción de una espacialidad concreta y localizada, y la atención a la materialidad y la tactilidad del medio, que quiebra su transparencia y se muestra como algo opaco, presente e ineludible, como una especie de mancha en la imagen que ya no puede ser borrada. El medio, literalmente, se sitúa «en medio» y ya no es una pantalla invisible, sino un objeto que se resiste a ser movilizado y convertido en pura imagen.

Estos usos de la obsolescencia en el arte contemporáneo presentan al final una especie de nostalgia del medio, en este caso, el cine, entendido como un sistema de experiencias, una manera de relación con el mundo que ha comenzado a desaparecer. Una especie de duelo por lo analógico que tendría de algún modo su último y mayor «monumento» en la intervención de Tacita Dean en la Sala de Turbinas de la Tate Modern (Fig. 13). Film, esa gran proyección que es en sí misma un fotograma, es quizá el último lamento por la obsolescencia del cine analógico y por la desaparición de una tecnología y todo lo que ésta implica: un régimen de experiencias, promesas, sueños, memorias y vivencias.

En su respuesta al cuestionario de la revista October sobre la presencia de lo obsoleto en el arte contemporáneo, Tacita Dean observaba que

la obsolescencia es algo acerca del tiempo, de la misma manera que el cine es acerca del tiempo: tiempo histórico, tiempo alegórico, tiempo analógico. No puedo ser seducida del mismo modo por el tiempo digital; igual que el silencio digital, está falto de vida. Me gusta el tiempo que puedes oír pasar: el silencio punzante de la cinta magnética callada o el de la energía estática en una grabación[15].

Sin lugar a dudas, la espectacular intervención de Dean en la Sala de Turbinas, como la pequeña instalación de Graham, y como tantas y tantas obras recientes, presentan esa vida de lo analógico como algo que se resiste a ser sustituido por lo digital[16]. Una resistencia que acontece a través de la propia materialidad del medio, pero que lo hace ahora en un espacio que ya no es el suyo. Porque esa preservación de la vida analógica no tiene lugar en el cine, sino el museo, que en cierta manera comienza a funcionar como hospital, como sala de curas –el término curador tomaría aquí un sentido médico–, como un espacio en el que estos medios despliegan una especie de «vida artificial», tras haber sido expulsados del espacio al que supuestamente pertenecen.


Fig. 13. Tacita Dean, Film, 2011.

Nostalgia enmudecida

Es curioso, sin embargo, cómo el cine contemporáneo comercial performa la misma pulsión nostálgica por el cine del pasado, aunque los resultados son completamente diferentes. Allí, el regreso de lo obsoleto no se produce mediante la curación y la activación del medio, sino a través del pastiche y la subsunción de la potencia enunciativa de lo anticuado por parte de la tecnología más avanzada. Es decir, los medios nostálgicos se convierten en mera decoración, en atrezo de los nuevos medios. Un ejemplo de esto lo encontramos en Super 8, la película de J. J. Abrams producida por Steven Spielberg en 2011. En ella se despliega la nostalgia por un medio y una tecnología que ha formado el imaginario de toda una generación. Sin embargo, aparte de lo anecdótico, en el filme no hay lugar para el potencial de la cámara Super 8, que permanece muda durante todo el metraje, y apenas puede hablar como comentario infantil durante los títulos de crédito a través de la historia de zombis contada por los niños –no sabemos si ese muerto viviente es también en el fondo una metáfora del propio cine–. Todo ese mundo nostálgico, esa tecnología descartada que formó la pasión por el cine del propio Abrams, es ahora asumido por la potencia de los efectos especiales y los medios espectaculares de Hollywood.

La famosa secuencia del accidente del tren, por ejemplo, está grabada con una tecnología que hace enmudecer al cine anterior. En lugar de dejar hablar a la cámara de los niños, que graba el accidente, y hacernos ver ese acontecimiento a través de la Super 8, Abrams muestra el descarrillamiento mediante un régimen de visión panóptico e hipervisual en el que hasta el más mínimo detalle es observado desde todos los ángulos y perspectivas posibles. Desde todos, menos desde el de la cámara Super 8, que vemos «mirar» desde el suelo, pero a cuya imagen no tenemos acceso (Fig. 14). Incluso en la película final filmada por los niños, el accidente que se muestra es una reconstrucción artesanal de la escena, pero no la escena real. La cámara es un testigo mudo de los acontecimientos, como si Abrams, a pesar de la supuesta añoranza del medio, no consiguiera en ningún momento llegar a creer en la capacidad de esa tecnología analógica para dar cuenta del presente.


Fig. 14. Fotogramas de la película Super 8, J. J. Abrams, 2011.

En Super 8, la afectividad y la nostalgia por lo que se ha ido aparece, entonces, como una mera estrategia de cambalache. Un pastiche en el sentido clásico establecido por Jameson: «una parodia vacía, una estatua con cuencas ciegas; los productores de la cultura no tienen hacia dónde volverse, sino al pasado: la imitación de estilos muertos, el discurso a través de todas las máscaras y las voces almacenadas en el museo imaginario de una cultura que ya es global»[17]. En la película de Abrams, el pastiche lo encontramos tanto en la imitación de «maestros» del pasado –Spielberg y la reactualización del cine juvenil de los ochenta: Los Goonies–, como en la puesta en juego de la estética retro que tan sólo aparece como fondo de los acontecimientos, como decoración y memoria vacía. O lo que es lo mismo: el pasado acontece como souvenir, como una capitalización del recuerdo y una mercantilización de la experiencia afectiva.

Tecnologías moribundas

Frente a esos usos de la nostalgia, el espacio artístico se muestra –o al menos lo pretende– como lugar de preservación de esas tecnologías descartadas por el ritmo frenético del progreso. En el caso de la obra de Rodney Graham, el objeto anticuado no es una mera decoración, sino que intenta desplegar su potencia, aunque en este caso la potencia sirva para enunciar su propia muerte al mismo tiempo que pretende efectuar su proceso de duelo. El proyector y la máquina de escribir proponen un espacio de comunicación continuo y un diálogo a través del tiempo y el espacio. En la instalación –porque sin duda, con el cine de galería debemos hablar de «instalación», con el significado espacial que esto conlleva– los dos objetos, las dos máquinas modernas pero abandonadas, se comunican. Una muere sin haber nacido. La otra, moribunda, nos hace ver la muerte de la primera, como si se tratase de una reversión de tiempos (después-antes-futuro-pasado-presente), pero también de espacios (dentro-fuera-aquí-allá). Como sugiere el propio Graham, «los dos objetos industriales se comunican uno con otro a través del espacio que los separa, dos tecnologías obsoletas»[18]. Un espacio-tiempo de contacto que, como hemos comentado, ya no es el espacio del cine, sino el del museo, la galería o, en extenso, el espacio simbólico del arte.

En ese espacio, los medios moribundos son curados temporalmente para que representen su propio decaimiento. El museo funciona, de esa manera, como un lugar de «remediación», no sólo en el sentido de convivencia y traducción de medios –tal como lo han entendido Bolter y Grusin–[19], sino en el sentido literal del término, como remedio médico y cura de algo que está enfermo y agonizante. El museo se convierte así en un hospital sanador de medios dolientes. Medios que, sin embargo, sólo pueden vivir en ese espacio artificial, representando continuamente su muerte, o mejor, su resistencia a morir.

El museo como cementerio o como sala de autopsias cede entonces su lugar al museo como hospital y sala de cuidados intensivos. El museo como UCI. Como clínica de medios, pero también de ideologías, historias y experiencias. La paradoja, por supuesto, es que estos enfermos nunca llegan a sanar del todo y que la cura sólo tiene efecto dentro del propio hospital. Fuera de allí, en el mundo real, la ilusión se desvanece.

Tal vez sea que, en el fondo, más que de hospitales, estemos hablando de casas encantadas. Y más que con enfermos, estemos tratando con fantasmas. Entendido así, quizá podamos llegar a comprender esos ecos y reverberaciones de otro tiempo que se resisten a desaparecer. Espectros que nos muestran los restos de un mundo que se ha ido y que, sobre todo, nos advierten que nuestro presente también puede expirar en cualquier momento. O quién sabe, que probablemente haya comenzado a hacerlo.

Retromanía y asimilación

Los usos de tecnología del pasado en Fringe y en la obra de Rodney Graham sirven de ejemplo de la tendencia de la cultura visual de nuestros días a trabajar con estéticas anacrónicas y anticuadas como una puesta en obra de estrategias de resistencia ante los avances del tiempo y la historia. Esta presencia de lo obsoleto y lo nostálgico se ha convertido ya en un género en sí mismo. Y la manera más extendida de abordar esta cuestión es aludir al pensamiento de Walter Benjamin y a su lectura del potencial de lo obsoleto para cambiar el presente. A lo largo de su obra filosófica, especialmente en sus textos sobre el coleccionismo, el surrealismo y los pasajes parisinos, Walter Benjamin observó la potencia de la obsolescencia en la transformación política del presente[20]. Según el pensador alemán, los objetos obsoletos mostraban mejor que ninguna otra cosa el oscurecimiento del sueño brillante de la mercancía y el incumplimiento de la promesa de felicidad del capitalismo. Sueños incumplidos que, precisamente, en su incumplimiento, mantenían latente la energía de aquello que no pudo ser, de tal manera que, en esos objetos, ideas, tecnologías y maneras de ser abandonadas, sustituidas antes de ser agotadas, es posible encontrar casi destilada la energía para la revolución y el cambio del presente.

Los textos de Susan Buck-Morss, como otros muchos de Rosalind Krauss o Hal Foster han consolidado esta referencia a la potencia de lo antiguo y a la energía revolucionaría de lo descartado, convirtiendo el mero uso del pasado en una forma de resistencia ante el progreso[21]. Esta referencia a la crítica al progreso de Benjamin –y en otros muchos casos también de Adorno– se ha convertido en un lugar común en la historia del arte contemporáneo, que sigue tomando esa actitud de rescate de lo obsoleto y lo pasado de moda como una posición crítica. Sin embargo, como recientemente ha observado Joel Burges, los cambios en las políticas de producción y la consolidación de la estrategia de la obsolescencia programada transforman por completo ese sentido crítico del empleo del pasado, que ahora acaba siendo integrado en la propia lógica de consumo[22].

Esta nueva fase de «la producción de lo viejo», si se piensa bien, coincide con los inicios del capitalismo tardío, y sus principios tienen que ver mucho con la lógica de la posmodernidad tal como fue vista por Fredric Jameson[23]. Una lógica según la cual ya no hay nada exterior al capitalismo, de manera que cualquier actividad se convierte en algo inmanente a un mercado que es total, flexible y global. La obsolescencia, en esta nueva fase, dejaría de ser un resto que ocupa el exterior para convertirse en algo inherente del sistema. El residuo pasa de ser una de las consecuencias de la producción industrial a convertirse en uno de sus motores. Una forma deliberada de producción que aprovecha las supuestas fallas o efectos del sistema para consolidar su propio funcionamiento. Es lo que se ha denominado «obsolescencia programada» y que produce tres efectos fundamentales sobre la producción: una aceleración del consumo repetitivo de la novedad que da lugar a una acumulación cada vez mayor de residuo; una integración de ese residuo en un mercado paralelo, el mercado de segunda mano; y una reintegración de esa mercancía a través de lo afectivo en el ámbito de la novedad, lo que podemos llamar comercialización de la nostalgia o «retromanía»[24].

Auto-nostalgia

Como ya indicó Jameson en su popular lectura del posmodernismo, una de las características de las formas culturales del capitalismo tardío sería «la colonización del presente por las modas de la nostalgia», una inclinación que el crítico marxista observó en algunos productos culturales cuya «manifestación cultural más generalizada de este proceso en el arte comercial y en los nuevos gustos […] es la llamada “película nostálgica” (o lo que los franceses denominan la mode retro)»[25]. Una moda de la nostalgia que, sin duda, tiene que ver con esa patrimonialización y museificación del pasado de las que también ha hablado Andreas Huyssen en referencia a los discursos sobre la memoria[26]. Una capitalización del pasado que se relaciona con el sex-appeal de la historia, utilizado simplemente como «marca» y criterio comercial.

Algunos autores han utilizado recientemente el término retro para hablar de esta moda de la nostalgia. Elisabeth Guffey, por ejemplo, ha observado la tendencia retro en la tecnología, la moda y la cultura durante el siglo xx como una constante que se repite en varias olas de nostalgia, siempre vinculada con la cultura popular y el pasado reciente[27]. Esas diversas olas de nostalgia han entrado durante los primeros años del cambio de siglo y de milenio en una nueva fase. Una nueva ola de lo anticuado que el crítico Simon Reynolds ha llamado «retromanía» y que ha dado lugar a una década plagada de revivals, remakes y retrospecciones sin límite: una «re-década»[28].

Elaborar un listado de esta presencia de lo retro en la cultura contemporánea nos llevaría más de un estudio detenido. Cine, televisión, música, literatura, arte, moda…, los ejemplos se multiplican casi hasta el infinito. Una mirada al pasado que, en la mayoría de los casos, tiene que ver, curiosamente, con una reflexión acerca del propio medio: The Artist, La invención de Hugo, pero también Film, de Tacita Dean o gran parte de las obras de artistas contemporáneos –que meditan sobre el cine, la fotografía, la pintura, el dibujo…, una especie de nostalgia del medio–; la reflexión de la propia literatura sobre el papel del escritor; de la televisión sobre el papel de la televisión, a través del rescate de concursos retro que recuperan fórmulas pasadas… En cierta manera, se puede entender esta nueva presencia de lo retro no sólo como una mirada al pasado sino también, y sobre todo, como una especie de «auto-nostalgia», el duelo por una época que se pierde, pero especialmente por una manera de dar cuenta de ella –cine, televisión, literatura, arte, fotografía–, el duelo por un modo de ver y filtrar la realidad y todo lo que ello supone. Más que el fin de los tiempos, se trataría del fin de las maneras de decir el tiempo. Una crisis del lenguaje con el que hemos apresado la realidad. Ya no es tanto el fin de los grandes relatos –que tuvo lugar en la posmodernidad según Lyotard–, sino el duelo por la puesta en crisis de misma idea de relatar y contar de una manera determinada.

Como insinúa Jameson, el tiempo contemporáneo es paradójico y se sitúa «entre una velocidad de cambios sin precedentes en todos los niveles de la vida social y una estandarización de todo –sentimientos y bienes de consumo, lenguaje y espacio construido–»[29]. Tal antinomia hace que el tiempo se vuelva laberíntico y sin aparente salida imaginable. Esa es también la concepción de pensadores como Hans Ulrich Gumbrecht o François Hartog, que están de acuerdo en que estas vueltas constantes al pasado reciente nos hablan de un presentismo radical, un tiempo varado entre un pasado que es necesario modificar y un futuro que no podemos llegar a imaginar[30]. Un tiempo circular y sin salida, que gira sobre sí mismo, se expande y se resiste a cambiar. Un tiempo, más que nostálgico, melancólico. Y es esa melancolía por aquello que se pierde, en la que también estamos insertos nosotros mismos, la que nos hace imposible el movimiento hacia delante. Incluso la ciencia ficción contemporánea ya no imagina utopías por venir, sino mundos paralelos en los que comenzar otra historia, otro tiempo, como si este en el que vivimos no tuviera posibilidad de salida alguna, algo que, según Jameson, sería el posible resquicio de un pensamiento utópico, «la posibilidad de imaginar sistemas alternativos»[31], pero ya no en el futuro, sino en otro tiempo, en otras coordenadas que no provengan de esta línea aparentemente clausurada.

La promesa de felicidad

Lo retro, extendido por todos los lugares, tiene una serie de características que lo definen y que podríamos resumir en la nostalgia por lo vivido y lo incumplido. En primer lugar, lo retro se refiere al pasado reciente. En este sentido, hay que diferenciarlo de otras pasiones por el pasado, como las posmodernas que define Jameson, o las pasiones por la historia y lo antiguo, tal como observó Raphael Samuel[32]. Lo retro se refiere a lo vivido, especialmente nos lleva a la nostalgia de un mundo perdido, a «concebir la felicidad sólo en el aire que una vez respiramos». Sin duda, el lugar por excelencia de la totalidad que se anhela es la infancia, un tiempo antes del tiempo, el presente perpetuo de la niñez. Y junto a esta referencia al tiempo vivido, una de las características centrales de lo retro es su relación con lo popular y la cultura de masas. Y esto también lo diferencia de otros revivals precedentes, que estuvieron basados, sobre todo, en el rescate de la alta cultura.

Lo retro, de este modo, sería el lugar de convergencia entre la cultura de masas (la época) y lo personal (la infancia). Y si, en la época de Benjamin, eran los salones aristocráticos y también los sueños de la burguesía los que habían quedado obsoletos, hoy es, sin duda, la utopía de masas del mundo pos-Segunda Guerra Mundial la que retorna. La utopía de masas de la cultura pop. El recuerdo de los años de juventud de nuestra civilización consumista contemporánea. Lo retro, pues, como nostalgia de lo popular, como una especie de pop afectivo que se ha convertido en la punta de lanza de una industria cultural.

En España, este retropop fascinado por el pasado reciente apunta a una época concreta: el universo nostálgico de finales de los años setenta y especialmente de los ochenta. El paraíso perdido de toda una generación. Una generación que, paradójicamente, ahora se encuentra también en el dominio de los medios de producción. En los últimos años, hemos sido invadidos por una ola de productos culturales, de entretenimiento y de consumo que remiten directamente a esa década cercana. Una nostalgia generacional que, curiosamente, mantiene hoy unas alianzas con la industria de la publicidad y el márketing. La generación nostálgica, la de los nacidos en la democracia, es también la generación más proclive al consumo. Un gran número de anuncios vuelven sobre temas ya conocidos y ejercen psicológicamente el deseo de volver a tener lo que ya se tuvo. Y es que la nostalgia es una de las emociones que más venden. Como ha señalado Stephen Brown, uno de los modos de trabajo de la publicidad es precisamente a través del recuerdo[33]. Esa es la clave del retro-márketing, la publicidad que remite a sí misma, casi a la manera posmoderna, para volver a anunciar un mensaje que ya está establecido. Un mensaje dirigido a unos consumidores potenciales determinados, aquéllos a los que los códigos de los mensajes ya les son familiares. Anunciar lo anunciado a los que ya lo han consumido previamente. Recordarles la felicidad de su paraíso perdido y ofrecerles la posibilidad de volver a recuperarlo.

La ilusión de lo moderno

Al hablar de las películas nostálgicas, sostiene Jameson que «para los norteamericanos, los años cincuenta siguen siendo el privilegiado objeto perdido del deseo, y no sólo por la estabilidad de la pax americana, sino también por la primera inocencia ingenua de los impulsos contraculturales de los inicios del rock-and-roll y las pandillas juveniles»[34]. Quizás este papel en nuestro país lo tenga hoy la década de los ochenta, la era de la democracia como un lugar «revivible», lleno de ilusiones posibles y nuevas utopías.

En un tiempo de crisis, sin futuro y sin posibles salidas, esas utopías y fuerzas latentes de lo obsoleto son buscadas hoy como lugar de escape. Pero a diferencia del tiempo de Benjamin, donde lo obsoleto era lo descartado que volvía como residuo perturbador, el mercado actual es ya consciente de esas vueltas nostálgicas, y las integra, de modo que lo obsoleto deja de ser anticuado en tanto que «pasado de moda» y se convierte en lo anticuado «pasado a la moda».

En la era del capitalismo emocional, el comercio de la nostalgia es uno de los pilares fundamentales del sistema. Lo obsoleto, lo descartado, ya no es visto hoy como repelente, sino que tiene una segunda vida a través de lo posible. Lo obsoleto es el marcador de lo nuevo, pero también el recuerdo de la posibilidad de lo viejo. Como ha observado Eva Illouz, esta fase del capitalismo juega con los sentimientos más que con los productos[35]. Lo ha visto también Eloy Fernández Porta en su lectura de las estrategias de márketing de algunas empresas contemporáneas, que integran lo emocional en el ámbito de lo económico[36].

La nostalgia, la añoranza, las emociones vinculadas al mundo afectivo… Hoy la seducción ya no sólo está en el deseo, sino también en el recuerdo. Y la lógica del souvenir se convierte en uno de los elementos primarios del márketing contemporáneo. Porque, sin duda, lo retro vende. Y vende porque ya no es anticuado, sino todo lo contrario. Lo retro es lo más moderno. Moderno en el sentido baudelaireano, porque tiene un pie en el pasado y otro en el presente, pero moderno también en un sentido absolutamente comercial. Porque lo retro –lo moderno– es una alternativa a lo contemporáneo o lo avanzado. Pero una alternativa integrada. Lo retro es moderno, lo cutting-edge es mainstream. Ya lo sugirió Adorno en Minima Moralia:

[…] en un orden que liquida lo moderno por atrasado, eso mismo atrasado, después de haberlo enjuiciado, puede ostentar la verdad sobre la que el proceso histórico patina. Como no se puede expresar ninguna otra verdad que la que el sujeto es capaz de encarnar, «el anacronismo se convierte en refugio de lo moderno»[37].

Sin embargo, ese refugio ya no es un lugar de resistencia, sino una alternativa mediada por el propio sistema, que integra su propia so(m)bra en su avance. Es lo cool, lo hip, como lo ha sabido ver con perspicacia Thomas Frank[38]. La obsolescencia benjaminiana ya ha sido integrada. Hoy Benjamin es cool, y no puede escapar a ello. Sus gafas redondas, su pose melancólica, sus pasajes, sus archivos…, su gusto por lo «analógico» lo convierten en el hipster por excelencia.

La modernidad baudelaireana, que en el fondo es lo que se encuentra detrás de la lectura benjaminiana de los productos de masas, se ha convertido en un negocio integrado. Una forma de distinción, por hablar en términos de Bourdieu[39]. Ser moderno es usar lo anticuado. Hacerlo como una especie de forma de resistencia que no es sino una forma de distinción, un deseo de diferencia, una cuestión de clase. En última instancia, lo moderno es una forma perversa de distinción a través de lo alternativo. Una manera de eliminar y quitar de en medio el complejo de culpa burgués instituido por empleo de lo avanzado.

Lo moderno-anticuado es, entonces, el nuevo brillo de la mercancía. Un brillo ahora no cegador, sino satinado, apagado, cercano, cuya ilusión ya no está en el deslumbramiento, sino en la posibilidad de abrazarlo. Se trata de una mutación del fetichismo de la mercancía que describió Marx. Es precisamente el desvelamiento de que detrás del objeto está la mano humana lo que ahora lo hace más atractivo. Es su ocaso, su abandono, lo que nos hace fijarnos en él, como una mascota desamparada. En su fracaso está su éxito. Éxito comercial, claro está.

Ante esta situación, la dificultad para el crítico cultural será lograr identificar qué usos de la obsolescencia son productivos y contribuyen a la transformación, y cuáles otros caen en las redes de lo retro, en connivencia con el sistema al que supuestamente pretenden resistir.

Esto es lo que trata de hacer Ernst van Alphen al final de su libro sobre la centralidad de la estética del archivo en el arte reciente: apelar a la necesidad de distinguir entre prácticas memorialistas productivas e improductivas, «dado que algunas, tal vez incluso la mayoría, de estas prácticas muestran una especie de celebración ingenua, nostálgica y sentimental del pasado, que suele limitarse a un pasado personal, sin relacionar activamente este pasado con nuestro presente político»[40]. Si se usan de modo convencional y acrítico, este tipo de prácticas (el archivo, la fotografía, el cine, o los géneros como el documental, el álbum de familia o las películas domésticas) funcionan como un espejo de la crisis de la memoria. Es necesario que el archivo pueda ser reanimado y movilizado. Para que este arte realmente opere como estrategia de resistencia capaz de generar modelos alternativos de historia y memoria, debería desarrollarse de modo crítico y autorreflexivo, cuestionando desde el primer momento los medios utilizados. Se trataría, por tanto, de superar la creencia ciega en el pasado –lo anticuado no es revolucionario per se– y tomar conciencia de que es el modo en el que éste se emplea donde verdaderamente se encuentra la potencia de transformación. Se trataría de no dar nada por sentado, de volver a realizar las preguntas que otros han respondido por nosotros, tal vez de ensayar otras respuestas. Buscar los modos de eludir la integración o, al menos, ser conscientes de sus peligros, identificarlos, combatirlos, establecer una distancia crítica, evitar por todos los medios que nos ciegue la nostalgia.

[1] Eva Illouz, Intimidades congeladas. Las emociones en el capitalismo, Madrid, Katz, 2007.

[2] Andreas Huyssen, En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de globalización, México, Fondo de Cultura Económica, 2002.

[3] Creada por J. J. Abrams, Alex Kurtzman y Roberto Orci, Fringe se estrenó en Fox en 2008 y, tras cien capítulos y cinco temporadas, se terminó de emitir en 2013.

[4] Véase Sarah Clarke Stuart, Into the Looking Glass: Exploring the Worlds of Fringe, Toronto, ECW Press, 2011.

[5] Jorge Carrión, Teleshakespeare, Madrid, Errata Naturae, 2011, p. 113.

[6] Marcel Mauss, «Esbozo de una teoría general de la magia», en Sociología y antropología, Madrid, Tecnos, 1979, pp. 43-152.

[7] Véase Bernard Stiegler, La técnica y el tiempo I. El pecado de epimeteo, Hondarribia, Hiru, 2003.

[8] Walter Benjamin, «Sobre el lenguaje en cuanto tal y sobre el lenguaje del hombre», en Obras. Libro II/vol. 1, Madrid, Abada, 2007, pp. 144-161.

[9] Walter Benjamin, El origen del «Trauerspiel» alemán, Madrid, Abada, 2012.

[10] Eloy Fernández-Porta, Eros. La superproducción de los afectos, Barcelona, Anagrama, 2011, pp. 227-280.

[11] Carrión, Teleshakespe, cit., p. 116.

[12] Rodney Graham, «Rheinmetall/Victoria 8», en Dorothea Zwirner y Rodney Graham, Rodney Graham, Colonia, DuMont, 2004, pp. 154-155.

[13] Véase, por ejemplo, A. L. Rees et al. (ed.), Expanded Cinema: Art, Performance, Film, Londres, Tate Gallery Pub, 2011.

[14] Erika Balsom, «A Cinema in the Gallery, a Cinema in Ruins», Screen 50, 4 (2009), pp. 411-427.

[15] George Baker et al., «Artist Questionnaire: 21 Responses», October 100 (2001), pp. 1-93, p. 25.

[16] Matilde Nardelli, «Moving Pictures: Cinema and Its Obsolescence in Contemporary Art», Journal of Visual Culture 8, 3 (2009), pp. 243-264.

[17] Fredric Jameson, El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, Barcelona, Paidós, 1991, p. 44.

[18] Graham, «Rheinmetall/Victoria 8», cit., p. 154.

[19] J. David Bolter y Richard Grusin, Remediation understanding new media, Cambridge, Mass., MIT Press, 1999.

[20] Walter Benjamin, Desembalo mi biblioteca. El arte de coleccionar, Madrid, Olañeta, 2012; «El surrealismo. La última instantánea de la inteligencia europea», en Obras. Libro II/vol. 2, Madrid, Abada, 2007, pp. 301-316; Libro de los pasajes, Madrid, Akal, 2005.

[21] Susan Buck-Morss, Dialéctica de la mirada. Walter Benjamin y el proyecto de los Pasajes, Madrid, Visor, 1995; Rosalind Krauss, A Voyage on the North Sea: Art in the Age of the Post-Medium Condition, Londres, Thames & Hudson, 2000; Hal Foster, Belleza compulsiva, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2008.

[22] Joel Burges, Out of Sync & Out of Work: History and the Obsolescence of Labor in Contemporary Culture, New Brunswick, Rutgers University Press, 2018.

[23] Jameson, El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, cit.

[24] Una visión crítica y compleja del residuo y su integración en la cultura contemporánea puede observarse en Agustín Fernández Mallo, Teoría general de la basura (Cultura, apropiación, complejidad), Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2018.

[25] Ibid., p. 47.

[26] Huyssen, En busca del futuro perdido, cit.

[27] Elisabeth Guffey, Retro: The Culture of Revival, Londres, Reaktion Books, 2006.

[28] Simon Reynolds, Retromanía. La adicción del pop a su propio pasado, Buenos Aires, Caja Negra, 2012.

[29] Fredric Jameson, Las semillas del tiempo, Madrid, Trotta, 2000, p. 28.

[30] Hans Ulrich Gumbrecht, Lento presente. Sintomatología del nuevo tiempo histórico, Madrid, Escolar y Mayo, 2010; François Hartog, Regímenes de historicidad. Presentismo y experiencias del tiempo, México, Universidad Iberoamericana, 2007.

[31] Jameson, Las semillas del tiempo, cit., p. 70.

[32] Raphael Samuel, Teatros de la memoria. Pasado y presente de la cultura contemporánea, Valencia, Universidad de Valencia, 2008.

[33] Stephen Brown, Marketing: The Retro Revolution, Londres, Sage, 2001.

[34] Jameson, El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, cit., p. 48.

[35] Illouz, Intimidades congeladas, cit.

[36] Eloy Fernández Porta, Emociónese así. Anatomía de la alegría (con publicidad encubierta), Barcelona, Anagrama, 2012.

[37] Theodor W. Adorno, Minima moralia. Reflexiones desde la vida dañada, Madrid, Akal, 2004, p. 223.

[38] Thomas Frank, La conquista de lo cool, Barcelona, Alpha Decay, 2011.

[39] Véase Pierre Bourdieu, La distinción: criterio y bases sociales del gusto, Barcelona, Taurus, 1999.

[40] Ernst van Alphen, Escenificar el archivo. Arte y fotografía en la era de los nuevos medios, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, 2018, p. 258.

El Arte a contratiempo

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