Читать книгу Ladrón de cerezas - Miguel Tornquist - Страница 7
Alas invisibles
ОглавлениеLa entrevista entre Rufino y Salvaje se llevó a cabo en un café Starbucks enclavado en la esquina de avenida de Mayo y Luis Sáenz Peña, a metros de la Plaza del Congreso, famosa por sus habituales e innumerables manifestaciones populares.
—Podrías haberme convocado en un sitio algo menos transitado y más alejado del caos de la ciudad —se quejó Salvaje visiblemente contrariado.
Por algún motivo, andar por la vida de saco y corbata es sinónimo de respetabilidad y circunspección. Y Salvaje vestía esa solemnidad que contrastaba con la informalidad de los manifestantes.
—Nada mejor que una manifestación socialista para que el futuro gobernador de la provincia de Buenos Aires oiga de primera mano los reclamos de la gente, —respondió Rufino desentumeciendo el mal humor matutino de Salvaje.
—¿Cómo podés estar tan seguro de que se trata de una manifestación socialista?
—Porque la multitud se desplaza desde la avenida San Juan hacia el Obelisco.
”En cambio, si se tratara de una manifestación capitalista, la multitud se desplazaría desde la avenida del Libertador hacia el Obelisco. Es increíble cómo un simple cambio de dirección fracciona la sabiduría popular.
Salvaje se mantuvo en silencio mientras bebía su café Gold Coast blend y observaba a los manifestantes con pancartas en las manos exigiendo más trabajo y planes sociales. Una enorme pancarta le llamó poderosamente la atención. Estaba sostenida por una mujer arrozmente gorda e incluía una leyenda que declaraba sin eufemismo alguno: “tenemos hambre”. Su pensamiento dibujó lógicos paralelismos relacionados con las propiedades de la polenta y su doble interpretación cáustica que no venía al caso aclarar, y prefirió eludirlas en el brevísimo período de unos segundos de cocción. Hubiera podido incorporar a su estofada reflexión las propiedades de lentejas o garbanzos rehogados en su salsa, pero no tenía interés alguno en que tildaran a su pensamiento de gorila. Pero lo mismo se quedó pensando y una sonrisa tenue, palpablemente indecorosa, se asomó por los ángulos de su boca que quiso (o guiso, por continuar con esta pavada onomatopéyica), compartir la ocurrencia con Rufino que observaba perplejo a través de la ventana el desesperado intento de una pequeña mosca por escapar de su repentina prisión de seda plateada: una tela de araña excepcionalmente tejida que se interponía entre la mosca y la libertad. Apiadándose del estado de abstracción en el que se encontraba su alunado amigo, Salvaje dejó pasar unos breves segundos hasta que por fin se decidió a posar su dedo pulgar sobre su homónimo mayor, y ejerciendo una inconmensurable presión frotó ambos dedos haciéndolos chocar entre sí mediante un terrible latigazo cuyo sonido alteró la plácida abulia de Rufino e interrumpió de un chasquido la épica contemplación de la lucha entre la mosca por sobrevivir y la araña por succionar los líquidos del díptero alado.
—Dejá de joder, che —dijo Rufino—. Viví y deja vivir, hermano.
—Será que detesto la dispersión humana— contestó Salvaje.
—Abstraerse es humano, es uno de los pocos instantes en la vida en que se evaporan los pensamientos y nos sumimos al notable privilegio de permanecer con la mente en blanco.
—Yo también andaba pensando en algo relacionado con la evaporación, pero de líquido escaldado.
—¿Notaste que el sonido que se produce con el chasquido de los dedos no proviene del roce entre ellos, sino del golpe del dedo mayor contra la palma de la mano? —observó Rufino de lo más asombrado por el descubrimiento.
—¿De qué hablás, flaco?
—Intentá nuevamente el chasquido y comprobalo por vos mismo.
Salvaje no daba crédito a la conversación, pero la curiosidad mata al gato y se encomendó nuevamente al acto de chasquear los dedos. Los ojos se le abrieron como dos pelotas de hule al comprobar que efectivamente el sonido no provenía del choque entre los dedos sino del latigazo del dedo mayor al estrellarse contra la palma de la mano. Absolutamente absorto por el descubrimiento lo repitió en reiteradas ocasiones hasta cerciorarse de que la hipótesis se convirtiera en la teoría práctica que explicara el fenómeno. Y así coincidieron por unos segundos chasqueando los dedos al unísono mientras los demás comensales encorvaban ligeramente la espalda, intercambiaban miradas reticentes, encogían sus hombros, elevaban las cejas y apretaban los dientes superiores contra el labio inferior.
(Parecía como si todos estuvieran jugando al truco y hubieran ligado en la misma mano el ancho de espada y alguno de los cuatro tres de la baraja española), y amontonaban sus manos encarnando una figura similar al rezo o a la plegaria mientras las sacudían de arriba abajo como si estuvieran mezclando dados u ocultando una vaquita de San Antonio en evidente mueca corporal de sorpresa o alucinación.
Luego de un tiempo prudencial recuperaron la compostura y se encomendaron al motivo que los había reunido allí.
—Debemos sumergirnos en tu infancia, en tu adolescencia, en tus primeros años de juventud y en todo aquello que te formó como persona —le informó Rufino—. Como si fuera un biógrafo, intentaré llevarte por todos los rincones de tu vida hasta dar con tu arquetipo primario. Una vez detectado, pondremos manos a la obra en la construcción de una campaña de comunicación que saque a relucir tu verdadera personalidad, tu verdadera esencia, e impulse tu figura hacia los vericuetos inconscientes de la ciudadanía. Te pido encarecidamente que no faltes a la verdad ni me ocultes información.
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Muchas veces hasta los pacientes más encumbrados les mienten a los médicos, a los psicólogos, incluso a sí mismos. Solo te lo menciono porque si noto que faltas a la verdad, y te aseguro que lo voy a notar, será el fin de nuestra efímera relación comercial.
—¡Yo soy el cliente y vos el consultor, carajo! Soy yo quien decide el momento en que esta relación comercial se termina —se exasperó Salvaje experimentando pequeñas contracciones de cólera mientras revolvía nerviosamente el café al que cargó con tres nuevas cucharadas de azúcar para matizar la amargura que el comentario de Rufino le había provocado.
Rufino apoyó los codos sobre la mesa con el rostro entre las manos.
—No sé por qué te pones así con una simple recomendación, che —dijo Rufino.
—Vos cumplís con esa rara condición innata de cagarme el día cada vez que abrís la boca —se encolerizó Salvaje.
A Rufino le dieron unas ganas locas de tirar todo al diablo. Sin mediar palabra, le dio un último sorbo a su blend Veronna, tomó sus cosas, se incorporó y se marchó del lugar.
Salvaje lo persiguió con la mirada.
Arrastrando las zapatillas con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón y con los ojos en el piso, atravesó la ventana por el lado de afuera del Starbucks donde la mosca y la araña aún se debatían en su enfrascada batalla evidentemente dispar (no por la superioridad física de uno contra el otro, sino por el contexto evidentemente desfavorable para el díptero alado, ya que en una lucha cuerpo a cuerpo en un terreno neutral, el pequeño artrópodo no tendría chance alguna contra la mosca). De repente, Rufino se estremeció no solo por el ruido seco del certero puño de Salvaje estrellándose en reiteradas ocasiones contra la fina capa de cristal que propiciaba de abertura lumínica hacia el exterior o hacia el interior del Starbucks (dependiendo el lado de la ventana en que se sitúe el lector), sino también por la reprobable mueca en que, con una habilidad digna de reconocimiento, hizo curvar sus dedos índice, anular, medio y meñique de ambas manos y los sujetó apretándolos a los respectivos pulgares conformando una especie de recipiente o montoncito que se agitaban con movimientos ascendentes y descendentes en perfecta coordinación de tiempo, espacio y distancia y que expresaban de una manera precisa un exabrupto del calibre de: ¡vos sos boludo! O ¡a vos te faltan algunos caramelos en el frasco! O ¡vos no tenés todos los patitos en fila!
Cualquiera fuera la libre interpretación que el lector quisiera darle a tan repudiable calificación, Rufino tomó la determinación de retroceder sobre sus pasos y acomodar nuevamente el culo en la silla del Starbucks a darle un nuevo sorbo a su blend Veronna, confiriendo un enorme sentido de colaboración a la causa, no sin antes liberar a la exhausta mosca de su evidente final. Había que verla agitar las alas hacia su libertad… Volaba que era un encanto.
—No se me da la gana aguantarme tus ataques de nervios matutinos —se exasperó Rufino soltándole la cadena al perro—. En estrategia en comunicación te llevo años como para que me digas lo que tengo que hacer. Cualquiera de los dos puede dar por finalizada esta relación comercial cuando se le cante las bolas.
—Lo dije por decir, che. Vamos a poner paños fríos al café. No creo que valga la pena tirar por la borda esta profusa relación que estamos construyendo —dijo irónicamente Salvaje encadenando nuevamente al perro—. Tu Carl Gustav de no sé cuánto merece que zanjemos diferencias y nos internemos en los misterios arquetípicos.
—Se me piantó un lagrimón con tus palabras tan sentidas —se burló Rufino. Dicho sea de paso, se llama Jung, Carl Gustav Jung.
—Bueno, como sea.
—¿Hay algo que ames lo suficiente como para morir por ello? Quiso saber Rufino enhebrando nuevamente el hilo a la conversación.
Salvaje pensó en el nombre de la banderita que clavó en el pico del Aconcagua, pero no dijo nada.
—A mis dos hijos —respondió Salvaje, quien había concebido su prole en dos matrimonios diferentes trazando una perfecta conjunción entre sus dos fracasos matrimoniales y sus dos fracasos a gobernador.
—Podrías ser un poco más original —refutó Rufino.
—¿Qué querés que te diga?
—No sé, salgamos del terreno de lo obvio.
Salvaje ensayó una respuesta premeditada, hasta que comprendió que debía responder sin pensar.
—Mi libertad, probablemente. Nada valoro tanto como las alas invisibles que recorren mi espalda y me permiten emprender vuelo.
Rufino era un hombre tan rudimentario para algunas cosas, tan cavernícolamente prehistórico, que, en un acto reflejo, inclinó su cuerpo para cerciorarse de que las alas invisibles no se encontraran efectivamente allí.
—Seguramente pensarás que soy un hombre desquiciado —continuó Salvaje—, pero de alguna manera envidio la inconmensurable libertad del vagabundo que extrema precauciones para mantenerse por fuera del sistema y anda callejeando sin rumbo fijo en una ciudad que se despliega como un abanico de oportunidades, y colores y telas y varillas que se agitan y sacuden la monotonía diaria con una bocanada de aire que no se puede hallar en las prácticas habituales del buen samaritano; la fiesta inimputable con colegas esporádicos que se visten el día y se desvisten la noche según los harapos que hayan podido recolectar por obra y gracias del Espíritu Santo, tomándose un tinto de cartón con la fiel compañía de cuatro o cinco perros de raza dudosa que en su perra vida imaginaron convertirse en ávidos concurrentes de semejantes tertulias.
—Efectivamente creo que estás desquiciado —reflexionó Rufino.
—Establecer domicilio en cualquier esquina y pasar la noche con un cobertor contra la cara y un recipiente de hojalata con granos de maíz para que picoteen las tórtolas y demás plumíferos; mear a la sombra de un ombú, o a la fresca del jacarandá de alguna esquina olvidada; el alboroto hormonal por la emancipación a la presión impositiva, a la contingencia del impuesto a los ingresos brutos, a las ganancias, a respirar y a los jefes abusivos. Y de cuando en cuando, algún golpe de suerte al tropezar con un billete de lotería aprisionado entre dos juntas de adoquines, o con una moneda de 5 pesos, o con una revista de turf que te tira la fija de la sexta carrera del domingo.
—También hay otra cara de la moneda —mencionó Rufino—. Da pena verlos durmiendo a la intemperie en noches congeladas, sentirse eludidos por su olor nauseabundo, o sucumbir a la contingencia de no poder contar con un sistema de salud adecuado, o comer del basurero o de cuando en cuando escapar a los tumbos de los palos de la policía.
—Daños colaterales que ni se comparan con la sublime sensación de cagarte en el deber ser, en tener la fortuna de no tener nada, exceptuando lo único que nadie no puede no tener: libertad. Preguntale a un preso si no le cambia su vida a un mendigo.
Rufino bajó los ojos por un momento. Una especie de lluvia fina le humedeció sus convicciones, le encogió sus certezas y lo apuró a reservar un billete de cien pesos para el vagabundo que estableció domicilio en la esquina de su casa.
—¿Qué cosas no te dejan dormir de noche? —continuó Rufino.
—El irritante zumbido del mosquito —contestó Salvaje con una literalidad digna de Rufino, pero no de él.
—Dípteros zancudos, una manga de crápulas —asintió Rufino mientras retiraba lentamente la película plástica de celofán que reposaba arriba de la mesa y recubría un paquete de cigarrillos, lo acercaba a su boca y comenzaba a resoplar con tal maestría que un chillido similar al zumbido de un mosquito emergió en el ambiente y se hizo carne en los oídos de Salvaje, pzzzpzzzpzzz.
—¡Aflojá, flaco! Me produce dentera ese sonido, al igual que el arrastre de la tiza y las uñas en la pizarra.
—Vos te la buscaste, che, te estoy hablando en serio.
—No sé por qué, pero creo que perder la elección por tercera vez consecutiva sería el fin de mi carrera política. Me considero un tipo joven y con mucho hilo en el carretel. ¿A qué me dedicaría después?
—A vagabundear por las calles —dijo Rufino sin un atisbo de ironía. A veces se expresaba como un niño que no había crecido y que escupía a borbotones su ingenuidad.
—El Partido Republicano se juega mucho en esta elección, no solamente la gobernación de la provincia de Buenos Aires, sino también otras quince gobernaciones provinciales, incluyendo la jefatura de gobierno de la ciudad de Buenos Aires, intendencias, municipios y obviamente la presidencia de la nación donde la doctora Septiembre Del Mar se postula por primera vez como candidata a ejercer la primera magistratura.
La sola mención de Septiembre Del Mar le fue absolutamente indiferente a Rufino, pero mortalmente devastadora a Salvaje que intentó eludir de manera estéril involuntarias convulsiones de espinas clavadas en cada vocal, en cada consonante, en cada acentuación, en cada unidad estructural que conformaban el nombre de Septiembre y que no podía quitar ni con las migajas del amor evidentemente no correspondido.
Salvaje apretó los dientes y siguió hablando como si un tren no lo hubiera pasado por encima.
—Septiembre Del Mar ordenó alinear la campaña de todos los candidatos del Partido Republicano bajo una misma línea de comunicación, bajo una misma premisa, y bajo el mismo liderazgo indiscutido del gurú de la comunicación política, el licenciado Mariano Menéndez.
—Altísimas enunciaciones de bajo… —murmuró Rufino.
—¿Eh?
—No nada, seguí nomás...
—Para de esa manera apoderarnos de un estilo de comunicación propio y reconocible que represente a todos los candidatos por igual, ya que en definitiva militamos en el mismo espacio político.
—¿Mariano Menéndez no era acaso aquella persona a la que le cancelaste la reunión el otro día?
—Sí.
—Extraña manera de tratar a un gurú.
—Por como viene la mano con vos, he de reconocer que tal vez me apresuré un poco.
—De todas maneras, me extraña semejante desorden analítico de una mujer inteligente —reflexionó Rufino mientras se rascaba a mano limpia el sobaco izquierdo. Como si todos los candidatos estuvieran cortados por la misma tijera, como si no se tratara de personas que piensan y sienten diferente, como si se los pudiera enlatar como conservas de picadillo de paté o como una novela brasileña. Las personas no votan partidos, las personas votan personas, y cuanto más genuinas sean, mayores chances de ganar una elección.
—Es verdad eso que decís, Rufino. De hecho, me tomé la libertad de introducir a Septiembre y a todo su equipo de asesores en comunicación a nuestra conversación sobre Jung y su teoría de los arquetipos. De una vez por todas tenía que animarme a patear el tablero y agitar las aguas estancadas de mis convicciones. No soy de amedrentarme fácilmente ante ciénagas pantanosas desprovistas de huellas humanas. Esa mañana me dio por ensayar un decente alegato sobre las marcas arquetípicas y su posible comportamiento en territorios políticos inexplorados.
—Debo reconocer que llevás bien puesto tu nombre —dijo Rufino.
—Tras un largo recorrido sobre el posicionamiento y el propósito de marcas icónicas como Coca-Cola o Harley-Davidson, más una detallada descripción de sus logros comunicacionales establecidos en décadas de coherencia estratégica, propuse apropiarnos de ese estilo de comunicación de productos y convertirnos en pioneros de una nueva etapa de comunicación política sustentada en principios emocionales arquetípicos y no solo en valores racionales empíricos. Al dar por concluido mi alegato, me recliné en la silla y aguardé de brazos cruzados las conclusiones de la comitiva presente, mejor dicho, la sentencia, ya que un silencio sepulcral se apoderó de la sala.
—El silencio habla a gritos, Salvaje.
—Luego de varios minutos de sigilo que parecieron horas, algunos miembros de la comitiva del Clavo Menéndez comenzaron a reírse bajito como en una transición suave y progresiva de colores en degradé que se fueron superponiendo uno por encima del otro en risitas tibias que se amontonaron en carcajadas y desafiaron las cualidades acústicas de la sala. Era tal el alboroto que andaban todos doblados de risa y con los ojos fijos en mí. Bueno, en realidad no todos porque Septiembre se mantenía con un temple sereno, sosegado, sin emitir opinión ni manifestar dictamen alguno.
—Es de no creer cómo se contagia la risa —ironizó Rufino.
—Es evidente que no supe explicarlo bien. No cuento con tu poder de convencimiento.
—Tal vez porque no estás del todo convencido.
—Si no lo estuviera no me hubiera expuesto ante la candidata a la presidencia de la nación. ¿No te parece?
—Me parece que sí, hermano, perdoná…
—Septiembre se mantenía imperturbable, con gesto adusto, carente de emoción. Se la notaba por demás intrigada e inmiscuida en el relato que acababa de escuchar. Al notarla tan abstraída en sus propios pensamientos las sonrisas mermaron considerablemente y un silencio de submarino a mil metros de profundidad se apoderó nuevamente de la sala.
—Ya habían expresado su opinión, Salvaje, eso quedó tan claro como las turbias aguas del Riachuelo.
—Una opinión, al menos, con ciertos altibajos. En ese instante, Septiembre arrinconó al Clavo Menéndez, le pidió su opinión, y lo expuso como a una rana en un laboratorio. Se lo notaba inquieto, intranquilo. Era evidente que no se sentía a gusto en esa situación. De haberse podido escabullir como una rata lo hubiera hecho, pero ya no le quedaba ratonera por donde escapar.
—¡Le pagan para eso! ¿O acaso lo hace gratis?
—Gratis no, pero regalado sí. Al verse tan comprometido no le quedó otra opción que afinar desganadamente las cuerdas vocales y comenzar a despotricar contra los arquetipos, contra Jung, contra el inconsciente colectivo, y de paso te embarcó a vos también en una etimología de “todos a la misma bolsa”.
—Qué macana, che. Jung se estará revolcando en su tumba.
—Te tenía estudiado, eso quedó claro cuando inició su alegato. Dominaba en detalle aspectos personales de tu vida; estaba al tanto de tus miserias y de la mugre que cada uno oculta debajo de la alfombra. Y las expuso sin remordimiento alguno por defenestrar de semejante manera a un colega.
—He tenido algunos logros en mi vida, también.
—No se detuvo en ellos.
—Probablemente porque no estaba al tanto de la sífilis que me contagié a los diecisiete años al entregarme a los placeres de Michu, la madama del prostíbulo de avenida Santa Fe al mil quinientos y pico. Qué lindas épocas aquellas... haceme acordar que te cuente cuando me hice pasar por Napoleón y me corrieron cuatro locos en el Borda.
—El clavo Menéndez te describió como a un hombre sumamente reservado, de una reputación resbaladiza, un publicitario de poca monta, farsante, embustero, mujeriego, y con una dudosa teoría psicológica que no había sido probada dentro de la cultura de marcas y mucho menos dentro del mundo de la política.
—Es la delicadeza misma —reflexionó Rufino.
—Parece que te conoce bastante bien.
—El Clavo y yo nos parecemos menos de lo que parece.
—Ante semejante exabrupto hacia tu persona, Septiembre se alineó a él y dio la orden de ejecutar todas las campañas publicitarias de los candidatos del Partido Republicano bajo los mismos lineamientos de comunicación.
Lejos de amedrentarme, le manifesté que pretendía candidatearme por tercera vez consecutiva a la gobernación de la provincia de Buenos Aires consciente de que en las últimas dos elecciones había salido derrotado comportándome como el mejor compañero de la clase, pero que esta vez prefería ganar la medalla al más desobediente de la escuela. Le expresé abiertamente que había llegado la hora de emanciparme, hacer valer mis propias convicciones y revelarme al sistema, y que mi renuncia se encontraba a su disposición en caso de que no comulgara con mis ideas.
Una cosa había que reconocerle a Salvaje y era su empecinamiento cuando algo se le metía en la cabeza. Ese mismo empecinamiento que habían sufrido el Aconcagua y los siete mares ante un intruso que en un par de expediciones los dejó culo para el norte.
—¿Y qué pasó después?
—Como no podía ser de otra manera el Clavo Menéndez se mostró escéptico de mi comentario, pero Septiembre se sintió atravesada por un sentimiento ambivalente entre la imperiosa necesidad de encolumnar a la tropa y el noble encandilamiento de reconocerse en un soldado que se animaba a romper filas por seguir su intuición. Finalmente primó el sentido común y accedió a liberarme de las cadenas del partido y a darme luz verde para hacer y deshacer mi candidatura como mejor me pareciera, de manera independiente y autónoma. Aunque fue intransigente al afirmar que en caso de que saliera nuevamente derrotado sería el fin de mi carrera política.
—Me alegra que haya accedido, Salvaje. Todo el mundo despotrica contra las ovejas negras, pero al final del día, son las únicas que se atreven a saltar la verja.
—El Clavo Menéndez intentó persuadirla y comenzó a agitar sus brazos vehementemente intentando evitar que me utilizaran como conejillo de Indias, ya que entendía que la única fórmula para acceder al poder se limitaba a la elección de un buen candidato, y en menor medida, a la confección de una buena campaña.
—Es increíble cómo muchas veces la desesperación te obliga a enterrarte a vos mismo pegándote un tiro en un pie. Suena por demás contradictorio el argumento de Menéndez —reflexionó Rufino sin inquietarse. Pero hay algo de cierto en sus palabras: en primer lugar, el candidato, después la campaña. Pero no como entidades independientes ni autónomas entre sí, sino como una simbiosis de dos elementos heterogéneos que se fusionan y forman un núcleo homogéneo. Una ensalada de candidato y campaña condimentada con arquetipos. Envase y contenido todo revuelto en una misma unidad indisoluble.
—¿Envase y contenido? —se interesó Salvaje.
—Una asociación mancomunada de dos elementos perdurables.
—Los envases vacíos se tiran.
—Justamente por eso debemos llenarlos de contenido.
—Por lo visto nos vamos entendiendo.
—Así parece, pero retomemos la senda de nuestra catarsis biográfica. ¿Tus películas favoritas? —preguntó Rufino.
—Indiana Jones, Star Wars, Náufrago —enunció Salvaje recuperando la línea de la conversación mientras levantaba la mano para pedir su segundo café, aunque en esta oportunidad la balanza se inclinaría por una infusión Medium Road originaria de Kenia.
—¿Un personaje admirado?
—Neil Armstrong, Jacques Cousteau, Ernest Hemingway.
—¿Una marca de autos?
—Jeep.
—¿Un deporte?
—Surf.
—¿Una marca?
—Red Bull.
—¿Una marca de indumentaria masculina?
—Timberland, Wrangler, Patagonia.
—¿Una bebida alcohólica?
—Johnny Walker.
A medida que avanzaba la entrevista, Salvaje sacudió sus prejuicios, se fue aflojando el nudo que le aprisionaba la garganta, y su evocación floreció como un árbol genealógico cuyos brotes ramificaron la conversación por el espacio de horas y horas transportándolo a Manchita, su fiel dogo de la infancia cuyo apodo no le hacía justicia a la fama del animal, a su abuela Nelly que a los noventa y cinco años había muerto de nada, que es la manera más difícil de morir, al pelotazo en el vidrio roto del vecino, a su ojo en compota por esa noble adicción de perseguir amores imposibles, a sus sueños incumplidos de convertirse en piloto de líneas comerciales, a su tía Malela y su mousse de chocolate con doce huevos batidos a mano y sus budines de naranja. Compadecía la indulgencia de sus padres por haberse mantenido unidos por amor a sus hijos y no por amor a ellos mismos; como si sus hijos fueran a aplaudir la resiliencia de sus padres de extender la agonía, en lugar de celebrar la desobediencia por claudicar a un amor envejecido.
A pesar de haber contraído matrimonio en dos oportunidades, se quebró al adentrarse en las vicisitudes del amor verdadero del que se sentía ajeno y despojado, ya que jamás había tenido la deferencia de golpear a su puerta, y si lo hizo, él no se encontraba en casa. Era acaso la expresión más pura y sosegada de un hombre al que le brotaban por los poros secreciones hormonales de adrenalina por adentrarse en desafíos imposibles (adjetivo al que le había amputado el prefijo para convertirlo en posible) mediante un espíritu explorador que le permitió conquistar el Aconcagua, navegar los siete mares y cruzar el mar de las Antillas en kayak. Tan a gusto se sentía esa mañana en Starbucks que incluso confesó su próxima proeza que se debatía entre atravesar el océano Atlántico desde el Puerto de Santa Cruz de Tenerife hacia Venezuela en una primitiva balsa de troncos a vela y sin timón, o descender por el hueco de un volcán apagado en Nicaragua.
Sacando pecho, le enseñó la medalla de plata que había recibido al obtener el segundo puesto de la America’s Cup, la competición a vela más importante del mundo, y que siempre llevaba consigo como fiel reflejo de su espíritu deportivo.
Rufino escuchó atentamente a Salvaje hasta convencerse de que el arquetipo que mejor lo representaba era tan encarnizadamente brutal, tan elípticamente proporcionado que hasta un niño lo hubiera detectado con la módica asistencia de su intuición y una lupita que hiciera combustión con las hojitas secas de su pasado. Por un momento lo inquietó haber acordado semejantes honorarios en dólares para un territorio de comunicación tan evidente, tan elocuentemente coetáneo para todo el mundo, menos para Salvaje.
—Ya es tiempo de que saquemos a relucir el aventurero que hay en vos, Salvaje —reflexionó Rufino con un convencimiento tal que hasta los fondos buitre hubieran cedido parte de su ganancia en acciones caritativas.
—¿Aventurero?
—Tan aventurero sos que hasta te llamás Salvaje. Ante semejante exposición, puedo asegurar sin temor a equivocarme que el arquetipo que mejor te representa es el “aventurero” porque siempre se mantuvo latente en tu interior, en la dermis, no en la epidermis, en todo lo que se mantenía oculto, pero acaba de asomar la cabeza por la rendija de la persiana. Es hora de que dejes de ponerte las medias al revés, que te entreabras la camisa y dejes de ahorcarte con la corbata. Tu próxima campaña debe transpirar aventura en cada acción, en cada palabra, en cada gesto. Marcas aventureras como Heineken, Red Bull o Jeep utilizan un tono de comunicación individualista, cosmopolita, inquieto, intrigante, bohemio. Debemos convertirte en el trotamundos de la política, el bon vivant de los grandes placeres de la vida.
—Son justamente las marcas que enuncié anteriormente —balbuceó Salvaje.
—Y esas cosas no pasan por casualidad. Johnny Walker es el whisky escocés más vendido en el mundo. Sus fundadores aprovecharon el apellido de la familia para posicionarse como una marca aventurera.
Su eslogan lo refuerza aún más: “Keep walking”.
El famoso y popular logo de la marca, mejor conocido como “el caminante”, surge en 1908 y, al mejor estilo de la época, representa a un caballero con galera y bastón, elegante y refinado. Su comunicación más emblemática retrata aquellos momentos bisagra de la humanidad: la llegada del hombre a la luna, el primer vuelo a motor, la construcción de la ciudad de Nueva York y la caída del muro de Berlín: “Quién sabe a dónde nos llevará el próximo paso”, declara el concepto de campaña.
—Otra emblemática marca aventurera es casualmente el sitio que nos cobija —continuó Rufino mientras relojeaba vagamente todo aquello que lo rodeaba—. Los orígenes de Starbucks se remontan a la famosa novela Moby Dick escrita en 1851 por Herman Melville que narra la historia del capitán Ahap, quien tiene una extraña obsesión por perseguir a una ballena blanca por los mares de todo el mundo a bordo de su embarcación Pequod. Podrás deducir rápidamente el nombre del primer oficial del barco.
—¿Starbucks?
—Acertaste —confirmó Rufino—. En ese personaje se inspiraron los tres socios fundadores de la que es hoy la cadena de cafeterías más grande del mundo. ¿Sabés en qué sitio abrieron la primera cafetería?
—No.
—En el Pike Place Market, a unos metros del muelle de Seattle, famoso por sus puestos de pescado fresco. Por favor, mirá a tu alrededor y decime qué figura representa su isologo.
—Una sirena, evidentemente —respondió Salvaje mientras comenzaba a explicarse el motivo por el que estaba tan cómodo aquella mañana.
—Una sirena, sí, pero no cualquier sirena; una de color verde, verde naturaleza. En cualquiera de sus 26.000 sucursales se pueden degustar sabores que provienen de todas partes del mundo. Como ese Gold Coast blend que pediste al llegar, o el Medium Road de Kenia que ahora te quema la garganta. Prestá especial atención al mobiliario: madera anudada con grandes tornillos metálicos. A vos que navegaste los siete mares, ¿te recuerda algo?
—Me recuerda a mi embarcación: La Tempestad.
—Es así como decís. La experiencia de compra tampoco se encuentra librada al azar, ya que se distingue justamente por la modalidad de ofrecerte un simple café para que prosigas tu viaje, no para que te detengas.
”Primero te venden la libertad y después te venden el café. Una simple receta que no falla.
”No se trata de un ámbito que se caracterice precisamente por la amabilidad de sus cómodas sillas que inviten a instalarse durante horas a conversar de bueyes perdidos con amigos de ocasión. Cada mínimo detalle, cada pequeño elemento, ha sido estudiado y analizado a la mínima expresión. ¿O realmente alguien se puede imaginar que todo esto es casualidad? Al momento en que una persona se detiene en un Starbucks no solamente absorbe el café, sino también el posicionamiento inconsciente del aventurero y emprende una travesía simbólica en una embarcación en medio del mar, una pequeña licencia que de alguna manera nos ha permitido por un instante escapar de la rutina y de la jungla de cemento. Y esa percepción inconsciente es la que nos predispone a pagar un poco más por un café similar al que encontraríamos a la vuelta de cualquier esquina a un precio ridículamente más bajo.
”Todo es arquetípico en Starbucks; todo, hasta lo que parece que no se ve. Puedo asegurarte que se trata de una de las marcas más admiradas en el mundo, aunque la gente no lo pueda exteriorizar conscientemente. Simplemente aman la marca, aunque no puedan explicar por qué.
”Eso mismo es lo que intentaremos construirle a tu imagen, a tu personalidad, a tu esencia, a tu candidatura a gobernador de la provincia de Buenos Aires. Te garantizo que todos aquellos votantes indecisos entre un candidato u otro se inclinarán por aquel que los confronte, ya que las razones inconscientes actuarán como motor de la conciencia racional. Simplemente se mostrarán incondicionales al candidato, tal como se muestran con aquellas marcas arquetípicas que los representan.
A Salvaje se le había enfriado su Medium Road de Kenia, se le habían caído todos los papeles y algo la mandíbula. Se percató rápidamente de que el verdadero motivo por el cual Rufino lo había convocado en Starbucks era para que se sintiera a gusto, como en casa, o como en una embarcación navegando por las calmas aguas del mar (que para el caso era lo mismo).
La entrevista era una mera formalidad. Rufino conocía de antemano su arquetipo, aunque no lo hubiera de reconocer.
Nada estaba librado al azar en Starbucks, como tampoco nada lo estaba en la mente de Rufino.
—¿Nunca dudaste de mi arquetipo, cierto? Ese fue el motivo por el que me convocaste acá —quiso saber Salvaje.
—Lo intuía —mintió Rufino—. Quizás al final todo se ordena en su justa medida y los planetas se alinean en una antología de fragmentos fortuitos dignos de destacar.
—Nada es fortuito en esta conversación, Rufino. Exceptuando aquellas personas que nos rodean. Todo lo demás ha sido deliberadamente orquestado como en un ensayo que imprevistamente se convierte en la cartelera principal de la noche.
—No me subestimes, Salvaje, en una de esas las personas que nos rodean también toquen en esta afinada orquesta.
—Lo dudo, ya que la mayoría de los músicos abandonaron el lugar en cuanto los instrumentos comenzaron a desafinar con el chasquido de los dedos.
—El arte está en todos lados, hermano, solo que hay gente que no lo sabe apreciar.
—Siempre que hablás de marcas arquetípicas hacés foco en marcas internacionales. ¿Por qué?
—Es una buena pregunta, Salvaje. He estudiado el tema en profundidad y puedo asegurarte que desgraciadamente no hay marcas argentinas o latinoamericanas que se posicionen sobre la base de territorios arquetípicos. Por lo tanto, no son reconocidas globalmente como marcas icónicas, ni tampoco nadie se tatuaría la piel con ninguna de ellas. Algunos ejemplos como Arcor, Mercado Libre o Petrobras solo parecen destacarse fronteras adentro. Probablemente porque siguen pensando en atributos racionales en lugar de imbuirle una personalidad a la marca. Sin embargo, las grandes marcas arquetípicas en el mundo descubrieron que solo hay dos rutas estratégicas para seguir: o reducen el precio o le crean una personalidad a la marca. Entienden que para el consumidor el significado de la marca es tan importante como la calidad de sus productos, si no más. Y entienden que es vital promover un vínculo emocional para que sus argumentos racionales sean escuchados. ¿Podrías imaginar cuál es la ruta estratégica que siguen las marcas latinoamericanas?
—Reducir el precio —reflexionó Salvaje.
—Exacto, y de esa manera se convierten en marcas commodities —continuó Rufino—. Ergo, el precio se transforma en la única variable por ecualizar para vender. Y no hay posicionamiento más débil, táctica más endeble, que el precio bajo porque al momento en que la competencia inicia la descarnada batalla de la remarcación se te viene abajo toda la estantería y te quedás colgado de una liana y con las patitas en el aire.
Me da toda la sensación de que ninguna persona en su sano juicio se pasaría la noche entera haciendo cola junto a otros miles de fanáticos desesperados por adquirir un nuevo celular argentino de marca “pirulito”. Pero, sin dudarlo, se apretujarían contra el frío y se pasarían la noche entera haciendo cola en un local de Apple para convertirse en uno de los primeros mortales en conseguir el nuevo I Phone estratosférico, aclarando, además, que al igual que el café de Starbucks las personas se muestran mejor predispuestas a pagar un precio desorbitante por una marca cuyo significado los representa.
—¿Hay algún ejemplo de una construcción arquetípica aventurera en un simple mortal de carne y hueso? —preguntó Salvaje, dejando a pirulito de lado y yendo directamente al encuentro de menganito.
—¿Alguna vez te tomaste el trabajo de pensar el motivo por el que Hemingway se ha transformado en uno de tus escritores favoritos? —preguntó Rufino.
—Me gusta como escribe, punto. No le des mucha más vuelta.
—Hay muchos escritores que escriben tan bien como Hemingway. Sin embargo, hace unos instantes lo incorporaste a tu listado de personajes más admirados. ¿Alguna vez te detuviste en su vida? Por si te falla la memoria puedo recordarte que se trata de un escritor y periodista estadounidense y uno de los principales novelistas y cuentistas del siglo veinte. En la Primera Guerra Mundial, se alistó como conductor de ambulancias. En 1919 fue gravemente herido en combate y regresó a los Estados Unidos donde escribió su novela Adiós a las armas. Se casó en cuatro oportunidades. Vivió en París y trabajó como corresponsal extranjero. Fue periodista durante la guerra civil española. En la Segunda Guerra Mundial estuvo presente en el desembarco de Normandía y la posterior liberación de París. Poco después de la publicación de El viejo y el mar se marchó en un safari al África donde sufrió dos accidentes aéreos consecutivos que no lo mataron de milagro, aunque le dejaron secuelas en su salud y dolores que lo acompañarían por el resto de su vida. Vivió en La Florida, también en Cuba. Fue un bon vivant y un solitario empedernido.
—He leído su biografía, aunque seguramente no se te escapa que se suicidó a los 61 años.
—Era un ser tan maravillosamente independiente que hasta la última decisión de su vida debía tomarla él.
—A veces el suicidio mata al autor, pero revive a la obra —se congració Salvaje.
—Si la obra es buena vive por siempre. Pero si además es fiel al autor se convierte en un clásico. Solo por citar un ejemplo extravagante: el cuento de El viejo y el mar, escrito por Woody Allen, difícilmente se hubiera destacado, ni hubiera tenido semejante repercusión.
—Eso es evidente, un bicho de ciudad no puede andar ocultándose detrás de olas de arena y médanos de sal.
—Lo que te quiero representar con esto es que no solamente admiramos la pluma del escritor, sino también todo lo que la pluma del escritor no dice con tinta, pero sí dice con experimentaciones mundanas que nos manchan las huellas dactilares con un matiz indeleble que nos queda estampado por siempre como el primer beso o la primera borrachera adolescente.
”Un macho alfa improcedentemente mujeriego que las atraía con una personalidad granítica que hipnotizaba hasta a una carretilla o a una pala, aunque no por sus encantos, sino por su desinterés. Les perteneció a todas y a ninguna a la vez. En realidad, eran ellas quienes lo acechaban como el ratón que ronda, sin saberlo, por las fauces mortales del gato que reposa tranquilamente sobre la buhardilla. Hemingway esconde al hombre que representa a aquel vagabundo o a esas alas invisibles que aletean en tu espalda.
—A las mujeres les encantan los hombres mujeriegos, eso es indudable.
Almitas de Dios, quién las entiende —ironizó Salvaje.
Salvaje comprendía que se encontraba ante la manifestación prodigiosa de lo que durante tantos años se había reprimido, de lo que no podía mantenerse oculto por siempre, de lo que emanaba de su cuerpo, de lo que iba a revelarse el día menos pensado, porque el día menos pensado acababa de hacer su aparición.
—Te suena Richard Branson —preguntó Rufino aludiendo al dueño de Virgin Group.
—Claro, cómo no —replicó Salvaje—. El magnate de los negocios anglosajones.
—No viene al caso detenerse en su visión para hacer negocios, pero un tipo capaz de crear 360 empresas refleja un extravagante espíritu competitivo, porque ser un emprendedor también es sinónimo de aventura.
—La libertad no se refleja únicamente al desafiar la naturaleza —aseveró Salvaje.
—En todo caso se refleja al protegerla —lo contradijo Rufino—. Y a lo que nunca deberías renunciar es a tu propia naturaleza, a tus propias convicciones y a tus propios ideales. Y eso fue justamente lo que movió a Branson a conseguir el récord mundial por el cruce más rápido del océano Atlántico en su embarcación: Virgin Atlantic Challenger. Lejos de conformarse con eso, dos años más tarde, volvió a cruzar el océano Atlántico, pero esta vez en globo. En 2004 realizó el cruce más rápido al canal de la Mancha en un vehículo anfibio. Y unos años más tarde obtuvo el récord mundial al vuelo más rápido entre Marruecos y Hawái. ¿Te recuerda a alguien?
—¿Lo que intentás decirme es que Branson realizó todas esas maravillas para posicionar a su marca Virgin como una marca aventurera? —preguntó Salvaje.
—Más bien lo contrario. Su marca se posicionó gracias a la figura de Branson. Muchas veces las marcas se parecen a sus dueños.
—A ver si logro descifrarte. ¿Estás insinuando que yo debería convertirme en el primer candidato a gobernador en atravesar la Cordillera en globo?
—Vamos progresando, Salvaje —dijo Rufino.
—¿Te volviste loco?
—¿Qué haces los fines de semana?
—¿Qué tiene que ver?
—Todo tiene que ver con todo.
—Visito a mis hijos, ejercito mis músculos en el gimnasio, juego al fútbol con mis amigos, voy al cine, salgo a cenar… Qué se yo, lo mismo que cualquier mortal.
—Pero vos no sos cualquier mortal. Vos sos el candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires —se impacientó Rufino mientras se detenía específicamente en los partidos de fútbol de los fines de semana.
—¿Te gusta el fútbol?
—No mucho.
—Y entonces, ¿por qué lo jugas?
—Porque me da popularidad. Convocamos a la prensa antes de cada partido.
”El fútbol es el deporte argentino por excelencia y me acerca al hombre común y corriente. En cambio, recorrer el país en globo me alejaría de ellos. Me da toda la sensación de que se trata de una experiencia demasiado sofisticada para la gente de a pie, una práctica elitista de la cual no se sentirían representados. Por no decir, además, que le estamos hablando a la gente de un deporte individual en un país donde predominan los deportes en equipo.
—No me llevo bien con aquellos deportes donde se puede empatar —aseguró Rufino. Y generalmente se trata de los deportes en equipo.
—¿Qué tiene de malo empatar?
—Que nadie gana.
—O nadie pierde, según la óptica por donde lo mires.
—Ahora entiendo por qué perdiste las últimas dos elecciones —lo frenó en seco Rufino apretando la pelota y tajeándola con una navaja filosa—. El día que dejes de ser otro ganarás la elección. Los argentinos no se van a identificar con vos porque juegues al fútbol; ellos son fútbol, son baldío, son camiseta de club de barrio, son pelota de trapo y no se van a detener justamente en alguien que hace lo que ellos hacen, sino justamente en alguien que hace lo que ellos no hacen, o no se animan a hacer. Ya te lo expliqué antes. Es cierto que la Argentina es un país relacionista donde predominan los deportes grupales. Es el país de la amistad, de los vínculos sociales, de los encuentros familiares, de los asados, y la sobremesa. Los argentinos no somos de raíz argentina. No descendemos de los aztecas como los mexicanos, ni de los incas como los peruanos, ni de los mayas como los guatemaltecos. Adolecemos de una raíz cultural, de una tradición arraigada a una civilización arcaica. No hay apellidos argentinos porque descendemos de los españoles y de los italianos, países gregarios si los hay. Hasta el origen de la palabra “argentina” es italiano. Ciertos arquetipos pueden aparentar ser más efectivos en una cultura que en otra. Por ejemplo, los arquetipos generalistas como “hombre/mujer común” parecen ideales para una cultura relacionista como la nuestra. Y los arquetipos individualistas como el salvaje (evitando alusiones personales) funcionarían mejor en culturas individualistas como las de Estados Unidos o Inglaterra. Sin embargo, la teoría funciona exactamente al revés. A las culturas relacionistas les generan una mayor atracción inconsciente aquellos arquetipos individualistas y a las culturas individualistas les generan una mayor atracción inconsciente aquellos arquetipos relacionistas. Es como la gata flora, quieren lo que no tienen. Pero no debemos confundir individualismo con egoísmo, autonomía con codicia. En realidad, construyen algo colectivo sin perder su individualidad. La propia persona sin abstracción de las demás. Lo importante es que las grandes masas de gente no anulen al individuo.
Debemos comenzar a quemar los libros de marketing que avalan esas teorías de que la gente se mira en el espejo que les devuelve su figura; eso de que buscan marcas que hablen su mismo idioma. El arquetipo “aventurero” es individualista, pero no por eso deja de ser gregario.
Pues entonces debés abolir la pelota y comenzar con los preparativos para atravesar la cordillera de los Andes en globo. No los subestimes. Las personas captan rápidamente cuando alguien hace algo forzado buscando sacar un rédito que no le corresponde. Ellos pueden detectar que jugás al fútbol por conveniencia. Y como no te creen no te compran y tu imagen en lugar de crecer se desmorona. Así de simple. Te van a empezar a votar cuando te animes a escalar el Aconcagua o a cruzar a nado el Río de la Plata o cuando rompas el espejo de la identificación que no es tal. Está en tu naturaleza y tu naturaleza es lo que crece en tu jardín, no en el jardín del vecino.
—He escalado el Aconcagua. Sin embargo, que yo sepa, nadie se percató—lo contradijo Salvaje.
—No lo escalaste siendo candidato. Además, en lugar de haber convocado a la prensa a un partido de fútbol deberías haberla convocado al pie de la montaña. De haberlo hecho, ya serías gobernador.
—Dudo de que quisieran acompañarme a escalar el Aconcagua.
—Ellos no, pero su tinta sí.
—Avalo tu teoría, Rufino, pero hay algo que no me termina de cerrar. Jamás me consideré un aventurero, en todo caso siempre preferí ser reconocido como un expedicionario.
El comentario le abrió los ojos a Rufino.
—¿Cuál es la diferencia?
—Parafraseando al intrépido Alfredo Barragán: “Un aventurero se tira al mar a ver qué pasa. Un expedicionario, en cambio, se tira al mar sabiendo exactamente lo que va a pasar porque durante años estudió las corrientes marinas, la dirección de los vientos, las temperaturas, las profundidades oceánicas, los termo climas”. Al expedicionario las cosas no le van sucediendo, sino que hace que le sucedan. No puede ocurrir un imprevisto. Antes de lanzarme con Nelo Pimentel a recorrer los siete mares, trabajamos denodadamente en la estabilidad de La Tempestad, en su quilla, en sus lastres, en su combinación de peso y longitud. Esta obsesión por los detalles la implementamos en cada desafío intempestivo que iniciamos.
Rufino leyó algo entre líneas que es la manera más difícil de leer.
Extrajo del bolsillo del saco la libreta que siempre llevaba consigo y comenzó a anotar agitando las manos dando muestras de una visible excitación.
Salvaje le había concedido una nueva óptica sobre los arquetipos, una capa de arena que tapaba algo más profundo aún. Algo extremadamente peculiar olfateaba en ese hallazgo, pero aún no lo podía descifrar. A Rufino lo excitaba interactuar con personas inteligentes porque se nutría de ellas y habitualmente les extraía algún jugoso entrecot de la mente.
—Soy yo quien debería agradecerte por la lección arquetípica que acabo de experimentar —bramó Rufino extasiado—. ¡El expedicionario y el aventurero! Dos caras de una misma moneda que se complementan.
—Acostumbro a sorprender a la gente —alardeó Salvaje sin entender realmente lo que había dicho para extasiar de tal manera a Rufino.
—Tampoco te pienses el quinto Beatle —replicó Rufino bajándole los humos.
—Es que estás re manija, che.
—Porque se me acaba de espabilar una idea que me ha estado dando vueltas en la cabeza por años.
—Alguno de los tantos misterios que aún no han sido develados.
—Hay algo detrás del aventurero —dijo Rufino emborrachándose de nostalgias.
Salvaje se sentó al borde de la silla, echó su cuerpo hacia atrás y le puso una mano en el hombro a Rufino.
—Desde hoy que la tenés con los aventureros, Rufino, pero vamos a zambullirnos al mar de los expedicionarios, vamos a navegar entre olas mayores que los tres a cuatro metros y a enfrentar las más aterradoras tormentas y vientos huracanados, y muy probablemente seremos cebo de tiburones, pero no vamos a naufragar. De eso debemos quedarnos tranquilos.
Rufino echó el cuerpo hacia adelante, apoyó ambos codos sobre el borde de la mesa y se puso a observar por la ventana cómo se diluía la manifestación socialista.
—Estamos como queremos —balbuceó Rufino.
Finalmente se estrecharon las manos y se dieron una palmada en el hombro. Mientras Rufino se retiraba del lugar, Salvaje comenzó a desajustarse la corbata que tanto lo oprimía.