Читать книгу Íntimo paraíso - Millie Adams - Страница 5

Capítulo 1

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CORRÍA el rumor de que Dante Fiori podía destrozar a un hombre por el simple procedimiento de arquear una ceja. Era implacable, decidido, poderoso, mal enemigo para cualquiera. Había salido del arroyo con ayuda de su mentor, Robert King y, no contento con superar las expectativas de este, había aumentado su fortuna.

Dante era una fuerza de la naturaleza. Todas las mujeres querían estar con él y todos los hombres, ser como él; todos, menos su mejor amigo, Maximus King, quien además de considerarlo sobrevalorado en exceso, tenía el valor de decírselo.

En resumen, era el rey de todo reino que le interesara, aunque no tuviera sangre real. Y esa fue la razón de que se quedara atónito cuando el mundo cambió de repente en mitad del salón de los King.

Dante había ido a la ciudad para asistir a uno de sus animados encuentros, a los que siempre le invitaban. Esta vez, se trataba de celebrar el nuevo éxito de Violet King, la mayor de las hijas, quien iba a presentar su nueva gama de maquillaje en un acto retransmitido por televisión que, al parecer, llegaría a varios millones de espectadores.

Mientras miraban la pantalla, reparó en la ausencia de uno de los miembros de la familia. Robert estaba sentado junto a Elizabeth, su mujer, y Maximus descansaba en el sillón de enfrente, con un whisky en la mano; pero Min no les había honrado con su presencia.

Dan no sabía qué pensar sobre Minerva King, la más joven del clan. No se parecía nada a sus hermanos. No era como Maximus, un relaciones públicas que sabía manipular a los clientes más difíciles con su sonrisa encantadora y su mirada de acero; y tampoco era como Violet, la ambiciosa e impresionante mujer que había transformado su pequeño negocio en una empresa multinacional.

Sin embargo, el origen de su desconcierto estaba en otra parte. Sencillamente, no se hacía a la idea de que aquella niña que hablaba sin parar se hubiera convertido en una mujer y hubiera sido madre. Para él, Min seguía siendo la criatura que correteaba por los jardines como un ratoncillo de pelo castaño, siempre buscando animales y haciéndose daño en las rodillas.

Por lo que Dante sabía, Min se había ido al extranjero en viaje de estudios y había regresado con un bebé de apenas un mes, para sorpresa de sus padres. Pero ni Robert ni Elizabeth eran precisamente conservadores. Podían entender que una King hubiera tenido una hija sin decirles nada y que la hubiera tenido sin estar casada. Lo que no podían entender era otra cosa: que la King en cuestión fuera Minerva y no Violet.

En los cuatro meses transcurridos desde entonces, la situación se había calmado hasta el punto de que todos aceptaban la existencia de la pequeña con naturalidad. El único que tenía reparos era el propio Dante, quien se enfurecía cuando veía a Min con su hija. No le parecía bien que aquel ser indomable hubiera renunciado a su libertad. Desde su punto de vista, seguía siendo una niña; aunque tuviera veintiún años y fuera madre.

Madre.

Si hubiera podido, habría machacado al tipo que la había dejado embarazada, un extranjero del que ni siquiera sabían el nombre.

No lo podía evitar. Sentía debilidad por Minerva desde su infancia, cuando corría de un lado a otro como una exhalación que solía terminar en caídas de las que salía ilesa. Pero a veces no tenía tanta suerte. A sus dieciséis o diecisiete años, un chico que le gustaba la humilló durante un baile, y la intervención posterior de Robert, que se enfadó con el joven, solo sirvió para que se sintiera aún más avergonzada.

Al ver lo que sucedía, Dante se ofreció a bailar con ella y le dio un consejo:

–No dejes que te vean llorando.

Se lo dijo de corazón. Tal vez, de un modo excesivamente grave. Pero el truco funcionó, y Min dejó de llorar.

¿Por qué le importaba tanto Minerva King? Ni Dante lo sabía ni tenía la costumbre de interrogarse sobre sus propios motivos. Era un hombre de acción, que se limitaba a actuar cuando las circunstancias lo exigían. Y quizá fuera ese el problema: que ahora no exigían nada y, en consecuencia, no había nada que hacer.

Cansado de dar vueltas al asunto, se concentró en la pantalla del televisor. Si todo iba según lo previsto, vería la presentación de Violet y, cuando terminara, hablaría con Robert para intentar convencerle otra vez de que unieran fuerzas; en parte, porque pensaba que era lo mejor para sus dos empresas y, en parte, porque había contribuido al éxito de King Industries y le interesaba tanto como si fuera suya.

Por supuesto, Robert se resistía a que los King compartieran el control con él, pero ni Maximus ni Violet estaban interesados en mantener la fábrica. A fin de cuentas, los dos tenían sus propios negocios y, aunque la segunda usara la empresa de su padre para el proceso de fabricación, desarrollaba sus productos por su cuenta y contaba con su propia red de distribución y progreso.

Solo había otra persona que se podía interponer en su camino: Minerva, naturalmente. Sin embargo, estaba convencido de que no se opondría a la fusión. Y lo estaba porque no creía que aquella niña charlatana y juguetona tuviera ambiciones en ese campo, por mucho que hubiera crecido.

¿Quién le habría dicho que su seguridad saltaría por los aires unos segundos después, cuando Min apareció en la pantalla para sorpresa de todos?

–Sé que no están aquí para escuchar habladurías sobre mi familia, sino para asistir al lanzamiento de los nuevos productos de mi hermana –empezó la joven–. Pero, como su nueva gama se llama Rumores, me ha parecido que sería una ocasión excelente para aclarar las cosas sobre los rumores que he provocado.

Dante se quedó boquiabierto. La Minerva que hablaba no era su ratoncillo de pelo castaño, sino una mujer preciosa que tenía un bebé entre sus brazos.

–Se ha especulado mucho sobre el padre de mi hija, Isabella. Y, aunque estoy acostumbrada a ser el único miembro de mi familia que nunca sale en las noticias, he decidido poner fin al secreto –continuó Min, clavando sus brillantes ojos verdes en la cámara–. ¿Quieren saber quién es? Pues bien, el padre de mi hija es Dante Fiori.

Robert, Elizabeth y Maximus se giraron hacia él al mismo tiempo, perdiendo todo interés en la televisión.

Y no lo miraron precisamente con afecto.

Lo había hecho. Muerta de miedo, pero lo había hecho. Y Violet había estado encantada de permitírselo, porque a su hermana le gustaba tanto el espectáculo que no hizo ninguna pregunta sobre su sorprendente anuncio hasta que terminó la gala y se subieron a la limusina.

–¿Dante es el padre? –dijo.

–Sí –respondió ella, cada vez más asustada con su mentira.

–¿Dante se acostó contigo?

Min no supo a qué se debía la perplejidad de Violet. Quizá, a que Dante no se acostaba nunca con mujeres como ella; quizá, a que le molestaba que Dante la hubiera tocado o quizá, sencillamente, a que estaba un poco celosa. A fin de cuentas, Violet era la belleza de la familia, y Minerva nunca había llamado la atención; por lo menos, hasta que volvió del extranjero con un bebé, lo cual había desatado todo tipo de rumores.

Min no necesitaba ser muy lista para saber que su vida se podía complicar en cualquier momento. Cualquier idiota podía hacerle una foto con Isabella y vendérsela a la prensa, que la publicaría en todo el mundo. Y, si Carlo la veía, ataría cabos. Pero no tomó ninguna decisión hasta que recibió un SMS donde la amenazaban.

Isabella estaba en peligro. Ella estaba en peligro.

Min estaba convencida de que la sobredosis de Katie no había sido un accidente. Su difunta amiga había pasado sus últimos días entre la angustia y el terror. Sabía que Carlo era un hombre con muchos recursos, y sabía que las había descubierto.

Sin embargo, se habían sentido bastante seguras durante una temporada. Katie no era famosa y, aunque Min fuera una King, nadie la habría reconocido fuera de los Estados Unidos. Pero Carlo había conseguido localizarla y, al localizarla a ella, también localizó a Katie y a la propia Isabella.

Tenía que hacer algo. Katie había muerto y, si no encontraba una solución, Carlo le quitaría a la niña.

Fue entonces cuando se le ocurrió la idea. Solo tenía que decir que la niña era suya y de Dante. La gente se lo creería y, cuando la noticia llegara a la prensa, Carlo no sospecharía nada, porque solo la había visto un par de veces cuando estaban en Roma, y no le había prestado ninguna atención.

Por desgracia, el SMS demostraba que se había equivocado al respecto.

–A papá le va a dar un infarto –afirmó Violet.

–¿Tú crees?

Min no podía creer que su padre se lo tomara a la tremenda. Robert King era el no va más del aplomo, como había demostrado cuando se presentó de repente con un bebé. Naturalmente, ella le preguntó si le molestaba, y él contestó que no tenía ningún motivo para estar enfadado, porque era una mujer adulta con dinero de sobra para cuidar de Isabella y una mansión gigantesca a su disposición.

No, la reacción que le preocupaba a Min no era la de su padre, sino de Dante. Y cruzó los dedos para que el viejo amigo de su familia estuviera en Fráncfort, Milán o su despacho de Nueva York; en cualquier sitio menos en la casa de los King.

Pero no tuvo tanta suerte. Cuando la limusina llegó finalmente a su destino, las esperanzas de Minerva saltaron por los aires.

Dante estaba allí.

Tan alto, imponente y devastadoramente atractivo como de costumbre. Tan fuerte y seguro como la noche en que la sacó a bailar después de que su amigo Bradley le confesara que solo había salido con ella para poder entrar en la mansión de los King y contárselo después a sus amigos del instituto.

Había sido una de las experiencias más humillantes de Min. Y también la mejor de todas, porque la traición de Bradley la puso en brazos de Dante Fiori, un hombre que le habría gustado a cualquier mujer.

Desde entonces, se sentía tan atraída por él como si fuera un imán. Cada vez que lo veía, se estremecía por dentro. Y, por mucho que le disgustara, no lograba resistirse al deseo.

–Parece enfadado –dijo Violet en voz baja.

–Bueno, ya se le pasará.

Minerva alzó la barbilla en gesto orgulloso y miró al supuesto padre de su supuesta hija. Estaba en la entrada de la mansión, en compañía de Robert y Maximus, que parecían tan disgustados como él.

Sin esperar ni un momento, Dante caminó hacia la limusina, abrió la portezuela y clavó en ella sus insondables ojos negros.

Min tuvo la sensación de que podía ver hasta los rincones más oscuros de su alma, y recordó las cosas que le habían contado de él: que Robert King lo había conocido en Roma cuando Dante era un adolescente y que Dante le había intentado atracar; que Robert le había dado su reloj y que, creyendo ver algo en el chico, le dio también su tarjeta y le dijo que, si quería cambiar de vida, lo llamara.

Y sorprendentemente, Dante lo llamó.

Min conocía muchas historias sobre el hombre que la estaba mirando; casi todas, terribles. Pero nunca se las había creído, porque su padre tendía a adornar sus narraciones y porque algunos detalles no encajaban del todo. De hecho, habría apostado cualquier cosa a que la verdad sobre Dante era mucho menos dramática.

–Tenemos que hablar, ¿no crees? –dijo él.

Dante la tomó de la mano y la ayudó a salir del vehículo. Para entonces, Maximus y Robert ya estaban a su lado.

–Y cuando termines de hablar con él, hablarás conmigo –intervino Maximus.

–Acompáñame. Así te librarás del pelotón de fusilamiento –añadió Dante, irónico.

Min miró la mano que aún se cerraba sobre sus dedos y se acordó de un día lejano, cuando tenía doce años de edad. Se acababa de caer de un árbol y, al verla en tales circunstancias, Dante se acercó a ella y la tomó en brazos. Su contacto le gustó tanto que se estremeció; pero le dio miedo, y se apartó al instante.

–Eres un peligro para la humanidad –continuó él.

–Sí, bueno… Tengo que sacar a Isabella del coche.

–Adelante.

Ella se inclinó sobre la limusina, desabrochó el cinturón de seguridad de la sillita del bebé y lo alcanzó. A esas alturas, ya no importaba que Isabella fuera hija de la difunta Katie. Min la quería como si fuera suya, y estaba verdaderamente asustada con la posibilidad de que Carlo la encontrara; pero, aunque nunca se había considerado valiente, haría lo que fuera necesario por salvarla.

Dante la llevó al despacho de Robert y, una vez allí, cerró la puerta y dijo:

–Explícate. Sabes tan bien como yo que esa niña no es mía.

–¿Se lo has dicho a mi familia? –preguntó, acunando al bebé.

–No, no he dicho nada. Tendrás que decírselo tú porque, si se lo digo yo, no me creerán –respondió–. En la hora que has tardado en volver a casa, he tenido que dar cien razones a tu hermano para que no me asesinara. ¿Y sabes cuál era la más importante? Que si soy su padre, me necesitarás.

–Y es verdad. Te necesito.

Dante arqueó una ceja, pero no dijo nada.

–Lo siento. Tuve pánico –añadió ella.

–¿Pánico? ¿De qué? –se interesó–. ¿Qué ocurre?

–Fuiste el único hombre que me vino a la cabeza, el único que tenía el poder suficiente. Y tenía que protegerme, Dante. ¡Tenía que proteger a Isabella! Y, como siempre has sido amigo de la familia, pensé que todos creerían que tú y yo… en fin, que…

–Sí, ya, no hace falta que termines la frase. Pero pensaste mal. La idea de que yo pueda acostarme contigo es sencillamente ridícula.

Minerva no se había sentido tan pequeña y despreciable en toda su vida. Dante tenía razón. La idea de que un hombre como él la quisiera en su cama era absurda. Pero Robert y Maximus se lo habían creído y, si ellos lo creían, también podía engañar a los demás.

–Oh, vamos, los hombres tienden a mantener relaciones que, en principio, no tienen ni pies ni cabeza –declaró ella, intentando mantener su orgullo a salvo–. Son cosas de sus fantasías sexuales ocultas.

–¿Ah, sí? Pues las mías están tan a la vista de todos que las publican en los periódicos de medio mundo. Y tú no encajas en ellas.

Min se volvió a sentir insultada, aunque el comentario no le sorprendió en absoluto. A Dante le daba igual que las mujeres fueran rubias, morenas o pelirrojas; solo quería que fueran esbeltas y refinadas, es decir, como Violet.

–Me alegro de saberlo –replicó.

–¿Por qué lo has hecho, Minerva?

–Lo siento, no quería causarte problemas –se volvió a disculpar–. Alguien nos ha amenazado a Isabella y a mí, y tenía que inventarme una historia para protegernos… una paternidad alternativa, por así decirlo.

–¿Una paternidad alternativa?

Min tragó saliva.

–Sí, es que el padre de Isabella es el hombre que nos ha amenazado.

Dante la miró con escepticismo.

–Ah, pero ¿sabes quién es? Pensé que no lo sabías.

Minerva no supo si sentirse sorprendida, ofendida o encantada con su intento de zaherirla, porque implicaba que la creía capaz de mantener relaciones amorosas secretas; pero, a decir verdad, solo la habían besado una vez, estando en Roma en compañía de Katie.

Una noche, se fueron a una discoteca y, mientras bailaba con un joven del que ni siquiera conocía el nombre, él se inclinó y la besó sin previo aviso. Pero no le gustó nada, así que fingió que le dolía la cabeza, salió del local y tomó un taxi para volver al hostal donde su amiga y ella se alojaban.

–Por supuesto que sé quién es. Desgraciadamente, su identidad tiene implicaciones de las que no fui consciente hasta más tarde.

–¿Qué significa eso?

Min dudó; quizá, porque no podía decirle la verdad sin confesarle que Isabella no era hija suya. Pero, por otra parte, Dante era una de las pocas personas de las que confiaba. Siempre había cuidado de ella, desde que era una niña. Y, a fin de cuentas, sus vidas estaban en peligro.

–Su padre es miembro de una familia del crimen organizado –dijo, armándose de valor–. Huelga decir que yo no lo sabía cuando lo conocí. Y ahora la está buscando… bueno, nos está buscando.

–¿Insinúas que estás verdaderamente en peligro?

–Sí. Y la única forma de que nos deje en paz es convencerlo de que no es el padre de Isabella –contestó.

–¿Y crees que se lo tragará?

–Bueno, no tenía más opción que intentarlo –se defendió–. Necesito que me protejas.

Él la miró con intensidad, como si estuviera mirando a una niña que había hecho una travesura. Y, de repente, su expresión cambió.

–Si esa niña fuera hija mía, seríamos familia –afirmó Dante.

–Sí, supongo que sí.

–Y tendremos que hacernos fotografías, para que todo el mundo sepa que estamos juntos. De lo contrario, pensarán que soy un mal padre.

–Sí, imagino que sí…

–Pero, si Isabella fuera mi hija, tendríamos que hacer una cosa.

–¿Una cosa? –dijo ella, frunciendo el ceño.

Dante, que había empezado a caminar de un lado a otro como un tigre enjaulado, se detuvo súbitamente y respondió:

–Sí, la única salida que tenemos.

–¿Cuál?

–Casarnos.

Íntimo paraíso

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