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Los hombres angustiados. Juan Muñoz

Esta tarde, en mi primera salida tras el confinamiento, he bajado a la playa en bicicleta. Compruebo que los barceloneses, sedientos de mar, hemos interpretado a nuestra manera la norma que prohíbe alejarse más de un kilómetro de casa. Hay quien se ha disfrazado de atleta para salir sin levantar sospechas. Si haces deporte, se puede, dice el manual de desescalada. Yo he pedaleado hasta el mar. Aquí, desde lo alto del paseo, el panorama aturde. En circunstancias normales, los chiringuitos habrían estado llenos de jóvenes escuchando esos ritmos hipnóticos que son ideales para presenciar una puesta del sol. Los restaurantes desbordados, los manteros extendiendo su mercancía, corrillos junto a la orilla, el trasiego de taxis frente al hotel W, el desfile de aviones en su descenso hacia El Prat.

No es que hoy no haya gente. Al contrario, veo mucha más de la que sería aconsejable en esta fase temprana. Veo a las parejas hacerse selfis frente al corazón que el guardián del hotel W ha dibujado en la fachada abriendo y cerrando cortinas. Veo cómo a través de los móviles se intercambian esas fotos con otras fotos de otros corazones en otras ciudades donde el tiempo está tan detenido como en la mía. Veo los castillos de arena que nadie construirá y las olas sin surferos y las persianas bajadas de los restaurantes.

Y entonces, sin haberlos buscado, me fijo en ellos. Son los hombres eternamente confinados, los personajes de una historia de reclusión que empieza décadas antes de la pandemia. Los inadaptados de la Barceloneta. Como de costumbre, poca gente repara en su desgracia: están ocultos bajo esos cuatro magníficos ejemplares de bellasombra, un árbol también llamado ombú que tiene como base unas raíces gruesas que afloran a la superficie.

Son los cinco hombres angustiados de la escultura de Juan Muñoz titulada Una habitación donde siempre llueve, situada en la plaza del Mar. Una obra que fue instalada en 1992, cuando el Ayuntamiento emprendió, de la mano del arte, una transformación radical del espacio público. Cinco individuos sobre otras tantas peonzas que nos transmiten su pasmo.

De normal, la escultura ya sobrecoge. Son cinco condenados a cadena perpetua incrustados en medio de una postal playera. El contraste es llamativo. Pero hoy, cuando tenemos que pasar gran parte del día encerrados en casa, lo que impresiona es precisamente la ausencia de contraste. La instalación es más que nunca un espejo: sus barrotes son los nuestros y su playa prohibida es nuestra playa prohibida. El corazón del hotel palpita dentro y fuera de la habitación sin techo.

Me acerco al letrero de la obra. De no ser por él, no hubiera sabido que los hombrecillos reposan sobre un lecho de mármol, tal es la suciedad del piso. Sin embargo, no puede decirse que la escultura esté abandonada. El conjunto de la estructura se conserva bien. Debe de resultar difícil mantener el suelo brillante debajo de una vegetación tan frondosa.

Pero pienso que, aun teniendo un mantenimiento correcto, el trabajo de Juan Muñoz, igual que el de otros artistas, es víctima de cierta incomprensión. Nunca se acumula la gente para verlo. Es una joya ciertamente oculta en el corazón promiscuo de Barcelona. Un ángulo muerto. Un recordatorio de algo que no queremos recordar. Solo me viene a la memoria una circunstancia concreta en que la obra sí conecta con su entorno. Sucede en pleno verano, cuando los inmigrantes que trabajan vendiendo pareos se sientan a la sombra de los ombúes o bellasombras para protegerse del sol, haciendo compañía a los reos de piedra. Seguro que la imagen hubiera sido muy del agrado del autor. También los vendedores del top manta son, de alguna manera, prisioneros, seres atrapados en un círculo de penurias del que pocos podrán evadirse.

Tendré la suerte de poder comentar estas impresiones, días después, con Lucía Muñoz, hija del artista fallecido en el 2001. Hablamos por teléfono. Le complace la imagen de los vendedores ambulantes arrimándose a la obra. Le agrada menos saber de la suciedad del suelo porque, explica, el contraste entre las piezas y el piso debía realzar la idea de teatralidad. Una teatralidad, dice, pirandelliana: los hombres de Muñoz son cinco personajes en busca de un autor que es el espectador, que con su mirada escribe la obra y completa la historia. Relee por teléfono Lucía Muñoz un texto de su padre a propósito de Pirandello:

Una lluvia que cae sobre un sombrero que no consuela, pero engaña. “Yo amo los momentos en que nada ocurre, cuando por ejemplo un hombre dice: ¿Me da fuego? Ese tipo de solución me interesa enormemente, o ¿qué quiere usted comer?”. Buñuel hablaba sin esperanza de absolución. Yo quisiera hacer una habitación así. Sin esperanza, llena de una lluvia irrefutable. Cayendo sobre una conversación indiferente.

Cuenta Lucía Muñoz que Juan quería ayudar a que la plaza dejara de ser un arrabal y se convirtiera en un espacio amable:

–Es una pieza que impacta enormemente en la gente cuando se la encuentra. Te puedes ver reflejado en el encierro o con la imposibilidad de conectar con algo a lo que no se puede llegar. Su obra siempre vive entre el diálogo y la extrañeza, la risa y el dolor. Provoca que la gente se haga preguntas sobre la condición humana. Pero es cierto que el arte tiene también un gran poder transformador del espacio, por eso me gusta esa imagen que me explicas de los inmigrantes que venden pareos y se acercan a la sombra de la escultura de Juan.

Su mención al arte como un agente de cambio y progreso me sugiere una pregunta. En tanto que barcelonés. ¿En qué momento dejamos de apreciarlo? ¿En qué momento permitimos que languidecieran las esculturas de Muñoz, Oldenburg, Serra, Chillida, Mariscal, Tàpies, Plensa, Horn, Kounellis o Liechtenstein? ¿Por qué ya no se encargan hoy esculturas a los grandes artistas para que ese museo al aire libre que es Barcelona incorpore el siglo XXI a su colección? Las obras de esos genios del pasado están aquí, razonablemente bien cuidadas. Esperando a que las nuevas generaciones las reconozcan como lo que son: expresiones de talento que apelan a la sensibilidad. Una invitación a levantar la mirada y a sorprenderse. No sería ni costoso ni complicado prestigiarlas, elevarlas otra vez a la categoría de arte.

Bastaría con que los estudiantes de teatro representaran a Pirandello junto a los hombres pasmados de Juan Muñoz. Espacio hay de sobras. O programar conciertos de jazz al lado de las balanzas de Jannis Kounellis en la placita que hay frente al Centre Cívic de la Barceloneta, donde nadie explica que aquello es una obra de un pionero del arte povera. O trasladar actividades culturales junto a los imponentes Mistos de Oldenburg, otra joya oculta de la ciudad. Conferencias en el mural de Keith Haring, conciertos de verano en la obra playera de Rebecca Horn, una exposición retrospectiva sobre la gran cosecha de esculturas de 1992...

Barcelona precisa de estímulos y puede encontrarlos en el arte. Pero también más allá.

La escultura no es el único activo que está desaprovechado en una ciudad que necesita proyectos e ilusiones. Ni siquiera se trata solo de la cultura. Hay muchos recursos en todos los ámbitos que movilizar antes de caer en la tentación de la queja y el agravio. Hay una creatividad efervescente que se manifiesta a través de la tecnología, la ciencia, la gastronomía, el deporte, las start-ups, las industrias avanzadas, la economía verde, la economía azul, la economía alimentaria, la economía circular, las políticas urbanas o la crítica social. Hay una cultura de grandes eventos pendiente de que se active el botón de reinicio. Hay energía política que canalizar hacia causas globales. Hay un tejido comercial maltrecho, pero con capacidad de reacción. Una infraestructura turística donde abundan los ejemplos de trabajo bien hecho, pero que tal vez tenga que adaptarse a un nuevo contexto más volátil. Hay proyectos incipientes esperando impulso, aniversarios que pueden ser el pretexto para alinear iniciativas de éxito. Y tendría que haber, sobre todo, voluntad de reactivar la ciudad.

Reactivarla no es lo mismo que reinventarla. Barcelona suma dos milenios de historia y no tiene que reinventarse. Málaga se ha reinventado como destino de turismo urbano a partir de la cultura. Con mucho mérito ha conseguido crear una red de atractivos culturales que la han situado entre las ciudades más dinámicas del país. Es un modelo por su determinación de proyectarse a través del arte, el teatro o el cine. Pero hasta ahí llegan las comparaciones. Hay ciudades que tienen que reinventarse y otras, en cambio, deben tratar de reencontrarse con su mejor versión.

Barcelona se adentra en un contexto económico siniestro. El sector turístico, que antes de la pandemia aportaba un 13% del PIB (se estima que su peso puede superar ampliamente un 20% si se contabilizan efectos indirectos) aún no se ha recuperado del golpe. La Cambra de Comerç de Barcelona calcula que en el 2020 la ciudad dejó de ingresar alrededor de 25.000 millones de euros por el frenazo a la llegada de visitantes. Los turistas han vuelto, pero esta industria está aún lejos de poder inyectar el volumen de recursos que requiere una ciudad tan volcada en el sector servicios como esta. Las ciudades con una dependencia extrema del turismo sufren más que el resto en contextos de gran incertidumbre. Lo sabíamos, pero nos daba igual.

A todo ello hay que sumar la destrucción de empleo en muchos sectores. La merma de tejido empresarial comienza a pasar factura. Barcelona corre el grave riesgo de estancarse como una ciudad de sueldos bajos. En el 2020, Madrid, País Vasco y Navarra superaban a Catalunya en salario medio bruto, según datos del INE. Si se convierte en tendencia, esta desventaja puede acabar siendo un lastre para la captación y retención de las personas más capacitadas.

También se extiende la sensación de que el traslado de sedes sociales empieza a pasar factura. Como se temía, la desbandada de miles de compañías a ciudades como Valencia, y sobre todo Madrid, hace que algunos altos ejecutivos pasen ya más tiempo fuera de Barcelona que en ella. El desplazamiento de las personas que toman las decisiones sobre patrocinios o inversiones es un proceso lento pero difícil de contener, sobre todo cuando Madrid se ha liberado de sus complejos y antepone su crecimiento a cualquier atisbo de equilibrio territorial. La capital se ha ido y Barcelona, en manos cada vez más de delegados y subdelegados, se ha descapitalizado, sin que se escuche una voz unánime que reclame el retorno de las sedes. Lo han empezado a plantear las patronales, aunque son conscientes del escollo que suponen el asunto de la seguridad jurídica y la brecha fiscal. El argumento de que el traslado de sedes es simbólico y no tiene consecuencias en la práctica ya no se sostiene.

Mientras tanto, el concepto de sociedad civil cae en desuso. Las nuevas generaciones de la burguesía desisten de seguir el ejemplo de sus mayores y apenas reinvierten en la ciudad. Hay excepciones, claro, pero se acentúan tendencias como la inversión en bienes inmuebles y el traslado del patrimonio a entornos fiscales más amables. Está por ver en qué momento las fortunas de nuevo cuño del ámbito de la tecnología asumirán ese papel dinamizador que en su día jugó la vieja economía, si es que algún día llegan a hacerlo. Conectar el capital de esa nueva economía con los proyectos de Barcelona es un reto mayúsculo de la ciudad. Para lograrlo habrá que reventar no pocas burbujas.

Las heridas de la crisis serán profundas y sangrarán durante mucho tiempo. Se empieza a intuir que distritos como Ciutat Vella están dando un salto atrás de varias décadas. El trabajo de muchos años para corregir desigualdades se ha venido abajo por el frenazo económico. Se disparan los desahucios, y hay más gente que nunca durmiendo en la calle. La situación será igualmente delicada en muchos barrios metropolitanos y en municipios de toda Catalunya. No es un problema exclusivo de Barcelona. Todas las aglomeraciones urbanas sufren una sacudida que agrandará la brecha social. Madrid no es una excepción. De hecho, es la comunidad con más desigualdad de España.

De la mano de este empobrecimiento ha llegado también un preocupante incremento de la inseguridad, otro de los grandes desafíos de los próximos años. Asumir entre todos que la seguridad no entiende de ideologías ayudaría a impulsar las soluciones correctas. La falta de seguridad suele perjudicar a quien menos tiene. Un ejemplo es la proliferación de narcopisos, una epidemia que se ceba en la población de Ciutat Vella y que las administraciones no han sabido atajar a tiempo. La incapacidad de impulsar una reforma legal que combata la multirreincidencia está también en el debe de las administraciones.

Tampoco ayuda la proliferación de actos violentos en la calle. Que esta sea un fenómeno compartido con otras ciudades no resta trascendencia al problema: Barcelona ha realizado un esfuerzo superior al resto para proyectarse al mundo, y esto la hace más vulnerable en cuestiones de imagen. Para Barcelona tienen un coste extra las fotos del espacio público vandalizado. La economía barcelonesa se ha especializado en los últimos tiempos en la capacidad de atraer talento y visitantes. Y esa economía necesita del escaparate. Igual que las tiendas. De un escaparate de postal en el que primen la cultura (en un sentido amplio que incluya la gastronomía, el diseño o la educación), todas las formas de innovación y, sobre todo, el equilibrio social. No ayuda en este sentido el desprestigio de las fuerzas de seguridad favorecido por las propias administraciones para aplacar a los sectores más antisistema.

Recoser ese tejido roto por la pandemia va a requerir de cuantiosas inversiones, y nadie mejor que los ayuntamientos conoce cuáles son las prioridades. Pero no solo los ayuntamientos, sino los ayuntamientos y sus circunstancias, es decir, todo ese tejido de agentes sociales, culturales y económicos que interactúan con ellos y que constituyen lo que los urbanistas anglosajones definen como comunidad. Aquí cabrían desde las universidades, las patronales, los sindicatos, las asociaciones vecinales hasta los colectivos culturales. Un rico sustrato subnacional, en suma, que ha ampliado su influencia en la escena global.

Pero, por la razón que sea, no se ha contado con las ciudades a la hora de diseñar el aterrizaje de esa lluvia masiva de fondos europeos. Las urbes catalanas, además, han sufrido el desgobierno de una Generalitat que estuvo en el limbo durante meses decisivos de la tramitación de los proyectos para la transición verde y digital. Tendrá que pasar aún mucho tiempo antes de que pueda hacerse balance de los fondos Next Generation, pero el arranque no ha sido alentador. También está por ver qué reparto hace el Gobierno central de ese dinero.

En este contexto de escasez y crispación social es previsible que buena parte de la energía política se canalice hacia la queja y la descalificación. Por ello, si hay una ocasión propicia para que la sociedad organizada asuma su protagonismo y acompañe a las administraciones en la búsqueda de soluciones, es esta. De hecho, se empieza a trabajar con esa dinámica propositiva, de abajo hacia arriba. La prueba es la proliferación de think tanks y de plataformas que promueven diferentes formas de innovación. Aun a riesgo de incurrir en la dispersión y la redundancia, todos estos proyectos aportan un capital muy valioso en la apuesta por la reactivación.

No deberíamos deprimirnos cuando una sobremesa donde se discute sobre Barcelona acaba sumida en un ambiente sombrío. Porque a la misma hora, en otras casas o restaurantes de la ciudad, se están repitiendo decenas de conversaciones similares. Y es imposible que de tanta reflexión no salgan al menos una o dos ideas de futuro aprovechables. Ideas que, bien articuladas y generosamente compartidas, pueden servir para que la ciudad esquive la decadencia a la que, según muchos, está abocada.

Decadencia, en cualquier caso, es un término muy categórico. ¿Es Barcelona, en sentido estricto, una ciudad decadente?

Si nos atenemos al diccionario, el hecho de haber ido a menos en algunas cuestiones importantes hace que la ciudad sea merecedora de ver su nombre asociado a este concepto. Sobre todo, se ha producido una merma considerable de la autoestima, entendida esta como una actitud emocional que en los momentos más vibrantes de la historia de Barcelona ha actuado como motor de transformación. Esa pérdida de la confianza, sumada a la autocrítica feroz de los barceloneses, ha generado un estado de ánimo negativo que ni las administraciones ni los líderes de opinión aciertan a revertir. Es más: otras ciudades competidoras aprovechan esa tendencia a la autoflagelación pública de Barcelona para hurgar en la herida. Pocas ciudades del mundo hay tan habituadas como esta a retransmitir en directo el lavado de su ropa sucia.

Es cierto también, sin embargo, que el término decadencia invoca la idea de un período continuado de declive. Decaen las sagas familiares, decaen los movimientos artísticos y decaen las ciudades y países que durante años se van alejando de aquello que habían llegado a ser. ¿Ha entrado Barcelona en ese proceso? ¿O no sería más preciso decir que corre el peligro de caer en la decadencia? Tal vez nos falte una perspectiva más amplia para determinarlo. Perspectiva temporal, pero también espacial, porque está por ver cómo se recuperan el resto de las ciudades globales del golpe que ha supuesto la pandemia. No solo en Barcelona hay desánimo y crispación. No solo en Barcelona se agudizan las desigualdades.

Pero es innegable que hay una sensación extendida de desidia y de que faltan proyectos colectivos ilusionantes. Es necesario, sobre todo, que cristalicen ideas que están ahí y que en su conjunto tienen potencial para revertir el estado de ánimo general y volver a inyectar autoestima al motor de la ambición barcelonesa. Hay que prestar atención a esas generaciones de jóvenes curtidos por dos crisis económicas descomunales. Tienen mucha energía y talentos retenidos que al liberarse pueden impulsar insospechadas vías de recuperación. Ellos y ellas pueden ser artífices de ese renacimiento cultural que invoca José Enrique Ruiz-Domènec para la salida de la pandemia.

Objetivo, 2023

Regreso a la habitación sin esperanza de Juan Muñoz una mañana de primavera del 2021, un año después. Me he propuesto iniciar aquí un paseo imaginario por la Barcelona del 2023.

¿Por qué la del 2023 y no la del 2022, la del 2024 o la de ese 2030 que fija unos objetivos medioambientales tan inspiradores para una ciudad como Barcelona?

De la misma manera que los Juegos de 1992 sirvieron como resorte de transformaciones en muchos casos positivas, 2023 ofrece suficientes alicientes para que la ciudad se tome la fecha como un pretexto. Es una ocasión para consolidar proyectos. En el 2023 se celebran los cincuenta años de la muerte de Pablo Picasso. De hecho, el Ministerio de Cultura ha decretado el año Picasso. Se celebran también los cuarenta años desde la muerte de Joan Miró y el centenario del nacimiento de Antoni Tàpies y de Victòria dels Àngels. Ya hay una gran exposición en preparación para recordar a los dos primeros, grandes del arte universal. La misma muestra viajará a París en el 2024. Se celebran también los cien años de la histórica visita de Albert Einstein a Barcelona. O el medio siglo de la llegada de Johan Cruyff al Camp Nou, un hecho que cambió para siempre la historia del principal club de la ciudad.

En otro orden de cosas, se prevé que en el 2023 se inaugure la ampliación del Macba y que aquel año (hay elecciones municipales) se estrenen algunas de las nuevas calles verdes del Eixample, es decir, la prolongación de las supermanzanas como vanguardia de esa revolución urbanística que atrae la atención del mundo, generando no poca polémica en la propia Barcelona.

Es de esperar también que, de no mediar nueva debacle, los grandes eventos que han tenido que cancelarse o redimensionarse en el 2020 o el 2021, como son el Mobile World Congress, la feria audiovisual ISE o los festivales Sónar y Primavera Sound, vuelvan a coger en el 2023 velocidad de crucero después de un 2022 de transición. Lo mismo puede decirse de la programación de las instituciones culturales, que podría verse reforzada gracias a las ayudas europeas y al renovado programa de cocapitalidad.

En el 2023 deberían estar también en fase de realización proyectos como el polo de conocimiento de la Ciutadella, la ampliación de Tech Barcelona, la nueva D-Factory del Consorci de la Zona Franca, el nuevo centro de investigación de la Fundació la Caixa, el gran proyecto del solar de la antigua Mercedes en Bon Pastor o la consolidación de la montaña de museos, teatro y deporte de Montjuïc. Pero también se puede esperar mucho de la conexión del distrito tecnológico del 22@ con el centro de la ciudad a través de la plaza de las Glòries, que habrá dejado de ser un muro psicológico infranqueable. Lástima que la reforma de la Rambla no pueda sumarse a la fiesta, ya que ha sido relegada en la agenda urbanística.

Por supuesto, como recordaron Esteve Almirall, Antoni Garrell, Xavier Marcet y Xavier Ferràs en un artículo en La Vanguardia, el mundo no espera ni a Catalunya ni a Barcelona. La competencia entre ciudades y regiones para recuperar el tiempo perdido es feroz. Nadie en el resto de España o en el extranjero verá esa suma de aniversarios como un motivo especial de celebración si no es la propia Barcelona, con su potencial de marca, la que se convence a sí misma de que se puede aprovechar el 2023 para resituarse como ciudad emergente. En el contexto de esa nueva Bauhaus europea que promueve la Comisión de Ursula von der Leyen. Y en un marco de problemáticas globales sobre las que la ciudad, por su tradición política, tiene mucho que decir. Por ejemplo, en el ámbito del humanismo tecnológico, la corriente que aboga por paliar los excesos de la revolución tecnológica. O en la cuestión de los desplazamientos masivos de población motivados por conflictos políticos, como el de Afganistán. O en el drama de los refugiados climáticos, ligado a la aceleración del calentamiento global y llamado a marcar la agenda europea de los próximos años. En Barcelona hay un amplio consenso social y político sobre las políticas necesarias para abordar estas cuestiones.

Si una ciudad no acierta a publicitar sus proyectos ilusionantes, es más difícil atraer talento o inversiones. Es decir, no se puede aspirar a tener empleo de calidad y mejora social si no se dispone de una economía atractiva y abierta. Es necesario forzar la máquina de la actividad económica para que la ciudad pueda revertir el elevado coste social de la pandemia y corregir los desequilibrios de todo tipo que esta catástrofe ha provocado. Afrontando para ello dos cuestiones eternamente relegadas: mejorando la fiscalidad para la captación de talento y liquidando la burocracia.

Es probable que todo ello tenga que hacerse sin el apoyo decidido de una Generalitat que puede seguir flirteando con el discurso de que no hay vida sin Estado propio (algo que desmiente la propia historia de Barcelona y la de otras ciudades dinámicas de Catalunya) y de un Gobierno central condicionado por el poder intimidatorio del renacido nacionalismo español, que tiene su cuartel general en el Gobierno de la Comunidad de Madrid.

En cualquier caso, los partidos con opción de gobierno que concurrirán a las municipales del 2023 (ERC, BComú, PSC y Junts) tienen responsabilidades en las tres administraciones principales. Todos están en condiciones de poner de su parte para este relanzamiento. Para conseguir avances, tendrá que descartarse o minimizarse la práctica de esa tendencia al no de entrada que vicia los proyectos antes de que puedan debatirse con calma. Se ha constatado en las polémicas sobre el Hermitage o sobre la ampliación del aeropuerto.

Pero la oportunidad está ahí: el 2023 como arranque de una nueva etapa. En el calendario de los próximos años, Barcelona cuenta ya con algunas bazas de peso, como ser sede de la edición del 2024 de la feria nómada de arte Manifesta o como haber sido designada por la Unesco capital mundial de la arquitectura en el 2026. En resumen, se trataría de actuar como si a Barcelona le hubieran concedido unos juegos en el 2023 y se dispusiera a organizarlos con un enfoque social, igualitario, digital, innovador, ecológico y, por supuesto, metropolitano.

Proyecto Barcelona

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