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Capítulo 2

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FIONA se detuvo en el arcén y miró el callejero para comprobar que conocía el camino a Kenthurst. Sólo había ido allí dos veces, después de todo, hacía diez años.

Kenthurst era una zona semi rural y cada vez más exclusiva que estaba en las afueras al norte de Sydney, tenía un paisaje pintoresco con montones de árboles, colinas ondulantes y aire fresco. El lugar perfecto para los terrenos aislados que posee la gente privilegiada a quien le gusta la calma y la intimidad.

Hubo un tiempo en el que los hombres de negocios de Sydney se construían casas de verano en las Blue Mountains o en la región montañosa del Sur para huir del calor y del ritmo acelerado de la ciudad. Después se inclinaron más por los palacios con aire acondicionado en terrenos de cinco a veinticinco acres, en Kenthurst o Dural y por vivir allí casi todo el año.

El padre de Philip había hecho eso. También poseían un apartamento en Double Bay donde se quedaba cuando trabajaba hasta tarde en la ciudad o cuando llevaba a su esposa a la ópera o al teatro. Era un sitio enorme, que ocupaba toda la planta de un edificio de tres pisos, estaba amueblado con antigüedades, y tenía una cama con dosel y cuatro columnas en el dormitorio principal que perteneció a una condesa francesa. Fiona lo sabía porque había dormido en ella.

Bueno… no durmió exactamente.

Se preguntaba si Philip habría dormido con su futura esposa en la misma cama, si le habría hecho sentir lo mismo que había sentido ella.

«No empieces a ponerte amargada y retorcida», se aleccionó. «Es perder el tiempo, cariño. Concéntrate en la tarea que tienes entre manos, llegar a la casa de Kathryn a las once».

Fiona no quería llegar tarde. No quería que esa mujer tuviera la oportunidad de mirarla otra vez con superioridad.

Apretó los dientes y se concentró en el callejero. Una vez que memorizó las direcciones que debía seguir, sacó el Audi recién pulido del arcén y volvió a la autopista.

Una ligera sonrisa apareció en su boca. «No era el coche lo único que había limpiado y pulido esa mañana», pensó riéndose del comentario que hizo acerca de que el domingo no iba a madrugar porque Kathryn Forsythe quisiera.

Su orgullo hizo que se despertara a las seis. A las nueve, había retocado todo su cuerpo, se había peinado la melena y hasta se había hecho la pedicura. Fiona pensó que si por casualidad tenía que quitarse los zapatos y las medias, o cualquier otra ropa, quería que su interior fuese tan perfecto como la superficie.

Al final, lo que le creó más problemas fue la ropa de la parte exterior. En su opinión, algo incomprensible, ya que tenía un armario lleno de la mejor ropa, muy elegante y de la mejor calidad.

Además como era invierno tenía que haberle resultado mas fácil elegir el traje que se iba a poner. Pero no fue así. Los trajes negros que utilizaba para trabajar le parecían demasiado fúnebres, los grises, un poco pálidos ahora que ya no estaba bronceada. El color chocolate era el color de moda del año anterior. ¡No iba a aparecer vestida de ese color! Sólo le quedaba el color crema o el gris pardo. Nunca llevaba colores vivos. Ni blanco.

Estuvo dudando hasta que no le quedó más remedio que decidirse. Se le echaba el tiempo encima.

Desesperada, se vistió con un traje de lana de color crema. Unos pantalones de pierna recta, un chaleco con el cuello de pico, y una chaqueta de manga larga y con solapa. Como los botones del chaleco estaban forrados y llevaban un ribete dorado, decidió que ponerse un collar sería demasiado cargante para un traje de día.

Se puso un reloj clásico y unos pendientes de oro de dieciocho quilates, que le había regalado un admirador.

El bolso y los zapatos eran de piel suave. Le habían costado una pequeña fortuna. Se había maquillado lo mínimo, los labios y las uñas pintados de color marrón. El perfume también era regalo de un admirador, que le dijo que era un perfume exótico y sensual como ella.

Una vez satisfecha con su aspecto, salió de casa preparada para enfrentarse a la mujer que casi destroza su vida.

«Pero despegué de nuevo, Kathryn», se dijo en alto mientras tomaba la salida hacia Kenthurst, «como el fénix».

Fiona se rió, consciente de que Noni ni siquiera habría sabido qué era el fénix. «Has llegado muy lejos, cariño», se felicitó, «muy, muy lejos. Merece la pena ponerse un poco nerviosa para demostrarle a la madre de Philip hasta dónde has llegado».

En ese momento salía el sol y el reflejo de los rayos en el coche rebotaba directamente hacia sus ojos. Fiona buscó las gafas de sol que guardaba en la guantera de la puerta, se las puso y sonrió.

Quince minutos más tarde pasó por delante de la casa de los Forsythe, dejó de sonreír y frunció el ceño.

La casa había cambiado en esos diez años. No sólo el muro de ladrillo que rodeaba la propiedad, sino que le parecía más pequeña y menos intimidadora. Seguía siendo una mansión imponente, la fachada era imitación del estilo Georgiano y estaba situada en lo alto de una colina, a una altura suficiente como para poder tener una vista de trescientos sesenta grados de los alrededores.

Fiona detuvo el coche y observó la casa. «¡Claro! ¡Qué tonta! No era la casa lo que había cambiado, sino su manera de percibirla. Después de todo ya no le impresionaban las mansiones ni la intimidaba la riqueza.

Volvió a sonreír, dio la vuelta y se dirigió hacia el camino de entrada. La reja de hierro estaba abierta, a pesar de la cámara de seguridad que había encima de la columna y del intercomunicador colocado en el poste.

Dejar las rejas abiertas era una imprudencia, pero quizá Kathryn las había abierto porque esperaba su llegada. Su reloj marcaba las once menos dos minutos. Fiona entró, miró por el retrovisor y comprobó que la reja seguía abierta.

«Bueno», pensó y se encogió de hombros. La seguridad de Kathryn Forsythe no era su problema.

La familia de Philip no era tan importante como la de sus tíos. Su tío Harold era un industrial, poseía varias fábricas de comestibles y un montón de caballos de carreras. Su tío Arnold era un pez gordo de la prensa y de la hostelería.

El padre de Philip, Malcom, era el más joven de los tres Forsythe y se dedicaba al derecho empresarial. Philip le dijo una vez a Fiona que era posible que su padre fuese más rico que sus otros dos hermanos, ya que no malgastaba el dinero ni en el juego ni en mujeres.

Los tres hermanos Forsythe se habían casado con bellas mujeres de familia bien, lo que incrementaba sus bienes y aseguraba una buena combinación genética para sus hijos. Harold engendró cinco hijos e hijas, y Arnold tres hijos traviesos. Malcom tuvo un único hijo, Philip.

Ninguno de los hermanos se divorció, a pesar de los rumores que corrían de que Harold y Arnold mariposeaban con muchas mujeres. Las tres esposas de los Forsythes salían a menudo en los suplementos dominicales y en las revistas del corazón, luciendo los logros de la última cirugía estética. Pasaban la mitad de su vida en desfiles de moda, bailes benéficos y verbenas.

Ese tipo de cosas, antes, impresionaban a Fiona.

Ya no.

Miró fríamente las verdes praderas y los árboles alineados, y no se le aceleró el pulso a medida que se acercaba a la casa. La primera vez que entró en ese camino fue diferente, su corazón latía con fuerza y sentía el estómago lleno de nudos. Por aquel entonces, mientras se dirigía a Manderley junto a su rico esposo, se puso tan nerviosa como la protagonista de Rebecca.

Fiona comprendía bien los sentimientos de inseguridad y de incompetencia que experimentaban las novias. Ella había sentido lo mismo. Era curioso que en su inesperado regreso a Manderley ella era la primera esposa.

A medida que se acercaba, la casa se veía más grande. Era blanca y de dos plantas, tenía el tejado de pizarra y las ventanas estaban colocadas simétricamente. El diseño parecía inglés, al igual que el paisaje formado por árboles ingleses y un ordenado jardín. Sin embargo, nada disimulaba el toque australiano: el cielo azul y las montañas cubiertas de eucaliptos, también azules por la neblina que se formaba en ellas.

El camino asfaltado y serpenteante acababa en una placita cubierta con gravilla roja que tenía en el centro una fuente al estilo de Versalles.

El Audi se detuvo frente al pórtico de columnas blancas y casi delante de la puerta en donde la señora de la casa estaba de pie al sol.

Fiona miró a la madre de Philip. Kathryn estaba tan arreglada como ella la recordaba, e igual de elegante. Llevaba un vestido azul de lana, un collar de perlas y el cabello rubio perfectamente peinado.

Pero había envejecido. Mucho. Era posible que aparentara la edad real.

Debía de tener sesenta años. Hacía diez tenía cuarenta y tantos, aunque no aparentaba mas de treinta y cinco.

También parecía débil, como si le hubieran sacado el relleno. Estaba un poco encorvada y su cara denotaba tristeza, lo que hizo que Fiona sintiera un poco de compasión.

Todo su interior se rebeló ante ese desagradable sentimiento.

«¿Compadecerme de Kathryn Forsythe? ¡Nunca!»

Fiona quitó las llaves del contacto y las metió en el bolso, salió del coche y cerró la puerta. Se quitó las gafas de sol y se volvió hacia la que fue su enemiga deseando no ser reconocida.

Kathryn la miró de arriba a abajo y no dio ninguna muestra de haberla reconocido. Todo eran signos de aceptación, incluso de admiración.

Curiosamente, Fiona no se sintió triunfante, sino que, de repente, se sintió malvada y deshonesta.

–Usted debe de ser Fiona –dijo Kathryn mientras le tendía la mano para darle la bienvenida.

Fiona se sintió desarmada, sonrió y le dio la mano mientras su mente trabajaba a toda velocidad. «Es amable contigo sólo porque tienes el aspecto que tienes», se advirtió a sí misma, «ni se te ocurra pensar que esta mujer ha cambiado. Sigue siendo una esnob. Y si alguna vez descubre quién eres, te odiará a muerte y se pondrá muy furiosa. Te lo aseguro. Así que cariño, pide disculpas y ¡sal ahora mismo de Manderley!».

–Y usted debe ser la señora Forsythe –contestó Fiona de forma educada. Una manera de hablar completamente distinta a la que antes acostumbraba, llena de argot y malas palabras.

–No, cariño. Llámame Kathryn –dijo dándole un pequeño abrazo.

Fiona se quedó helada. La Kathryn Forsythe de hacía diez años nunca hubiera hecho eso. Ni siquiera con sus parientes o amigos. La madre de Philip era una mujer reservada y distante que sentía aversión hacia el contacto físico.

–Después de todo –continuó Kathryn–, vamos a pasar mucho tiempo juntas durante las próximas semanas, ¿no?

Fiona debía de haber dejado las cosas claras, pero dudó demasiado y perdió la oportunidad.

–¿Cómo te fue ayer en la boda, cariño? –le preguntó Kathryn mientras se dirigían hacia la casa–. Hizo un tiempo estupendo, teniendo en cuenta que es agosto.

–Todo salió bien –contestó Fiona con sinceridad e intentó pensar cómo salir de esa situación cada vez más comprometedora.

–Supongo que todo lo que haces sale bien. Me ha impresionado tu aspecto y lo puntual que has sido. Hoy en día hay mucha gente a la que no le importa llegar tarde a una cita ni el aspecto con el que acuden a ella. Siempre he creído que la ropa dice mucho de un hombre y sobre todo de una mujer. Tú y yo nos vamos a llevar muy bien, cariño.

«Eso suena más como la Kathryn de antes», pensó Fiona.

En realidad, ella también opinaba lo mismo. No soportaba a la gente que llegaba tarde a las citas de negocios y no le gustaba la gente desaliñada. Se había dado cuenta de que la gente que no se preocupaba por su aspecto no solía hacer bien su trabajo.

¿Eso significa que juzgas a un libro por su portada, cariño?, le dijo una vocecita interior.

El ruido de un coche que circulaba por el camino de entrada la distrajo de sus pensamientos.

–Debe de ser mi hijo –dijo Kathryn cuando se acercó un Jaguar negro con cristales polarizados. Aparcó al lado del Audi de Fiona.

Ella sintió pánico y se puso otra vez las gafas de sol deseando que Philip no la reconociese.

–Creí que habías dicho que Phi… tu hijo… no podía venir hoy –dijo Fiona un poco tensa.

Kathryn no se dio cuenta de su nerviosismo.

–Llamó hace un rato desde el móvil y me dijo que Corinne, su prometida, se había levantado con migraña y que no quería asistir a la comida que tenían en un crucero por el puerto. A él no le apetecía ir solo, así que al final ha decidido venir a comer a casa. Colgó antes de que pudiera recordarle que tú estarías aquí también.

Fiona miró al coche. Debido a los cristales polarizados, no podía ver al conductor. Pasaron unos segundos hasta que Philip salió y ella se dio cuenta de que estaba esperando ansiosa a que se abriera la puerta del conductor.

Fiona comenzó a encontrarse mal. Había cometido un gran error al ir allí ese día. ¡Un terrible error!

Al fin se abrió la puerta y Philip salió del coche, una vez fuera se volvió para mirarlas.

¿Se lo imaginaba, o Philip la estaba mirando?

Seguro que no. Debía ser su imaginación. Él no podía reconocerla, y menos con las gafas de sol puestas.

Estaba paranoica. Él también llevaba gafas de sol. Era imposible saber hacía dónde dirigía su mirada, o cuál era la expresión de su cara.

En el momento que rodeó el coche y se dirigió hacia ellas, Fiona comenzó a mirarlo ávidamente, de la misma manera en que lo hizo el primer día que él entró en Gino’s Fish and Chips, diez años antes.

Iba vestido con unos vaqueros y un jersey gris. Nada elegante, sólo llevaba ropa informal.

Tenía que admitir que Philip, el hombre, era aún más espectacular que Philip, el joven. Se cumplía la promesa de la perfección. Su cuerpo desgarbado había tomado forma. Ya no tenía cara de niño sino un rostro maduro tirando a clásico y llevaba el cabello castaño perfectamente acicalado.

A los veinte años, Philip era muy atractivo. A los treinta, realmente peligroso.

Kathryn soltó el brazo de Fiona y se acercó a Philip para darle un abrazo.

–Me alegro de verte, hijo. Espero que no hayas conducido muy rápido.

–Nunca conduzco muy rápido, querida madre. No puedo permitirme manchar mi expediente.

–Mi hijo es abogado –dijo su madre con orgullo mirando a Fiona.

Philip también la miró y Fiona sintió una fuerte opresión en su pecho.

–¿Y a quién tenemos aquí, madre? ¿No nos vas a presentar?

A pesar de que Fiona se había relajado un poco, sintió cierta desazón al darse cuenta de que ¡él no la había reconocido! No tenía por qué estar decepcionada. Pero, lo estaba. Él le dijo una vez que nunca la olvidaría, que la amaría el resto de su vida.

Al parecer, el resto de su vida había caducado diez años después. Aunque en realidad empezó a agotarse desde el momento en que ella salió de su vida.

–Es espantoso, Philip, cómo te olvidas de las cosas estos días –dijo su madre sin percatarse de la ironía que contenían sus palabras–. Fiona es la organizadora de bodas de Five–Star Weddings de la que te hablé el viernes. Estoy segura de que te comenté que hoy comía con ella. Fiona, este es Philip, el novio olvidadizo. Philip, esta es Fiona. Fiona Kirby, ¿verdad, cariño?

–¿Cómo está señora Kirby?

–Señorita.

–Lo siento, señorita Kirby.

–Oh, no la llames así, Philip, ya nos estamos tuteando, ¿verdad, cariño? Cómo le he dicho a ella, vamos a pasar mucho tiempo juntas, así que tenemos que ser amigas.

Fiona quería gritar y salir huyendo. ¿Amigas? No sería capaz de ser amiga de Philip y de su madre, antes preferiría ser amiga de un par de asesinos.

Por el momento, estaba atrapada. Owen la odiaría si despreciase a una familia tan influyente como los Forsythe y encima dañase la fama de Five–Star Weddings. Ella lo comprendía. Había sido idiota al ir allí en persona y arriesgarlo todo sólo por el maldito orgullo.

–¿Ya has decidido que Five–Star Weddings organice la boda? –preguntó Philip a su madre con el ceño fruncido.

–Sin duda. Desde el momento en que vi a Fiona, supe que ella era la persona adecuada para hacerlo.

–¿Ah, sí? Qué interesante. De todos modos, a mí me gustaría saber qué idea tiene antes de tomar alguna decisión o de firmar algún contrato.

–¡Abogados! –exclamó Kathryn–. Ven problemas en todo lo que hacen.

–Nada de eso, simplemente no me gusta precipitarme, y menos en los negocios. El mundo está lleno de tramposos. No sé nada de Five–Star Weddings, sólo lo que tú me contaste por teléfono. Tampoco conozco a la señorita Kirby, sólo lo que veo aquí. Aunque por fuera sea muy atractiva, por dentro puede ser cualquiera.

Fiona se quedó de piedra. Le daba igual lo que pensara Owen. Al diablo con todo. No permitiría que Philip la insultara de esa manera.

Se quitó las gafas y lo miró con frialdad, al ver que él seguía sin reconocerla, se puso aún más furiosa.

–Señor Forsythe, Five–Star Weddings tiene una reputación impecable –afirmó–, al igual que yo. ¿Me permite recordarle que fue su madre la que solicitó esta cita y no al revés? Sin embargo, puedo enseñarle muchísimas cartas de recomendación y un gran álbum de las bodas que he organizado. Aunque no se lo crea, estoy muy ocupada y sólo he venido aquí para hacerle un favor a mi socio, que aceptó esta cita sin consultarme. Dadas las circunstancias, será mejor que encuentres a alguien más, Kathryn. Encantada de haberte conocido.

Kathryn le agarró el brazo antes de que ella pudiera escapar.

–¡No te vayas, por favor! –dijo antes de mirar a su hijo y continuar con la voz temblorosa y llena de rencor–, ¿y qué pasa contigo, Philip? ¡No sabía que eras tan maleducado!

–No he sido maleducado. Estaba siendo sensato. Además, en vista de que la señora Kirby está tan ocupada, será mejor que busques a otra persona.

–¡No quiero a otra persona! Quiero a Fiona. Es a ella a quien me recomendaron. Además, me cae bien. ¿Si te pago el doble de lo normal, harás el trabajo personalmente, verdad querida?

–Bueno, yo… yo…

–¡Por favor, madre! No…

–¡Philip! –lo interrumpió Kathryn. Durante unos minutos reapareció la Kathryn obstinada y mandona de hacía diez años–, Corinne y tú me pedisteis que os ayudara a organizar vuestra boda y estoy muy contenta de hacerlo. Sólo quedan diez semanas y tu prometida pasa la mayor parte del tiempo en el extranjero, así que voy a necesitar ayuda. Y quiero que Fiona me ayude. Por favor, no dificultes más las cosas.

Philip se quedó en silencio durante unos segundos.

Fiona no sabía si reír o llorar. Era una situación extraña.

De repente, él se quitó las gafas de sol y la miró fijamente a los ojos.

Lo más atractivo de Philip siempre habían sido sus ojos. Eran de color azul vivo y alrededor del iris tenían un reborde negro que acentuaba su color y su expresión. La primera vez que él la miró, años atrás, a Fiona le temblaron las piernas como si fuesen de gelatina.

Y ese día, él también la miraba. Ella le devolvía la mirada desafiante y las rodillas sólo le temblaban ligeramente.

Philip la miraba de forma minuciosa, como si buscase algo. «¿El qué?», pensó ella enfadada. «¿Tendría al fin algún indicio de que estaba ante alguien conocido? ¿Quizá su subconsciente estaba jugándole una mala pasada y le recordaba todas las veces que él le había dicho que era la chica más adorable e irresistible del mundo?».

–Lo siento. No pretendía calumniar tu reputación. He de reconocer que, hoy en día, hay cierto cinismo en el tema de los negocios. Estoy seguro de que Five–Star Weddings no es así y de que tú eres una de las organizadoras principales.

–Claro que lo es –dijo la madre mirándolos aliviada–. Tenías que haber oído los comentarios del fotógrafo. Dijo que Fiona era la mejor en el negocio.

–Estoy seguro. Aun así, Fiona podía complacerme entrando y contándome algo acerca de sí misma. Pero primero, estoy deseando tomarme un buen café, querida madre. ¿Podrías prepararme uno? Sé que hoy es el día libre de Brenda, pero además tú lo haces muchísimo mejor que ella.

–¡Camelador! –contestó Kathryn.

–¿Y tú qué, Fiona? –dijo Philip con ese tono suave que ella deseaba y despreciaba en un hombre–, pareces una chica cafetera.

–Un café me sentará bien –respondió. Le hubiera gustado decirle dónde echar el café, pero tal y como estaban las cosas, tenía que dejar de discutir u Owen la mataría.

–Iré con Fiona a la terraza –informó Philip a su madre.

–Muy bien. Hace un día estupendo. Yo no tardaré mucho.

Kathryn corrió a preparar el café para su hijo. Otro gran cambio en el carácter de esa mujer. En el pasado, nunca era dulce ni servicial. Esperaba que todo el mundo estuviese a su disposición.

–Por aquí –murmuró Philip, agarrando a Fiona por el hombro y llevándola adentro; cruzaron el recibidor de mármol y continuaron por el ancho pasillo que dividía la planta baja de la casa.

Fiona ni siquiera tuvo tiempo de tomar aire antes de llegar a una terraza soleada que ocupaba todo el largo de la casa.

Nunca había visto ni estado en esa zona.

Mientras Philip la llevaba hacia la mesa de la terraza, ella se volvió a poner las gafas de sol y echó un vistazo a su alrededor, sacando en seguida su faceta de organizadora de bodas. Kathryn no tendría que alquilar ningún sitio para celebrar el banquete. Ese espacio quedaría estupendo en cuanto le pusieran los toldos y la luz adecuados.

No sólo había una terraza, sino dos. La de más arriba estaba cubierta con un tejado de estilo pérgola que se podía abrir o cerrar. La siguiente terraza, mucho más grande que la anterior, tenía una gran piscina con columnas corintias de mármol gris a cada lado. En los extremos de las terrazas había unos jardines extensos al estilo tropical, llenos de helechos, palmeras y arbustos de todo tipo. Lo curioso era que no estaban fuera de lugar. Además segregaban un aroma exótico y sensual, que hacía apacibles las cálidas tardes de verano.

A Fiona no le costaba imaginarse a Philip medio desnudo, tumbado en el borde de la piscina y con una mano dentro del agua azul. Podía sentir sobre su piel caliente la frescura del agua, se imaginó nadando hacia él, parándose a su lado, agarrándole la mano para que acariciase su cuerpo húmedo y caliente.

Al acercarle una silla, Philip interrumpió el sueño erótico de Fiona. Ella se quedó desorientada durante unos instantes y al ver cómo agarraba la silla con sus fuertes manos, se acordó de lo hábil que él era con ellas, de cómo las utilizaba para acariciar su cuerpo consiguiendo así que ella se abandonase a su voluntad.

«Claro que lo más seguro es que ya no pueda hacer esas cosas», pensó mientras experimentaba una profunda ola de deseo.

Fiona retiró la vista de esas manos ofensivas, después se sentó despacio. No miró cómo Philip daba la vuelta alrededor de las sillas para sentarse justo enfrente de ella y no levantó la vista hacia él hasta que estuvo sentado.

–Bien –dijo Philip mientras se ponía las gafas de sol–. Ya basta de hacer teatro, Noni. ¿Qué diablos pretendes?

En la noche de bodas

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