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PRÓLOGO LA REALIZACIÓN DE UN DESEO ES LA MUERTE

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Daniela Alcívar Bellolio

Día de la madre: las redes se colonizan de fotos, ilustraciones en colores chillones repletas de corazones y brillitos, largas declaratorias, hijos e hijas amantes que declaran su amor, su infinita gratitud, grandilocuentes listas de virtudes, anécdotas de lucha inclaudicable guiada por el amor más puro y siempre seguidas –las anécdotas– por el relato de la victoria, la victoria sobre la vida y su indescifrable modo de arrojarnos adversidades. O también: auto-alabanzas (en clave más o menos reflexiva, más o menos irónica en el mejor de los casos) sobre el heroísmo de la maternidad, la dulce locura de criar hijos, la entrega sin condiciones, el sacrificio abnegado, el cuerpo como un héroe trágico que cumple su destino a pesar de los escollos más o menos cosmológicos, más o menos espectaculares. En contextos como los que atravesamos (el 2020 será por siempre el año de la pandemia), las alabanzas redoblan su apuesta: amor virtual que multiplica al infinito su énfasis para sortear las distancias impuestas, la imposibilidad del abrazo.

Ese relato, pienso, como ocurre con todo discurso estereotipado, como toda parafernalia de corrección política y sentimental, oculta un resto inaccesible, algo así como su revés siniestro, su propio contingente de marginados, eso de lo que siempre alguien queda afuera: las madres de hijos que han muerto, los hijos de madres violentas, los huérfanos de madres que aún respiran. Un pueblo disperso, informe, heterogéneo, universal, silencioso, avergonzado, excluido: comunidad de mutilados que miran esos empalagos sintiendo que han sido dejados radicalmente afuera, que cocinan el dolor en el fuego siempre vivo de la plenitud de los otros.

La conciencia de la fealdad –parafraseo algún principio psicoanalítico– emerge en las mujeres a partir de la mirada de su madre. No puedo sentirme fea si no es a partir de la certeza de que mi madre me ve fea. Ese es el poder de lo materno: el cuerpo atravesado por el juicio –fabulado o no– de una mirada tan externa como propia, encarnación íntima en un cuerpo que me ha parido.

No se trata, por supuesto, de fabular en sentido contrario al del despliegue descripto al principio, para condenar a las madres como si fuera una suma de individualidades perversas lo que dibuja uno de los vínculos más inextricables que conocemos. Es probable que gran parte de las alabanzas a las madres tengan un sustrato real, e incluso que ese amor casi sobrenatural que se les adjudica logre ganar el pulso a los inevitables –humanos, atávicos– fondos de violencia. El asunto es mucho más complejo –Mónica Ojeda lo sabe–: no son las madres, es lo materno lo que pone en juego una relación imposible, encarnada, tan dadora de vida como mortífera: ¿alguien podrá decir que nunca, bajo la mirada furiosa de su madre, en los idealizados años infantiles, sintió venir la muerte en forma de terror, esa desnudez fundamental a la que solo una madre puede someternos? ¿Alguien podrá negar que alguna vez, en el más oscuro paisaje del ánimo, fue el tacto tibio de su madre lo que le devolvió el aliento? Violenta y amorosa –amorosamente violenta–, la madre: presencia total, omnisciente, capaz de todo, la ternura y el naufragio, la salvación y la condena, la continuidad de la vida, esa terrible fuerza que se obstina hasta que se extingue.

En Historia de la leche se pone en juego, como ocurre con frecuencia en la obra de Mónica, enfáticamente en su novela Mandíbula (2018), la extraña violencia que encarnan las relaciones femeninas y familiares, el revés de lo fraterno, de lo materno, de lo femenino como condición agónica y deseante. Una relación bíblica encuentra en este poemario virtuoso e insolente su versión femenina: la tríada Padre / Hermano Mayor / Hermano Menor (Dios / Caín / Abel), el fratricidio, el largo diálogo (la defensa del hermano asesino) que en la Biblia se nos niega pero que podemos imaginar. Caín, el agricultor que deseaba solo el amor de Dios padre –quizá con esa sola dádiva Abel hubiera vivido hasta viejo–, que lleva a Jehová lo mejor de su cosecha, es rechazado. El menor, que lleva a una de las ovejas que crio desde su nacimiento para ser degollada en sacrificio, es visto con aprobación. No hay mérito ni mezquindad: solo una caprichosa inclinación del no-cuerpo de Dios hacia uno de sus hijos, un antojadizo rechazo hacia el otro, un hambre de sangre antes que de frutos de la tierra, y luego la muerte, y luego el destierro, y luego la descendencia del maldito, la humanidad.

En Historia de la leche vemos el sino trágico después de milenios de incubación de la desgracia, girando –triste condición– entre los designios de una divinidad que nos crea y luego se desentiende. La voz poética ha matado a su hermana, Mabel, y le habla y habla a su madre y así restituye, en clave salvajemente lírica, la defensa negada por el relato bíblico: “[Lo completo que se rompe es como el viento suspirando]”. Es una defensa contemplativa, un poco soberbia pero también culposa, que paladea el crimen y se regocija en el amor que lo condujo, en la suave crueldad de su ejecución, en el desnudamiento entre cínico e ingenuo de la común violencia que es nuestra condición por designio inmemorial: “Esta es la historia de la persistencia de una hoja. La hoja es el enfermo corazón guardando celosamente el cadáver de Mabel. Guardo a mi hermana de los alacranes y la entierro en mis huesos para endurecerme con palabras suyas de bondad. Alimento sus muñecas decapitadas y las pierdo en la borrasca”.

Lo que está puesto en juego es el deseo y, por tanto, la pérdida. El padre aparece fugazmente, en el poema más poderoso del volumen, rompiendo la impenetrable maraña femenina con su atroz dibujo de la herida: “Papá, tú querías un hijo y / en cambio / te nació esta cabeza”. Habilita y propicia el vacío fundamental, como el Dios del Antiguo Testamento, espetando a su hija el ser lo que él quisiera que no fuera: impugnando lo involuntario de un cuerpo, la ausencia que boquea desde el lugar inaudito del sexo. Así de inocente era Caín de su pecado de no ser Abel. Ser una cabeza y no un hijo desencadena el crimen pero la asesina se rehúsa al destierro, invalida la expulsión, persiste, olvidando al padre, en el mono-diálogo consigo misma, con la hermana muerta y con la madre devenida presencia absoluta: “Madre, me has abandonado, / pero hiciste bien: / yo maté a tu bebé”.

Se perfila así una ambigua geografía del deseo cuando este se deja ver como desprendido de un oscuro fondo primigenio. El deseo también mata, igual que el amor y, sobre todo, nos dice la voz de Historia de la leche, no tiene nada que ver con el sujeto: como involuntario es el sexo con el que nacemos lo es el misterio del deseo, el nuestro y el ajeno. Así, no se puede tampoco culpar al padre por haber querido un hijo, ni a Dios por haber preferido a Abel ni, finalmente, a la asesina por haber dado muerte a su hermana solo para alojarla en los propios huesos, solo para responder a lo que, en ella, no es ella, no responde a voluntad ni moral, no responde a nada que no sea esa tierna, intolerable imagen de la muerte que desea ver realizada: “Arrastro tu muerte del pelo y le doy de comer la culpa que me pesa / Arrastro tu muerte con la orfandad que me dejó el fratricidio, / pero, Mabel / yo tenía que morirte para conocer el sentido de la justicia”.

Pero una vez realizado el deseo, ¿qué queda? Nada más que el terrible silencio materno. Alguien ha despojado a su madre de su hija dilecta. Ha cumplido su deseo, pero “el asesinato sin culpa es solo privilegio de los dioses”, dice la asesina. Queda la culpa y el espacio espantosamente abierto, limpio, sin obstáculos entre la madre y la hija sobreviviente: Caín frente a su Padre, un silencio sin precedentes que se persiguió hasta la sangre, y que ahora deja caer con toda severidad su peso sobre las tímidas manos llenas de sangre. La historia de la leche es la historia de la consecución de un deseo sin sanción, sin finalidad, que se ve abierto como un animal en la mesa de disección de un tropel de niños crueles y curiosos. Madre, palabra terrible dijo Bioy Casares: “Serás un cóndor empujando a tu hija / de la montaña al abismo / donde brota lo real”.

Súplica, amenaza y lamento: canto sexuado al torcido árbol del deseo. Ese árbol que da sombra y también la quita, el árbol de rama aérea que ilumina el oscuro origen de la sed. No existe nada más misterioso que desear aquello que deseamos: la lengua de Mónica Ojeda explora sin descanso ese enmarañamiento genital, vegetal, humano al que estamos condenados a reverenciar por siempre. Unsexmehere, ruega la voz poética, como Lady Macbeth –el deseo no tiene edad– urgida de útero, de leche, de mandíbula. Unsexmehere: dolorosa, orgásmicamente.

Historia de la leche

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