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Sangre coagulada

Me gusta la sangre. Alguna vez me preguntaron: «¿Desde hace cuánto, Ranita?». Y yo respondí: «Desde siempre, Reptil». No recuerdo un solo día que no haya abierto mi cuerpo para ver la sangre brotar como agua fresca.

Agua pura de jardín.

Agua tibia de amapola.

Recuerdo que de niña me caía a propósito. Me quitaba las costras y las dejaba sobre las sábanas, la bañera, el plato frío de Firulais.

Tocaba mi sangre. Olía mi sangre.

Recuerdo la piel de gallina. Hay tantos colores que si los juntas parecen un arcoíris malo y bruto, pero yo soy como los inuit: veo cientos de rojos cuando abro una herida y la araño para que se manchen mis uñas de verdad.

Me gusta que las uñas se ensucien por debajo, que parezca que se van a salir. Que se noten mis huellas digitales. Que atardezca y se oxiden las nubes.

A veces cuento los tonos y me pierdo con tanto número largo, tanto número feo. También he intentado nombrarlos en mi cabeza:

rojo caracha

rojo terreno

rojo aguja

rojo raspón.

Pero luego olvido los nombres y tengo que inventarme otros:

rojo canoa

rojo hígado

rojo pulga.

Yo recuerdo todo. Por ejemplo, mi piel de gallina y la cabeza de gallina rodando en círculos junto a los pies de la abuela. Son dos cosas distintas pero iguales: mi piel levantada, la cabeza caída dibujando la forma de un vientre hinchado. Una redondez perfecta, como Dios.

«El tiempo es una circunferencia», decía la abuela.

Ella era gorda y besaba a los animales antes de decapitarlos o degollarlos.

Los besaba en el cogote.

Los besaba en las pezuñas.

Sus cabezas caían rodando sobre un mismo eje igual que un trompo o en espiral, como la concha de un caracol.

Geometría divina.

A veces yo beso la sangre de los animales y los labios se me ponen pesados, urgentes. Me quedo así hasta que la sangre se seca y se pone rojo oscuro.

Rojo pelo de árbol.

Rojo cabeza de montaña.

También beso mi sangre, pero menos, porque me da vergüenza. Es un gesto privado como cuando cierro la puerta, me miro al espejo y me pego.

Son bonitos los chichones:

los hematomas

los cardenales

los moretones.

Son parecidos al interior de una cueva, a las piedras que recojo del río y pongo debajo de mi almohada para escuchar el torrente. Funciona, aunque mami diría: «¡No seas estúpida, tarada!».

Según mami yo ya soy tarada, pero no estúpida.

Según mami todavía puedo salvarme de la estupidez.

Cuando tenía diez años ella me dejó con la abuela para que aprendiera cosas. Ahora estoy aquí con los caracoles, los mosquitos y las culebras. Con las ranas, los caballos y las cabras. Lavo los platos, barro el piso, cuido de los animales, restriego la espalda de la abuela con una piedra gris, recojo sus pelos blancos, le corto las uñas de las manos y de los pies, seco las plantas y las hierbas, ayudo a cocinar los remedios que enferman a las chicas, canto una canción inventada por la noche que dice: «Ai, ai, ai, las niñas lloran, las ranas saltan, los pollitos pían, pío, pío, las vacas mugen, muuu, los hombres jadean, aj, aj, aj, las lechuzas ululan, uuu, uuu, las niñas lloran, ai, ai, ai».

La abuela dice que tengo voz de cencerro, voz de lechón triste. Dice que mami me abandonó y que no va a volver. «Se fue porque tienes el cerebro redondo», me explicó. «Y tus ideas se caminan por encima».

A mí me gusta que los animales dibujen mi cerebro sobre la hierba fresca: un órgano brillante y bonito, como Dios oculto en las formas interiores. Hay personas que no lo entienden. Por ejemplo, mami nunca ha degollado a una vaca, nunca le ha abierto el vientre a un cerdo. No sabe que las cabezas ruedan en círculos y sueltan sangre rojo músculo.

Sangre rojo arcilla.

Sangre rojo vino.

En cambio Firulais una vez le arrancó la cabeza a un gato. Yo creo que por eso se hacía pis en las alfombras, en la bañera, en el sofá. A mami no le gustaba limpiar nada de eso. «Guau, guau», decía y mojaba de un amarillo azufre la casa vieja. Entonces yo fregaba el piso con las manos hasta que la piel se me caía en láminas muy chicas. Luego me sentaba a contar los pedazos de mi piel muerta: tres, cuatro, siete, diez, quince, veinte… y me perdía con tanto número largo, tanto número horrible.

A veces me corto y eso está mal. Eso está enfermo. La primera vez que lo hice se me hincharon las mejillas y mojé mis calzones. Cortarse es difícil, caerse duele mucho, pero cuando mi carne se abre veo agua de corazón y tiemblo. Yo sé que ese líquido que brota de mí es sucio y transparente. Sé que me hace frotarme donde no debo y que crece cuando me hago cortes en las piernas y en los pies.

Hace tiempo vi con mami una peli de vampiros y me sentí vampiro, solo que a mí sí me gusta el sol.

Me gustan las plantas, el chocolate, los caballos, las escaleras de grandes escalones, Firulais, las bañeras limpias, los ojos blancos de los corderos, el olor a caca de vaca. Me gusta el río y el rojo oxidado de la coagulación de la tierra. Me gusta Reptil, aunque ya no pueda hablarle. Me gusta mami, pero desde que vio mis cortes me mandó al páramo. Yo sé que ella le dijo mentiras a la abuela: que me robo tampones usados de la basura. Que canto canciones raras en las noches de luna llena. Que me corto el vello púbico. Que he aprendido a ser bruja: que es culpa de la abuela que yo huela a sangre y a genitales.

Cuando iba al colegio también me lo gritaban las otras niñas: hueles a calzón, decían. Pero ellas no saben a qué huele eso de verdad.

A cabras en celo.

A parto.

Es cierto que la sangre puede comerse. Cuando se coagula, deja de ser líquida y se transforma en alimento. Yo conozco la belleza de los coágulos como niños pequeños colgando del pelaje de las cabras. Los toco y sonrío porque son mis bebés. Mami no soporta que hable de la forma de la sangre. Le da miedo el páramo y le da miedo la abuela. A mí no me da miedo la piel de gallina, la cabeza de gallina. No temo al cuello de la vaca, ni a los intestinos del cerdo, ni a las cabras que lloran y gritan por las noches mojando la tierra con su solitaria leche. Nada que venga del interior de los animales me asusta porque ese interior de huesos y de arterias se parece al mío.

«Adentro tenemos la espesura de la muerte como un árbol», decía la abuela cuando estaba fuerte y gorda y afilaba su machete frente a los lechones. Se bamboleaba entre ellos con su mandil de carnicera siempre sucio. Olía a cebolla. Olía a cartílagos. Por el día les hablaba a los animales y los besaba con ternura tosca en la cabeza antes de degollarlos o decapitarlos. Por la noche me besaba en el cogote y era un beso tan rápido que apenas lo sentía.

«Abuela, me besas igualito que a los animales», le dije una vez y ella me sonrió.

Muerte granate.

Muerte escarlata.

Muerte bermellón.

Muerte carmesí.

No sé por qué la gente piensa que la muerte es negra. Llevamos ríos rojos y una arboleda que estalla si se la rompe, pero todo está oculto bajo la piel de gallina, cacareando. Hay que abrir el cuerpo para ver la belleza de la sangre: matar, devolver a la tierra el tamaño de la raíz sanguínea. Si le cortas el cuello a una vaca, ella chilla y los ojos se le ponen blancos mientras cae y patea el viento. Ves el rojo como un torrente, como un río sin piedras saliendo de su herida. Dejas brotar la belleza porque la muerte dura un instante y luego se va y lo que queda es el muerto, y los muertos son feos.

Mami no entiende la diferencia.

Tampoco entiende lo que hacemos con las chicas.

Al principio yo creía que venían a que les sacáramos los vientos malos de montaña. Que llegaban tristes por culpa de los malaires, enfermas, con el pelo sucio y la mirada apenas flotando sobre el monte. La abuela siempre las trataba bien. Les acariciaba la cabeza y les preparaba un remedio para que vomitaran antes de meterles la mano en el vientre.

Yo vi a Reptil hacer casi lo mismo con algunos animales de la finca.

Extraía potrillos.

Extraía terneros.

Pero con las chicas era distinto porque ellas tiraban coágulos y trozos densos sobre la cama. Era como un parto pero al revés, porque en lugar de salir algo vivo salía algo muerto. «La muerte también nace», decía la abuela, y yo recogía los coágulos como niños pequeños. Algunas chicas nos miraban mal, se limpiaban rápido y ni siquiera se detenían a observar su interior sobre las sábanas. No tenían ninguna curiosidad, ninguna gana de conocerse. Se marchaban rápido dejando parte de sus cuerpos con nosotras. Según Reptil eso era porque al otro lado del río contaban que la abuela era una bruja.

Que su cabeza volaba sobre los tejados por las noches.

Que ponía sangre coagulada bajo las camas de los dormidos.

Yo recuerdo la primera vez que me cayó un coágulo de entre las piernas. Estaba en el corral, junto a las gallinas. Lo sostuve en mis manos y lo miré por horas: parecía un huevo roto, crudo, recién salido de un lugar tibio y con plumas. Me puso contenta que mi vientre me diera ese regalo, que ya no tuviera que caerme, cortarme o golpearme todos los días para disfrutar de mi propia sangre.

Si eres una mujer puedes sentarte sobre las piedras y mancharlas.

Reptil jugó conmigo el primer día que me vio manchar la naturaleza.

Él cuidaba de los caballos, las vacas, los cerdos, las cabras. A cambio, la abuela le daba de comer y le regalaba trozos jugosos de carne. Sus brazos tenían manchas y su barriga era peluda como la de un oso. Le faltaba un ojo, el derecho. Yo le decía: «Mira cómo mancho, ¿viste?, ya soy grande». Y él me respondía: «Mentira, Ranita, eres chiquitita».

Él me llamaba Ranita porque me la pasaba saltando.

Yo lo llamaba Reptil porque tenía la piel escamosa.

Juntos atrapábamos lombrices y veíamos la sangre correr por mis muslos. Él me abrazaba, me hablaba de su hija y de lo difícil que era ser padre de una niña guapa. Yo le contaba que nunca había conocido al mío, pero que algún día le preguntaría a mami, que algún día sabría cómo era. Entonces él me decía: «Pobre Ranita que no tiene papi», y me daba besos distintos a los de la abuela. Besos babosos con mal aliento.

En ese tiempo Reptil hacía mucho por nosotras. Ayudaba a parir a los animales. Repartía el abono. Alimentaba a los cerdos. Le quitaba las garrapatas al ganado y las aplastaba con sus uñas contra la valla. Mantenía lejos a los niños que cruzaban el río para insultarnos. Comía con nosotras y jamás preguntaba por las chicas. Frente a la abuela él apenas me dirigía la palabra, pero a veces, si estábamos solos, me pedía que le hablara de Firulais y yo lloraba porque lo extrañaba mucho y en la finca no teníamos perro. Otras, me daba de beber algo amargo que me hacía dormir en los matorrales. Cuando despertaba volvía a casa con cansancio y dolor entre las piernas, pero fingía estar bien para que la abuela no se enojara.

«¡Trabaja!», me exigía si me veía ociosa.

Dejé de ir al colegio porque la maestra gritó que ella solo educaba a niñas normales. Mami le gritó de vuelta: «¡Puta asquerosa!». Y luego a mí: «¡Vas a irte con la abuela a aprender lo básico!».

A respirar por la nariz.

A contar hasta cien.

Aquí he aprendido que si te echas dos gotas de leche de cabra en el ojo se te cura la infección. Que el agua de culebra envenena y el agua de caballo sana. Que un lechón puede nacer sin romper la placenta, protegido en el ámbar tibio de su madre, y que si lo sostienes en tus manos es igual que aguantar un globo lleno de pis. Que las vacas lloran. Que los mosquitos jamás le pican a la abuela porque tiene la piel dura como una iguana. Que los genitales duelen. Que las personas saben pensar y yo no porque tengo el cerebro redondo. Que el tiempo es como el sol que se repite cada día y se enferma cada noche.

Que los hombres jadean: aj, aj, aj.

Que las niñas lloran: ai, ai, ai.

Una vez vino una niña con su mami, soltó sangre y coágulos en mi barreño y le escupió a la abuela en la cara. Eso me dio mucha rabia. Eso me hizo enfadar. Quise darles un beso en el cogote y cortarles la cabeza, pero la abuela no me dejó vengarme. Dentro del barreño había coágulos y restos muy rojos del tamaño de un diente de ajo. Al tocarlos empecé a sudar. A veces sudo aunque no haga calor. Cuando se fueron le pregunté a la abuela: «¿Por qué las ayudamos si son malas?». Y ella me dijo: «Aquí somos así, mijita».

También recuerdo que una noche alguien nos dejó un bebé en el establo y los cerdos se lo comieron. Por la mañana encontramos sus partecitas y tuve que limpiarlo todo yo sola porque la abuela se enfadó un montón. Entonces pensé que si algún día nos comíamos a los chanchos nos estaríamos comiendo sin querer al bebé muerto.

«La vida se come a la vida», decía Reptil echándome su aliento a legumbres rancias. «El hambre es violenta».

A mí me sangraban los genitales en la maleza oscura y el color era rojo bebé, rojo arrebol. Mi menstruación en cambio es rojo lava, rojo zorro. Conozco la diferencia. Sé que las criaturas nacen y mueren y que algunas ni siquiera nacen, por eso no pueden morirse. Esto lo entienden las chicas, lo entendemos nosotras: sabemos distinguir entre el golpe y la biología. De nuestros vientres sale la muerte porque lo que heredamos es la sangre. Y según la abuela alguien tiene que meter la mano con cuidado allí donde duele. Alguien tiene que acariciar la herida. Por eso ella mete la mano muy adentro de las chicas y me enseña a acariciar bien. Su cama huele a fetos y a ombligos sucios, pero a nadie le importa. Todas descansamos en la cama de mi abuela, cerramos los ojos, abrimos las piernas. Respiramos lento en las alturas.

«Cuidado con lo que aprendes», me advirtió la mami de la niña del escupitajo.

Yo sé que hay cosas de las que uno debe protegerse en este mundo, pero no de la abuela que se trenza el cabello para alejarlo de la comida. Antes se paseaba por el monte con el machete en el cinto, ahora va encorvada y ligera hacia el interior de la casa, lista para rezar con las rodillas desnudas. A su lado aprendí a temerle al ojo de grasa de los hombres, a parecer más grande de lo que soy, a imitar su rutina y hacerla mía, a escuchar el río en mi almohada, a comer los coágulos que cuelgan del pelaje de los animales, a caminar sobre mis pensamientos sin vergüenza, a no escuchar las palabras duras de las mujeres, a hervir renacuajos, a decapitar aves, a degollar vacas.

«Esto es lo único que yo puedo enseñarte», me dijo un día triste en que los niños entraron al gallinero y rompieron los huevos que estaban a punto de reventar. «Solo puedo enseñarte lo que sé». No conseguimos hacer nada. Las plumas de las gallinas se pegaron a nuestros cabellos y yo pisé los cascarones como orugas blancas sobre la tierra. Cloc, cloc, cloc, cacareaban las madres saltando de un lado a otro desquiciadamente. Nadie lo sabe, pero un pollito que parecía soñar me susurró que morir es como enterrarse en uno mismo, algo privado y secreto, igual que lo que cubren mis calzones. Luego le pregunté: «¿Puede un huevo romperse dentro de una gallina?». Y él no supo qué responderme.

Por culpa de ese pollo hubo noches en las que soñé que a la abuela se le despegaba la cabeza. Era una cabeza amable y quieta, como la de las gallinas, y volaba en círculos.

Geometría divina.

También hubo noches en las que me pregunté cosas. Por ejemplo, por qué el rojo decapitación y el rojo degollación son tan distintos. O por qué Dios hace un círculo con las cabezas de los animales que matamos en la finca. O por qué cuando mi barriga se puso un poco redonda la abuela me desnudó y me hizo sacar la lengua hasta que me mareé.

O por qué me miró largo rato entre los muslos apretando los dientes.

O por qué lloró.

«Perdóname, mijita», me dijo despacio, y a mí me dio pena su llanto de murciélago, su llanto de ratita. Le abracé las piernas peludas con culebras y le pedí un perro bonito parecido a Firulais.

Ella aceptó.

Dos días después comimos con Reptil. Recuerdo su lengua engordando como un gorrión, la sangre púrpura sobre la mesa, las venas de su cuello del tamaño de gusanos fríos, el machete limpio y brillante cortando el viento. Recuerdo que canté duro mientras la abuela lo veía retorcerse. Canté: «Ai, ai, ai, las niñas lloran, las ranas saltan, los pollitos pían, pío, pío, las vacas mugen, muuu, los hombres jadean, aj, aj, aj, las lechuzas ululan, uuu, uuu, las niñas lloran, ai, ai, ai». Recuerdo que lo enterramos entre los matorrales.

Un hombre sangra igual que un cerdo y su cabeza rueda en el mismo sentido que las de las gallinas. La gente no lo sabe, pero es así: la sangre nunca se queda quieta.

Poco después la abuela empezó a adelgazar hasta secarse como una rama. Mis caderas se robustecieron. Nadie me dijo que crecer dolería tanto por debajo del ombligo, ni que el agua de vientre es una ciénaga en la que nada se mueve. Por esas verdades aprendí a aguantar insultos, a sembrar, a no extrañar a mami, a meterle la mano a las chicas, a contarle cosas a las plantas, a matar y a querer lo que mato. También aprendí a contar hasta cien, pero a veces se me olvida.

Aprendí que la sangre de gallina es un tipo de rojo.

También que hay rojo cerdo, rojo vaca y rojo cabrito.

Aprendí a defender a la abuela cuando vienen los chicos. Una vez le lanzaron piedras y le abrieron la frente. Yo nunca había visto su sangre: era rojo martillo, rojo clamor. La vi caerse y por un momento pensé que se le despegaría la cabeza del cuerpo.

Que rodaría hasta los matorrales.

Que dibujaría a Dios en la tierra.

Se me puso la piel de gallina.

Desde ese día llevo piedras en los bolsillos. Me siento sobre ellas y las mancho para que los invasores se asusten, aunque no siempre logro espantarlos. Cruzan el río, suben y matan algunos de nuestros animales. «¡Brujas de mierda!», nos gritan. «¡Saquen la sangre coagulada de nuestras casas!». Pero las chicas nunca dejan de venir a la finca y los coágulos son de ellas.

Rojo capulí.

Rojo arándano.

Me gusta la sangre porque es sincera. Antes lavábamos las sábanas de las chicas en el río y el agua se ponía del color de los peces. Contaba la verdad, la belleza. Yo tenía trece cuando lavé la mía, llena de mi interior de pececillos tibios.

Ahora limpio las sábanas sola.

Escucho el torrente.

La sangre también me dijo que una cabeza cortada dibuja el tiempo. Que donde una planta estuvo mañana crecerá otra. Que la abuela se hace pequeña para que yo me haga grande. Ella ya no camina, ya no habla, pero a veces grita feo como las cabras la noche antes de la degollación. Yo la escucho y nos defiendo con piedras de los invasores. Crezco fuerte en su sitio porque además de sincera, la sangre es justa.

La sangre dice el futuro y a mí se me caerá la cabeza.

Las voladoras

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