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CAPÍTULO TRES

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Volusia se encontraba frente al cuerpo de Rómulo, mirando su cadáver con satisfacción, su sangre, todavía caliente, rezumaba por sus pies, por los dedos decubiertos por sus sandalias. Se deleitaba con esta sensación. No podía recordar cuántos hombres, incluso a su temprana edad, había matado, cogidos por sorpresa. Siempre la subestimaban y mostrar lo brutal que podía ser era uno de los mayores placeres de la vida.

Y ahora, haber matado al mismísimo Gran Rómulo –con sus propias manos, no a manos de alguno de sus hombres- el Gran Rómulo, hombre de leyenda, el guerrero que mató a Andrónico y se quedó el trono. El Supremo Gobernador del Imperio.

Volusia sonreía con un inmenso placer. Aquí estaba, el gobernador supremo, reducido a un charco de sangre a sus pies desnudos. Y todo con sus propias manos.

Volusia se sentía envalentonada. Sentía un fuego ardiendo por sus venas, un fuego para destruirlo todo. Sentía que su destino se abalanzaba sobre ella. Sentía que había llegado su momento. Sabía, con la misma claridad que había sabido que asesinaría a su propia madre, que un día gobernaría el Imperio.

“¡Ha matado a nuestro amo!” dijo una voz temblorosa. “¡Ha matado al Gran Rómulo!”

Volusia miró hacia arriba y vio la cara del comandante de Rómulo que estaba allí, mirándola fijamente con una mezcla de sobresalto, miedo y respeto.

“Ha matado”, dijo abatido, “al Hombre Que No Se Puede Matar”.

Volusia lo miró, con una mirada dura y fría, y vio detrás de él a los cientos de hombres de Rómulo, todos vestidos con las más finas armaduras, puestos en fila en el barco, todos observando, esperando a ver qué sería lo próximo que ella haría. Todos preparados para atacar.

El comandante de Rómulo estaba en el puerto con una docena de sus hombres, todos a la espera de sus órdenes. Volusia sabía que detrás suyo había miles de sus propios hombres. El barco de Rómulo, imponente como era, estaba en desventaja numérica, sus hombres estaban rodeados aquí en este puerto. Estaban atrapados. Este era el territorio de Volusia y lo sabían. Sabían que cualquier ataque, cualquier escapada sería inútil.

“Este ataque no quedará sin respuesta”, continuó el comandante. “Rómulo tiene un millón de hombres leales a su mandato ahora mismo en el Anillo. Tiene un millón de hombres leales a su mandato en el sur, en la capital del Imperio. Cuando tengan noticias de lo que ha hecho, se mobilizarán y marcharán sobre usted. Puede que haya matado al Gran Rómulo, pero no ha matado a sus hombres. Y sus miles de hombres, aunque hoy nos ganan en número aquí, no pueden hacer frente a sus millones de hombres. Buscarán venganza. Y la venganza será suya”.

“¿Ah, sí?” dijo Volusia, acercándose un paso más a él, sintiendo el filo en su mano, visualizando cómo le cortaba la garganta y sintiendo ya el deseo de hacerlo.

El comandante miró al filo que tenía en su mano, el filo que había matado a Rómulo y tragó saliva, como si pudiera leerle el pensamiento. Ella podía ver miedo verdadero en sus ojos.

“Déjenos marchar”, le dijo. “Envíe a mis hombres de vuelta. No le han hecho ningún daño. Denos un barco lleno de oro y comprará nuestro silencio. Llevaré a nuestros hombres a la capital y les diremos que usted es inocente. Que Rómulo intentó atacarla. La dejarán tranquila, usted tendrá paz aquí en el norte y ellos encontrarán un nuevo Comandante Supremo del Imperio”.

Volusia hizo una amplia sonrisa, divertida.

“¿Pero no tenéis ya delante de vuestros ojos a la nueva Comandante Suprema?” preguntó.

El comandante la miró peplejo y finalmente soltó una risa burlona y corta.

“¿Usted? Dijo él. “No es más que una chica con unos cuantos miles de hombres. Porque haya matado a un hombre, ¿realmente cree que puede aniquilar a los millones de hombres de Rómulo? Sería una suerte poder escapar con vida después de lo que ha hecho hoy. Le estoy ofreciendo un regalo. Acabemos con esta estúpida conversación, acéptelo con gratitud y mándenos de vuelta, antes de que cambie de opinión”.

“¿Y qué sucede si no deseo enviarlos de vuelta?”

El comandante la miró a los ojos y tragó saliva.

“Puede matarnos aquí”, dijo él. “Eso lo decide usted. Pero si lo hace, lo único que conseguirá es su propia muerte y la de su pueblo. El ejército que vendrá los aniquilará”.

“Está hablando en serio, mi comandante”, le susurró una voz al oído.

Se dio la vuelta y vio a Soku, el comandante que tenía a su disposición, a su lado, un hombre de ojos verdes, mandíbula de guerrero y pelo rojo, corto y rizado.

“Mándelos hacia el sur”, dijo él. “Deles el oro. Ha matado a Rómulo. Ahora debe ofrecer una tregua. No nos queda otra elección”.

Volusia se giró hacia el hombre de Rómulo. Lo examinó, tomándose su tiempo, disfrutando del momento.

“Haré lo que me pides”, dijo ella, “y os enviaré a la capital”.

El comandante le sonrió satisfecho y se dispuso a marcharse cuando Volusia dio un paso adelante y añadió:

“Pero no para ocultar lo que he hecho”, dijo.

Él se detuvo y la miró confundido.

“Os mandaré a la capital para hacerles llegar un mensaje: que sepan que yo soy la nueva Comandante Suprema del Imperio. Que si todos ellos se arrodillan ante mí ahora, pueden salvar sus vidas”.

El comandante la miró horrorizado y , lentamente, asintió con la cabeza y sonrió.

“Está tan loca como se decía que lo estaba su madre”, dijo, a continuación se dio la vuelta y empezó a marchar hacia la larga rampa, hacia su barco. “Cargad el oro en los compartimentos inferiores”, gritó sin ni siquiera molestarse en girarse a mirarla.

Volusia se dirigió a su comandante encargado de los arcos, el cual estaba aguardando pacientemente sus órdenes, y le hizo un breve gesto con la cabeza.

El comandante inmediatamente se dio la vuelta y puso en acción a sus hombres y, a continuación, se oyó el sonido de diez mil flechas que se encendían, apuntaban y eran disparadas.

Llenaron el cielo, volviéndolo de color negro, dibujando un alto arco de llamas, mientras las flechas encendidas iban a parar al barco de Rómulo. Todo sucedió tan rápido que ninguno de sus hombres pudo reaccionar y pronto todo el barco estaba en llamas, los hombres gritaban, su comandante el que más, mientras luchaban sin un sitio a dónde correr, intentando sofocar las llamas.

Pero no sirvió de nada. Volusia hizo de nuevo una señal con la cabeza y una descarga tras otra de flechas surcaron el aire, cubriendo el barco ardiente. Los hombres chillaban al ser acribillados, algunos tropezaban en cubierta, otros caían por la borda. Fue una matanza, sin supervivientes.

Volusia estaba allí de pie y sonreía con malicia, observando satisfecha cómo el barco poco a poco se iba quemando de abajo hasta el mástil. Pronto, no quedaba nada más que los restos ennegrecidos y ardientes de un barco.

Todo quedó en silencio cuando los hombres de Volusia se detuvieron, formados en fila, todos mirándola, aguardando con paciencia sus órdenes.

Volusia dio unos pasos adelante, desenvainó su espada y cortó la gruesa cuerda que sujetaba el barco al puerto. Esta se cortó, liberando al barco de la orilla y Volusia levantó una de sus botas chapadas de oro, lo colocó en la proa y empujó.

Volusia observaba como el barco se empezaba a mover, cogiendo las corrientes, las corrientes que ella sabía que lo llevarían al sur, justo al corazón de la capital. Todos verían el barco quemado, verían los cadáveres de Rómulo, verían las flechas de Volusia y sabrían que provenían de ella. Sabrían que la guerra había empezado.

Volusia se dirigió a Soku, que estaba detrás de ella boquiabierto, y le sonrió.

“Así”, dijo ella, “es cómo yo ofrezco paz”.

Un Mandato De Reinas

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