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CINCO

Sam despertó con una espantosa jaqueca. Abrió un ojo y se dio cuenta de que se había quedado dormido en el suelo del establo, sobre la paja. Hacía frío; ninguno de sus amigos se había tomado la molestia de atizar el fuego la noche anterior porque todos estaban demasiado drogados.

Lo peor era que el lugar seguía dando vueltas. Sam levantó la cabeza, se sacó un trozo de paja de la boca y sintió un espantoso dolor en las sienes. Se había quedado dormido en una mala posición, y ahora el cuello le dolía al moverlo. Se talló los ojos para tratar de quitarse las lagañas, pero no fue sencillo. Realmente se le había pasado la mano la noche anterior. Se acordaba de la pipa de agua. Luego, de que había bebido cerveza; licor de whiskey. Y luego, más cerveza. Después vomitó. Fumó un poco más de mota para estabilizarse, y entonces, perdió el conocimiento en algún momento de la noche. A qué hora o en dónde, era algo que no podía recordar.

Tenía náuseas pero estaba hambriento al mismo tiempo. Le daba la impresión de que podría comerse una pila de hot-cakes y una docena de huevos; pero también, de que vomitaría en cuanto terminara de ingerirlos. De hecho, en ese momento supo que estaba a punto de vomitar otra vez.

Trató de poner en orden los detalles que recordaba del día anterior. Había visto a Caitlin, eso era indiscutible. En realidad, eso era lo que lo había vuelto loco. Verla ahí. Verla someter a Jimbo de esa manera. El perro. ¿Qué diablos había sucedido? ¿Todo eso pasó en verdad?

Volteó y vio el agujero en la pared lateral; por ahí había pasado el perro. Sintió de pronto un escalofrío y se dio cuenta de que todo había sido real, sólo que no sabía cómo explicarlo. ¿Y quién era ese tipo que la acompañaba? Aunque estaba demasiado pálido, podría pasar por apoyador de la NFL. Parecía como acabado de salir de Matrix. Ni siquiera había podido calcular su edad. Lo más raro de todo era que tenía la sensación de que lo conocía de algún lugar.

Miró alrededor y vio a todos sus amigos. Se habían quedado inconscientes en distintas posiciones y la mayoría roncaba. Recogió su reloj del suelo y vio que eran las once de la mañana. Seguirían durmiendo por un buen rato.

Luego atravesó el establo y tomó una botella de agua. Estaba a punto de beber cuando se fijó bien y se dio cuenta de que estaba llena de colillas de cigarro. Asqueado, la dejó donde la había encontrado y buscó otra. Por el rabillo del ojo alcanzó a ver en el piso una jarra de agua medio vacía. La recogió y bebió de ella. No se detuvo hasta que casi se la acababa.

Tenía la garganta muy reseca y el agua lo hizo sentir mejor. Respiró hondo y se tocó una sien con la mano. El establo seguía girando, y además, apestaba. Tenía que salir de ahí.

Sam caminó hasta la puerta y la deslizó para abrirla. El frío aire de la mañana era muy agradable, y por fortuna, el cielo estaba nublado. Aunque no lo suficiente: tuvo que entrecerrar los ojos. El clima no pintaba tan mal; nevaba otra vez. Increíble. Más nieve.

A Sam le fascinaba la nieve, en especial, cuando le daba un buen pretexto para no ir a la escuela. Recordó cuando iba con Caitlin a la cima de la colina y juntos se deslizaban en tobogán casi todo el día.

Pero en la actualidad, casi nunca iba a clases, así que la nieve ya no hacía una gran diferencia. Más bien se había convertido en un tremendo inconveniente.

Metió la mano a su bolsillo y sacó una cajetilla de cigarros arrugada. Se puso uno en la boca y lo encendió.

Sabía que no debía fumar, pero todos sus amigos lo hacían y la presión sobre él era demasiada. Después de un tiempo, dijo, ¿por qué no? Así que comenzó a hacerlo unas semanas antes; ahora hasta había empezado a gustarle. Tosía mucho más y ya le dolía el pecho, pero pensaba, ¿y qué diablos? Sabía que lo mataría, pero de cualquier manera, no se veía viviendo muchos años. Nunca lo hizo. Por alguna razón, la noción de que no duraría más de veinte años, siempre le había rondado la cabeza.

Sus pensamientos comenzaban a aclararse, así que volvió a recordar el día anterior. Caitlin. Se sentía mal por lo que había sucedido con ella, muy mal. En verdad la quería, y mucho. Había ido hasta allá a verlo. ¿Pero por qué siempre le hacía preguntas sobre su padre? ¿O lo habría imaginado?

También le costaba trabajo creer que ella estuviera ahí. Tal vez su madre había armado un escándalo cuando Caitlin también se fue de la casa. Era lo más seguro. Apostaría a que, en ese preciso momento, también estaba haciendo alharaca. Tal vez hasta los estaba buscando a los dos. Pero, por otra parte, quizás no. ¿A quién le importaba? Los había obligado a mudarse tantas veces…

Pero Caitlin. Ella era diferente. No debió haberla tratado de esa forma; debió ser más amable. El problema era que había estado demasiado drogado en ese momento; de cualquier manera, estaba arrepentido. En el fondo deseaba que las cosas volvieran a ser como antes, sin importar lo que eso significara; y Caitlin representaba para él, lo más cercano a la normalidad que había conocido.

¿Por qué habría vuelto? ¿Se habría mudado a Oakville? Eso sería increíble; tal vez podrían encontrar un lugar para vivir juntos. Sí, entre más pensaba Sam en ello, más le agradaba la idea. Quería hablar con ella.

Sam sacó el celular de prisa y vio una luz roja parpadeando. Oprimió el botón y se dio cuenta que tenía un mensaje nuevo en Facebook. Era de Caitlin; estaba en el viejo establo.

Perfecto, iría de inmediato.

Sam se estacionó y caminó por el terreno hacia el viejo establo. El “viejo establo”; eso era lo único que tenían que decir porque ambos sabían a qué se referían. Era el lugar a donde siempre iban cuando vivían en Oakville. Estaba en la parte trasera de una propiedad en donde había una casa vacía que había estado a la venta durante muchos años. La casa siempre estuvo ahí, desocupada. Pedían demasiado dinero por ella; y por lo que él y Caitlin sabían, nunca había ido alguien a verla.

En la parte trasera de la propiedad, muy al fondo, estaba aquel increíble establo. Ahí solo, completamente disponible. Sam lo descubrió un día y se lo enseñó a Caitlin; a ninguno de los dos le pareció que pasar tiempo ahí causaría algún daño. Además, ambos odiaban la diminuta casa rodante en donde se sentían atrapados con su madre. Una noche se desvelaron hablando y asando malvaviscos en la increíble chimenea del establo; luego, se quedaron dormidos ahí. Después de eso, visitaban el lugar cada vez que podían, en especial cuando su situación se tornaba demasiado pesada en la casa rodante. Al menos le estaban dando algún uso a aquel espacio; después de varios meses, comenzaron a sentir que era el hogar que les pertenecía.

Sam iba dando saltitos por la emoción de volver a ver a Caitlin. Ya casi no le dolía la cabeza gracias al vaso grande de café de Dunkin’ Donuts que se había bebido en el camino. Sabía que no debería manejar porque apenas tenía quince, pero sólo le faltaban un par de años para obtener su licencia y prefería no esperar. Además sabía conducir bien y nunca lo habían detenido. Así que, ¿para qué esperar? Sus amigos le prestaban la camioneta, y para él, bastaba con eso.

Cuando estuvo más cerca del establo, se preguntó si aquel grandulón estaría con ella. Había algo en él que Sam no lograba identificar; y tampoco entendía qué hacía con Caitlin. ¿Serían novios? Ella siempre le contaba todo, ¿cómo era posible que no se lo hubiera mencionado antes?

¿Y por qué estaría ella de repente preguntando acerca de su padre? Sam estaba muy molesto consigo mismo porque, en realidad, sí tenía noticias sobre él. Fue algo que sucedió unos días antes. Por fin obtuvo respuesta de una de las solicitudes que envió en Facebook. Era su padre, en verdad era él. Decía que los extrañaba y que quería verlos. Finalmente, después de todos esos años. Sam le respondió de inmediato y ya habían comenzado a comunicarse otra vez. Su padre quería verlo; a ambos. ¿Por qué no le había dicho eso a Caitlin? Bueno, lo haría ahora.

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