Читать книгу Un Beso Para Las Reinas - Морган Райс, Morgan Rice - Страница 13
CAPÍTULO CINCO
ОглавлениеDesde los escalones del templo de la Diosa Enmascarada, de pie preparado en su cima mientras esperaba a que empezara el funeral de su madre, Ruperto observaba la puesta de sol. Se extendía en tonalidades de rojo, tintes que le recordaban demasiado la sangre que había derramado. Esto no debería molestarle. Él era más fuerte que eso, era mucho mejor que eso. Aun así, cada vez que se miraba las manos le venían recuerdos del modo en el que la sangre de su madre las había manchado, cada momento de silencio le traía de vuelta el recuerdo de sus jadeos mientras la apuñalaba.
—¡Tú! —dijo Ruperto, señalando a uno de los presagiadores y sacerdotes menores que se amontonaban alrededor de la entrada—. ¿Qué augura esta puesta de sol?
—Sangre, su alteza. Una puesta de sol así significa sangre.
Ruperto dio medio paso adelante, con la intención de golpear al hombre por su descaro, pero Angelica estaba allí para cogerlo, le acarició la piel con la mano en una promesa que él deseaba que hubiera más tiempo para cumplir.
—Ignóralo —dijo—. No sabe nada. De hecho, nadie sabe nada, a no ser que tú se lo digas.
—Dijo sangre —se quejó Ruperto. La sangre de su madre. Ese dolor titilaba en su interior. Había perdido a su madre, esa pena casi le sorprendía. Él esperaba no sentir nada que no fuera alivio por su muerte, o tal vez alegría de que el trono por fin fuera suyo. En cambio… Ruperto se sentía roto por dentro, vacío y culpable de una manera que nunca antes había sentido.
—Naturalmente que dijo sangre —respondió Angelica—. Mañana va a haber una batalla. Cualquier imbécil podría ver sangre en una puesta de sol con los barcos enemigos amarrados mar adentro.
—Muchos lo han hecho —dijo Ruperto. Señaló hacia otro hombre, un presagiador que parecía estar usando un complejo aparato parecido a un reloj para garabatear cálculos sobre un trozo de pergamino—. ¡Tú, dime cómo irá la batalla mañana!
El hombre alzó la vista, con una mirada aterrorizada.
—Las señales no son buenas para el reino, su majestad. Los engranajes…
Esta vez, Ruperto sí que lo golpeó y tiró al hombre al suelo de una patada. Si Angelica no hubiera estado allí para apartarlo, él podría haber continuado dándole patadas hasta que no quedara más que un montón de huesos rotos.
—Considera cómo se vería el hacer esto en un funeral —dijo Angelica.
Eso, por lo menos, bastó para que Ruperto se contuviera.
—No entiendo por qué los sacerdotes permiten que gente de esta calaña estén en los escalones de su templo. Pensaba que lo que hacían era matar brujas.
—Quizá sea una señal de que no tienen ningún talento —sugirió Angelica—, y de que no deberías escucharlos.
—Quizá —dijo Ruperto, pero había habido otros. Al parecer, todo el mundo tenía una opinión acerca de la batalla que se acercaba. Había habido suficientes presagiadores en palacio, tanto reales como simplemente nobles a los que les gustaba adivinar con las puestas de sol o el vuelo de los pájaros.
Pero ahora mismo, este funeral, el funeral de su madre, era lo único que importaba.
Al parecer, había quien no lo entendía.
—¡Su alteza, su alteza!
Ruperto se giró rápidamente hacia el hombre que venía corriendo. Llevaba el uniforme de un soldado e hizo una gran reverencia.
—La forma correcta de dirigirse a un rey es su majestad —dijo Ruperto.
—Su majestad, discúlpeme —dijo el hombre. Se levantó de su reverencia—. ¡Pero tengo un mensaje urgente!
—¿De qué se trata? —exigió Ruperto—. ¿No ves que voy a asistir al funeral de mi madre?
—Discúlpeme, su… majestad —dijo el hombre, evidentemente reprimiéndose a tiempo—. Pero nuestros generales solicitan su presencia.
Claro que lo hacían. Unos estúpidos que no habían visto la ruta para derrotar al Nuevo Ejército ahora querían ganarse su favor demostrándole que tenían muchas ideas para lidiar con la ameneza de que había llegado hasta ellos.
—Vendré, o no, después del funeral —dijo Ruperto.
—Dijeron que recalcara la importancia de la amenaza —dijo el hombre, como si esas palabras de alguna manera hicieran que Ruperto se pusiera en acción. O, de alguna manera, obedeciera.
—Yo decidiré su importancia —dijo Ruperto. Por el momento, nada parecía importante en comparación con el funeral que estaba a punto de tener lugar. Por él, ya podía arder Ashton; él iba a enterrar a su madre.
—Sí, su majestad, pero…
Ruperto detuvo al hombre con una mirada.
—Los generales quieren hacer como que todo debe suceder ahora —dijo—. Que sin mí no existe ningún plan. Que me necesitan para defender la ciudad. Yo tengo una respuesta para ellos: hagan sus trabajos.
—¿Su majestad? —dijo el mensajero, en un tono que a Ruperto le hacía querer darle un puñetazo.
—hagan sus trabajos, soldado —dijo—. Estos hombres aseguran ser nuestros mejores generales, ¿pero no pueden organizar la defensa de una ciudad? Diles que iré hasta ellos cuando esté preparado para hacerlo. Mientras tanto, que se encarguen ellos. Ahora márchate, antes de que pierda los nervios.
El hombre dudó por un momento y, a continuación, hizo otra reverencia.
—Sí, su majestad.
Salió a toda prisa. Ruperto observó cómo se marchaba y, a continuación, se dirigió de nuevo a Angelica.
—Estás muy callada —dijo. Su expresión era perfectamente neutral—. ¿Tampoco estás de acuerdo con que entierre a mi madre?
Angelica le puso una mano sobre el brazo.
—Creo que si tienes que hacerlo, debes hacerlo, pero tampoco podemos desatender los peligros.
—¿Qué peligros? —exigió Ruperto—. Tenemos generales, ¿verdad?
—Generales de una docena de fuerzas diferentes agrupados para formar un ejército —puntualizó Angelica—. Ni tan solo dos de ellos se pondrán de acuerdo sobre quién es el responsable sin que nadie esté allí para preparar una estrategia general. Nuestra flota está demasiado cerca de la ciudad, nuestras murallas son reliquias en lugar de defensas y nuestro enemigo es peligroso.
—Cuidado —le advirtió Ruperto. Su pena lo rodeaba como un puño, y el único modo que Ruperto conocía para rsaccionar a él era con rabia.
Angelica se adelantó para besarlo.
—Yo tengo cuidado, mi amor, es decir, mi rey. Nos tomaremos el tiempo para hacerlo, pero pronto, tendrás que darles instrucciones, y así tendrás un reino que gobernar.
—Por mí puede arder —dijo Ruperto por instinto—. Por mí puede arder todo.
—Puede que ahora digas esto —dijo Angelica—, pero pronto, lo desearás. Y entonces, bueno, existe el peligro de que no te permitan tenerlo.
—¿Qué me permitan tener mi corona? —dijo Ruperto—. ¡Yo soy el rey!
—Tú eres el heredero —dijo Angelica—, y te hemos construido apoyo en la Asamblea de los Nobles, pero ese apoyo podría debilitarse si no vas con cuidado. Los generales a los que estás ignorando se preguntarán si debería gobernar uno de ellos. Los nobles se harán preguntas acerca de un rey que pone su propio dolor antes que la seguridad de ellos.
—¿Y tú, Angelica? —preguntó Ruperto—. ¿Qué piensas tú? ¿Eres leal?
Se llevó los dedos a la empuñadura de un cuchillo casi de forma automática, sintiendo su presencia reconfortante. Angelica los tapó.
—Pienso que he escogido mi lugar en esto —dijo— y es a tu lado. He mandado a alguien para que se encargue de parte de la amenaza de la flota. Si una muerte puede frenarnos a nosotros, puede frenarlos a ellos con la misma facilidad. Más tarde, podemos hacer todo lo que se tenga que hacer juntos.
—Juntos —dijo Ruperto, cogiéndole la mano a Angelica.
—¿Estás preparado? —le preguntó Angelica.
Ruperto asintió, a pesar de que ahora mismo el dolor que había en su interior era demasiado grande como para ni tan solo estar reprimido. Nunca estaría preparado para el momento de dejar marchar a su madre.
Entraron juntos al templo. Lo habían preparado para un funeral de estado con una prisa que parecía casi improcedente, unas ricas cortinas con tonalidades oscuras llenaban el espacio de dentro, cortado por todas partes por la cimera real. Los bancos estaban llenos de plañideras, todos los nobles de Ashton y de kilómetros a la redonda habían acudido, junto con comerciantes y soldados, el clero y demás. Ruperto se había asegurado de ello.
—Todos están aquí —dijo, mirando alrededor.
—Todos los que vinieron —respondió Angelica.
—Los que no lo hicieron son traidores —espetó Ruperto en respuesta—. Haré que los maten.
—Por supuesto —dijo Angelica—. Pero después de la invasión.
Era extraño que hubiera encontrado a alguien tan dispuesto a estar de acuerdo con todas las cosas que había que hacer. A su manera, hermosa e inteligente, era tan despiadada como lo era él. También estaba allí para esto, a su lado, y conseguía que incluso el negro del funeral pareciera precioso, estaba allí para apoyar a Ruperto mientras hacia su camino a través del templo, hacia el lugar donde se encontraba el ataúd de su madre, con la corona colocada encima, a la espera del sepelio.
Un coro empezó a cantar un réquiem mientras se dirigían hacia allí y la suma sacerdotisa rezaba a la diosa con un tono monótono. Nada de esto era original. No había habido tiempo para eso. Aun así, cuando todo esto hubiera acabado Ruperto contrataría a un compositor. Levantaría estatuas en honor a su madre. Haría…
—Hemos llegado, Ruperto —dijo Angelica, guiándolo hasta su asiento en la fila de delante. Allí había espacio de sobra, a pesar de que el edificio estaba abarrotado. Quizá los guardas que estaban allí para hacer que se cumpliera tenían algo que ver con eso.
—Nos hemos reunido para dar testimonio del deceso de una gran personalidad entre nosotros —dijo la sacerdotisa en un tono monótono mientras Ruperto ocupaba su lugar—. La Reina Viuda María de la Casa Flamberg se ha ido detrás de la máscara de la muerte, a los brazos de la diosa. Lamentamos su deceso.
Ruperto lo lamentaba, la pena crecía en su interior mientras la sacerdotisa hablaba sobre la gran gobernante que había sido su madre, lo importante que había sido su papel en la unidad del reino. La vieja sacerdotisa dio un largo sermón acerca de las virtudes que se encuentran en los textos sagrados de las que su madre había sido un ejemplo y, a continuación, algunos hombres y algunas mujeres subieron a hablar sobre su grandeza, su amabilidad, su humildad.
—Parece que estén hablando de otra persona —le susurró Ruperto a Angelica.
—Es lo que se espera que digan en un funeral —respondió ella.
Ruperto negó con la cabeza.
—No, esto no es así. No es así para nada.
Se levantó y se dirigió a la parte delantera del templo, sin importarle que todavía había un señor ocupado dando vueltas a aquella vez que se había encontrado con la Reina Viuda en un elogio fúnebre. El hombre retrocedió al acercarse Ruperto y se quedó callado.
—Estáis diciendo tonterías —dijo Ruperto, la voz le salía con facilidad—. ¡Estáis hablando de mi madre e ignoráis cómo era realmente! ¿Decís que era buena, amable y generosa? ¡No era ninguna de estas cosas! Era severa. Era despiadada. Podía ser cruel. —Hizo un movimiento circular con la mano—. ¿Hay alguien aquí a quien no hiciera daño? A mí me hizo daño a menudo. Me trataba como si apenas fuera digno de ser su hijo.
Podía oír los susurros entre los que estaban allí. Ya podían susurrar. Ahora él era su rey. Lo que ellos pensaran no importaba.
—Pero fue fuerte, sin embargo —dijo Ruperto—. Es gracias a ella que tenéis un país. Gracias a ella los traidores de esta tierra han sido expulsados y su magia reprimida.
Le vino un pensamiento.
—Yo seré igual de fuerte. Haré lo que haga falta.
Andando a largos pasos, se dirigió al ataúd y levantó la corona. Pensó en lo que Angelica había dicho acerca de la Asamblea de los Nobles y de que Ruperto no necesitaba en absoluto su permiso. La cogió y se la colocó en la frente, ignorando los susurros de los que estaban allí.
—Enterraremos a mi madre como la persona que fue —dijo Ruperto—, ¡no según vuestras mentiras! ¡Os lo ordeno como vuestro rey!
Entonces Angelica se levantó, fue corriendo hacia él y le tomó la mano.
—Ruperto, ¿estás bien?
—Estoy bien —replicó. Le vino otro impulso y miró a la multitud—. Todos conocéis a Milady d’Angelica —dijo Ruperto—. Bien, tenemos que anunciaros algo. Esta noche la tomaré como mi esposa. Todos vosotros estáis obligados a asistir. Quien no lo haga será colgado por ello.
Esta vez no hubo susurros. Tal vez ya no podían sorprenderse. Tal vez ya habían pasado por todo esto. Ruperto fue hasta el ataúd.
—Bueno, Madre —dijo—. Tengo tu corona. Voy a casarme y, mañana, voy a salvar tu reino. Te basta con esto, ¿verdad?
Una parte de Ruperto esperaba alguna respuesta, alguna señal. No hubo nada. Nada excepto el silencio de la multitud que observaba, y de la profunda culpa que todavía se arrastraba en su interior.