Читать книгу Arsène Lupin. Caballero y ladrón - Морис Леблан, Морис Леблан, André de Maricourt - Страница 6
2 Arsène Lupin
en prisión
ОглавлениеNo hay turista digno de ese nombre que no conozca las orillas del Sena y al que no le haya llamado la atención, al ir de las ruinas de la abadía de Jumièges a las de la abadía de Saint-Wandrille, el pequeño y extraño castillo feudal de Malaquis, levantado con tanta audacia sobre la roca que ocupa la mitad del río. Un puente en arco lo conecta con el camino en tierra firme. La base de sus torrecillas sombrías se confunde con el granito que lo sostiene, un bloque enorme desprendido de quién sabe qué montaña y arrojado ahí por obra de alguna tremenda sacudida. A su alrededor, el agua tranquila del gran río juega entre los juncos y las lavanderas revolotean sobre la superficie mojada de los guijarros.
La historia del castillo de Malaquis es temible como su nombre y tan hosca como su silueta. Está hecha de combates, asedios, asaltos, rapiñas y matanzas. En las veladas del país de Caux, río abajo, recuerdan con escalofríos los crímenes que se cometieron en ese lugar. Cuentan leyendas misteriosas. Se habla del famoso subterráneo que en otros tiempos llevaba a la abadía de Jumièges y a la casa de campo de Agnès Sorel, la bella amiga de Carlos VII.
En esta antigua guarida de héroes y de salteadores vive el barón Nathan Cahorn, el barón Satán, como lo llamaban en la bolsa de valores, donde se enriqueció con demasiada rapidez.
Los dueños de Malaquis, arruinados, tuvieron que venderle el hogar de sus antepasados a cambio de migajas. Ahí acomodó sus admirables colecciones de muebles y cuadros, de lozas finas y tallas de madera. Vivía solo, atendido por tres viejos servidores. Nadie entraba nunca al lugar. Nadie contempló jamás en el decorado de estas salas antiguas los tres Rubens que posee ni los dos Watteau ni su púlpito esculpido por Jean Goujon ni tantas otras maravillas arrancadas a fuerza de dinero a los compradores frecuentes de las subastas públicas.
El barón Satán tenía miedo, pero no por él, sino por los tesoros que había acumulado con una pasión tenaz y con tal perspicacia de aficionado que ni los más astutos comerciantes podían vanagloriarse de haberlo inducido a equivocarse. Ama sus tesoros, y los ama intensamente como un avaro, celosamente como un amante.
Todos los días, al ponerse el sol, las cuatro puertas de hierro que dominan los dos extremos del puente y la entrada al patio de honor se cierran y acerrojan. Con la menor sacudida, un sistema de alarmas repicarán en el silencio. Mientras que del lado del Sena nada hay que temer: la roca se corta verticalmente.
Un viernes de septiembre, el cartero se presentó como siempre en la cabeza del puente y, según la norma habitual, el barón fue quien entreabrió la pesada batiente de la puerta. Examinó al hombre minuciosamente, como si no conociera de años esa cara jovial y esos ojos socarrones de campesino. El hombre se rio y le dijo:
–Soy otra vez yo, señor barón. No soy otro que hubiera tomado y vestido mi blusa y se hubiera puesto mi gorra.
–Uno nunca puede saber –murmuró Cahorn.
El cartero le entregó un montón de periódicos y continuó:
–Y ahora, señor barón, una novedad.
–¿Una novedad?
–Una carta… y, además, certificada.
Recluido, sin amigos ni nadie que se interesara en él, nunca recibía cartas. Y de pronto se producía este suceso de mal augurio que le daba motivos para inquietarse. ¿Quién era este misterioso remitente que venía a hostigarlo en su retiro?
–Tiene que firmar, señor barón.
Firmó a regañadientes. Después tomó la carta, esperó a que el cartero desapareciera en el recodo del camino, dio algunos pasos de un lado a otro, se apoyó contra el parapeto del puente y abrió el sobre. Contenía una hoja de papel cuadriculado con este encabezado manuscrito: Prisión de la Santé, París. Miró entonces la firma: Arsène Lupin. Asombrado, leyó:
Señor barón: En la galería donde confluyen sus dos salones se encuentra un cuadro de Philippe de Champaigne de excelente hechura y que me gusta enormemente. Sus Rubens también me gustan, lo mismo que el Watteau pequeño. En el salón de la derecha me llamó la atención el aparador de Luis XIII, los tapices de Beauvais, el velador estilo Imperio firmado por Jacob y el baúl renacentista. En el salón de la izquierda, toda la vitrina de joyas y miniaturas.
Por esta vez me contentaré con estos objetos, que creo que será fácil revender. Así pues, le suplico que los embale según convenga y los envíe a mi nombre (porte pagado) a la estación de Batignolles antes de ocho días. En caso contrario, procederé yo mismo al traslado la noche del miércoles 27 al jueves 28 de septiembre. Y, por supuesto, no me contentaré con objetos que no sean los señalados.
Sírvase disculpar la pequeña molestia que le causo y reciba usted mi más alta consideración.Arsène Lupin
P.D.: Por favor, no me envíe el Watteau grande. Aunque le haya costado treinta mil francos en el Hostal des Ventes, es una copia. El original lo quemó Barras en tiempos del Directorio, en una noche de orgía. Consulte las memorias inéditas de Garat.
Tampoco me interesa la cadena Luis XV, pues me parece de dudosa autenticidad.
Esta carta trastornó al barón Cahorn. Si viniera de otra persona, ya lo hubiera alarmado considerablemente, ¡pero firmada por Arsène Lupin!
Lector asiduo de periódicos, al corriente de lo que pasaba en el mundo de la delincuencia, sabía todo acerca de las hazañas del infernal ladrón. Desde luego, sabía que Lupin, detenido en Estados Unidos por su enemigo Ganimard, estaba encarcelado y que se se estaba tramitando su proceso. Pero también sabía que cabía esperar lo que fuera de su parte. Y, por si fuera poco, su conocimiento tan exacto del castillo, de la disposición de los cuadros y los muebles, era un aviso de lo más temible. ¿Quién lo había informado de cosas que nunca había visto?
El barón elevó los ojos y contempló el contorno huraño del castillo, su pedestal abrupto, las profundas aguas que lo rodeaban y alzó los hombros. En definitiva, no corría ningún peligro. Nadie podría penetrar el santuario inviolable de sus colecciones.
Nadie, pero ¿Arsène Lupin? ¿Existen para el famoso ladrón puertas, puentes levadizos y murallas? ¿De qué sirven los obstáculos mejor concebidos, las precauciones más diestras, si Arsène Lupin decide llegar hasta el final?
Esa misma tarde le escribió al procurador de la República de Rouen. Le envió la carta con las amenazas y le solicitó auxilio y protección.
Y la respuesta no tardó en llegar. El citado Arsène Lupin estaba actualmente preso en la Santé, vigilado estrechamente y sin posibilidades de escribir, así que la carta no podía ser obra más que de un farsante. Así lo indicaban la lógica y el sentido común, además de la realidad de los hechos. De todos modos, y como acto de prudencia, se había encomendado a un experto para que analizara la escritura. El experto concluyó que pese a ciertas analogías, la letra no era la del detenido.
Y pese a ciertas analogías fueron las únicas cuatro palabras que retuvo el barón. En ellas alcanzaba a ver la confesión de una duda que a él le parecía justificativo suficiente para que interviniera la justicia. Sus temores se acrecentaron. No dejaba de pensar en la carta... procederé yo mismo al traslado. Y la fecha exacta: la noche del miércoles 27 al jueves 28 de septiembre.
Suspicaz y taciturno, no se había atrevido a revelar nada a sus sirvientes, cuya lealtad le parecía resistente a cualquier prueba. Sin embargo, por primera vez en años sentía la necesidad de hablar, de pedir un consejo. Abandonado por la justicia de su país y sin la esperanza de poder defenderse con sus propios medios, casi se había decidido a ir a París a pedir la ayuda de algún policía en retiro.
Y así pasaron dos días. Al tercero, se estremeció de gozo al leer en el periódico Le Réveil de Caudebec esta nota suelta:
Tenemos el placer de alojar entre nuestros muros desde hace casi tres semanas al jefe inspector Ganimard, veterano del Servicio de Seguridad. El señor Ganimard, quien con la detención de Arsène Lupin, su última proeza, ganó fama en toda Europa, descansa de sus trabajos dedicado a la pesca de gobios y brecas.
¡Ganimard! ¡Ahí estaba la ayuda que buscaba el barón Cahorn! ¿Quién mejor que el hábil y paciente Ganimard para desbaratar los planes de Lupin?
El barón no lo dudó. Seis kilómetros separaban al castillo de la pequeña población de Caudebec. Y los recorrió con el paso alegre de un hombre sobrexcitado por la esperanza de salvarse.
Tras varias tentativas infructuosas por averiguar el domicilio del jefe inspector, fue a las oficinas de Le Réveil, situadas a la mitad del paseo del muelle. Ahí localizó al redactor de la nota suelta, quien se acercó a la ventana y exclamó:
–¿Ganimard? Puede estar seguro de que lo encontrará al final del muelle, con la caña de pescar en las manos. Ahí nos conocimos, cuando leí por causalidad su nombre grabado en la caña. ¡Ah, mire! Es el anciano de baja estatura que se encuentra ahí, bajo los árboles del paseo.
–¿De capote y sombrero de paja?
–¡Exactamente! Un tipo extraño, callado y más bien huraño.
Cinco minutos después, el barón abordó al famoso Ganimard, se presentó y trató de iniciar una conversación con él. Entonces, pasó directamente al asunto y le expuso su caso.
El otro lo escuchó inmóvil, sin perder de vista al pez que acechaba. Luego, giró la cabeza hacia el barón, lo midió de pies a cabeza con un aire de profunda piedad y le dijo:
–Monsieur, no es costumbre avisarle a nadie que van a despojarlo. En particular, Arsène Lupin no comete semejantes errores.
–Pero...
–Monsieur, si tuviera la mínima duda, créame que el placer de capturar de nuevo a Lupin prevalecería sobre cualquier otra consideración. Lamentablemente, ese joven ya está tras las rejas.
–¿Y si se escapa?
–Nadie escapa de la Santé.
–Pero él...
–Sobre todo él.
–Sin embargo...
–¡Pues bien! Si se escapa, qué bueno. Lo pescaré de nuevo. Mientras tanto, duerma con toda tranquilidad y ya no me asuste a esta breca que quiero pescar.
De esta manera terminó la conversación. El barón regresó a su casa, algo más tranquilo por la despreocupación de Ganimard. Verificó las cerraduras, espió a los sirvientes y así pasaron cuarenta y ocho horas en las que casi acabó por convencerse de que, a fin de cuentas, sus temores eran infundados. Es verdad lo que dijo Ganimard, no es costumbre avisarle a nadie que van a despojarlo.
Se acercaba la fecha. Y, la mañana del martes, el día anterior al 27, no hubo nada digno de notar. Pero a las tres llamó un chico que traía un telegrama.
No hay ninguna entrega en la estación de Batignolles. Prepárese para la noche de mañana. Arsène.
De nueva cuenta fue presa del miedo, tanto, que se preguntó si no sería mejor ceder a las exigencias de Lupin.
Corrió a Caudebec. Ganimard pescaba en el mismo lugar, acomodado en una silla plegable. Y, sin decir una palabra, le extendió el telegrama.
–¿Y luego? –dijo el inspector.
–¿Luego? ¡Pero si ya es mañana!
–¿Qué?
–¡El robo! ¡El saqueo de mis colecciones!
Ganimard apoyó la caña, giró hacia el barón y, cruzando los brazos sobre el pecho, exclamó con tono de impaciencia.
–¡Ah, caray! ¿Así que usted cree que voy a ocuparme de una historia tan estúpida?
–¿Cuánto quiere cobrar por pasar en el castillo la noche del 27 al 28 de septiembre?
–Ni un centavo. Déjeme en paz.
–Ponga usted el precio. Soy rico, inmensamente rico.
Lo imperioso de la oferta desconcertó a Ganimard, que respondió más calmado:
–Estoy aquí de permiso y no tengo autorización para mezclarme...
–Nadie lo sabrá. Me comprometo, pase lo que pase, a guardar silencio.
–No va a pasar nada.
–Veamos, entonces, ¿tres mil francos serán suficientes?
El inspector tomó una pizca de rapé, meditó y declaró:
–De acuerdo. Sin embargo, es mi obligación decirle que francamente va a tirar su dinero por la ventana.
–Me da lo mismo.
–En ese caso... Después de todo, ¿qué sabemos de este diablo de Lupin? Quizá tiene toda una pandilla a sus órdenes... ¿Está usted seguro de sus sirvientes?
–Por mi vida que sí...
–Entonces, desinteresémonos de ellos. Voy a telegrafiar para advertir a dos buenos amigos míos para que estemos más seguros. Por ahora, váyase, que no nos vean juntos. Nos vemos mañana a eso de las nueve.
Al día siguiente, la fecha fijada por Arsène Lupin, el barón Cahorn sacó sus armaduras, pulió sus armas y se paseó por los alrededores del castillo. Ningún error lo soprendería.
Y, por la noche, hacia las ocho y media, ordenó a sus sirvientes que se retiraran. Vivían en un ala sobre el lado que daba al camino, pero algo alejada y al final del castillo. Cuando quedó solo, abrió sin hacer ruido las cuatro puertas. Al cabo de un momento, escuchó pasos que se acercaban.
Ganimard presentó a sus dos asistentes, hombres grandes, con cuellos de toro y manos poderosas, y luego pidió algunas aclaraciones. Después de enterarse de la disposición de todo el lugar, cerró cuidadosamente y obstruyó todos los puntos por donde se podría pasar a las salas amenazadas. Inspeccionó las paredes, levantó los tapices y apostó a sus agentes en la galería central.
–Nada de tonterías, ¿entendido? No venimos a dormir. Al menor signo de alarma, abran las puertas del patio y llámenme. Estén atentos también al lado del agua. Diez metros de precipicio no espantan a diablos de su calibre.
Los encerró, tomó las llaves y le dijo al barón:
–Y ahora, a nuestro puesto.
Para pasar la noche, había escogido una pequeña estancia abierta en el grosor de las murallas del recinto, entre las dos puertas principales y que, en otros tiempos, había sido el reducto del vigilante. Sobre el puente se abría una mirilla y otra sobre el patio. En un rincón podía verse algo que semejaba el orificio de un pozo.
–¿Le entendí bien, señor barón, que este pozo es la única entrada a los subterráneos y que está tapado desde que se tiene memoria?
–Sí.
–Entonces, salvo que haya otra entrada desconocida para todos, menos para Lupin, lo cual parece un tanto difícil, estamos tranquilos.
Alineó tres sillas, se extendió para acomodarse, encendió su pipa y suspiró:
–La verdad, señor barón, acepté esta misión tan elemental solo porque tengo mucha necesidad de agregar un piso a la casa en la que voy a terminar mis días. Le contaré la anécdota a mi amigo Lupin, para que se muera de risa.
El barón no rio. Con oído atento, interrogaba al silencio con inquietud creciente. Cada tanto se inclinaba hacia el pozo y lanzaba por el tiro una mirada ansiosa.
Y dieron las once, la medianoche, la una.
De pronto, asió el brazo de Ganimard, que se despertó sobresaltado.
–¿Oye eso?
–Sí.
–¿Qué es?
–Soy yo, que ronco.
–¡Eso no! Escuche...
–¡Ah, ya! Es la bocina de un auto.
–¿Y bueno?
–¿Bueno? No es probable que Lupin vaya a usar un automóvil como ariete para derribar el castillo. Señor barón, yo en su lugar me dormiría, como tendré el honor de hacerlo de nuevo. Buenas noches.
Fue la única alarma. Ganimard pudo recuperar su sueño interrumpido y el barón no escuchó nada más que los ronquidos sonoros y rítmicos.
Al amanecer, salieron de su celda. Una paz inmensa y serena, la paz de la mañana a la orilla del agua fresca, envolvía el castillo. Cahorn se sentía radiante de gusto, Ganimard sosegado como siempre. Subieron por las escaleras. No se oía nada ni se veía nada sospechoso.
–¿Qué le dije, señor barón? En el fondo, no debí haber aceptado, me avergüenza...
Tomó las llaves y entró en la galería.
Sobre dos sillas, encorvados, con los brazos colgantes, los dos agentes dormían.
–¡Por todos los cielos! –gruñó el inspector.
Y, a continuación, el barón soltó un grito:
–¡Los cuadros! ¡La credenza!
Balbuceaba, sofocado, con la mano extendida hacia los lugares vacíos, hacia las paredes desnudas en las que sobresalían los clavos y colgaban las cuerdas inservibles. ¡Desapareció el Watteau! ¡Se llevaron los Rubens! ¡Desmontaron los tapices! ¡Las vitrinas vaciadas de sus joyas!
–¡Y mis candelabros Luis XVI! ¡Y el velador de la Regencia y mi virgen medieval!
Corría de un lugar a otro pasmado, desesperado. Repasaba lo que le habían costado, acumulaba las pérdidas sufridas, sumaba las cifras, todo desordenadamente, con palabras indistinguibles y frases entrecortadas. Temblaba, se sacudía, loco de ira y dolor. Parecía un hombre arruinado al que no le quedaba más que volarse los sesos.
Si algo hubiera podido consolarlo, habría sido ver la estupefacción de Ganimard. Pero, al contrario del barón, el inspector no se movía. Parecía petrificado. Examinaba el lugar con una mirada vaga. ¿Las ventanas? Cerradas. ¿Los cerrojos de las puertas? Intactos. Ninguna fractura en el techo. Ningún orificio en el suelo. Todo en perfecto orden. El robo debió haberse realizado metódicamente, siguiendo un plan inflexible y lógico.
–Lupin... Lupin –murmuraba abatido.
Súbitamente, se lanzó sobre los dos agentes, como si por fin se avivara su enojo, y los sacudió e insultó furiosamente. ¡Pero no reaccionaron!
–¡Me lleva el diablo! ¿Será acaso que...?
Se inclinó sobre ellos y los observó atentamente. Dormían, pero con un sueño que no era natural. Entonces le dijo al barón:
–Los durmieron.
–¿Quién lo hizo?
–¿Quién? ¡Él mismo, caramba! O su banda, dirigida por él. Es un golpe de su estilo. Se ve su firma.
–En ese caso, estoy perdido. No queda nada por hacer.
–Nada.
–Es abominable, monstruoso.
–Presente una denuncia.
–¿Y qué caso tiene?
–¡Por Dios, al menos inténtelo! La justicia tiene sus medios...
–¡¿La justicia?! Pero si usted lo puede ver con sus propios ojos... Fíjese, en este instante, cuando usted podría buscar un indicio, descubrir algo, ¡ni se mueve!
–¡¿Descubrir algo tratándose de Arsène Lupin?! Querido monsieur: él no deja nada suyo detrás. ¡Nada queda al azar con Lupin! Ahora me pregunto si no se hizo detener voluntariamente por nosotros en Estados Unidos.
–Entonces, tengo que renunciar a mis cuadros, ¡a todo! Pero me robó las perlas de mi colección. Daría una fortuna por recuperarlas. Si no se puede hacer nada contra él, ¡que diga entonces cuál es su precio!
Ganimard lo miró fijamente.
–Es muy sensato lo que dice. ¿No se arrepentirá?
–No, no, no. ¿Por qué?
–Tengo una idea.
–¿Cuál?
–La retomaremos si las investigaciones no llevan a... Pero no diga una sola palabra acerca de mí, si es que quiere que todo salga bien.
Y luego agregó para sus adentros:
–Por lo demás, no tengo nada de qué alardear.
Los dos agentes recuperaban poco a poco el sentido, con ese aire lento de los que salen de un sueño hipnótico. Abrieron los ojos sobresaltados, tratando de comprender. Y, cuando Ganimard los interrogó, no recordaban nada.
–Sin embargo, deben haber visto a alguien.
–No.
–¿No se acuerdan?
–No, no.
–¿Por casualidad bebieron algo?
Reflexionaron y uno de ellos contestó:
–Sí, tomé un poco de agua.
–¿Agua de esta garrafa?
–Sí.
–Yo también –declaró el segundo.
Ganimard la olió y la probó. No tenía ningún gusto extraño, ningún olor.
–Vamos –dijo–, estamos perdiendo el tiempo. Los problemas que causa Arsène Lupin no se resuelven en cinco minutos. Pero juro por Dios que voy a capturarlo de nuevo. Ganó la segunda partida. ¡Me ganó!
Ese mismo día, el barón Cahorn interpuso debidamente una denuncia por robo calificado en contra de Arsène Lupin, ¡preso en la Santé!
Más tarde, el barón se arrepintió una y otra vez de la denuncia, conforme veía que se habían apoderado del castillo de Malaquis los gendarmes, el procurador, el juez de instrucción, los periodistas y todos los curiosos que se asomaban donde no tendrían por qué estar.
El caso ya apasionaba a la opinión pública por las condiciones tan peculiares en que había ocurrido. Y el nombre de Arsène Lupin estimulaba a tal punto la imaginación, que las columnas de los periódicos se llenaban de las historias más caprichosas y encontraban credibilidad entre los lectores.
La carta original de Arsène Lupin, que publicó el Écho de France (y que nadie supo nunca quién la filtró), en la que el barón Cahorn fue prevenido desfachatadamente de la amenaza que se cernía, causó una emoción considerable. Y muy pronto se propusieron explicaciones fabulosas. Alguno se acordó de la existencia de los famosos subterráneos, y la fiscalía, influida por ello, encaminó sus investigaciones en ese sentido.
Registraron el castillo de arriba abajo. Investigaron cada una de sus piedras. Estudiaron las molduras de las paredes y las chimeneas, los marcos de las ventanas y las vigas de los techos. A la luz de las antorchas, examinaron las bóvedas inmensas donde los amos del Malaquis apilaron en otro tiempo sus municiones y provisiones. Sondearon las entrañas de las rocas. Todo en vano. No descubrieron el menor vestigio de un subterráneo. No había un pasaje secreto.
–Está bien –se decía por todas partes–, pero los muebles y los cuadros no se desvanecen como fantasmas. Se sacan por puertas y ventanas. ¿Quiénes son esos maleantes? ¿Cómo se introdujeron? ¿Cómo escaparon?
Las autoridades de Rouen, convencidas de su incapacidad, pidieron ayuda a los agentes de París. Monsieur Dudouis, jefe de la Seguridad, envió a los mejores detectives de la brigada de hierro. Él mismo hizo una visita de cuarenta y ocho horas al castillo, de la que no sacó ningún provecho. Entonces mandó llamar al inspector Ganimard, pues muchas veces había tenido la oportunidad de agradecer sus servicios.
Ganimard escuchó en silencio el informe de su superior. Luego, sacudió la cabeza y dijo:
–Creo que insistir en registrar el castillo es seguir una pista falsa. La solución está en otra parte.
–Pero ¿en dónde?
–Con Arsène Lupin.
–¡¿Lupin?! Suponerlo equivale a admitir su intervención.
–Yo la admito. No solo eso, sino que la considero como algo seguro.
–Vamos, Ganimard, es absurdo. Arsène Lupin está en la cárcel.
–Concedo que Arsène Lupin está en la cárcel. Concedo que está vigilado. Pero necesitaría tener grilletes en los pies, ataduras en las manos y una mordaza en la boca para que yo cambiara de opinión.
–¿Y a qué se debe esa obstinación?
–Porque únicamente ese bandido tiene la capacidad de maquinar algo de esta envergadura y echarla a andar de forma tal que le resulte tan bien... como le ha resultado.
–¡Pura habladuría, Ganimard!
–Que constituye la realidad. ¡Vamos! Dejen de buscar un subterráneo, piedras que giran sobre goznes y otras tonterías de ese calibre. Este individuo no emplea procedimientos tan anticuados. Está al día o, para decirlo mejor, está adelantado al día de mañana.
–¿Y qué concluye usted?
–Concluyo que quiero pedirle nada menos que su permiso para estar una hora con él.
–¿En su celda?
–Así es. Durante la travesía de regreso de Estados Unidos trabamos excelentes relaciones y me atrevo a decir que siente alguna simpatía por quien pudo detenerlo. Si puede darme informes sin comprometerse, no dudará en evitarme un viaje inútil.
Poco después del mediodía, Ganimard fue introducido en la celda de Arsène Lupin, el cual, desde la litera donde estaba echado, levantó la cabeza y lanzó un grito de alegría.
–¡Ey, mira! Vaya qué sorpresa. ¡Mi querido Ganimard aquí!
–El mismo.
–Hay muchas cosas que quisiera tener en este retiro que escogí, pero ninguna con tantas ganas como volverte a ver.
–Qué amable
–¡Para nada! Siento por ti un gran afecto.
–Y me siento orgulloso de ello.
–Siempre he dicho que Ganimard es nuestro mejor detective. Es casi, y lo digo con toda franqueza, como Sherlock Holmes. Pero, de verdad, no sabes cómo me apena no tener más que este banquillo para ofrecerte. ¡Y nada que tomar! ¡Ni siquiera un vaso de cerveza! Discúlpame, pero solo estoy de paso.
Ganimard se sentó sonriendo. Y el prisionero continuó, feliz de poder hablar:
–¡Dios mío! Qué alegría poner mis ojos en el semblante de un hombre honesto. Estoy harto de todos esos espías y soplones que diez veces al día pasan revista a mis bolsillos y a mi humilde celda para asegurarse de que no preparo un escape. ¡Caray, cómo se preocupa el gobierno por mí!
–Y con razón.
–¡Claro que no! Sería feliz si me dejaran vivir en mi pequeño rincón.
–Con las rentas de los demás.
–¿Verdad? ¡Qué fácil sería todo así! Pero estoy hablando mucho, no digo más que tonterías y seguramente tú tienes prisa. Vamos al grano, Ganimard, ¿a qué debo el honor de tu visita?
–Al caso Cahorn –dijo Ganimard sin rodeos.
–¡Espera! Dame un segundo... tengo tantos asuntos pendientes. Déjame primero traer a mi memoria el expediente del caso Cahorn... ¡Oh, sí! Listo. Caso Cahorn, castillo de Malaquis, Sena inferior... dos Rubens, un Watteau y algunos objetos menudos.
–¿Menudos?
–¡Oh, desde luego! Todo es de un valor mediocre. Hay cosas mejores. Pero es suficiente como para que el caso interese... Habla, pues, Ganimard.
–¿Necesito explicarte en qué punto estamos de las investigaciones?
–No hace falta, ya leí los periódicos de la mañana. Por lo demás, me tomaré la libertad de decirte que no avanzan con suficiente rapidez.
–Justo por eso apelo a tu gentileza.
–Estoy completamente a tus órdenes.
–Lo primero que quiero saber es si este caso es obra tuya.
–De cabo a rabo.
–¿Y la carta de amenaza? ¿Y el telegrama?
–Son de tu servidor. Incluso debo tener los recibos del envío por aquí en alguna parte.
Arsène abrió el cajón de una pequeña mesa de madera blanca que constituía, con la cama y el banquillo, todo el mobiliario de la celda, y sacó dos trozos de papel que tendió a Ganimard.
–¡Ah, caray! –exclamó este último–. Yo creía que no te quitaban la vista de encima y que te registraban por todo. Y resulta que lees los periódicos y coleccionas recibos.
–¡Bah! ¡Estas personas son tan tontas! Descosen el dobladillo de mi saco, examinan las suelas de mis zapatos, investigan las paredes de esta celda, pero a ninguno se le ocurre que Arsène Lupin pudiera tener un escondrijo tan inocente. Claro que contaba con eso.
Ganimard, divertido, exclamó:
–¡Vaya contigo! Me desconciertas. Vamos, cuéntame la aventura.
–¡Oh, no! ¿Qué te pasa? Quieres que te inicie en todos mis secretos, que te revele mis pequeños trucos. Eso es grave.
–¿Me equivoqué al contar con tu amabilidad entonces?
–No, Ganimard, pero ya que insistes...
Arsène Lupin recorrió dos o tres veces el lugar y entonces se detuvo:
–¿Qué opinas de mi carta al barón?
–Me parece que querías divertirte y, como siempre, escandalizar al público.
–¿Escandalizar al público? La verdad, Ganimard, te creía más informado. ¿Acaso yo, Arsène Lupin, pierdo el tiempo en esas niñerías? ¿Para qué escribiría esa carta si podía desvalijar al barón sin avisarle? Entiendan, tú y los demás, que la carta es el inicio indispensable, el recurso que puso en marcha toda la maquinaria. Mira, vamos en orden, y repasemos juntos si quieres el robo del Malaquis.
–Te escucho.
–Bueno. Tomemos un castillo perfectamente cerrado, atrancado, como el del barón Cahorn. ¿Voy a abandonar la partida y a renunciar a los tesoros que codicio solo porque el castillo que los resguarda es inaccesible?
–Evidentemente que no.
–¿Voy a tratar de asaltarlo, como en otros tiempos, a la cabeza de una banda de aventureros?
–Sería infantil.
–¿Voy a colarme con disimulo?
–Imposible.
–En mi opinión, el único medio que queda es hacerme invitar por el dueño de dicho castillo.
–Es un recurso original.
–¡Y muy fácil! Supongamos que un día, dicho propietario recibe una carta en la que se le advierte de lo que trama en su contra un conocido ladrón. ¿Qué va a hacer?
–Le enviará la carta al procurador.
–Que se burlará de él, porque el sujeto Lupin está tras las rejas. Por lo tanto, el buen hombre pierde la brújula y está listo para pedir ayuda al primero que se le aparezca. ¿No es así?
–Sin ninguna duda.
–Y si por casualidad llega a leer en un periodicucho que un famoso policía está de vacaciones en una localidad vecina...
–Se dirigirá a ese policía.
–Tú lo has dicho. Pero, por otro lado, admitamos que anticipando esta gestión inevitable, Arsène Lupin le rogó a uno de sus amigos más capaces que se instalara en Caudebec, que entrara en tratos con un redactor de Le Réveil, el diario al que está suscrito el barón y que le revelara que él es el famoso policía. ¿Qué sucedería entonces?
–El redactor publicará en Le Réveil la noticia de la visita de dicho policía.
–¡Perfecto! Y una de dos: o el pez (me refiero a Cahorn) no pica y no pasa nada, o bien, y esta es la hipótesis más verosímil, corre excitado tras el anzuelo. Y he aquí a mi buen Cahorn suplicándole a uno de mis amigos que lo ayude en mi contra.
–A cada momento es más original.
–Por supuesto, el falso policía niega al principio su ayuda. En ese punto llega el telegrama de Arsène Lupin. El barón se asusta y suplica de nuevo a mi amigo y le ofrece un pago por vigilar su seguridad. Mi amigo acepta y lleva a dos compinches de nuestra banda. Y así, durante la noche, mientras Cahorn es vigilado por su protector, pasan por la ventana cierto número de objetos y los deslizan por medio de cuerdas en una pequeña embarcación rentada a propósito. Tan sencillo como Lupin.
–¡Simplemente maravilloso! –exclamó Ganimard–. No exagero si elogio la audacia de la idea y el ingenio de los detalles. Pero no me imagino a un policía tan famoso como para que su nombre haya podido atraer y sugestionar al barón hasta ese grado.
–Claro que hay uno y solo uno.
–¿Quién?
–El más célebre, el enemigo personal de Arsène Lupin, el inspector Ganimard.
–¡Yo mismo!
–Tú mismo, Ganimard. Y fíjate en este detalle genial: si te presentas y el barón se decide a confesar, descubrirás que tu deber es detenerte, así como me detuviste en Estados Unidos. ¿Qué tal? Es una revancha de comedia: hago que Ganimard detenga a Ganimard.
Arsène Lupin se rio de buena gana. El inspector, ofendido, se mordía los labios. No le parecía que la broma ameritara esa explosión de alegría.
La llegada de un guardia le concedió un respiro para recuperarse. Traía la comida que Arsène Lupin, por un favor especial, mandaba pedir a un restaurante cercano. Puso el plato sobre la mesa y se retiró. Arsène se acomodó, partió el pan y dio dos o tres mordidas.
–Pero no te inquietes, querido Ganimard, no irás a la cárcel. Te voy a revelar algo que te sorprenderá: el caso Cahorn está a punto de cerrarse.
–¿Cómo?
–Lo que te digo: están a punto de dar carpetazo.
–¡No te creo! Vengo de estar con el jefe de la Seguridad.
–¿Y qué? ¿Acaso monsieur Dudouis sabe más que yo de mis asuntos? Sabrás que Ganimard, perdón, el seudo Ganimard quedó en muy buenos términos con el barón. Y este es el motivo fundamental de que no haya confesado nada, porque le encargó la delicada misión de negociar un trato conmigo. Para este momento, es probable que a cambio de cierta suma el barón haya recuperado la posesión de sus amadas pertenencias. Y al tenerlas de nuevo, va a retirar su denuncia. Ya no hay robo. Lo que sigue es que las autoridades se retiren...
Ganimard examinó al preso con gesto de estupefacción.
–¿Y cómo sabes todo eso?
–Acabo de recibir el telegrama que esperaba.
–¿Acabas de recibir un telegrama?
–En este instante, amigo mío. Por cortesía, no quise leerlo en tu presencia, pero si me lo autorizas...
–¡Te burlas de mí, Lupin!
–Hazme el favor de romper con cuidado el cascarón de este huevo. Así constatarás tú mismo que no me burlo.
Maquinalmente, Ganimard obedeció, rompió el huevo con la hoja de un cuchillo y enseguida dejó escapar una exclamación de sorpresa. Era el puro cascarón y contenía un papel azul, que el inspector desdobló a petición de Arsène. Era un telegrama o, más bien, un trozo de telegrama al que habían arrancado las señas postales. Leyó:
Acuerdo concluido. Cien mil balas diparadas. Todo en orden.
–¿Cien mil balas? –dijo él.
–Sí, ¡cien mil francos! Es poco, pero finalmente vivimos tiempos difíciles... ¡y tengo tantos gastos fuertes! Si conocieras mi presupuesto... ¡qué caro es vivir en una ciudad grande!
Ganimard se puso de pie. Se había disipado su mal humor. Reflexionó unos segundos y ponderó someramente todo el asunto, tratando de encontrar algún punto débil. A continuación, con un tono que dejaba traslucir a las claras su admiración de experto, dijo:
–Afortunadamente no hay muchos como tú. De otro modo, tendríamos que bajar la cortina.
Arsène Lupin adoptó un aire de modestia y respondió:
–¡Bah! Es necesario ocuparse en algo, cultivar las aficiones personales... además de que no hubiera podido dar el golpe sin estar en la cárcel.
–¿Cómo? –exclamó Ganimard–. Tu proceso, tu defensa, la acusación y todo eso, ¿no bastan para tenerte entretenido?
–No, porque tomé la decisión de no presentarme a mi proceso.
–¿Ah, no?
Arsène repitió pausadamente:
–No me presentaré a mi proceso.
–¿De verdad?
–Mi querido amigo, ¿te crees que voy a pudrirme en esta pocilga? No me insultes. Arsène Lupin se queda en la cárcel solo el tiempo que quiere, ni un minuto más.
–Habría sido más prudente empezar por no terminar en prisión –objetó el inspector con un tono irónico.
–¡Ah, monsieur! ¿Se está burlando? ¿Olvidas que tuviste el honor de detenerme? Sepa, usted, respetado amigo, que nadie, ni siquiera tú, hubiera podido echarme el guante encima si un interés considerablemente mayor no se me hubiese impuesto en ese momento crítico.
–Me asombras.
–Una mujer me observaba, Ganimard, y yo la amaba. ¿Entiendes lo que significa ser observado por la mujer que amas? Nada me importaba más, te lo juro. Y por eso estoy aquí.
–Desde hace ya mucho tiempo, permíteme decirlo.
–Primero quería olvidar. No te rías. Había sido una aventura encantadora y todavía guardo el recuerdo enternecido de ella. Además, soy un poco neurasténico. ¡La vida de hoy es tan agitada! Hay ocasiones en que uno tiene que saber retirarse a eso que llaman una cura de aislamiento. Este lugar es magnífico para ese fin. Se aplica la cura de la Santé con todo rigor.
–Arsène Lupin –señaló Ganimard–, ¿me quieres tomar el pelo?
–Ganimard –afirmó Lupin–, hoy es viernes. El próximo miércoles iré a fumar contigo a la calle de Pergolèse a las cuatro de la tarde.
–Allá te espero.
Se dieron un apretón de manos como dos buenos amigos que se aprecian por lo que valen. Y el viejo policía se encaminó hacia la puerta.
–¡Ganimard!
El hombre dio media vuelta.
–¿Qué pasa?
–Se te olvida el reloj.
–¿Mi reloj?
–Sí, se cayó en mi bolsillo.
Y se lo devolvió diciendo:
–Perdóname... es una mala costumbre... pero no es porque me quitaran el mío que tomé el tuyo. De todos modos, tengo un cronómetro que no me parece mal y que sirve perfectamente para lo que necesito.
Sacó del cajón un enorme reloj de oro, grueso y cómodo, adornado por una pesada cadena.
–¿Y eso de qué bolsillo procede? –preguntó Ganimard.
Arsène Lupin examinó con indiferencia las iniciales.
–J. B... ¿Quién diablos puede ser? ¡Ah, sí! Ya me acuerdo. Es Jules Bouvier, mi juez de instrucción… un hombre encantador...