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Capítulo 2

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ESTO no puede estar ocurriendo! —dijo Marsh con rabia, frustración y dolor.

Kate vio en su gesto la sombra del miedo y le tomó las manos para reconfortarlo. Pero su tacto provocó en ella un sinfín de sensaciones desconcertantes.

—Doctor Diamond, está bien. Trate de mantener la calma. Tiene algunas heridas y le han puesto suero, eso le impide moverse libremente.

—¿Dónde está Sabrina? Tengo que encontrarla —dijo Marsh con patente inquietud y preocupación. Con una mano, trataba de retirarse las sábanas y quedar libre.

—Doctor Diamond, su hija está bien, créame. Está a salvo —añadió. Pero él estaba demasiado inquieto como para poder escuchar a nadie.

Al intentar levantarse, perdió el equilibrio y las rodillas se le doblaron.

Kate se apresuró a agarrarlo. Pero, inesperadamente, el contacto con su cuerpo casi desnudo, le aceleró el corazón.

Su olor la retrotrajo a aquel lejano verano, cuando, al caer del caballo, lo hizo directamente en sus brazos. Kate podía recordar con toda claridad la sensación de estar junto a él. Se habían mirado a los ojos durante unos segundos y el aire se había cargado de tensión.

—¡Marsh! ¿Qué demonios estás haciendo? —preguntó el doctor Franklin, que acababa de entrar.

—¿Tom? ¿Eres tú? —se apartó de Kate y se volvió en dirección a la nueva voz.

—Sí, soy yo. ¿Qué estás haciendo fuera de la cama? Me parece que no te gusta tu papel de paciente —comentó el doctor, mientras Heather y él se acercaban a la cama.

—Pues no, nada.

—¿Por qué frunces el ceño? ¿Tienes problemas con la vista?

—No es nada. Estaré bien enseguida. Es solo que alguien se olvidó de encender las luces.

—¡Buen intento, Marsh! Pero las luces están encendidas. Te recomiendo que dejes que las enfermeras te metan en la cama, para que pueda examinarte los ojos. Y no se te ocurra rechistar. Aunque seas el nuevo jefe de personal, tu trabajo no empieza hasta dentro de un mes y, además, en Urgencias, siempre mando yo.

Marsh no pudo ocultar su frustración.

—Bien, hazlo a tu modo —dijo—. Ya me vengaré de ti en la pista de tenis.

Trataba de mantener el control.

—Trato hecho —respondió Tom, antes de hacerle una señal a las dos enfermeras para que lo llevaran a la cama.

—Gracias, Kate —le susurró Heather una vez fuera de la habitación.

Ya en el recibidor, Kate respiró profundamente, y trató de tranquilizarse. No podía ser posible que, después de tantos años y del injusto modo en que él la había tratado tiempo atrás, todavía se sintiera atraída por Marshall Diamond.

Kate decidió seguir con su trabajo y se dirigió hacia la recepción, donde Jackie estaba consolando a una mujer que lloraba.

Detrás de ellas dos, seguía la pequeña Sabrina, exactamente en el mismo lugar en el que la había dejado. Al ver a Kate, Sabrina pareció aliviada.

—Siento que hayas tenido que esperar tanto tiempo —dijo Kate.

—¿Ha visto a mi padre? —preguntó la pequeña ansiosa.

—Sí, pero solo durante unos minutos. Me he tenido que marchar en cuanto el doctor ha entrado.

—¿Está bien?

—Sí, pero tiene una herida en la cabeza y algunas magulladuras —le dijo a la niña, con toda la sinceridad que creía adecuada—. Seguramente, tendrá que quedarse en el hospital esta noche, para que el médico lo tenga en observación.

Trataba de prepararla para lo que pudiera venir, pero no quiso alarmarla contándole lo de la ceguera. Había visto casos como el de Marsh que se solucionaban en unas cuantas horas o de un día para otro.

—¿Me tengo que quedar aquí?

Kate sonrió.

—El policía con el que viniste ya habrá llamado a tus abuelos y les habrá contado lo del accidente. Seguro que ya vienen hacia el hospital.

—No quiero irme con ellos —dijo la niña con voz desafiante, y un gesto muy característico de su padre.

—Vamos a la sala de espera, por si hubieran llegado, ¿te parece? —Kate le ofreció la mano a la pequeña.

Sabrina miró la mano y dudó durante unos segundos. Por fin, abrazó a su osito y se agarró a ella.

Mientras se dirigían a la sala de espera, Kate pensó en lo aliviada que se sentiría en cuanto pudiera entregarle la pequeña a sus abuelos. No porque no le gustara Sabrina sino, muy al contrario, por la cantidad de sentimientos encontrados que le producía. Aquel breve encuentro con la familia Diamond le había dejado muy claro que debía evitar todo contacto con ellos en los meses venideros.

Al entrar en la zona de espera, Kate se dirigió hacia el policía.

—Me alegro de que todavía esté usted aquí —dijo ella al aproximarse.

—¿Está bien la niña?

—Sí, perfectamente. ¿Ha podido localizar a los abuelos?

—No, la verdad es que no. Acabo de hablar con el sargento y no hay nadie en el rancho, con la excepción del capataz. Al parecer, toda la familia voló hacia Irlanda ayer, para asistir a una feria de caballos de pura sangre.

—Vaya… —respondió Kate. Recordaba que la familia era famosa por sus caballos de pura sangre.

Sabrina le apretó la mano y Kate se puso de cuclillas junto a ella.

—No van a venir, ¿verdad? —preguntó la niña.

—No, pero es porque…

—Yo sabía que no vendrían —continuó Sabrina, con una voz fría y distante, que no correspondía a la forma de hablar de una niña de cinco años—. Mi mamá me dijo que no me querían.

—¡Sabrina, eso no puede ser verdad! —dijo Kate alarmada por el comentario.

—Mamá me dijo que mi padre tampoco me quería —continuó la pequeña con amargura—. Por eso nos marchamos. Pero ahora mi madre está muerta y tengo que vivir con mi padre.

—Pero Sabrina, tu madre no pudo decir algo así sobre tu padre o tus abuelos —dijo Kate, sin saber qué decir ante los espeluznantes comentarios de la niña.

—Pero me lo dijo.

Kate no sabía qué responder. La niña que parecía tan preocupada por su padre solo momentos atrás, de pronto mostraba una extraña dureza. Kate no entendía qué había provocado aquel cambio.

—Mi padre se va a morir, como mi madre. ¡Y me quedaré sola! —hundió el rostro en el suave material de su osito de peluche y se echó a llorar.

Kate la abrazó.

—¡Cariño, no llores! —dijo suavemente—. Tú padre no va a morir. Se va a poner bien, te lo prometo.

Agarró a la pequeña en brazos.

—¿Quiere que llame a los servicios sociales? —preguntó el oficial.

Kate sabía que aquel era el procedimiento habitual en una situación como aquella. Pero también sabía que no era lo más adecuado en las circunstancias en que se encontraba la niña. Estaba sometida a una gran presión emocional, después de la reciente muerte de su madre. Las declaraciones que acababa de hacer abrían, además, una brecha adicional.

Durante aquel lejano verano en casa de los Diamond, una de las cosas que había llamado la atención de Kate era lo unidos que estaban. Había entre ellos unos cálidos lazos que los unían y, como amiga de Piper, había podido disfrutar, aunque solo fuera un poco, de ellos. Incluso llegó a pensar que la habían aceptado como parte de la familia, hasta que Marsh demostró que, en realidad, no había nada de eso.

—No, no hace falta. Ya me encargo yo de ella —le aseguró Kate, y Sabrina la agarró con más fuerza.

Kate se dio cuenta de que no era asunto suyo lo que le ocurriera a Sabrina, pero su parte humana era demasiado fuerte. Recordaba cómo se había sentido ella cuando la habían llevado a un orfanato durante unos cuantos días. Había estado rodeada de gente buena y comprensiva, pero tan temerosa de no ver a su padre otra vez, que se había sentido aterrada.

Él era lo único que tenía y había querido quedarse con él a toda costa.

—Marsh, sé razonable. No te puedo dejar ir hoy. Lo que te impide ver es una pequeña contusión, pero esta ceguera es momentánea —dijo Tom Franklin. Cerró el informe y se acercó a la cama—. Eres un médico estupendo, uno de los mejores, y estoy de acuerdo con tu diagnóstico de que es una ceguera temporal…

—Entonces, déjame marchar de aquí —dijo Marsh rápidamente, aunque sabía de antemano que no tenía ninguna opción.

—Eres realmente cabezota —dijo Tom—. Pero no puedo dejarte ir. Créeme, si la situación empeora, me vas a decir que por qué te hice caso. Tú sabes que, aunque la inflamación baje, puede que la ceguera permanezca. Te vas a tener que quedar a pasar la noche aquí. Ya veremos cómo estás mañana por la mañana.

—¡De acuerdo! —gruñó Marsh.

Respetaba y admiraba a su colega, y no estaba en situación de pelear, pues, hasta el sonido de su voz, le causaba un agudo dolor en las sienes.

—¿Aceptas? Bueno, eso es un buen principio —dijo Tom, con una leve carcajada.

—No tengo muchas más opciones, ¿verdad? —dijo Marsh, pero, de pronto, su rostro se oscureció—. ¿Y mi hija? ¿Seguro que está bien?

—Estuve en urgencias cuando os trajeron a ti y al otro conductor y no vi a tu hija. El policía habrá llamado a tus padres y seguro que estarán a punto de llegar. Pero, si quieres, puedo ir a buscarla para que te quedes más tranquilo.

—Sí, por favor. Espero que mis padres estén en casa —añadió él—. No sabían que veníamos. Quería darles una sorpresa.

—Deben de estar impacientes y ansiosos por verte. ¿Y Piper? ¿Sigue en Europa, trabajando para aquella revista?

—Sí —dijo él, pensando en su hermana pequeña, a la que no había visto desde hacía cinco años.

—Bueno, voy a ver lo que averiguo —dijo Tom—. También, voy a pedir una habitación privada arriba.

Marsh sintió la mano de su amigo en el hombro.

—Relájate y trata de no preocuparte —le recomendó.

—Eso es fácil de decir —murmuró Marsh.

Desde su oscuridad, escuchó los pasos del doctor que se encaminaban a la puerta y, luego, el vacío.

Un silencio pesado y tenebroso se cernió sobre él y sintió pánico. La oscuridad lo aprisionaba. Por primera vez, estaba tomando consciencia de que estaba ciego.

Donde hacía apenas unas horas había luz y color, de pronto, no había sino oscuridad, una oscuridad que lo devoraba y lo convertía en un prisionero.

El corazón se le aceleró, respiraba entrecortadamente, y notaba un nudo en la garganta. También sentía náuseas.

Furioso con aquella repentina debilidad de su cuerpo, se agarró con fuerza a la sábana.

Consciente de que estaba a punto de sufrir un ataque de pánico, empezó a respirar lenta y pausadamente, llenando plenamente los pulmones antes de soltar el aire.

Repitió la acción varias veces, pero, esta vez, notó que, mezclado con el olor de los antisépticos del hospital, había un segundo olor más exótico a jazmín.

La sensación lo distrajo y frunció el ceño. Aquel aroma le era vagamente familiar, pero no podía recordar por qué. Había un recuerdo lejano danzando en lo más lejano de su cabeza, pero no veía nada con claridad. Respiró una vez más, pero el aroma se había desvanecido.

Tenía que ser de una de las enfermeras, probablemente de la que había tratado de evitar que se levantara y la que lo había sujetado para que no cayera.

Sí, había sido ella. Al sujetarlo, había notado su olor a jazmín. Su tacto era suave y reconfortante.

Sin duda, la falta de vista le había aguzado el sentido del olfato.

Marsh, poco a poco, fue soltando las sábanas y esperó a que el pánico se desvaneciera.

Las imágenes del accidente se hicieron presentes.

La último que recordaba eran las luces del coche que se aproximaban hacia él en la intersección de la calle Cutter con Kincade. Iba hablando con Sabrina y contándole cómo se iban a divertir juntos en el rancho de los Diamond, con sus abuelos y su tío Spencer.

Pero la alegre llegada había dado un dramático giro y se encontraba atrapado en un mundo de tinieblas.

Nunca nada, en sus treinta y siete años de vida, lo había preparado para aquello, para un mundo en el que reinaba la oscuridad. ¿Acaso era ese el castigo por haberle dado la espalda a su hija?

Un diamante para siempre

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