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I

—¿Qué tiene de malo, hermana Winifrede, el método tradicional del ojo de la cerradura? —dice la abadesa, dirigiendo la voz clara y fuerte al aire que la recibe.

La hermana Winifrede responde, con la voz lastimera de la perplejidad, la voz de los muy estúpidos, de un cerebro donde nunca sale el sol:

—Pero, madre abadesa, lo discutimos desde el principio...

—Silencio —advierte la abadesa—. Ahora guardemos silencio y meditemos.

Contempla los altos álamos de la avenida por donde caminan, como si los árboles estuvieran escuchando. Avanzada la tarde otoñal, los álamos arrojan sus sombras, que se alargan en el sendero formando una hilera inmóvil y regular, como una congregación de monjas postradas de la antigua orden. La abadesa de Crewe yergue su talla esbelta —ella misma un álamo de Lombardía que se desplaza junto a la hermana Winifrede—, posa los ojos pálidos sobre el camino cubierto de grava, que los cuatro zapatos pisan, pisan y pisan, dos a la par, hasta que llegan al final de este corredor de meditación flanqueado por la policía secreta de los álamos.

Al salir al claro, ya en el prado abierto, dos hombres con el uniforme oscuro de la policía pasan junto a ellas, con dos perros alsacianos que tiran de sus cortas correas. Los hombres miran al frente, mientras las monjas pasan al lado con idéntica indiferencia.

Al cabo de unos instantes, allí, en el parque despejado, la abadesa vuelve a hablar. Su rostro de cutis pálido, propio de una cabeza inglesa, se ve hermoso enmarcado por la blanca toca de monja. Ella, en sí misma, tiene cuarenta y dos años, pero la preceden catorce generaciones de pálidos antepasados que rigieron Inglaterra, y otras diez que la antecedieron en Francia, todo ello esculpido en los huesos de esa cabeza estupenda.

—Hermana Winifrede —dice ahora—, todo lo que se habla en el sendero de la meditación queda registrado. Se le ha dicho esto varias veces. ¿No aprenderá nunca?

La hermana Winifrede se detiene y trata de pensar. Se acaricia el hábito negro y aprieta las cuentas del rosario que le cuelga del cinturón. Por una coincidencia extraña es tan alta como la abadesa, pero nunca será campanario ni torre, sino una matrona inglesa, a pesar de la toca y los votos y de la gran castidad carnal que llena sus días. Se detiene allí en el césped; Winifrede, tierra del sol de medianoche, mira a la abadesa y, a poco, ese atisbo de sol, el disco de luz con su aurora, se abren paso milagrosamente en su cabeza.

—¿Quiere decir, madre abadesa, que han colocado micrófonos en los álamos?

—Los árboles tienen, desde luego, micrófonos —dice la abadesa—. ¿De qué otro modo podemos actuar, ahora que arrecia el escándalo fuera de los muros? Y ahora que lo sabe es, por así decirlo, como si no lo supiera. Tenemos que velar por nuestra seguridad y yo sola soy quien decide en qué consiste, según la Regla de San Benedicto. Soy su conciencia y su autoridad. Usted cumple mi voluntad y la lleva a cabo.

—Pero somos algo más que simples benedictinas, creo... ¿no? —objeta la hermana Winifrede con ciega ingenuidad—. Los jesuitas...

—Hermana Winifrede —dice la abadesa con su tono de orgullosa calma—, hay un escándalo y usted está metida en él hasta las orejas, le guste o no. La Antigua Regla es aplicable cuando yo lo digo. Los jesuitas están con los jesuitas cuando yo afirmo que es así.

Suena la campana de una capilla que hay frente a ellas. Son las seis de la apacible tarde de otoño.

—Entramos para las vísperas, le guste a usted o no.

—Me encanta el oficio de las vísperas. Me encantan todas las horas del Santo Oficio —dice Winifrede con la voz impulsiva e indignada de cualquier cristiano, quejumbroso sonsonete de quien no entiende nada.

Las religiosas caminan, altas y majestuosas, pero la abadesa como una torre de marfil, y Winifrede como una anfitriona generosa, o la mujer de un hombre de negocios que, además, jugaría bien al tenis los fines de semana, si tuviera la oportunidad.

—La capilla no tiene micrófonos —comenta la madre abadesa mientras caminan—, y los confesionarios jamás. Por extraño que parezca consideré acertado omitir estos dispositivos en los confesionarios, de momento al menos.

La madre abadesa viste de blanco y Winifrede de negro. Las demás hermanas, con sus hábitos negros, las siguen dentro de la capilla en dos filas, y comienza el oficio de vísperas.

La abadesa ocupa su lugar prominente en el coro, blanca entre las negras. Dos veces por día se cambia el hábito. ¡Qué tarea complicada es su convento! ¡Qué distante está su novedad de todas las ortodoxias del pasado, qué alejado, con sus antiguos resabios, de las del presente! “Es la única manera —dijo una vez Alexandra, la noble madre abadesa—, de tener siempre a mano una respuesta para cualquier crítica adversa”.

En cuanto a los jesuitas, no existe una orden de mujeres. No existe nada escrito que evidencie el poderoso pacto entre la abadía de Crewe y la jerarquía jesuita, ese pacto que abarca todo y es tan provechoso. ¿Cuántos jesuitas están enterados de él, además de unos pocos?

En cuanto a los benedictinos, la abadesa sigue tan de cerca y con tanta insistencia la rigidez de la Antigua Regla, y tanto insiste en su cumplimiento, que los benedictinos propiamente dichos han visto estupefactos, monjes al igual que monjas, cómo la madre abadesa pasa por alto las últimas reformas, rige su casa religiosa como si nunca hubiera tenido lugar el Concilio Vaticano. A la vez, no obstante, se maravillan de que una dama tan piadosa y tan benedictina haya llevado a su convento, regido por la más estricta orden de clausura, a un escándalo que ocupa a la prensa internacional. ¿Cómo pudo estallar un escándalo, sin el más leve indicio de la causa tradicional —la incorrección sexual— sino, por el contrario, a partir únicamente del extravío o, a lo sumo, del robo del dedal de plata de la hermana Felicity? ¿Cómo terminará todo esto?

—En esta época —dijo la abadesa a las monjas más próximas a ella— debemos formar nuevos carteles monásticos. Los tiempos del Padre y del Hijo han pasado. Hemos entrado en la era del Espíritu Santo. El viento sopla donde quiere, y sin la menor duda quiere soplar sobre la abadía de Crewe. Soy benedictina con los benedictinos, jesuita con los jesuitas. Me eligieron abadesa, seguiré siendo abadesa y me muevo según me mueve el Espíritu.

Como el oleaje del mar las voces cantan el ritmo gregoriano de las vísperas. Detrás de la abadesa, una sombra oscurece los vitrales del ventanal y la silueta de un hombre trepando a la ventana por el exterior se dibuja contra el azul y el amarillo de los cristales. ¿Qué importancia tiene? Será un periodista más, o quizá algún fotógrafo que intenta entrar en el convento. En este punto el escándalo abarca la totalidad del mundo exterior, y la gente de prensa, después de todo, tiene que ganarse la vida. De cualquier manera, no logrará entrar en la capilla. Las monjas prosiguen su canto solemne mientras un leve rumor de voces penetra desde el exterior. Los perros de policía comienzan a ladrar, relevándose los unos a los otros con su ruidosa letanía propia. Luego las voces callan y es evidente que los guardias han aparecido para interrogar al intruso. La sombra del ventanal desaparece.

Estas monjas cantan en voz muy alta sus versículos y responsos, sus antífonas.

Tiembla, tierra, en presencia del Señor

en presencia del Dios de Jacob,

quien transformó la roca en fuentes de agua

y las duras colinas en remansos de agua.

No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a Tu

nombre confiere gloria:

por tu misericordia y tu solicitud.

Se sabe, no obstante, que la abadesa prefiere el latín. Se dice que a veces canta la versión latina, mientras que la congregación, ajustándose a la reforma, canta en inglés. Su elevado sitial está demasiado lejos del coro como para que las monjas le oigan la voz, salvo cuando canta un solo. Esta tarde, durante las vísperas, sus labios se mueven con los del resto, pero en forma visiblemente distinta. La madre abadesa, según se supone, reza sus cánticos en latín esta noche.

Está sentada lejos, frente a las monjas, blanca ante el altar. Delante de su escabel se extienden las losas de mármol verde, las losas de mármol gris de las hermanas enterradas allí. Hildegarde yace allí, Ignacia yace allí... ¿quién será la próxima?

La abadesa mueve los labios al cantar, pero lo cierto es que canta en inglés, no en latín, y que tampoco se atiene a las vísperas del domingo, sino a su propia cantinela. Contempla la hilera de tumbas, y mientras piensa en quién será la ocupante, pasada o por venir, canta en voz baja:

Tu belleza no volverá a ser hallada,

ni tampoco en tu bóveda de mármol sonará

el eco de mi canto. Y los gusanos probarán

esa virginidad largamente preservada...

La nube de religiosas levanta los rostros pálidos para testimoniar ante los ángeles la antífona final:

Mas nuestro Dios está en el cielo

ha hecho toda Su voluntad.

—Amén —responde la abadesa, con la claridad del día.

Afuera, en el parque, los perros andan al acecho y los guardias patrullan en silencio. La abadesa comienza la marcha desde la capilla hasta el convento en medio del crepúsculo azul. Las religiosas, superiores, inferiores, coristas, novicias y ceros a la izquierda, cincuenta en total, la siguen en pares por orden de jerarquía, la priora y la jefa de novicias detrás de la abadesa y, cerrando la columna anónima, las humildes novicias.

—Walburga —dice la abadesa, volviéndose a medias hacia la priora, quien camina detrás de su brazo derecho—; Mildred —dice, volviéndose hacia la jefa de las novicias a su izquierda—: vayan a descansar, ahora, pues debo verlas a las dos juntas entre los oficios de maitines y de laúdes.

Los maitines se cantan a medianoche. El oficio de laúdes, que pocos conventos siguen ya celebrando a las tres de la madrugada, se observa, no obstante, en la abadía de Crewe, a la antigua hora tradicional. Entre maitines y laúdes está la hora preferida por la abadesa para conferenciar con sus monjas más allegadas. Walburga y Mildred acceden con un murmullo a la conferencia, tan tarde en la noche, con una profunda reverencia ante la majestuosa abadesa, alta como la aguja de una torre.

La congregación está cenando. Otra vez ladran los perros afuera. El noticiero de las siete se difunde por todo el reino, y si las monjas comunes pudiesen tener tan solo una radio, o un televisor, podrían enterarse de las últimas novedades del escándalo de la abadía de Crewe. La realidad es, en cambio, que las monjas nunca han abandonado la abadía de Crewe desde el día en que entraron en ella, y comen en silencio su pastel de pescado en la mesa del refectorio, mientras una monja de edad permanece de pie detrás de un pupitre, en la esquina, leyéndoles en voz alta. Tiene una voz nasal, con el timbre altanero característico de la gente que hace la caza del zorro, de la cual ella y su tez rubicunda se apartaron una vez. Tiene un aspecto firme y macizo y, ajena a las palabras que entona a media voz, lee la ilustre y antigua Regla de San Benedicto, que enumera los instrumentos de las buenas obras:

Temer el Día del Juicio.

Tener terror al infierno.

Suspirar por la vida eterna con todas las ansias de nuestra alma.

Mantener todos los días la posibilidad de morir frente a nuestros ojos.

Mantener la vigilancia constante de todo lo que hacemos con nuestra vida.

En cada lugar, saber con certeza que Dios está contemplándonos.

Cuando acuden malos pensamientos a nuestra mente, lanzárselos de inmediato a Cristo y exponerlos ante nuestro padre espiritual.

Mantener nuestros labios lejos de conversaciones malas o bajas.

No ser aficionado a hablar.

No decir nada que sea trivial ni que provoque risa.

No ser aficionado a la risa frecuente o ruidosa.

Escuchar con atención las lecturas sagradas.

Los tenedores resuenan muy despacio contra los platos al llevar los trocitos de pastel de pescado hasta las bocas de la comunidad sentada a la mesa. La lectora sigue leyendo, con trabajo...

No satisfacer los deseos de la carne.

Detestar nuestra propia voluntad.

Obedecer las órdenes de la abadesa en todo, aun cuando ella deba, por desgracia, actuar en forma opuesta, recordando el mandato del Señor:

“Practica y observa lo que te dicen, pero no lo que hacen”.

Evangelio según San Mateo, 23.

En la mesa las monjas de menor categoría, las de mayor rango y las novicias llevan todas el agua a los labios, y también lo hace la lectora. Pone el vaso en su lugar...

Donde ha tenido lugar una disputa, hacer las paces antes de que se ponga el sol.

La lectora cierra el libro muy despacio sobre el pupitre y abre otro colocado junto a él. Continúa sus letanías:

Se llama frecuencia al número de veces que se repite un fenómeno en unidades de tiempo.

Para las ondas electromagnéticas, la frecuencia se expresa en ciclos por segundo, o bien, para las frecuencias más elevadas, en kilociclos por segundo, o megaciclos por segundo.

Se llama desviación de frecuencia a la diferencia entre la frecuencia instantánea máxima y la frecuencia de transmisión constante en una transmisión radial de frecuencia modulada.

Los sistemas para el registro del sonido se presentan en forma de variantes de la magnetización a lo largo de una cinta continuada hecha de, cubierta de, o bien impregnada de material ferromagnético.

En el registro la cinta se pasa a una velocidad constante a través del espacio de un electroimán, cuya energía proviene de la corriente de audiofrecuencia derivada de un micrófono.

Aquí toca a su fin la lectura. Deo gratias.

—Amén —responde el refectorio de monjas.

—Hermanas, sed sobrias, sed vigilantes, pues el diablo merodea como un león enfurecido, buscando a quién devorar.

—Amén.

La sala de la abadesa de Crewe resplandece de brillantes ornamentos, y el más brillante de todos es una estatua de cincuenta centímetros del Niño Jesús de Praga, que viste sus ropas tradicionales; la corona episcopal y la túnica llevan incrustadas piedras preciosas, de tal tamaño y en tal cantidad que podría creerse que no son auténticas. Sin embargo, lo son.

Las hermanas Mildred, jefa de novicias, y Walburga, la priora, están sentadas con la abadesa. Es la una de la mañana. Se cantarán los laúdes a las tres, cuando la congregación interrumpirá su sueño, como en los tiempos más remotos, para levantarse y observar el ritual repetido cada tres horas.

—Sin duda es anticuado —dijo la abadesa a sus dos religiosas de mayor investidura, cuando comenzó a reformar la abadía con la sonriente aprobación de la extinta abadesa Hildegarde—. Es absurdo en estos tiempos que las monjas deban levantarse dos veces en mitad de la noche para cantar los maitines y los laúdes. Sin embargo, estos tiempos modernos entran dentro de un contexto histórico, y en cuanto a mí se refiere la historia no interviene. Aquí, en la abadía de Crewe, hemos dejado a un lado la historia. Hemos entrado en la esfera, amadas hermanas, de la mitología. A mis monjas les encanta. ¿Quién no anhela ser parte de un mito, cualquiera sea el precio en cuanto a comodidad? El régimen monástico está en rebelión en el resto del mundo, gracias al desarrollo histórico. Aquí, dentro del ambiente de la mitología, tenemos la máxima satisfacción, tenemos paz.

Más de dos años han transcurrido desde la proclamación de este estado de paz. La abadesa está sentada en su sillón recubierto de seda, ahora, entre los maitines y los laúdes, luego de haberse cambiado el hábito blanco. Frente a ella están sentadas las dos monjas mayores, vestidas de negro, mientras les cuenta lo que acaba de ver por televisión, las noticias de la noche y también de esa hermana Felicity de quien todos hemos oído hablar, la religiosa que hace poco huyó de la abadía de Crewe para unirse a su amante jesuita y contar su consabida historia ante el mundo absorto.

—Felicity —dice la abadesa a sus dos fieles monjas— acaba de anunciar públicamente su convencimiento de que tenemos micrófonos instalados en todas nuestras dependencias. Ha solicitado a Scotland Yard una comisión investigadora.

—¿Volvió a aparecer en televisión esta noche? —pregunta Mildred.

—Sí, con su carisma insufrible. Dijo que nos perdona a todas, sin excepción, pero que a pesar de ello considera una cuestión de principios que se lleve a cabo una investigación policial.

—Pero no tiene pruebas —observa Walburga, la priora.

—Alguien reveló la historia a los diarios de la tarde —dice la abadesa—, e inmediatamente hicieron aparecer a Felicity por televisión.

—¿Quién puede haberlo revelado? —dice Walburga, las manos juntas sobre el regazo, inmóvil.

—Su jesuita laxo y chismoso, sospecho —dice la abadesa, con la piel del rostro nacarada como una perla y su hábito limpio y blanco cayendo en pliegues por el suelo—. Ese Thomas que se revuelca con ella.

—Pues... alguien debió pasárselo a Thomas —observa Mildred— y esa persona pudo ser solo una de nosotras tres, o bien la hermana Winifrede. Digo que fue Winifrede, esa tonta ignorante, quien estuvo hablando.

—Es posible —dice Walburga—, pero, ¿por qué?

—“Por qué” es siempre una pregunta molesta —dice la abadesa—. Cuando se la aplica a cualquier acción de Winifrede, “por qué” entra a ser uno de esos ingredientes imposibles de identificar de los guisos ordinarios. Tengo planes para Winifrede.

—Sin duda se la instruyó tanto en la doctrina como en la versión oficial, en el sentido de que nuestras instalaciones electrónicas son simplemente aparatos de laboratorio, para preparar a nuestras novicias y monjas de manera que sepan encarar el desafío de la época —recita la hermana Mildred.

—La difunta abadesa Hildegarde, que en paz descanse —dice Walburga—, estaba loca cuando aceptó a Winifrede como postulante, y mucho más loca cuando le permitió tomar el velo.

La abadesa de Crewe, viva, por cierto, está diciendo en cambio:

—De todos modos, Winifrede está metida hasta las orejas y el escándalo se detiene en ella.

—Amén —dicen las dos monjas negras. La abadesa extiende una mano hacia el Niño de Praga y toca con la punta de un dedo un rubí incrustado en los ropajes. Luego habla:

—La autopista de Londres a Crewe está atestada de periodistas, según los noticiosos. La A-51 es una masa compacta de vehículos. Y esto, en medio de las huelgas y la crisis del petróleo.

—Espero que haya presencia policial en las entradas —dice Mildred.

—La policía está presente a pleno —afirma la abadesa—. Estuve enérgica con el Ministerio del Interior.

—Hay largos artículos en Time y Newsweek de esta semana —dice Walburga—. Cuatro páginas en cada uno dedicadas al escándalo nacional de las monjas en Inglaterra. Está la fotografía de Felicity.

—¿Qué dicen? —pregunta la abadesa.

—Time compara a nuestro público con Nerón, que tocaba el violín mientras ardía Roma. Newsweek recuerda que fue una actitud semejante, de frivolidad y descuido de los intereses nacionales por parte de Gran Bretaña, la que condujo a la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos. Dan mucha importancia al asunto del dedal de la hermana Felicity en el momento de tu elección, madre abadesa.

—De todos modos me habrían elegido abadesa —dice la abadesa—. Felicity no tenía ninguna probabilidad.

—Los norteamericanos parecen haberlo comprendido —dice Walburga—. Parece que les divierte y, desde luego, los escandaliza la maledicencia omnipresente en este país.

—Me atrevo a decir que en esta hora triste ha llegado para Inglaterra la decadencia. Toda esta alharaca pública, cada vez mayor en los últimos meses, por un dedal de plata. Este escándalo nunca podría haber surgido en los Estados Unidos. Allí tienen sentido de la proporción, y comprenden la naturaleza humana. Es el secreto de su éxito. Raza realista, aunque no sepan comer bien los espárragos. Sea como fuere, querida hermana Walburga, querida hermana Mildred, obra en mi poder una carta de Roma, procedente de la Congregación de Religiosos, que debemos tomar en serio.

—Así será —dice Walburga.

—Tenemos que hacer algo en cuanto a ella —dice la abadesa— porque la escribió el cardenal de su puño y letra, no un secretario del cardenal. Están explorando el ambiente. Formulan preguntas, algunas de mucha enjundia.

—¿Están preocupados por la prensa y la publicidad? —dice Walburga, y sus dedos se agitan sobre la falda.

—Sí, quieren una explicación. Yo, en cambio —dice la abadesa de Crewe—, no estoy preocupada por la publicidad. Ha llegado a un punto que, cuanto más se ocupen de nosotros, tanto mejor.

Aparentemente Mildred está cavilando algo. De pronto, interrumpiendo su calma, exclama:

—¡Ah, podrían excomulgarnos! ¡Nos excomulgarán!

La abadesa prosigue sin alterarse:

—Cuanto más escándalo haya, desde este punto de vista, mejor. De verdad estamos moviéndonos dentro de un contexto mitológico. Nosotras somos las actrices; la prensa y el público, el coro. Cada columnista tiene su propia versión de la misma vieja historia, como si fueran Esquilo, Sófocles o Eurípides, solo que, desde luego, debo señalarles, el estilo dramático es muy inferior. Estudié clásicos un año en el Lady Margaret Hall antes de pasar a Literatura Inglesa. Como quiera que sea, Walburga, Mildred, hermanas mías, las realidades del asunto no están ya con nosotros, sino que han vuelto a Dios, quien les dio origen. No es posible excomulgarnos sin estar en posesión de los hechos. En cuanto al aspecto legal, ningún juez del reino aceptaría este caso. Que Felicity cuente lo ocurrido si quiere. No puedes entablar juicio contra Agamenón ni citar como testigo a Clitemnestra, ¿no?

Walburga mira atónita a la abadesa, como si fuera otra persona.

—Puedes hacerlo —dice— si eres tú misma una de las actrices de la obra. —Con un estremecimiento, añade—: Siento una corriente helada. ¿Hay alguna ventana abierta?

—No —dice la abadesa.

—¿Qué respuesta darás a Roma? —pregunta Mildred con la voz debilitada por el temor.

—En cuanto se refiere a las noticias periodísticas, sugeriré que somos víctimas de la demonología —dice la abadesa—. Lo cual es verdad. Sin embargo, plantean una segunda cuestión de la cual no estoy tan segura.

—¡Esa hermana Felicity con su jesuita! —dice Walburga.

—No, nada de eso. Por qué habrían de preocuparse ellos por una monja concupiscente y su jesuita. Personalmente, diré que un jesuita o cualquier sacerdote, ya que estamos en ello, sería el último hombre con quien me acostaría. Un hombre que al desvestirse cuelga los pantalones, quizá, pero no uno que cuelga las faldas, aunque les llamemos hábitos, no.

—Ese tipo de sacerdote por lo general prefiere las estudiantes jóvenes. No sé qué ve Thomas en Felicity.

—Lo que debo decidir —dice la abadesa— es cómo responder a la segunda cuestión de la carta de Roma. La plantean con mucha cautela, parecen tener grandes sospechas. Quieren saber cómo conciliamos nuestra estricta observancia de la Regla de clausura con el curso de electrónica que hemos incorporado a nuestro programa de enseñanza habitual, en lugar de la encuadernación y los telares de mano. Quieren saber por qué no podemos suavizar la antigua Regla de conformidad con las nuevas reformas aceptadas en los otros conventos, ya que hemos adoptado un curso de instrucción tan moderno como el de electrónica. En términos inversos, quieren saber por qué enseñamos electrónica cuando nos hemos mantenido tan intransigentes en cuanto se refiere a las reglas consagradas. Se diría que sugieren, si leemos entre líneas, que hay micrófonos instalados en todo el convento. Usan mucho la palabra “escándalo”.

—Es una celada —dice Walburga—. Esa carta es una celada. Quieren que caigas en una trampa. ¿Podemos ver la carta, madre abadesa?

—No —dice la abadesa—. Así, cuando les pregunten, en vez de meter la pata, estarán en condiciones de testificar que no la han visto. Pero les enseñaré mi respuesta para que puedan decir que de esa sí estaban al tanto. Cuantas más verdades y confusiones, mejor.

—¿Nos interrogarán? —dice Mildred, cruzándose los brazos sobre la garganta cubierta por el velo blanco.

—¿Quién sabe? —dice la abadesa—. Entretanto, hermanas, ¿tienen algo que sugerir capaz de reconciliar nuestras actividades en términos convincentes cuando responda?

Las monjas se quedan sentadas, silenciosas, un momento. Walburga mira a Mildred, pero Mildred está mirando fijamente la alfombra.

—¿Qué tiene la alfombra, Mildred? —dice la abadesa.

Mildred levanta los ojos.

—Nada, madre abadesa.

—Es una alfombra hermosa, madre abadesa —dice Walburga mientras contempla la opulenta superficie verde bajo sus pies.

La abadesa inclina hacia un lado la cabeza velada de blanco para admirar también ella la alfombra. Con secreta alegría, entona:

Ni blanco ni rojo se vio jamás

tan apasionado como este hermoso verde...

Walburga se estremece un poco. Mildred observa los labios de la abadesa, como si esperara una nueva cita.

—¿Cómo responderé a Roma? —dice la abadesa.

—Quisiera consultarlo con la almohada —dice Walburga.

—Yo también —dice Mildred.

La abadesa mira la alfombra:

Que aniquile lo creado

a un pensamiento verde en verde sombra.

—Yo —dice entonces la abadesa— preferiría no consultarlo con la almohada ni con la alfombra. ¿Dónde está la hermana Gertrude a esta hora?

—En el Congo —dice Walburga.

—Comuníquense con ella por la línea verde.

—No tenemos línea verde al Congo —dice Walburga—. Viaja día y noche por ferrocarril y por agua. Tendría que haber llegado a la capital hace algunas horas. Es difícil estar informadas de su paradero.

—Si llegó a la capital, deberíamos tener noticias de ella esta noche —dice la abadesa—. Ese fue el arreglo. Cuanto más pronto perfeccionemos la línea verde, tanto mejor. Deberíamos tener en nuestro laboratorio una línea verde a todas partes. Convendría consultar a Gertrude. No sé por qué corre de un lado a otro, gastando su tiempo en lo efímero del ecumenismo. Ya lo hicieron antes. Arios, albigenses, jansenistas de Port Royal, católicos recalcitrantes de Inglaterra, miembros del Covenant. Tantos cismas, aniquilaciones, reconciliaciones. En definitiva el león se tiende junto al cordero, y Gertrude vela porque no se incorporen. Al mismo tiempo la hermana Gertrude es, créanme, una filósofa, en el fondo. Hay en ella un toque de Hegel, su compatriota. Los filósofos, cuando dejan de filosofar y entran en acción, son peligrosos.

—En tal caso, ¿por qué pedirle consejo? —dice Walburga.

—Porque estamos en peligro. La gente peligrosa sabe bien cómo evitarlo.

—En este momento se encuentra en una región muy salvaje, para reconciliar los rituales de los magos curanderos con una versión de la misa adaptada al caso —dice Mildred—, y trasladando a los antiguos misioneros a otra zona donde seguramente hallarán oposición. Probablemente serán masacrados. No obstante, ese hecho dará motivos para reinstaurar la misa ortodoxa en la primera región y con esto modificar las prácticas de arrojar huesos de los curanderos. Yo al menos lo veo de esa manera.

—Me cuesta seguir las andanzas de Gertrude —dice la abadesa—. Cómo ha ganado tanta popularidad, no lo sé, realmente. Sin embargo, si tenemos presente su tamaño, podemos imaginar su efigie de piedra en las plazas de las aldeas: “A la Santa Madre Gertrude”.

—Gertrude debió haber sido hombre —dice Walburga—. Es evidente, con el bigote que tiene.

—Rebosa de hormonas masculinas —dice la abadesa, mientras se levanta de un sillón recubierto de seda para arreglar mejor los pliegues de las vestiduras resplandecientes del Niño de Praga—. Y ahora —agrega—, esperamos aquí el llamado de Gertrude. ¿Por qué no está donde podamos comunicarnos con ella?

El teléfono en el cuarto contiguo suena en forma tan inesperada que, sin duda, si es Gertrude, tiene que haber intuido los llamados de sus hermanas desde la otra punta del planeta. Mildred marcha con pasos silenciosos sobre la alfombra verde hacia la habitación de al lado, donde contesta el teléfono. Es Gertrude.

—Asombroso —dice Walburga—. Nuestra querida Gertrude tiene un conocimiento inexplicable de lo que se necesita y de dónde se necesita.

La abadesa se desplaza con sus impecables hábitos blancos hacia el cuarto contiguo, seguida por Walburga. Puesto que se trata de la sala de control de los aparatos electrónicos, aquí también brilla todo. La abadesa se sienta junto a un largo pupitre de acero y toma el teléfono.

—Gertrude. La abadesa de Crewe ha tratado tu caso con sus hermanas Walburga y Mildred. La verdad es que no te comprendemos. ¿Qué debemos pensar?

—No soy filósofa —dice filosóficamente la voz profunda de Gertrude.

—¿Querida, estás bien?

—Sí —dice Gertrude.

—Suenas como si tuvieras bronquitis.

—Pues... no la tengo.

—Gertrude —dice la abadesa—. La hermana Gertrude ha cautivado a todo el reino con sus peligrosas hazañas, mientras la abadesa de Crewe continúa representando su papel en la obra La abadesa de Crewe. El mundo se divierte y aguarda la catarsis. ¿Es ese mi destino?

—Es tu vocación —dice filosóficamente Gertrude.

—Gertrude, mi buena religiosa, mi hermana alemana, tenemos un problema y no sabemos qué hacer.

—Los problemas se resuelven —dice Gertrude.

—Gertrude —dice la abadesa con tono persuasivo—. Estamos en dificultades con Roma. La Sagrada Congregación para Religiosos ha empezado a investigar. Han escrito en términos muy delicados para averiguar cómo conciliamos nuestra adhesión estricta a la Antigua Regla que, como sabes, consideran sospechosa, con el laboratorio y los cursos de electrónica moderna que damos a las monjas y que, como sabes, les parecen sospechosos.

—Eso no es un problema. Es una paradoja.

—¿Tienes tiempo para un breve seminario, Gertrude, sobre cómo encarar una paradoja?

—Con las paradojas se vive —dice Gertrude y corta la comunicación.

La abadesa abre la marcha fuera de este cuarto lleno de cajas cuadradas y brillantes, de innumerables luces y palancas, de innumerables botones activadores, botones que se aprietan y botones que se hacen deslizar y dispositivos que, en forma temible y maravillosa, están más allá del alcance del vocabulario humano. Abre la marcha de regreso al cuarto del Niño de Praga, imagen decorada con los frutos resplandecientes de las dotes de las religiosas. La abadesa se sienta a su pequeño escritorio, mientras las hermanas Walburga y Mildred, a su lado, guardan una silenciosa compostura. Toma el elegante papel de cartas de la abadía de Crewe y lo coloca delante de ella. Saca la lapicera de su reluciente portaplumas y escribe:

Muy Reverenda Eminencia:

Su Eminencia me hace el honor de dirigirse a mí, cosa que agradezco humildemente a Su Eminencia.

Tengo el honor de replicar a Su Eminencia para expresarle que sus fuentes de información están emponzoñadas; sus pozos, impuros. De ellos surgen los rumores concernientes a mi Casa y le ruego me permita no escribir más sobre el tema.

Su Eminencia me hace el honor de interesarse por nuestras actividades, deseando saber cómo confrontamos aquello que Su Eminencia nos hace el honor de llamar el problema de conciliar nuestras actividades en el campo de la vigilancia tecnológica con los principios de vida y de devoción tradicionales a los cuales adherimos.

Tengo el honor de replicar a Su Eminencia. Dividiré humildemente la pregunta de Su Eminencia en dos partes. Que practicamos las actividades descritas por Su Eminencia es verdad. Que presenten un problema, lo niego, y me tomaré la libertad de explicar la distinción que hago, fundada en los principios que sostengo, a saber:

Que la Religión está fundada en los principios de la Paradoja.

Que la Paradoja debe ser aceptada y no presenta problema alguno.

Que la vigilancia electrónica (aun cuando algún día se practicara en un convento) no se diferencia de ningún otro tipo de vigilancia, la cual es una necesidad en toda Comunidad Religiosa. Nos dicen las Escrituras que “vigilemos y oremos”, lo cual es en sí una paradoja, puesto que no es posible practicar ambas actividades a la vez, salvo en el sentido paradojal.

—¿Pueden ver lo que he escrito hasta aquí? —les dice la abadesa a sus monjas—. ¿Qué les parece? ¿Logrará mantenerlos confundidos un tiempo?

Las siluetas negras se inclinan delante de la blanca, y los tocados blancos se encuentran sobre las páginas de la carta.

—Veo una dificultad —dice Walburga—. Podrían objetar que pinchar los teléfonos y poner escuchas no es una mera ampliación del acto de prestar oídos a los rumores, invitar a la confidencia, abrir las cartas al vapor y registrar periódicamente los armarios de las novicias. Bien podrían argumentar que hemos entrado en una situación en la cual una diferencia de grado implica una diferencia de especie.

—Pensé en ello —dice la abadesa—. Pero el hecho de que hayamos pensado en ello tiende más bien a excluir que a suponer la posibilidad de que Roma piense en ello. Están empeñados en liquidar el convento, no en mantener una correspondencia de corte con nosotras. —La abadesa esgrime la pluma y continúa:

Por último, Su Eminencia, asumo el honor de señalar a Su Eminencia la calidad y las realizaciones de nuestro sagrado y paradójico establecimiento, reflejadas en nuestra amada y renombrada hermana Gertrude, a quien hemos apartado de nuestro medio para que trabaje por la fe ecuménica. Atravesando ríos, montando en helicópteros, reactores y camellos, la hermana Gertrude recorre la corteza terrestre, seguida de hecho por reporteros y fotógrafos. Paradójicamente fue nuestra cerrada comunidad la que la envió en esta misión.

—Gertrude —dice Mildred— se pondría furiosa al leer eso. Se fue por voluntad propia.

La abadesa de Crewe

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