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CAPÍTULO IV

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Al final de la tercera semana, Tom Wells pudo levantarse. Aún llevaba puesto el artilugio de lona con el cual Robinson le había recubierto las costillas rotas con buenos resultados, ya que parecían estar soldándose bien. Esto me liberó de mis responsabilidades de enfermera y a partir de entonces pude disponer de todas mis tardes. Y ahora que los muertos estaban enterrados, podía recorrer toda la isla.

—Si va a salir a pasear —dijo Robinson—, lleve este impermeable. En esta isla el tiempo es tan cambiante como una mujer.

Era mi primera excursión, había sol, era el seis de junio, la fiesta de Pentecostés.

Ya había metido un brazo en la manga del impermeable cuando me lo quité y lo arrojé al suelo, como si estuviera repleto de gusanos. Esa acción violenta hizo que me doliera el brazo izquierdo, que acababa de abandonar su cabestrillo.

—Es de los despojos —dije.

Robinson suspiró y lo recogió del suelo.

—Llévese el mío.

El impermeable de Robinson no me quedaba tan grande. Para mi primer paseo, me recomendó que siguiera el camino que bajaba de la montaña hacia la costa sur de la isla, por la playa blanca, y que volviese por un segundo camino visible desde la villa en los días despejados. Robinson señaló todo el itinerario desde el camino de entrada porque no había neblina.

El descenso no empezaba directamente desde la villa de Robinson. La casa estaba construida en una elevación plana lo bastante ancha para contener el lago azul y verde y un área de terreno del tamaño de un prado, que se veía desde el patio. Allí Robinson había sembrado mostaza que ahora estaba en flor, de modo que su amarillo ondeante casi me encandilaba. Al estar tan cerca del lago, el prado era un espectáculo deslumbrante. “Planté mostaza por el efecto”, dijo. Además de las granadas, que cultivaba como negocio en la parte oeste de la isla, no producía nada de sus propios alimentos. No había chauchas, papas, cebollas, ruibarbo, ni tampoco espalderas para tomates, arbustos de grosellas, duraznos ni ciruelas. Un enorme depósito detrás de la casa albergaba su gran cantidad de provisiones enlatadas y cereales. Eso me parecía raro, ya que el suelo en la planicie que rodeaba la villa era fértil, el sol abrasador, y la neblina suave y frecuente.

Era el primer día desde el accidente en que estaba sola. Finalmente, planeé explorar toda la isla. Robinson nos había hablado de un paisaje de lava del otro lado de la montaña que, nos dijo, parecía una escenografía lunar. Había también un cráter en actividad. Eso me intrigaba. Pero Robinson me advirtió que no avanzara más allá de la playa del sur en mi primera excursión.

La pendiente era irregular, suave y abrupta por intervalos. En un momento, tuve que bajar escalando por antiguas coladas de lava. Allí tomé como punto de apoyo algunas firmes plantas de tomillo y de brezo de diez centímetros de alto hasta llegar a un pequeño bosque cubierto de hierba y con un grupo de siringas azules que, desde la villa de Robinson, se veían como una vegetación enana.

Debo decir que, durante la estadía, fui más consciente de mi entorno de lo que jamás había sido hasta ese momento, o de lo que he sido desde entonces. Anteriormente, solía hacer observaciones topográficas, pero la mayor parte de las veces era deliberado. Ahora, sin voluntad ni esfuerzo alguno, mis ojos registraban el territorio como si fueran un cuerpo independiente y primigenio, tomando precauciones contra cualquier contingencia. Instintivamente buscaba rutas de escape, escondites, rocas protectoras; instintivamente buscaba vegetación comestible. De hecho, debía de estar asustada. Y mientras que en mis viajes previos había reparado en el paisaje y en la escenografía —tenía afición por la botánica, me cautivaba la geología y me daba el lujo de ensayar especulaciones antropológicas—, ahora me descubría advirtiendo el refugio práctico que me ofrecían los pequeños cráteres, las quebradas y las cavernas de lava. Las fisuras, las rajaduras y los agujeros me atraían por su contenido de ortigas y hongos, posiblemente comestibles. Era más fácil mantener un fuego encendido a un nivel por encima del cordón de neblina; se podía, si fuera necesario, sobrevivir y dormir sobre los helechos de aquellos bosques bajos. Abundaban los arroyos de agua fresca. Pasar una noche en los lechos de musgo podía ser fatal. Al otro lado de la montaña, donde Robinson solía desaparecer durante varias horas, había gran cantidad de animales, como lo demostraba su ocasional reaparición con perdices, faisanes y, a veces, agachadizas; o incluso, en ocasiones, traía algún conejo. Deseaba haber aprendido a usar una escopeta. Me habían contado de un arroyo de agua fresca en el cual Miguel conseguía pescar truchas. Me preguntaba en qué parte de la isla estaba ese arroyo. Y luego me pregunté de dónde venía todo ese pánico. En apariencia, no tenía nada que temer.

Mientras bajaba hacia la costa por el sendero entre las últimas rocas de lava, vi a Miguel, que se acercaba por la playa. Lo saludé con la mano. Me vio pero no respondió. Miguel no era exactamente hostil, pero era difícil agradarle. Creo que en esas primeras cuatro semanas estaba celoso de que hubiésemos caído del cielo y capturásemos toda la atención de Robinson.

Miguel había pasado la mayor parte de su infancia con Robinson, con quien hablaba en buen inglés. Como su madre había muerto cuando era bebé, su padre se había embarcado en un carguero y se había convertido en uno de los hombres que cosechaban las granadas de Robinson. Miguel siempre acompañaba a su padre en sus épocas de trabajo en la isla, y cuando este murió, Robinson adoptó al niño. Robinson hablaba a menudo de la inminente partida de Miguel a una escuela en Lisboa, como si fuera una enorme pero inevitable desgracia. Todavía no había elegido una escuela en particular; tan fuerte era su rechazo a separarse de Miguel.

Desde luego, yo había intentado hacerme amiga de Miguel pero, hasta entonces, no lo había logrado. Jimmie también había fracasado en ese intento. Se había desarrollado una suerte de competencia entre ambos por obtener la atención del niño, ya no el afecto. Tom Wells, que acababa de levantarse de su lecho de enfermo, había estado demasiado ensimismado con su propio malestar para percatarse de él. Pero a Jimmie y a mí nos había desconcertado descubrir en la primera tarde que Tom Wells pasó fuera de la cama, sentado en el patio, cubierto con frazadas, que Miguel lo había rondado tímidamente sin que él hiciera el menor intento por alentarlo. Al día siguiente, con un aire de urgencia omnipotente, Robinson trajo a Tom Wells su propio portafolio, que había encontrado entre los despojos del avión; presumiblemente, Wells lo llevaba aferrado entre sus manos cuando salió despedido de la nave. Mientras Tom Wells se apoderaba con deleite del portafolio y comenzaba a examinar su contenido, Miguel se acercó sin vacilar e introdujo su mano morena en el interior.

—Déjeme ver —dijo, acurrucándose junto a Wells— lo que tiene ahí.

Saltó de alegría cuando Tom Wells extrajo uno de sus emblemas druídicos.

Jimmie y yo estábamos bastante indignados. Mis intentos de enseñar a jugar al ping-pong a la gata Bluebell estaban parcialmente inspirados en mi deseo de impresionar a Miguel. A él le parecía una idea inútil. Jimmie, que había padecido una conmoción diferida, aunque sus heridas físicas eran menores, había llegado al extremo de intentar una pirueta en el patio y solo había logrado que le sangrara la nariz. Miguel se mostró indiferente. Traje la enorme y fría llave de la puerta de la cocina y la apoyé en la espalda de Jimmie, como aconsejan hacer para detener una hemorragia.

—Ese muchachito ni siquiera se rio de mi desgracia —dijo Jimmie, apretándose la nariz.

De modo que no me sorprendí cuando Miguel no me respondió al saludo desde la playa, aunque lo vi alzar la mirada. Era evidente que me había visto. Decidí pasear por la playa hacia él. La arena era extremadamente fina y menos blanca de lo que me había parecido a la distancia, por el contraste con las rocas negras de lava. De la arena emergían flores rosadas con forma de estrella que se apretaban contra los acantilados. A algunos metros del lugar donde el sendero del acantilado desembocaba en la playa yacía la carcasa de una pequeña embarcación y, un poco más allá, los restos de un viejo velero, con su leonino mascarón de proa aún intacto y apuntando hacia el cielo. Hice un espacio entre la maleza en la derruida parte delantera, me senté allí a descansar, reclinada contra el bauprés, y me masajeé el dolorido brazo izquierdo.

Cuando me vio sentada allí, Miguel se detuvo deliberadamente. Recogió una piedra y la arrojó al mar embravecido. En aquella costa, tenía unos tres kilómetros de profundidad y las corrientes eran peligrosas. Robinson nos había advertido que no nos bañáramos en él, porque aun allí donde las corrientes eran seguras, los tiburones no lo eran. El lago azul y verde era la piscina de la isla.

Según el mapa que Robinson me había mostrado, yo sabía que este trecho de playa estaba ubicado en la región lumbar. No podía evitar pensar en la isla con esta forma anatómica, debido a las constantes referencias de Robinson a los brazos y las piernas.

Miguel seguía arrojando piedras y yo contemplaba el mar para evitar que él se cohibiera por mi presencia. El mar que rodeaba Robinson ejercía una fascinación especial, quizá porque se extendía por mil quinientos kilómetros antes de llegar a la oficina de correos más cercana. Fue solo algunos segundos después cuando advertí que Miguel había dejado de arrojar piedras y supuse que debía de estar acercándose. Recorrí la playa con la mirada, pero no pude ver signo alguno de él a pesar de que podía abarcarla toda con la vista. Una pequeña franja de vegetación crecía sobre los acantilados negros, pero era demasiado baja para esconder al niño, a menos que él se hubiese acostado en el suelo. Concluí que debía de estar echado cuerpo a tierra y decidí recorrer la playa, examinando muy de cerca la base de los acantilados. Llegué hasta el final, donde la roca negra se perdía en el mar, sin hallar rastro alguno de Miguel. Me sentí desconcertada, luego asustada. No veía ningún lugar donde podría haberse escondido, salvo el mar. Lo escruté con miedo, anhelando no ver una cabeza flotando fuera de mi alcance, pero no vi sino las olas que rompían contra las corrientes subterráneas y que podrían haber escondido cualquier cosa. En realidad, no pensaba que hubiese saltado al mar en los pocos momentos en que mis ojos se alejaron de él. Lo creí incapaz de semejante tontería. Estaba segura de que Miguel estaba a salvo en alguna parte, pero me perturbaba el hecho de no tener razón alguna para esta certeza. Por un momento, pensé que tal vez mis otros compañeros también habían desaparecido. Pensé que tal vez nunca habían existido, que Robinson y su casa eran el sueño de una muerta, que yo misma estaba muerta, como para entonces lo creía mi familia y lo habían informado los periódicos. Para alejar esas ideas de mi mente, pensé que lo primero que debía hacer era regresar a la casa de Robinson por la ruta más corta e informar de la desaparición del niño.

La ruta más rápida empezaba en el final de la playa donde yo me encontraba, aunque no era exactamente la más corta. Subía la montaña en zigzag, en una pendiente más suave que la del sendero que había usado en mi camino de ida. Llevaba veinte minutos subiendo cuando me topé con una granja derruida, con su molino de agua, sobre una pequeña meseta que asomaba a un arroyo que se filtraba por una estrecha quebrada. Se me ocurrió que los predecesores de Robinson, por más ermitaños que fuesen, habían hecho esfuerzos para cultivar cada uno de los espacios verdes de la isla. Más tarde, cuando vi las tupidas pasturas de la Pierna Oeste y del Brazo Sur, sentí una suerte de indignación porque su trabajo se había desperdiciado. Junto a la granja descubrí una cantidad de árboles de mango, todavía rebosantes de frutos, todos embarrados y descuidados. Era de allí de donde Robinson debía de haber recogido los pobres especímenes de mango que comíamos en el desayuno. No me pareció que los árboles fuesen a resistir mucho más.

Muchas veces, durante mi ascenso, me volví para escrutar la playa debajo y los arbustos montañeses que la rodeaban, en busca de algún signo de Miguel. Empecé a preocuparme seriamente, sobre todo porque tenía todos los motivos más obvios para preocuparme. Cuando llegué a la granja desierta, eché un último vistazo a mi alrededor, porque encima de esa meseta empezaba a formarse un cordón de nubes, como sucede a última hora de la tarde, y eso hacía imposible divisar la costa desde el lugar donde me hallaba. Decidí descansar de mi caminata durante diez minutos en esa meseta y di un paseo por el lugar, rodeando la casa y mirando hacia su interior por las ventanas abiertas. Giré el picaporte. La puerta estaba abierta. Entré y vi a Miguel junto a la chimenea ruinosa, apilando ramitas para hacer fuego. Tenía una lata con agua y otra con café.

—Hola —dije—. ¿Cómo llegaste aquí?

La pregunta pareció agradarle. Y, por eso, para agradarle más todavía, dije:

—Te vi en la playa. Aparté la mirada un momento y, cuando volví a mirar, te habías ido.

Hasta se rio al oír aquello.

—¿Cómo lo hiciste? —dije. Si hubiese trepado la montaña, lo habría visto. Pero debió de haber trepado la montaña y no lo vi.

—Hay una cueva secreta —dijo Miguel—, con un túnel.

—¿Dónde? Me gustaría verla.

Él negó con la cabeza.

—¿Robinson conoce esa cueva secreta?

—Sí. Pero no se la muestra a nadie.

Me dio una taza de hojalata con el café negro y caliente que había preparado.

—Robinson no le mostrará las cuevas. Solo me las muestra a mí.

—Oh, ¿hay más de una?

No respondió; ya había revelado demasiado.

—Está riquísimo —dije y, para no parecer condescendiente, agregué—: pero le vendría bien un poco de azúcar.

Hurgó en el bolsillo interior de su chaqueta leñadora y extrajo un paquetito de azúcar. Lo abrió, lo vació dentro de mi taza y lo revolvió con una ramita. Nos sentamos ante la chimenea y sorbimos el café. En ese momento deseaba estar en casa.

—Tengo que irme —dijo Miguel.

—Yo también —dije.

—No, espere un rato.

Pensé que se proponía visitar otras cuevas secretas y que no quería que yo descubriera el camino, de modo que dije:

—Está bien. Digamos unos diez minutos. ¿Suficiente?

—Bueno —dijo—, espere hasta que deje de llover.

Advertí que estaba lloviendo, no demasiado fuerte.

—Oh, ¿eso es todo? —dije—. Bueno, no me importa la lluvia.

—Va a mojar el impermeable de Robinson —señaló el muchacho.

No podía negarlo. Esperé hasta que dejó de llover y cuando salí alcancé a ver a Miguel, que atravesaba con agilidad el matorral que había encima de mí para regresar a la casa.

Robinson

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