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Prólogo

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Año Nuevo, 2002

Casa de Rafael Monticello, Nueva York

–Feliz Año Nuevo –exclamó Arianne Sorenson, alzando su copa de champán a nadie en particular.

Pasaba una hora de medianoche, y la fiesta anual de Año Nuevo en casa del famoso diseñador de calzado Rafe Monticello continuaba en todo su apogeo. Pero en el bar dorado de mármol sólo estaba ella, junto a once taburetes vacíos y un camarero italiano sin apenas idea de inglés.

–¡Igualmente, amiga! –respondió una voz femenina.

Arianne se sorprendió al oírla y se volvió tan bruscamente en su taburete que a punto estuvo de caerse al suelo sobre su trasero.

–Natalie Trent –se presentó la mujer pelirroja–. ¿Te importa si te hago compañía? –sin esperar respuesta, se aupó al taburete adyacente y dejó con cuidado una caja de zapatos sobre la barra.

Arianne le dijo su nombre, decidiendo que le gustaba el carácter directo de su nueva amiga.

Natalie tiró hacia abajo del dobladillo de la falda negra de lentejuelas.

–¿Por qué brindamos? –preguntó, mientras le hacía un gesto al camarero para que le sirviera champán.

Arianne pensó seriamente en la pregunta. Pero antes de improvisar un brindis que expresara la desgracia actual pero que a la vez dejara la puerta abierta para un futuro feliz, otra voz femenina irrumpió en sus pensamientos, mucho más aguda que la de Natalie.

–Vaya, parece que todas necesitamos un respiro –dijo la tercera mujer, uniéndose a ellas mientras se ajustaba la camisa masculina desabrochada que llevaba metida en una minifalda con flecos. El rímel se le había corrido bajo sus exóticos ojos y el pintalabios desdibujaba el contorno de su boca.

Sin duda había compartido algo más que el típico beso de Año Nuevo.

Arianne se inclinó hacia ella.

–Tienes un corchete de una camisa de esmoquin en tu pelo –le susurró.

La mujer soltó una carcajada ronca y se sacudió el pelo. El corchete cayó a la barra y ella lo miró con una sonrisa.

–Un buen recuerdo, por lo que veo –murmuró Arianne reprimiendo un suspiro.

–Siempre me gusta llevarme un recuerdo de la fiesta.

Todo el mundo parecía tener suerte en Año Nuevo.

–Sírveme otro a mí, cariño –le dijo la morena al camarero, que llenó obedientemente una tercera copa con el champán francés de Rafe Monticello. Mientras el líquido burbujeante hacía espuma, Natalie se presentó a ella misma y a Arianne.

–Isabel Parisi –respondió la mujer, metiendo el corchete en su bolso antes de tomar la copa.

–Arianne iba a hacer un brindis –dijo Natalie.

Las dos mujeres miraron expectantes a Arianne, como si fuera la dueña del bar y ellas fuesen sus invitadas. Arianne no quería parecer una persona solitaria cuando era obvio que aquellas dos lo estaban pasando mucho mejor que ella, así que olvidó su desdicha y se concentró en el futuro.

–Por que se cumplan nuestros sueños –dijo.

–Por que se cumplan nuestros sueños –repitieron las otras dos mientras entrechocaban las copas.

Natalie y Arianne tomaron un pequeño sorbo cada una.

Isabel apuró su copa de un solo trago.

–Deberíamos romper las copas en la chimenea para que se cumplan nuestros deseos.

–Oh, ¡no puedes hacer eso! –exclamó Arianne–. Cada una de estas copas cuesta setenta y ocho dólares.

Las otras la miraron como si fuera una concursante de El precio justo.

–Soy la contable de Rafe Monticello –se apresuró a explicar Arianne–. He visto las facturas.

–Debe de costarle una fortuna regalar cientos de pares de zapatos cada año –observó Natalie.

Arianne se estremeció.

–No te haces una idea.

En los últimos años, Rafe se había valido de su Máster en Empresariales de la Universidad de Harvard para expandir por América la marca de zapatos italianos de su madre. Con él como director general, la empresa había experimentado un éxito sin parangón. Blahnik, Choo y Monticello formaban el trío líder en la industria del calzado.

Natalie señaló los zapatos que llevaba Arianne… los que Monticello le había regalado en la fiesta del año anterior.

–Los he visto en la Quinta Avenida a seiscientos dólares.

Arianne asintió.

–Incluso el precio al por mayor es más de lo que yo me gastaría jamás en un par de zapatos.

–A mí no me importaría ir descalza –dijo Isabel, cruzando sus largas piernas desnudas y apoyándose contra la barra. Llevaba unas zapatillas de bailarina adornadas con abalorios–. Pero si tenemos que ponernos unos tacones mortales, ¿por qué no hacerlo con estilo, gracias a Rafe? Él sí que puede permitirse el capricho.

–Es mucho mejor que volver a casa sola –dijo Natalie con un profundo suspiro–. Otra vez.

Las tres bebieron durante un rato en silencio.

–Bueno, ¿qué os parece? Una rubia, una morena y una pelirroja –observó Isabel–. Tres chicas solteras en un bar.

–¿Eres soltera? –le preguntó Natalie, mirando brevemente el bolso donde estaba el corchete.

–¿Estamos hablando de esta noche o de toda la vida? –dijo Isabel.

–¿No es lo mismo?

–De eso nada. Me encanta estar soltera. He venido por el excelente champán francés y los hombres italianos. Bellisimo –le lanzó un beso al camarero.

–Sí, bella –le respondió él con un guiño.

Isabel se volvió hacia las otras mujeres.

–¿Y vosotras?

–Soy periodista de moda –explicó Natalie–. Casi tuve que matar por conseguir una invitación, pero valió la pena. He estado con gente a la que quería entrevistar, y me llevo a casa un par de Monticellos –añadió, acariciando con adoración la caja dorada de zapatos.

Arianne se encogió de hombros.

–Es mi trabajo. Rafe es un cliente importante. He venido para ser amable –levantó un pie en el aire para que la luz hiciera brillar la carísima piel del zapato–. Y por los Monticellos.

–No me digas que prefieres los zapatos a los hombres –se burló Isabel.

–Mmm –murmuró Natalie, apurando su copa–. Al menos los zapatos sólo te hacen daño en los pies.

Las tres mujeres se reconocieron mutuamente como veteranas de las citas y los ligues de Manhattan, y compartieron miradas de conmiseración.

Isabel esbozó una sonrisa irónica antes de que se sumieran en una depresión.

–Yo también me dedico a la moda –dijo. Por lo visto, prefería hablar de su trabajo antes que explicar su vasta experiencia con los hombres–. Soy modista. He trabajado con los zapatos de Monticello en su línea de primavera.

Iniciaron una animada conversación sobre lo que tenían en común, la inminente Semana de la Moda y lo que estaba ocurriendo entre los modistas ricos y famosos.

Cuando llegó la hora de marcharse, las tres se habían hecho amigas. Isabel las invitó a almorzar al día siguiente en su loft de Elizabeth Street, cerca del SoHo. Natalie ya estaba pensando cómo podía aprovechar la influencia de Arianne para conseguir una entrevista con Lucia Monticello, la diseñadora de calzado y madre de Rafe, y Arianne intentaba encontrar una manera cortés de preguntarle a Isabel cómo conseguía presentarse en una fiesta, enrollarse con un hombre y volver sola a casa.

Decidieron compartir un taxi. Mientras se preparaban para salir del bar, Natalie juntó a las tres en un abrazo y les hizo una proposición.

–Tenemos que jurar solemnemente que si el año que viene seguimos solteras, volveremos a hacer esto.

–Ningún hombre podrá cazarme –dijo Isabel con un guiño–. Aquí estaré.

–Mi compromiso acabó hace un año –dijo Arianne–. Estoy segura de que estaré aquí.

Natalie guardó silencio unos segundos antes de hablar.

–Veréis. Esta noche he conocido a alguien… –se mordió el labio–. Pero parece que se lo ha tragado la tierra. Si no vuelve a aparecer en los próximos trescientos sesenta y cuatro días, aquí estaré.

–¡Jurémoslo sobre tus Monticellos!

Cada una de ellas puso una mano sobre la caja dorada de zapatos y lo juró solemnemente.

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