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El juego

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1. intr. Volver al lugar que se abandonó.

Fui la primera en irme y he sido la última en regresar. Ni siquiera me habría molestado en hacerlo si mi hermano no hubiera mencionado las primeras ediciones que, según él, aún seguían apiladas en su estudio, en la misma vitrina cerrada bajo llave en la que habían permanecido siempre.

—Tú verás si las quieres, Alba.

—¿Para qué?

—No sé. Para venderlas. Algunas puede que sean valiosas.

—Lo dudo mucho… Siempre fue bueno dándole importancia a lo que no la tenía.

—De todas formas, deberías echarles un vistazo. Por si acaso.

—¿Y lo demás?

—Lo demás no vale nada. Ya he hablado con una empresa para que se lo lleven todo. Cuanto antes podamos vender, mejor. Y esa casa, tal y como está, llena de trastos y con una reforma pendiente, no la quiere nadie.

Nada más bajar del taxi que me ha traído de vuelta hasta aquí, compruebo que el deterioro al que aludía Lucas es evidente. Los muros revelan la desidia que ha habitado este lugar en las últimas décadas y, tras esforzarme por comparar su estado actual con el que presentaba hace veinte años, me pregunto cómo es posible que no guarde memoria de cómo era esta casa el día en que me marché. No sé si la cal dejaba apreciar las mismas grietas que hoy tan solo cubre una vegetación descuidada y anárquica que invade la fachada con la misma contumacia con que las miradas ajenas recorren mi cuerpo.

Finjo no percatarme del susurro coral que, tras las ventanas próximas, despierta mi presencia en el pueblo y busco nerviosa la llave que me ha prestado Lucas y con la que sustituyo la que abandoné aquella madrugada en la mesa del despacho, justo frente a los libros que hoy me traen de nuevo al único lugar donde no tiene sentido regresar.

Por suerte, la llave gira rápido y logro entrar antes de que una voz que me resulta lejanamente familiar me detenga. Soy consciente de que mi decisión de no darme la vuelta será comentada por el mismo murmullo que confía en que alguien dé el paso de acercarse hasta mí en busca del testimonio con que completar nuestra historia, pero la única ventaja de haberme escapado como una fugitiva es que hoy ni siquiera siento que sea yo quien de verdad está aquí, así que puedo comportarme como la extranjera en que me he convertido y que no debe más explicaciones que las que ella misma quiera exigirse.

Tienes dieciocho años, muchas dudas y un billete arrugado de autobús en el bolsillo.

Has imaginado tantas veces este momento que ahora solo echas en falta el arrojo con el que habías esperado vivirlo, la seguridad con que aprovechabas el silencio de la noche para dejar atrás el suelo que quema bajo tus pies y que hoy, sin embargo, te detiene, alertándote de la distancia entre el plan concebido y el viaje real, el tramo que separa la persona que imaginas de la quizás eres y a la que le cuesta emprender el camino sin preguntarse si está tomando la decisión correcta.

Lo sea o no, convencerte de que lo has resuelto tú se vuelve imprescindible para no reducirte más de lo que ya lo hacen estas paredes que hoy recorres a oscuras, cargada con una mochila en la que hay más ganas de comenzar una vida que herramientas para lograrlo. No tardarás en descubrir que todo cuanto has guardado en ella es inútil, porque pronto preferirás la incomodidad a tener que recurrir al pasado para vencerla. Cuanto llevas contigo será el testimonio de un origen que pretendes borrar, tratando de deshacer tus huellas con la misma furia con que pretenderás sacar su nombre de tu cabeza. Esa memoria que esta noche forma parte de tu escueto equipaje y que, cuando el autobús arranca, reclama su propio espacio en el asiento de al lado.

Estiras las piernas y te acurrucas contra la ventanilla, con el único fin de impedir que alguien más pueda sentarse junto a ti, pero tus demonios son capaces de doblarse sobre sí mismos tantas veces como sea necesario hasta que su presencia resulta inevitable, tan obvia como para que te plantees por primera vez si este éxodo tiene sentido. Si existe algún destino en el que puedas dejar atrás todo lo que ahora te mueve como un resorte, impidiéndote conciliar el sueño a pesar de que cierras los ojos y te esfuerzas por buscar una calma que, esta noche, no va a llegar.

—No sé por qué no me sorprende…

—¿Es lo que esperabas? —me pregunta Lucas mientras señala los libros que voy sacando de la vitrina que el viejo custodiaba con tanto celo.

—Supongo que sí —admito—. Esperaba que no dejara de decepcionarnos nunca. Y eso es justo lo que he encontrado.

Ni uno solo de los ejemplares que tengo ante mí posee el valor bibliófilo que él, cuando aludía a ellos, les atribuía. No solo no son primeras ediciones, sino que apenas podrían catalogarse como rarezas, así que el hecho de que las guardase bajo llave cuando Lucas y yo éramos niños solo puede explicarse por su voluntad de crear una ficción que ahora, como todo lo que hay en esta casa, también se desarma.

—A lo mejor deberías pedir una segunda opinión —sugiere mi hermano—. Tampoco eres ninguna experta.

Finjo no haber escuchado su comentario para evitar una réplica que vuelva la situación aún más incómoda. Si quiero que terminemos pronto de vaciarlo todo necesito centrarme en la acción y esquivar la tentación de remontarme a explicaciones de un pasado que llevo años tratando de reparar. Así que me ahorro la alusión al momento en que tuve que irme y a cómo eso lo truncó todo, porque ya no era factible seguir el cauce convencional y cómodo que me había propuesto —licenciatura, máster, doctorado—, en un orden que, según nos habían contado, conducía indefectiblemente al éxito.

Después de mi marcha, la supervivencia primaba sobre mis veleidades academicistas, así que mi recorrido universitario se volvió más pragmático y, sobre todo, agónico, mientras salía adelante con trabajos basura que apenas llegaban para el alquiler. Si hiciera mención a cualquiera de esas circunstancias con las que justifico que mi situación actual solo pueda calificarse de gris, Lucas sacaría a relucir el rencor que me guarda desde entonces y convertiría mi marcha en un acto voluntario.

Tú elegiste. Tú decidiste. Tú optaste.

Emplearía cualquiera de los verbos con que lleva golpeándome en cada una de las contadas discusiones que hemos mantenido en estos años. Tampoco han sido muchas. Solo las estrictamente imprescindibles para definir nuestras posiciones y dejar claro quién cree y acusa a quién. Y Lucas no cree —y sí acusa— a la hermana que se escabulló de esta misma casa una semana después de cumplir de los dieciocho, la hermana que ahora no tiene derecho a quejarse de su presente porque fue la misma que, de todas las alternativas posibles, se inclinó por el abandono.

—¿Estás segura de que no los quieres?

—Esto no se puede vender… Y yo paso de llevármelos. De este lugar no quiero absolutamente nada.

—Eso ya lo has dejado muy claro, Alba. Lo dejaste clarísimo cuando ni siquiera te dignaste a venir al entierro.

—¿De verdad esperabas que lo hiciera?

—A veces me miento… O me digo que el tiempo ayuda a madurar y a verlo todo con distancia.

—Te mientes, sí. Porque si lo vieras con distancia, habrías entendido de una vez por qué me fui.

—No empecemos con eso. Por favor.

—Tranquilo, no podemos empezar algo que para ti ni siquiera existe.

—Tus demonios son tuyos. Y puedes hacer con ellos lo que quieras. Como con estos libros. Lo único que te pido es que no me los intentes endosar a mí. Bastante tengo con los míos.

—¿Y para esto querías que viniera a su entierro?

—Para no tener que hablar de esto, sí.

—Nunca entenderé por qué lo defiendes.

—Porque nunca has sabido explicarme de qué lo acusas.

El viaje se hace mucho más largo de lo que habías imaginado. No te habías parado a pensar en cómo llegarían a estirarse las horas mientras ansiabas alcanzar la primera meta. Una ciudad a suficientes kilómetros de tu lugar de origen como para contar con la anonimia y el espacio que necesitas para construirte. Lejos de ese entorno en el que ya no sabes si podías llegar a ser tú. Si había algún resquicio de esperanza capaz de sobrevivir a la culpa que lleva nueve años persiguiéndote.

Nueve años negándote, respondiéndote, convirtiéndote en la única participante en un diálogo donde jamás encuentras las palabras precisas, porque todas quedan siempre en boca de tu rival, de esa otra Alba que te mira desde ese lado del espejo en el que todo resulta tan nítido como para juzgarte por no haber sabido mirar bien antes.

Desconectas el móvil.

Ya escribirás un mensaje al llegar.

Algo breve. Sí, lo suficiente como para que no den aviso a la policía de una desaparición que no es tal. O que sí lo es. Sí estás desapareciendo, Alba. O, por lo menos, estás intentándolo.

Intuyes que tu padre recibirá tu sms con alivio. Y tu hermano, con cierta inquietud. Una preocupación moderada que resolveréis reencontrándoos cuando estés preparada para incorporarlo de nuevo a tu vida, aunque debas hacerlo como un personaje secundario con el que ya apenas te une nada. Con el que, en el fondo, tampoco nunca os unió gran cosa.

Por un segundo piensas qué habría hecho ella, pero te cuesta imaginar la reacción de tu madre desde el reducido bagaje emocional que aún guardas de tu infancia. Los años buenos, esos previos al diagnóstico y a un tratamiento que se prolongó con la crueldad de las esperanzas incumplidas, fueron pocos. Así que interrogar a esa niña de ocho años que se niega a ponerse el jersey negro que su padre ha tendido sobre la cama tal vez no tenga mucho sentido. No puede responderte qué habría hecho una mujer a la que has construido imaginándola, intuyendo cómo era más allá de las largas estancias en el hospital, de los días en cama, de esa voz que se fue volviendo hilo hasta hacerse inaudible, porque no hubo nada más que decir cuando se desvanecieron las fuerzas para expresarlo.

Aquel momento, ese verano de tu octavo cumpleaños, pisaste el terreno resbaladizo de la adolescencia por primera vez. Lucas, que entonces te doblaba la edad, se encontraba en ese espacio desconocido en el que a ti te adentraron a la fuerza, de un único empujón que te separó para siempre de la niña que se quedó, observándote con frialdad, en el lado del espejo donde te sigue doliendo buscarte.

De esa etapa recuerdas, sobre todo, la fragilidad. El aprendizaje de que luchar no es suficiente. La conciencia de un espíritu trágico que peleabas por vencer entre juegos y cuentos infantiles que no resultaban suficientes. Nada podía serlo cuando la realidad había mostrado con tanta fiereza la que en adelante sería tu única certeza. Esa conciencia de la muerte que, por mucho que nos empeñemos en lo contrario, es lo único que podemos atestiguar.

No me marees con eso. No me aburras con eso. No me tortures más con eso, Alba.

En tu padre encontrabas negativas cada vez que exigías respuestas para las preguntas que a ti te habían llevado hasta el umbral mismo de la adolescencia a la vez que a él lo sentenciaban a una prolongada depresión.

Ahora no es el momento. Ahora no puedo. Ahora no tengo tiempo, Alba.

Sus clases de Literatura, a las que sumó las que empezó a dar de forma particular en vuestra casa, se volvieron su único refugio durante el mismo curso en que Lucas encontró el suyo entre porros y botellones mientras tú lo hacías en los juegos de Rebeca. En la capacidad para inventar historias de Rebeca. En los recreos con esa compañera de clase que antes te resultaba inquietante y que ahora, sin embargo, era la única con la que sentías que podías ser tú. Los silencios de tu familia impuesta frente al universo compartido que te ofrecía tu familia elegida. Esa chica voluminosa, de cabello rojizo y ojos claros, con quien te adueñabas de un pueblo que, junto a ella y cada vez más lejos de los demás, ya no se parecía al lugar en el que vivíais, sino al lugar en el que tú habrías querido vivir.

Un lugar donde la niña al otro lado del espejo, con su jersey negro y su mirada triste, no tendría nada que reprocharte. Porque no habría visto lo que, una vez de regreso a la realidad, las dos estabais a punto de ver.

—Todavía me pregunto si lo intentamos lo bastante —me confiesa Lucas.

Me ha convencido para pasar la noche y, aun con reticencias, he acabado accediendo. He avisado a Irene con un audio breve —ya le advertí que no quería llamarla desde aquí: no quiero que este lugar empañe su nombre— y le he dado la razón a mi hermano en que es mejor que me quede a cenar y aplace mi regreso hasta mañana, sobre todo porque después del amasijo de emociones que intento digerir es más sensato retornar a la carretera a primera hora.

—¿Tendría que haberlo intentado más, Alba?

Preferiría que no insistiera, porque responder a esa pregunta tan sencilla supone un ejercicio de análisis para el que no me siento preparada.

—No lo sé —miento, pero él se mantiene firme en su demanda.

—Dudé mucho. Durante más tiempo del que imaginas… En el fondo —se justifica—, creo que sigo dudando. Sigo preguntándome si quieres que me haga más presente, que me interese por ti, por tu trabajo, por tu pareja. O si tú quieres que te involucre más en mi mundo. En todo lo que, por mucho que me esfuerce por contarlo a la inversa, no me ha ido bien en estos años. A veces me digo que nuestro silencio es lo que tú buscabas, que lo estoy haciendo bien. Otras, en cambio, juraría que me castigas por no haberlo intentado lo suficiente.

—Hubo un momento en que el silencio era tomar partido —admito—. Pero hasta eso podía entenderlo, Lucas. No te culpaba a ti por no creerme, me culpaba a mí por no haber sabido explicártelo.

—¿Necesitas que te dé la razón para que esto sea de otra manera?

—Aunque me la dieras, y sé que no lo vas a hacer, tampoco estoy muy segura de que pueda serlo.

Saca un par de cervezas más mientras me devuelve una de sus sonrisas tristes. Así las bautizamos cuando, un par de años después de mi marcha, nos vimos por primera vez. La tarde en que le envié una localización a la que acudió con su actitud de hermano mayor dispuesto a un rescate que yo no le había solicitado y que, por supuesto, tampoco iba a aceptar. Nuestro encuentro sirvió para tranquilizarlo, gracias un somero recuento de mis por entonces inexistentes logros vitales y, una vez convencido de que había encontrado el modo de no morir de inanición y frío en mitad de la calle, los dos nos despedimos con la promesa de reconstruir una relación que aún sigue siendo tan errática como había empezado a serlo entonces.

—¿Todavía piensas que no pasó? —me atrevo a preguntárselo por primera vez en años: si atisbara en su respuesta la más mínima duda, sé que sí tendríamos una oportunidad real.

—No va a cambiar nada lo que yo piense.

Pero no. Está claro que no la tenemos.

—Todo por salvar un recuerdo.

—O por no cometer una injusticia.

Me muerdo la lengua y cuento hasta tres para no decir nada que rompa el precario equilibrio que esta noche hemos creado entre ambos. Y, ahora sí, me alegro de que Irene no me haya acompañado, porque no soportaría avergonzarla con esta actitud pacificadora en la que sacrifico lo que de verdad pienso por unas horas más en calma. Una madrugada de una relación fraternal ficticia que, cuando nos despidamos, involucionará hasta ocupar el mismo espacio que ocupaba antes. Ese rincón incómodo donde moran los lazos y afectos familiares que nos han educado para ejercer y que la vida se encarga de desatar entre distancias y desencuentros.

—Es duro, Alba.

—¿El qué?

—Tener que asumir que papá fuera un monstruo.

—A mi hermana le gusta.

Miras a Rebeca desconcertada. Sin acabar de entender qué es lo que ha querido decirte mientras jugáis en el patio trasero de tu casa, cerca del huerto que tu padre ha convertido en su nuevo despacho. Allí es donde Lucas y tú vais a buscarlo cuando no dais con él, porque sabéis que estará sentado con alguno de esos libros que, le cuentas a Rebeca, valen muchísimo y que están encerrados bajo llave porque son un tesoro.

Ella, celosa de tu relato de riquezas y maravillas ocultas, te devuelve otro de amores imposibles y se inventa una historia en la que Sandra, su hermana mayor, se enamora de su profesor de Literatura. A ti, que te has fijado en ella más de una vez, no te sorprende que alguien se pueda enamorar de Sandra, de esa chica de piernas largas y rasgos afilados, con la piel bronceada y los músculos firmes y definidos. Es más, aunque no se lo confiesas a Rebeca, algo te pasa cuando la tienes cerca. Cuando tu amiga te invita a su casa y merendáis mientras ella, en su estudio, analiza alguna de esas oraciones infinitas que les dicta en su cuaderno el profesor que, según su hermana, le gusta. Y tú puedes entender que sea a la inversa. Puedes imaginar que Sandra, con su pantalón deportivo corto, con su melena recogida, con esos ojos grandes e intensamente negros, le guste a alguien. Incluso que, ¿es eso lo que te está pasando?, te guste a ti.

—Los he pillado hablándose… Fuera de clase.

El cuento de Rebeca empieza a resultar violento. No te sientes cómoda sabiendo que uno de sus personajes, ese profesor del que ella asegura que Sandra va escribiendo el nombre en su diario, es tu propio padre. Vuestros juegos siempre se han basado en la imitación de lo que veis. Y tú eres Diana y ella es Julie. Y tú eres Candy y ella es Anthony. Y tú eres Hank y ella es el Amo del Calabozo. La rutina es sencilla: consiste en emular las acciones de las series que os gustan y, a partir de ahí, improvisar continuaciones y finales donde todo es posible. Todo salvo que tu padre, ese hombre que pasa tardes enteras leyendo en su huerto, donde de vez en cuando ayuda con los deberes a algunas de sus estudiantes, sea uno de sus protagonistas.

—Se escriben cosas.

—¿Y eso cómo lo sabes?

—Lo sé. Si hasta una vez los vi besarse.

—Eso es mentira.

—Eso es verdad.

—¡Es mentira!

—¡Es verdad!

El juego se vuelve pesadilla y caes sobre Rebeca con toda la rabia que no te has permitido hasta ahora. La niña del otro lado del espejo, envuelta en su inmutable jersey negro, os mira con horror, viéndoos girar sobre el suelo en una pelea que detenéis en el mismo momento en que os dais cuenta de que podríais haceros daño. Son demasiados días juntas como para no sentir como propia la piel de tu amiga. Como para que no te duelan los golpes que has estado a punto de propinarle mientras seguíais gritando para afirmar y negar a la vez lo que ella, tiene que ser así, inventa.

Os alejáis un segundo. Recobráis fuerzas y sopesáis vuestras opciones. Reanudar el juego resulta imposible. Retomar la pelea sería doloroso. Marcharse sin despedirse, con una pizca de orgullo y hasta de soberbia teatralizada, parece lo más digno. Rebeca se pone en pie y atraviesa el patio sin mirarte, con la misma altanería que si hoy fuera ella Diana y tú, aunque no la soportas, la cursi de Julie.

Tardaréis unos días en volver a veros fuera del colegio. En clase fingiréis no conoceros. Actuaréis como si pudierais sobrevivir sin el apoyo que habéis aprendido a mostraros y esperaréis a que la soledad imponga sus normas antes de un «¿me ajuntas?» que pronuncia primero Rebeca y al que, antes de que ella termine de hablar, tú solo puedes responder con un «sí». La niña del espejo, sin embargo, no celebra el reencuentro con vuestro mismo entusiasmo, quizá porque teme que el protagonista humano que provocó vuestro distanciamiento oculte, como la maquiavélica Diana, su piel de lagarto.

—Es la primera vez que dices algo parecido, Lucas.

Deambula nervioso de un lado a otro de la habitación, como si con su caminar zigzagueante pudiera borrar lo que acaba de expresar en voz alta.

—Ni siquiera sé por qué lo he hecho.

—A lo mejor te estás deconstruyendo.

—¿Tú también?

—¿Yo también qué?

—¿También eres de las adictas a la neolengua? Deconstruirse suena a autoayuda. Pasado por la conciencia woke, pero sigue siendo autoayuda.

—Para una vez que intentaba otorgarte algo de mérito en esta historia…

—Gracias por el sarcasmo, Alba.

—Es que no sé por qué te cuesta tanto admitir que pudo ser así.

—Porque no hay pruebas.

—¿Una adolescente muerta te parece un testimonio poco contundente?

—Pudo deberse a mil motivos más…

—Pero él fue uno de ellos.

—Eso nunca vamos a saberlo.

—No, Lucas, no vamos a saberlo. —Rebeca clavándome las uñas en el brazo, la arena del patio rasgando la tela de mis pantalones, el bote de agua oxigenada y la explicación para una herida en el codo en la que, mientras nuestra maestra finge no saber lo que ha ocurrido durante el recreo, yo omito cualquier alusión a nuestro juego—. Pero sí creo que puedo imaginármelo.

La noticia se extiende deprisa. La familia, incluida Rebeca, trata de ocultarlo y se divulga un relato lo suficientemente hermético como para que la palabra prohibida no surja de manera explícita en ningún momento.

Nadie la pronuncia en voz alta, pero tú puedes oírla una y otra vez. En cada corrillo. En cada grupo. En cada uno de los callejones de esta comunidad que ahora se ha vuelto más diminuta y oscura que antes. Su eco llena los rumores de un pueblo siempre sediento de carnaza en la que hincar el diente, atento a todo murmullo con el que pueda desmentir su bucolismo y demostrar su verdadera piel. Tan traicionera como la de los lagartos extraterrestres a los que, en adelante, no volverás a jugar con Rebeca.

Nadie habla de que ha sido un suicidio, aunque todos lo sospechen y tú misma trates de preguntarle a tu padre si es verdad eso que dicen las vecinas. Si es cierto que Sandra, esa chica que no consigues sacarte de la cabeza y que, en un retorcido guiño del destino, se parecerá a todas las mujeres con las que te acuestes en el futuro, se ha quitado la vida. Pero tu padre ya no está en el huerto donde Lucas y tú acudís a buscarlo. Ha suspendido esas clases particulares y gratuitas que le han hecho granjearse un aura de auténtico filántropo en el pueblo. Tampoco lo veréis más ordenando los libros-tesoro en su vitrina. Tu padre pasa las horas en el instituto, inventando actividades que le permitan regresar a casa lo bastante tarde como para no tener tiempo de responderos.

Sandra no se encontraba bien.

Sandra ha sufrido un problema repentino de salud.

Sandra ha tenido mala suerte.

Todo lo que escuchas es tan impreciso que no puedes dejar de pensar que quizá ese eco sordo que ha invadido el pueblo sí tenga razón.

Pero en ese momento no acabas de unir todas las piezas. Ha pasado un año desde que tu vida se te hizo más pequeña y ahora, de repente, vuelve a quebrarse a través de un dolor que no te pertenece pero que, cada recreo que compartes con Rebeca, sientes que es también tuyo.

Ella no habla del tema. Inventa juegos nuevos y te propone historias que ya no nacen de los programas que veis, sino de las narraciones que ella inventa. «Podrías ser escritora», le dices y Rebeca niega con la cabeza. «No quiero tener nada que ver con los libros», responde. «Los libros han matado a mi hermana».

A ti se te graba esa frase. Para siempre. Y es la que ahora, en este autobús al que, si todo va bien, ya solo le queda media hora para llegar a su destino, te repites una y otra vez.

«Los libros han matado a mi hermana».

Y los libros son el hombre que hablaba de ellos, que los prestaba, que los recomendaba. El hombre que los atesora en una vitrina y que puede que, oculto tras esos mismos lomos, esconda un monstruo. Quizá por eso los guarda con llave, no porque piense que son un tesoro, sino porque es el único modo de mantener cautivos a sus demonios.

Al cabo de seis meses, Rebeca y sus padres se mudarán y abandonarán para siempre el pueblo. Os prometeréis seguir escribiéndoos, pero el cansancio podrá pronto con una amistad en la que los años agravarán el peso de los secretos. Cada día que pase te obligará a reconstruir con mayor lucidez una historia de la que apenas cuentas con indicios. El relato infantil de una amiga que no tardará en dejar de serlo y el desenlace trágico que podría demostrar la crueldad de ese juego. Podrías elegir no mirar. No volver la vista hacia esa narración que, poco a poco, te acaba devorando. Como si fuera tuya. Como si la niña atrapada en el espejo se hubiera despojado de su jersey negro y ahora tuviera las piernas y la alegría truncada de Sandra.

Durante años, lucharás con todas tus fuerzas contra la agonía de la lucidez, contra esa verdad que no ve nadie más y que a ti, que recuerdas las tardes en que escuchabas salir del huerto palabras como conjugaciones y sintagmas, te resulta cegadora de puro obvia. Esas tardes que Lucas llenaba jugando a un partido de fútbol infinito y que tú pasabas con Rebeca mientras su hermana, y otras como su hermana, aprendían a diferenciar oraciones simples y compuestas entre las hortensias y las azaleas que cultivaba con esmero su profesor. Hasta que decides que el único modo de ser es dejar de estar. Necesitas alejarte para que el juego no te derribe. Para que ese eco que aún suena de vez en cuando en este pueblo ansioso de leyendas no te devore y las sombras de ese hombre al que ahora escudriñas con recelo, temerosa de descubrir gestos o acciones que ratifiquen su condena, no te rocen.

Cuando el autobús, por fin, se detiene, mandas los dos mensajes que habías pensado antes de subirte a él.

Uno, que incluye un «no me busques», para ese hombre al que nunca volverás a referirte como tu padre.

Otro, que promete un incierto «estaré bien», para tu hermano.

—¿Dos más?

Veo nuestro reflejo fragmentado en los botellines vacíos y, como si fuera una autómata, le digo a mi hermano que sí.

—A lo mejor esto podría considerarse un inicio, ¿o no?

Me gustaría creer que el juego puede variar sus reglas. Que el tiempo hará su trabajo y que, ahora que Lucas ha admitido la posibilidad de la infamia, cabe la opción de que logremos acercarnos. Pero hace mucho que no me permito la ingenuidad de creer en finales felices y, en su lugar, me conformo con la imperfección del presente, tratando de aprovechar lo poco o mucho que pueda aportarme en vez de obsesionarme con sus posibles consecuencias o, peor aún, con algo tan volátil como su supuesta perdurabilidad.

Hablar de un inicio después de veinte años de encuentros breves y conversaciones casi formularias —con la información precisa para rellenar los huecos administrativos de nuestra biografía— es demasiado ambicioso en una noche como esta. Sobre todo cuando puede que mañana, en el desayuno, él se arrepienta de lo que —¿han sido las cervezas?— ha dicho hoy y yo de lo que le he prometido a cambio.

Respeta mi silencio y señala los ejemplares con los que hemos empezado a alimentar la chimenea.

—¿Era lo que necesitabas hacer?

—Algo así —le respondo a la vez que vuelve a mí, con la contundencia de una bofetada, la frase de Rebeca.

«Los libros han matado a mi hermana».

En un gesto estúpido saco mi móvil y grabo, durante unos segundos, este fuego. Después pienso que podría buscarla en redes, dar con ella, enviarle el vídeo donde se ven arder los ejemplares que durante tantos años fueron intocables y explicarle el significado del ritual que acabo de idear. Pero mientras estoy apuntando con la cámara de mi teléfono hacia las llamas me doy cuenta de que no soy quién para hacer eso. Sé cómo me han tratado a mí los años, qué clase de culpa y de rechazo han alimentado en mi interior y hasta qué punto la palabra «legado» se ha convertido en el final amargo para nuestro juego. Pero no sé cómo han tratado a Rebeca. Ni qué habrán ido depositando en ella. Ignoro si necesita perdonarme u odiarme. Si me ha mantenido como un recuerdo infantil, a salvo bajo nuestras identidades televisivas, o si me ha condenado al ostracismo del mismo modo que el eco de susurros acabó exiliándonos de un pueblo donde la vida que no se ajustaba a sus estúpidas normas siempre fue tabú.

Desconozco demasiado de ella como para saber si este vídeo, que yo sí guardaré, le ofrecerá alguna clase de consuelo. A mí, al menos, me asegura que he encontrado la manera simbólica de escribir un final. Las llamas devorando las páginas. Sus libros, como su cuerpo, reducidos a cenizas. Y puede que revisar estas imágenes me ayude a creerme que ha terminado. Que ya no tengo que volver a ese momento en que me pregunto si yo pude adivinar. Si yo pude saber. Si yo fui cómplice.

Ese instante en el que aún hoy me sigo desvelando a medianoche e Irene, preocupada, me insiste en que era imposible que con nueve años pudiese hacer o entender mucho más. Ese momento con el que no dejo de luchar para que la niña que me vigila al otro lado del espejo me perdone por no haber sabido tenderle la mano. Para que Sandra se vuelva a mirarme, con su pantalón corto y su camiseta de tirantes, mientras subraya sintagmas en nuestro jardín. Para que todas las mujeres que fui y pude ser mientras estuve encerrada en esta casa admitan y acojan a la mujer que hoy soy. La que permite que su hermano, al que no sabe cuándo volverá a ver, le dé un abrazo. La que esta noche no será capaz de dormir y, para no enfrentarse a su antiguo cuarto, se dejará caer en este mismo sofá. La que no despega sus ojos de las llamas con que pretendía poner fin al juego que aún atormenta su presente y que mañana, cuando vea a Irene, se abrazará a ella y le pedirá que le diga a la niña del jersey negro que no fue culpa suya. Que era imposible saber que los libros que se ocultaban tras esa vitrina no valían absolutamente nada.

Presente imperfecto

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