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CAPÍTULO 2
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eredinn se hallaba disfrutando la hermosa vista de la torre Eiffel que le ofrecía una pintoresca plaza, en la que se había sentado hacía cinco minutos. Se encontraba recorriendo el plano humano desde el mes anterior, y aún no tenía ganas de regresar a su hogar.
Le parecía fantástica la diversidad y riqueza cultural de los humanos. Ni siquiera en el místico mundo de las hadas había tanta variedad de cosas para ver y hacer; como ella había crecido allí, ese mundo ya no la maravillaba demasiado, pero el de los humanos sí.
Había visitado desde pequeña el plano de los ángeles y, por supuesto, había pasado mucho tiempo en el plano de los vampiros, mas ninguno era para ella como el mundo en el que ahora se encontraba: tan vasto, tan rico en cultura, con una gran variedad de comidas y artes. Era impresionante como, a pesar de su ignorancia respecto a otras realidades, los humanos podían imaginar semejante belleza plasmada en formas artísticas.
Nadie sabía que había salido de viaje. Ella, en realidad, se encontraba en el palacio real, durmiendo una siesta de una hora o dos. Era la época del año en la que el tiempo corría más lento en el mundo de las hadas. Un par de horas allí equivaldrían alrededor de un mes en el mundo humano. Si hubiese escogido otra época del año para visitarlos, no podría haberse quedado por más de un par de minutos, ya que su cuerpo físico despertaría, arrastrando a su doble astral consigo.
Su habilidad para transportarse en forma astral al lugar que deseara estaba tan desarrollada que no necesitaba ayuda de cuadros, o de ningún otro elemento visual, para poder ir allí. Su sola intención bastaba. Y eso hacía siempre que dormía; iba a los lugares donde quería ir y se entretenía el mayor tiempo posible. En este caso, un mes en el plano humano había equivalido a una sola siesta.
Estaba por levantarse de su lugar, con la intención de dar una vuelta más por la ciudad de París antes de volver a su cuerpo, cuando un chico de cabello oscuro, alto y apuesto, un poco mayor que ella, y poseedor de la sonrisa más encantadora, se sentó a su lado. Meredinn se sorprendió cuando el extraño se dispuso a conversar, dado que no era costumbre de los humanos hablarle a quienes no conocían, pero algo la impulsó a quedarse. De hecho, al intentar leerle la mente al moreno y no poder lograrlo, la curiosidad la invadió, así que decidió averiguar más sobre él.
—Bonsoir, Mademoiselle —la saludó. Sus ojos emitieron un brillo especial al establecer contacto visual con ella.
—Bonsoir —respondió, hablando un francés perfecto, sin poder evitar devolverle la sonrisa.
—¿Le molesta que me siente junto a usted? —preguntó él—. La vista desde aquí es bellísima, aunque más bella es usted. —Meredinn se sonrojó.
—Por favor, no me llames usted —pidió.
—¿Cómo te llamas?
—Meredinn. Me llamo Meredinn. —Se dio cuenta de que haber dicho su nombre real podría causarle graves problemas. Las hadas no debían dar su nombre real a un desconocido, mucho menos sin saber sus verdaderas intenciones. Por lo general, se hacía llamar Meredith, que era similar al suyo.
—Qué nombre extraño —opinó él—. De hecho, nunca lo he escuchado.
—¿Y tú cómo te llamas?
—Louis —contestó.
Sus ojos verdes hablaron más que él al mirarla, pero ella no se atrevió a observarlo mucho. Ildwin le había enseñado varias técnicas para recordar sus vidas anteriores, y una de ellas era mirar a los ojos de una persona para descubrir su relación con esta en el pasado. Al mirar a ese extraño sabía que tendría un recuerdo de la nada si lo contemplaba durante demasiado tiempo. Decidió apartar la vista.
—Tienes los ojos azules más bellos que jamás haya visto —dijo él. Estaba ligando, pero Mere no podía dejar de sentirse halagada. Claro está que él no era el primero en decirle eso, tenía muchísimos pretendientes en todos los planos en los que había puesto pie..., hasta en el de los ángeles.
Meredinn era tal vez la chica más bella que hubiera pisado la Tierra, no tanto por sus atributos físicos, sino por la pureza de su alma. No podía dejar de atraer hombres y mujeres por doquier, gracias al carisma que emanaba. No tenía cómo pasar desapercibida.
—Gracias —le dijo ella—. Tus ojos también son muy bonitos.
Intentó leer sus pensamientos otra vez, pero no lo logró y fue frustrante. ¿Acaso su poder estaba fallando? ¿Por qué no podía hacerlo? ¿Podría ser que él tuviese poderes psíquicos? Había conocido un par de seres con habilidades capaces de bloquear algunas de las suyas, pero ninguno había sido un humano. Ese sería el primero y era razón suficiente para que su curiosidad creciera en forma desproporcionada.
—¿Puedo invitarte a tomar un café? —preguntó él. Ella no pudo resistirse. Aún le quedaban unas horas para pasear por París. No haría daño a nadie si tomaba un café con ese intrigante chico.
Louis se levantó y le ofreció su brazo. Era un caballero. Caminaron juntos hasta una cafetería justo frente a la misma plaza. Se sentaron enfrentados en una mesa en el exterior. Meredinn se sentía nerviosa, era como si grandes mariposas estuvieran revoloteando dentro de su estómago, un sentimiento que ningún chico le había provocado antes. Sin embargo, tenía una misión, y era consciente que no era el momento apropiado para romances
—¿Qué haces de tu vida? —preguntó él, mientras miraba la carta que el mesero le había entregado.
—Viajo por el mundo.
—¿Niña rica, eh?
—Algo así —dijo ella. Le sonrió y no dio mayores explicaciones—. ¿Tú qué haces?
—También viajo, pero no por placer.
—¿Eres hombre de negocios? —Louis sacudió su cabeza.
—No. Soy un mensajero privado. Entrego paquetes en todas partes del mundo. Es un servicio secreto, por lo que debo tener mucha reserva.
—¿Eres de aquí? —preguntó, cada vez más intrigada.
—No, no lo soy.
—¿De dónde, entonces?
—De todas partes y de ninguna.
Meredinn cambió al inglés para probar qué tan bien lo manejaba.
—¿Cómo se entiende aquello?
—Es difícil de explicar —dijo él en un inglés tan perfecto como su francés.
—Inténtalo —insistió ella.
—Lo haré en nuestra próxima cita —prometió con una sonrisa pícara.
—¿Próxima cita, eh? —cambió al español—. No pensé que esto fuera una cita.
—Pues resulta que sí lo es —dijo él en un español, también perfecto. Ella no dejaba de asombrarse.
—¿Qué haces en Francia? —preguntó, luego de pedir un capuchino grande.
—Vine a entregar un mensaje importante.
—¿Y qué te ha hecho detenerte a coquetear con una desconocida? —Él se mantuvo en silencio, con una gran sonrisa en el rostro.
—Eso lo tendrás que descubrir más tarde, preciosa.
Tanta intriga comenzaba a molestarla. Necesitaba más respuestas de parte del chico.
—No sé si habrá un más tarde —contestó ella—. Esta noche me voy de aquí.
—¿A dónde vas?
—A casa.
—¿Dónde es tu casa?
—En un lugar cercano, pero muy lejano a la vez —le dijo, contenta de ser ahora la que causaría intriga.
—Hmm..., suena a algo que deberé descubrir la próxima vez, ¿no? —comentó él, bebiendo el café negro y sin azúcar que el mesero le había entregado. Ella comenzó a degustar su capuchino. Ambos se quedaron en silencio por unos instantes, tan solo mirándose. Algo dentro de Meredinn gritaba que quería tirarse encima de ese chico y besarlo, como nunca había besado a nadie.
Aunque sí había esquivado varios besos indeseados por parte de algunos pretendientes que pensaban que, porque era amable con ellos, también les correspondía. Estaban equivocados. Más de uno se había encontrado con una barrera invisible a centímetros de su boca.
Tener un escudo era una muy buena herramienta.
—No sé si habrá próxima vez —dijo, sabiendo que posiblemente nunca volvería a verlo, lo que le causaba pena. Se estaba encariñando sin habérselo propuesto.
—Yo creo que sí la habrá —dijo él, terminando su café.
Meredinn suspiró.
—Debo irme, Louis.
—Está bien —aceptó él—. Pronto volveremos a encontrarnos.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? Ni siquiera te he dado un número de teléfono, ni te he pedido el tuyo.
—Porque yo puedo encontrar a quien sea, donde sea. —Se levantó de su silla, igual que ella lo hacía.
—Más intriga —contestó, dispuesta a no aceptar su número de teléfono, por más que deseara hacerlo.
—Hay algo que no te he dicho —habló él, cuando estaba a punto de darle la espalda.
—¿Qué, de entre todas las cosas, no me has dicho? — preguntó, con una mirada un tanto severa.
—Vine a París porque tengo un mensaje especial para ti.
El corazón de Meredinn dio un salto. ¿Cómo podía alguien saber que estaba ahí? Nadie lo sabía, ni siquiera las hadas. Además, ocultaba su apariencia, luciendo como una humana normal.
—¿Un mensaje para mí? ¿De quién?
—Eso lo sabrás cuando lo leas —respondió él, mostrando un sobre de color verde claro de dentro de su saco, para luego entregárselo sin demoras. Ella lo tomó, curiosa por saber qué había allí.
—Gracias, supongo —dijo; después lo guardó en el bolsillo de su pantalón blanco—. Ahora debo irme. Fue un gusto haberte conocido, Louis.
—El gusto ha sido mío —respondió él.
Y sin que se lo esperase, la tomó de sus manos, trayéndola contra su pecho, para luego unir sus labios en un suave beso. Para sorpresa de Meredinn, su escudo no se activó, como lo hacía de forma automática, y ella respondió al gesto, sintiendo cómo todo su ser se derretía ante el contacto con esos suaves labios.
«¡Dios!», pensó, consciente de que solo había estado media hora con ese extraño y que estaba mal comenzar a sentirse de esa forma. Sabía que no podría volver a verlo. Pronto cumpliría los dieciocho años y su misión comenzaría. No debía tener interés romántico alguno; no en esos momentos.
—Nos vemos pronto, princesa —dijo él, guiñándole el ojo antes de irse caminando por el lado contrario.
Ella se apuró a caminar hasta el baño de mujeres más cercano, se metió allí para desaparecer sin ser vista y despertó en su enorme habitación en el palacio real. Como lo había esperado, el sobre verde estaba en su falda, porque Meredinn tenía puesto un simple vestido color violeta. No llevaba bolsillo alguno.
Abrió la carta, encontrando una tarjetita:
«Señorita Meredinn.
Está cordialmente invitada a un baile de gala en tres días, en el palacio del dios Zeus. Vaya en cuerpo físico y lleve el vestido que pronto se le proveerá.
Atentamente,
Los Dioses del Olimpo».
Sintió que estaba a punto de desvanecerse. Había estado en presencia de un mensajero de los dioses, quizá un dios en persona..., y se había encaprichado con él. Lo bueno era que ahora sabía con certeza que sí lo volvería a ver.
***
Estaba segura de tres cosas. Primero, que los dioses ya estaban al tanto de ella, seguramente curiosos por la cantidad de poderes que poseía, y deseaban conocerla. Segundo, que no necesitaría escabullirse dentro de su casi impenetrable mundo para cumplir su misión, que iba a comenzar el mismo día en el que fue invitada al baile de gala. Y tercero, que entonces sentía mucha más curiosidad por Louis, si es que ese era su nombre. Le resultaba irresistible, encantador y enigmático, aunque era un tanto engreído. Anhelaba conocerlo más, aun si entendía que su misión estaba primero que cualquier interés amoroso. A pesar de ese hecho indiscutible, sabía que no podría sacárselo de su mente por más que lo intentara.
Los dioses del Olimpo la habían invitado a un baile... Ellos no representaban a todos los dioses, sino solo a una sección de aquellos, cuya entrada principal por el mundo de los humanos se encontraba en Grecia, en la cumbre del monte Olimpo. Su mundo estaba dividido en diversas secciones, tal como el mundo humano estaba fragmentado en países. En los albores de la humanidad, como se la conoce ahora, cada grupo de dioses se había encargado de dirigir, moldear e influenciar, a los distintos grupos mortales. Por eso cada cultura tenía sus propios dioses, distintos pero similares en ciertos puntos.
En la actualidad los dioses ya casi no se involucraban en asuntos humanos, ya que al encargarse de generar diferentes creencias y religiones, habían cumplido con el propósito principal que los guardianes les habían encomendado: el de crear diferencias sectarias para que las personas se sintiesen disímiles entre sí y tuviesen la necesidad de separarse de quienes considerasen sus opuestos.
Estas falsas religiones llevarían a enemistades y guerras entre los pueblos, cosa que los guardianes querían que sucediera. Lo que deseaban siempre había sido dividir, en vez de unir. El dicho que rezaba «Divide y reinarás» no podía ser más certero. El mundo estaba dividido en nueve dimensiones diferentes, la mayoría de ellas estaban separadas a su vez en diferentes secciones y razas. No había forma de lograr la paz entre todos de esa manera.
Ildwin había sido quien había instruido a Meredinn sobre esos asuntos que casi nadie conocía y quienes sabían preferían callar. Las consecuencias que podría acarrear hablar de ello eran tan grandes como insospechables.
Ella conocía un poco sobre los Dioses Olímpicos; sabía que eran catorce los más conocidos, aunque solo doce de ellos estaban permanentemente en el Olimpo y eran capitanes de otros dioses menos conocidos. Pero los dioses originales se habían seguido reproduciendo, sus números habían ido aumentado, solo que de eso poco se sabía, pues no había registro de lo ocurrido con ellos durante el último par de milenios.
Los dioses preferían evitar el contacto con otras razas, por lo que se recluían en su propio mundo. Amaban la buena música, el arte y la comida, y vivían de fiesta, ya que no necesitaban realizar ningún tipo de trabajo. Existían de manera envidiable en ese paraíso al que solo ellos tenían acceso, aunque no eran inmunes a los conflictos que se desataban entre ellos de forma constante.
Zeus era el líder de los dioses, su padre y firme gobernador. Todos lo respetaban como tal. Era el dios del cielo y del trueno, por lo que su papel principal había sido organizar el clima en el planeta. Él estaba casado con la diosa Hera, aunque había tenido muchas amantes e hijos ilegítimos.
Hera era su esposa legítima, aunque también su hermana. Era la diosa de las mujeres y el matrimonio, y más que nada de la fidelidad. Era muy celosa y vengativa, sobre todo contra las amantes de su esposo y sus hijos, de igual manera con los humanos que la ofendían. Cuando una mujer defraudada le ofrecía sacrificio, ella siempre estaba lista para castigar a su esposo infiel.
Poseidón, hermano de Zeus y Hera, era el dios del mar, de los terremotos y las tormentas. Los marineros debían estar en su favor para que les brindase mares de calma, pero si lo ofendían, tendrían una muerte segura.
Deméter, otra hermana de los anteriores, era la diosa de la agricultura, del ciclo de la vida y protectora del sagrado matrimonio. Ella había sido la encargada de enseñar a la humanidad el arte de la agricultura, de sembrar y cosechar.
Hestia, también hermana de ellos, era la diosa de la cocina, del hogar, de la arquitectura y del fuego que daba calor a los hogares. Ella era la diosa que menos salía del Olimpo, y había decidido permanecer virgen.
Hades, otro hermano más, era el dios de la oscuridad y del inframundo, de la morada de los muertos antes de reencarnarse en otros cuerpos mientras eran juzgados para establecerse su castigo o recompensa.
Ares, hijo de Zeus y Hera, era el dios de la guerra, de la violencia, de la fuerza bruta, del tumulto, la confusión y los errores en las batallas. Incluso sus padres odiaban a este personaje salvaje y sanguinario, uno con el cual Meredinn no deseaba encontrarse jamás.
Hermes, hijo no legítimo de Zeus, era el dios mensajero, de las fronteras y los viajeros que las cruzan, del ingenio, de los inventos y de los poetas, de los ladrones y los mentirosos también. Era un dios astuto, guardián de las puertas, jefe de los sueños y espía nocturno. Había enseñado a los humanos el arte del comercio, los inventos y las relaciones sociales. ¿Era posible que este dios fuera Louis? Meredinn no podía dejar de pensar en esa posibilidad, aunque si era así, no podía evitar sentirse celosa por la enorme descendencia que se le atribuía a ese dios, con diversas diosas y no diosas. Eso no le gustaba nada, esperaba que su dios no fuese ese sino un descendiente.
Hefesto, hijo de Hera, era el dios del fuego y la forja, de los herreros y los artesanos, los escultores, los metales y la metalurgia. Era cojo, lisiado y terriblemente feo. Su temperamento tampoco pronosticaba nada bueno.
Afrodita, nacida del mar, era la diosa del amor, la lujuria, la belleza, la sexualidad y la reproducción. Ella podía hacer que cualquier hombre se enamorase de ella con solo poner sus ojos en él. Se decía que estaba casada con el horrible Hefesto, aunque le era infiel, especialmente con el dios de la guerra, Ares.
Atenea, diosa virgen e hija favorita de Zeus, era la diosa de la guerra, la civilización, la sabiduría, la estrategia y las artes. Ella nunca se casó ni tuvo amantes. Era una guerrera invicta, incluso contra el dios Ares.
Apolo, hijo de Zeus, se conocía como el dios de la luz y del sol, de la verdad y la profecía, de la medicina y la curación, la música, la poesía y las artes. Así también como sanaba, podía causar la enfermedad en las personas.
Artemisa, hermana melliza de Apolo, era la diosa de la caza, del arco y la flecha, de los territorios vírgenes, de los nacimientos, la virginidad y las doncellas.
Por último, pero no menos importante, Dioniso, hijo de Zeus, era el dios del vino, del teatro, de la locura ritual y el éxtasis.
Meredinn se aseguró de tener bien catalogados en su mente a cada uno de los dioses, para así tener claro lo que podía esperar de cada uno de ellos. Conocía algunos dioses más, como Heracles, Perseo, Perséfone y Adonis, pero mucho de lo que se sabía acerca de ellos era mera ficción, o había sido exagerado por los griegos de la época en que los dioses aún se relacionaban con los humanos. Mucho habría cambiado en su mundo durante los últimos tiempos; Meredinn no podía siquiera imaginarse con qué podría llegar a encontrarse allí.
Mientras estaba aún recostada, sumida en sus pensamientos, escuchó un revoloteo en su ventana; sus blancas cortinas se movían y ella sacudió su cabeza.
—Vale. Ya sé que estás allí, Karel. No es gracioso, ¿sabes? Karel comenzó a reírse conforme se materializaba.
—Ya no puedo sorprenderte más, pero no deja de ser gracioso para mí —dijo el joven ángel, acercándose a ella.
Karel era un ángel un tanto inmaduro. Había sido un hada adolescente al morir, por lo que había llevado consigo su inmadurez al convertirse en ángel. Era el mejor amigo de Meredinn, además de su hermana Judith, y lo bueno era que, de sus amigos, era uno de los pocos que no estaba enamorado de ella. Él era bastante apuesto. Aparentaba unos diecisiete años, tenía el cabello del color del trigo y los ojos de un tono miel. Era un muy buen compañero, aunque tenía la costumbre de aparecerse en los momentos y lugares más inapropiados.
—¿No tienes nada que hacer? ¿Qué tal tu humano protegido?
—¡A-bu-rri-do! —dijo él, al tiempo que cruzaba los brazos—. Además, sabes que puedo volver al instante en el que lo dejé, así no daño a nadie si me quedo un rato por aquí a molestarte.
Era cierto, los ángeles podían cambiarse de dimensión a su antojo y luego volver a la anterior al mismo minuto, como si nunca hubieran estado fuera. No podían viajar en el tiempo, ni estar dos veces en el mismo lugar, pero sí podían volver a un lugar en el momento exacto en el que lo habían dejado, lo cual les permitía tomarse algún descanso de tanto en tanto, sin descuidar a sus protegidos humanos.
—¿Qué hacías? —preguntó Karel, sentándose a los pies de Meredinn.
—Hmm, dormía —respondió el hada.
—¿Y qué hacías mientras dormías?
—Pues visitaba Francia —le contó. Además de no poder mentir, no le molestaba que su acompañante lo supiera.
—¿Y eso? —preguntó él, tomando la tarjeta de invitación que aún estaba en la falda de Meredinn. Karel abrió sus ojos bien grandes al leer el mensaje en su interior—. ¡Wow! No puedo creerlo. ¡Los dioses del Olimpo te han invitado a una fiesta! ¿Irás?
—Claro que iré —contestó—. No podría perdérmelo por nada del mundo.
—Oh... Es justo después de tu cumpleaños.
—¿Qué hay con eso? —preguntó ella, fingiendo no saber lo que él estaba pensando.
—Pues eres una princesa hada, y es sabido que al cumplir los dieciocho puedes comenzar a recibir propuestas oficiales de matrimonio, de entre las cuales deberás elegir una.
—¿Y?
—Me parece que uno de los dioses, o más de uno inclusive, está interesado en pedir tu mano. —Meredinn comenzó a reírse a carcajadas.
—¿Un dios enamorado de mí? Estás loco, Karel.
—No te creas. No sería la primera vez que un dios toma una esposa de otra especie. Cada tanto necesitan renovar la sangre. ¿Y qué mejor que una princesa hada con tan bella y con tantos poderes como tú?
—Igual, no lo creo —dijo quitándole importancia al asunto—. No pienso casarme tampoco.
—Pues algún día deberás hacerlo o terminarás siendo causante de una gran guerra. —Meredinn frunció el ceño.
—Cállate. —No le gustaba oír hablar de la palabra guerra.
—Es cierto. Un hada tan bella y poderosa como tú, con tantos pretendientes como ya tienes, no debe demorarse demasiado en elegir a la persona con la que quiere estar. Los pretendientes seguirán sumando hasta que la cuestión se vuelva incontrolable y ellos decidan tomar las cosas por sus propias manos.
Ella sacudió su cabeza.
—Eres demasiado pesimista para ser un ángel.
—Es cierto —dijo él—. Cambiando de tema, ¿puedes llevar compañía al baile?
—No tengo idea. Aquí no dice que pueda o no.
—Yo que tú iría con alguien. —Meredinn soltó una carcajada.
—¿Crees que no puedo protegerme sola?
—Protegerte puedes, pero deberías ir con alguien. Por ejemplo, yo.
—Sigue soñando.
—Por favor, siempre he soñado con conocer el mundo de los dioses.
Dejó salir un suspiro.
—Está bien, Karel. Pero, ¿no se supone que los ángeles no van a fiestas?
—¿Quién dijo que no podemos? Mientras no sea con los humanos, todo está permitido para nosotros. No seas aguafiestas.
—Bueno, está bien, amigo. Te llevaré conmigo.
Karel estaba feliz y no demoró demasiado en volver a irse, seguro a presumir con sus colegas que iría a una fiesta de dioses.
Meredinn se levantó y salió de su habitación. Ese día tocaba dar un recorrido por el reino para invitar a todos los súbditos a su cumpleaños número dieciocho, que sería celebrado en nada más y nada menos que dos días. Sería una fiesta aún mayor que su cumpleaños de quince, y nadie querría perdérsela.
Luego de la fiesta visitaría a Ildwin por una última vez antes de comenzar su misión. No podía creer que ya habían pasado los tres años desde que había comenzado a entrenarse en secreto. Pronto ella se pondría en campaña para lograr el objetivo para el que había nacido. Sabía que nada la detendría.