Читать книгу Los otros siempre tienen la razón - Natalia Maya - Страница 6
ОглавлениеOlvido
Maldecía mientras subía las escaleras con Juan Manuel. No podría ser tan mala mi suerte como para que Marieta, la amiga de mi mamá, se encontrara en la casa otra vez. En los últimos tiempos era fijo topármela dos o tres veces por semana. Desde afuera ya se oían sus risotadas y esa voz gangosa que tanto me irritaba. Lo que me molestaba de Marieta no era que se burlara de mí cuando me preguntaba si era hippie y si me gustaba la marihuana, eso me daba más bien risa; lo que en realidad me indignaba era que cuando se emborrachaba le daba por echarles los perros a todos mis amigos, y hasta a mi novio, en frente de mis narices. Eso, entre otras hazañas suyas que tuvieron que ver con mi papá.
Un borracho. Eso fue lo que resultó ser el tipo con el que Marieta se casó muy joven, además de que le llevaba bastantes años. Ese matrimonio duró poco, tuvieron una hija y el borracho se murió dos años después de una cirrosis, como era de esperarse. Ese matrimonio la dejó con una considerable fortuna y con una adicción al alcohol que le duraría más tiempo que los bienes recibidos. A los 37 años se enamoró de un estudiante de Derecho catorce años menor que ella, y con él se fue a recorrer el mundo. Cuando regresaron, cuatro años después y sin un peso en el bolsillo, él encontró un puesto como juez en Armenia y la abandonó para empezar una nueva vida al lado de la secretaria del juzgado.
Al poco tiempo del «accidente», como llamaba mi madre aquel suceso del que nunca hablamos y que marcó a mi familia para siempre, Marieta se sintió con credenciales para volver a visitar mi casa. Llegaba siempre como a las seis de la tarde a contar las peripecias que tenía que hacer para coger un bus en el centro que la dejara cerca. Después de su llegada de Europa y dadas las nuevas circunstancias, le tocó conseguirse un trabajo y aprender a coger bus. Alguna vez que la escuché quejarse, se lamentaba porque por el afán de bajarse en la parada, olvidó una bolsa en la que cargaba sus nalgas postizas y un paquete con cajetillas de cigarrillos Marlboro que le había regalado una de sus hermanas. Al parecer, me contó mi madre entre risas, Marieta había cogido el hábito de utilizar las nalgas siempre que iba a la reunión de Alcohólicos Anónimos, pero que ese día salió afanada de la casa de su hermana para la reunión de todos los martes, las echó en una bolsa junto con el paquete de cigarrillos y las olvidó en el asiento del bus. Según ella, ese era el tercer par de nalgas que botaba. «Afortunadamente», me dijo mi madre en ese tono burlón de ella: «las que botaba siempre eran las de repuesto».
Esa vez, al ver encendida la luz a través de la ventana, no tuve un buen presentimiento. Lo grave era que me acompañaba Juan Manuel, un compañero de la universidad con el que Nacho y yo estábamos haciendo el trabajo final para la materia Cine II. Aunque Juan Manuel no era santo de mi devoción, Nacho insistía en que el tipo era un erudito en la materia y en que, además, tenía un humor negro exquisito. También me decía que estaba muy solo y que sentía algo de lástima por él, que no fuera mala y lo convidara de vez en cuando. A mí me parecía un desparchado sin novia ni amigos. No estoy segura, pero a veces hasta llegué a pensar que guardaba un sentimiento soterrado por mi novio. Aunque en ocasiones me daba a entender que el sentimiento era por mí. He de admitir que no todo en él me molestaba, a veces, cuando no me daba pereza, era agradable escucharlo hablar de Salinger o ver junto a él los capítulos de Seinfeld en mi casa. Esa noche veríamos un capítulo que mi hermano me había dejado grabado. Nacho llegaría más tarde, ese día tenía clase hasta las nueve, al menos eso fue lo que me dijo, pero muy en el fondo yo presentía que salía con una de segundo semestre.
A Juan Manuel lo conocían por irreverente, y a él eso le gustaba. A mí me parecía que más que irreverente, lo que tenía era un gran afán de irreverencia. Le gustaba pararse en una de las columnas del corredor de la facultad a esperar a cualquier desprevenido saliendo de clase para echarle una larga perorata de los últimos libros que leía y las últimas películas que se había visto. Pero si algo en realidad me molestaba de él era que, desde la misma columna de la facultad, pasaba de hablar de cine y libros a burlarse de todo el que recorría el corredor a esa hora, así como lo hacen esos camajanes que se paran en las puertas de las tiendas de los barrios a tomar cerveza y criticar a los vecinos. Juan Manuel era feliz poniendo apodos y burlándose de la apariencia de esta o aquella, que «mirá, mirá, allá viene la porrista del Medellín», decía de cualquier compañera que por su indumentaria le parecía burda de alguna manera. Como todo matoneador, tenía siempre a su lado a un grupillo que soltaba estridentes carcajadas a cada comentario que hacía, y validaba sus salidas. Sí, Nacho mi novio hacía parte de ese grupillo detestable.
Ventilar los asuntos personales que sus amigos le confiaban era lo que a él le resultaba divertido: llevaba y traía información a las exnovias, lo que importunaba a las propias; sostenía conversaciones con los papás de amigos y amigas y les hacía comentarios de lo que pasaba en las rumbas; indisponía a las suegras con el yerno; daba falsas esperanzas a enamoradas de imposibles, en fin. A muchos les costaba entender qué era lo que lo incitaba para hacer pelear a los mejores amigos, separar a las parejas, contribuir al enfrentamiento de algunos con sus padres. Al parecer, él estaba convencido de que ese era el leitmotiv de su oscurísimo humor, que terminaba por dejarnos a todos hastiados, al punto de no querer saber nada más de él.
Mi pelea con él, años después, se dio porque vino a contarme los devaneos de Nacho con otra compañera de la facultad. Dejé de hablarle. Con Nacho nos reconciliamos días después. Debido a ese incidente la amistad entre ellos se vio afectada. Me sentí aliviada.
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Si había algo que me incomodaba más que las salidas en falso de Juan Manuel era precisamente eso, llegar a mi casa y comprobar desde afuera que la luz de la mesita de la sala estaba encendida. Esa luz tenue me indicaba que mi madre estaba con su amiga Marieta y varias botellas de vino, dedicadas a repasar asuntos de los que, por más que intentaba, nunca lograba enterarme. Ahora mi madre se reunía con ella y otras amigas a hablar hasta altas horas de la noche. Cuando yo llegaba siempre cambiaban el tema. Y aunque a veces me escondía tras las puertas o en el estudio, nunca lograba escuchar los detalles, pues cuando alguna alzaba un poco la voz, mi madre le indicaba con un gesto que hablara más bajo, que podría escucharlas.
Años atrás, en cambio, todo era una fiesta cuando desde afuera se veían luces encendidas. Sabía entonces que mi mamá y mi papá estaban celebrando, o mejor, que mi mamá andaba enrumbada, porque a mi padre siempre lo encontraba sentado en el mismo sillón, nunca supe si la pasaba bien o mal, él solamente se limitaba a mantener su vaso lleno toda la noche y a observar lo que ocurría a su alrededor. Algunos de los invitados que circulaban por su lado se las ingeniaban y acercaban un taburete para ponerse a su nivel y buscarle conversación. Entre tanto, a mi madre se le veía revolotear de grupo en grupo, a veces hasta bailaba.
Solo cuando ella apagaba la música, mi padre entendía, como en un código secreto entre ellos, que debía abandonar su puesto y empezar a despedir a los amigos. A Juan mi hermano y a mí nos entrenaron desde pequeños en esas lides: hacer las llamadas para pedir los taxis, acompañar hasta la puerta a las amigas de mi madre que estuvieran más borrachas y comprobar que se subieran con alguno que las llevara a sus casas, hacer el caldo levantamuertos, y, por las últimas, abrir el sofá cama del estudio y traer las mantas para aquellos que no podían tenerse en pie y que empezaban a decir o hacer barbaridades. En una de esas fiestas, mi hermano, cuando tenía como siete años, se tomó todos los restos de las copas que quedaron sobre las mesas, lo que le provocó una intoxicación que casi lo mata. Desde entonces, mi madre revisaba todas las mesas y recogía las copas para llevarlas a la cocina, después se las ingeniaba para escabullirse en su habitación antes de que empezaran las despedidas.